Si las novelas de Patrick Modiano fueran una música, serían Erik Satie. Si fueran un cuadro, un paisaje de Seurat. Si fueran una estación, el verano. Precisamente, las releo este verano mientras escucho a Satie, y la melancolía me cubre como un mosquitero que deja la realidad afuera.

Paul Valéry despreciaba el género novelesco y se rehusaba a escribir “La marquesa salió a las cinco”. En ningún libro de Modiano encontraríamos una frase similar, pero tampoco la famosa “tranche de vie” que los nuevos novelistas proponían  como alternativa. En Modiano no hay “franja de vida”, a menos que se piense en otra fórmula: la de las franjas de vida concéntricas. Un personaje determinado, en un momento determinado, recuerda un momento de su vida en el que ha sido feliz. Es un esquema que se repite, como en un juego de círculos concéntricos en el que los personajes buscan llegar al núcleo, allí donde tal vez puedan apresar la felicidad. Pero la búsqueda siempre queda trunca. El propio Modiano confiesa: “Siempre sentí que poseía una natural inclinación hacia la felicidad, pero que ésta me había sido arrebatada a lo largo de toda mi vida por circunstancias externas”. Al igual que su autor, los personajes no dejan de buscar una y otra vez, en un pasado que, sospechamos, nunca sucedió, esa felicidad perdida.

Las novelas de Patrick Modiano no se parecen a la vida ni guardan ninguna pretensión de realismo. El azar fulgurante es la regla. Los personajes, ensimismados,  grotescos o evanescentes, se unen y se separan como bolas de billar impulsadas por un destino ciego. Parejas abúlicas, mujeres que aparecen, desaparecen y cambian de nombre e identidad, hombres desocupados que viven de rentas o de la venta de libros usados, de dinero ganado en un casino o robado en una maleta misteriosa: todos son igualmente inverosímiles. Leen, viven en hoteles decadentes, deambulan por París, Londres, ciudades balnearias del sur de Francia, y proyectan viajes a Brasil, Marruecos, Mallorca. El protagonista de Más allá del olvido (Alfaguara, 1997) fantasea con ir a Buenos Aires en busca del poeta argentino Héctor Pedro Blomberg, cuyos versos despertaron su curiosidad: “A Schneider lo mataron una noche/ En la pulpería de la Paraguaya./ Tenía los ojos azules/ Y la cara muy pálida.” La elección no es casual, en esos versos idealizados aparece, concentrada, la esencia antimodiano: un depurado de exotismo y acción brutal. Nada más alejado de ese presente onírico y errático de estas historias, demasiado lleno de pasado como para poder cobrar consistencia.

Mientras los hombres y mujeres de Modiano se deslizan de fiesta en fiesta, de siesta en siesta, de bar en bar, la Vida –la Guerra, en muchas de las novelas- sucede en otra parte, sin rozarlos. Del mismo modo que ir a la Polinesia o perderse en un barrio de la periferia de París resultan experiencias equivalentes, no hay mayor diferencia entre el frente de combate, la Resistencia activa, o el anonimato y el sopor de un hotel ruinoso. Los personajes de Modiano no son héroes, ni lo quieren ser. Hagan lo que hagan, da lo mismo, y sin embargo no podrían hacer otra cosa. Es lo que confiesan también muchos personajes de Jean Echenoz. Ambos escritores comparten ambientes, temas y personajes, una impresionante nómina de premios y el talento de haber sabido abrevar en las aguas del nouveau roman, y haber salido no sólo indemnes sino también fortalecidos. Sin embargo, allí donde Echenoz se desliza fácimente hacia un humor un tanto cínico (imposible no imaginarlo con una mueca burlona frente a su ordenador), Modiano se sumerge en una melancolía brumosa que lo impregna todo y se apodera también de los sentidos del lector. Como el olor. El olor es muy importante en las novelas de Modiano, mucho más que la trama. Moho, cáñamo hindú, éter: el olor es esa presencia intangible que puebla las páginas como un estado de ánimo.

La engañosa estructura de novela policiaca, de aprendizaje, romántica, de aventuras o road movie muy pronto acaba por desdibujarse por el efecto erosivo de la melancolía y el recuerdo. La verdadera pregunta que subyace en el interior de la trama vale tanto para los personajes como para el lector: ¿A qué puede llamarse vida?

El protagonista de Viaje de novios (Alfaguara, 1991) intenta reconstruir una biografía ficticia de Ingrid, una mujer misteriosa de la que se enamoró un verano, a la que reencontró ocasionalmente en los años siguientes, y de la que no volvió a tener noticias hasta un suelto en Milán, dieciocho años después, informando de su suicidio. “¿Tiene derecho un biógrafo a suprimir determinados detalles, con el pretexto de que los considera superfluos?”, se pregunta, “¿O por el contrario todos tienen su importancia y hay que colocarlos en el montón sin permitirse resaltar uno en detrimento del otro, de manera que no falte ninguno, como en el inventario de un embargo? A menos que la línea de una vida, una vez llegada a su término, no se depure a sí misma de todos sus elementos inútiles y decorativos. Entonces ya no queda sino lo esencial: los blancos, los silencios y los calderones.” Ésa es la apuesta de Modiano, contar lo que no se puede contar. Un estilo elegante y sutil trabajado palabra a palabra. El resultado no es una escena, ni siquiera una imagen sino, como ocurre en los cuadros puntillistas de Seurat, una “impresión”.

Cada novela nos sumerge en un limbo en el que los personajes aparecen y desaparecen. Reaparecen en la misma novela, o en otra, con ligeras variantes de carácter, con el mismo nombre (como Cartaud) o con otro (Sylvie, Ingrid, María…). Las historias, con una amplia gama de levísimos matices, cambian muy poco, como si todas las novelas de Mediano fueran variantes o reescrituras de una única novela. Igualmente adictivas que las Gymnopédies de Satie, acaban por fundirse en la memoria en una sola melodía.

He pasado varios días de este verano deambulando de una novela a otra de Patrick Modiano, releyendo los pasajes leídos hace años, que ahora volvieron a emocionarme como un sabor o un perfume subrepticiamente recuperado. Leo una vez más las últimas líneas de Viaje de novios: “Ese sentimiento de vacío y remordimiento te inunda un día. Más tarde, igual que una marea, se retira y desaparece. Pero termina por regresar con mayor fuerza, y ella no podía liberarse de aquello. Tampoco yo.”

Satie ha dejado de sonar. Afuera anochece. Salgo de casa y camino hasta el jazmín. Aspiro violentamente el perfume apurando el final, allí donde empieza la podredumbre. Y entonces me doy cuenta: Modiano es un escritor nihilista. Sus novelas no hablan de la vida ni de los sueños ni de la felicidad, hablan de la muerte. A menos que la muerte se parezca demasiado a todas esas cosas.