Marta Sanz (Madrid, 1967) es una escritora polivalente. Novelista canónica con Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), ensayista con obras como Monstruas y centauras (Anagrama, 2018), escribe poesía con la intensidad del que utiliza los versos como escape, incluyendo el Premio de la Crítica de Madrid al mejor poemario de 2014 con Vintage (Bartleby, 2013). Con Amarilla (La Bella Varsovia) nos ofrece un volumen de palabras repletas de dolor, en la búsqueda de la anestesia de los días y la cotidianidad mínima. Cuerpo propio, padre en los pasillos, lugares de sufrimiento revisados que sofocan la cercanía. La autora, en la fusión de la tierra y la ceniza busca el sustento: “En la jugosidad del pétalo / está la hez”. Los colores se mezclan con quemadura, cuerpo y dedos, en la lírica de un encuentro terrible: “El tumor / es un miedo / que, por fin / se hizo mañana”. ¿Es la denuncia de Gaza una consolación de la muerte? “Si toda esa desgracia minimiza la tuya”. El cuerpo como refugio, como enemigo ciego de algo estúpido. Viajar y mover, desplazar carne y vísceras en busca de la salud, como una especie de salmo. “En la plaza central de New Haven / vimos brillar / un árbol amarillo”. El poema se embadurna de maquillaje para reconstruir otros rasgos, su cara, la de la poeta, que es máscara que hace otro cuerpo. Poemas con mayúsculas, poemas de las mayúsculas, que son cualitativamente distintos en su intención de capturar la vida y el tiempo, la dualidad de pasado y presente: “Cuando no cabes, cuando parece que insultas al tiempo” o “Como protegerte del frío / que llevas sembrado en el hueso / ni del calor / Que siempre asusta / Y se bebe toda el agua / (no sabes)”.
La autora detecta el poder del frío interior, terrible, inabarcable, más del que existe fuera: “No me dejéis morir / con la sonrisa alucinante / que adorna el rostro mineral/de la congelación”. En comparación, la búsqueda del calor, que se identifica con la paz, el final del tiempo, la vejez: “Aclimatarse / muy gustosamente / a la pérdida progresiva de los cinco sentidos”. Usar el poema como tramadol o algo más fuerte: “Es mentira que olvidemos / solo las palabras que no merecen la pena”. Flores que van del rojo al amarillo, flores verdes, patatas, medusas, el pelo que hace de la vida piedra. El amarillo contra el calor, el amarillo demasiado cerca del frío de vivir/no vivir. Luz en escena, que, al estallar, abandona el disfraz de nova para ser un hilo, solo un hilo. La vida desaparece, se evapora: “Para sobrevivir es necesario perder el oído”. Y volver, buscar el camino, una vela, cera que, derretida, guía los sentidos hacia la soledad, un estadio de dolor más avanzado: “Que la melancolía es un golpe amarillo”. Ese color, que lo domina todo, el de la bolsa, el de la bilis, amarillo cadmio, los metales pesados que exigen un lixiviado para poder escapar del cuerpo. Sustancia, cuando es el poema, cuando encontrar, cuando no te das cuenta. “Un compuesto para aniquilar la araña / de debajo de la piel / ¿Cómo es posible? Que no lo descubriéramos antes”. En esa búsqueda la enfermedad viene con el presentimiento, la sustancia extraña en un cuerpo que se desentiende: “Se desencadenan malévolos / procesos químicos / se sueltan puntos”. Tristeza y cuerpo, el cuerpo es un extraño. “Si no que esta tristeza bola de cristal, la mía”, el mal atrapado en una célula ¿Qué hacer? El miedo, usar las palabras que lo reconozcan y limpien, y si esas mismas palabras terminan por aumentar el dolor. Umbría, que se repite a lo largo de todo el poemario, como un estadio vital, una vida desconocida. La poesía de los hospitales, tan habitual, tan generacional, madres que se convierten en hijas, hijas que temen dejar solas a sus vástagos, luz de los pasillos blancos que atrapan la enfermedad, que marean a la muerte, el triángulo enfermeras-enfermo-compañía. Cuando la persona muere el dolor no termina, solo cambia: “También yo soy una hija con su padre / y escucho...” y sigo “el obsceno gemido de mi padre / el que nunca se habría debido emitir”.
Así, en la miseria/belleza de la muerte/familia, llega: “Los ángeles del infierno también corren con sus madres a urgencias”. La narrativa del color, la enfermedad, la habitación y el pasillo: “Miran el móvil ocultas detrás de un tabique / se ponen auriculares / apagan la luz”. Luz, jardín, flores. “Las palabras no abolen la muerte, / pero sí su constancia de gota eterna, /su miedo/su neurosis”. Escribo, yo mismo, en la página del poema, en el libro de Marta Sanz, utilizando los bordes prestados, invalido el libro para otros lectores, o lo convierto, quizá, en un guía, que solo me vale a mí o a otros escritores/poetas/lectores que hablan y escriben, que viven la enfermedad de sus padres, la suya propia, la de sus hijos, y después de la vergüenza encuentran una especie de morfina, de alivio en la palabra sobre el papel, recogiendo el exabrupto del dolor, de la pestilencia de la edad. “De qué luz hablamos / cuando se escapa la luz / se gana, / hay que pagar el precio del hígado infantil”. Luz azul de los quirófanos que emprende una lucha total contra la célula. La luz del hospital, siempre presente, nunca se desconecta: “Luz de la intemperie y la luz / del cuarto oscuro”. Cuerpo belleza, cuerpo perdido, cuerpo posesión, cuerpo joven, cuerpo extraño: “Moscas necrófagas liban mi jugo / anticipadamente”. Oxígeno, azul, pulmón, cuerpo, tristeza: “Se volverá / contra nuestra alegría / a cualquier precio”. La poeta cuenta, coloca las palabras para asumir lo obvio del sufrimiento, mezcla el yo con el nosotros, deja implícito el vosotros: “Soy una mujer materialista / que celebra las reacciones exotérmicas”. Células sensibles, piel polilla, amapola. Crónica de flores, animal, vegetal, niña, poeta, trasuntos o proyecciones que sirven para explicarse: “Todos los poemas me salen amarillos”. Como una manera innecesaria de pedir perdón.
Marta Sanz, Amarilla, Barcelona, La Bella Varsovia, 2025.