
Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980), poeta de la familia y la naturaleza, de la clorofila y el paisaje nos ofrece una nueva entrega de su prolija y consolidada obra poética con La vibración del mundo (RIL Editores, 2025). Hace unos meses llegaba a nuestras manos, Carreteras que brillan en el bosque, Premio Ciudad de Salamanca 2024, un recorrido sentimental por sus últimos años fuera de su Zaragoza natal y que completaba una obra que incluía libros como Lar (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016), Llegar aquí (Versátiles, Huelva, 2020) o Tiempo de frutos (Piezas Azules, Madrid, 2022).
Alejado del asfalto, en su madurez literaria, sin afanarse en el presentismo mediático, Gairín sigue en su camino lírico, esta vez con este delicado volumen que se adentra en la relación paterno-filial, en la contemplación del hijo y todos los aspavientos inesperados que suponen sus primeros años de vida.
Versos nutricios, de paternidad y “Sala de espera” (título de la primera parte). Donde antes había tabaco, ahora hay corazones que compiten contra el miedo con amor. El mundo, “fuego lento y silencio”, ahora “Esto es lo que pudimos oponer: / un nuevo ejército de vivos”. Después del instante, el comienzo, “Sobre los pinos tiende el cielo / esas nubes, soltadas en verano” y es que el poeta se entrega, ahora en proyecto de compañía, a un paisaje que será eterno en sus palabras, casi desaparecido por el alquitrán. Y el padre, el hombre, el escritor, conserva para su vástago. Hay, como todo autor del interior, una obsesión por el infinito de sal y agua: “El mar que siempre te fascinará / porque, como nosotros, / vas a venir al mundo tierra adentro”.
El científico emerge, hace de la vigilancia de las pantallas, de las luces que parpadean, de la angustia de los números, alimento para el verso: “Ser padres es aprenderse también / la escala del terror”, en el ánimo se busca mantener la inmortalidad del recuerdo, que conserva la juventud, el instante previo, el instante posterior, la naturaleza del padre y el hijo. Orión y el valle de Bujaruelo, cuando la distancia no es una medida euclídea, una reflexión de ficción digital, sobre el tiempo se contempla el espacio: “Hoy sé que la alegría es un oficio / y que lo aprenderás con nuestro ejemplo”.
Se mantiene la primitiva protección, el muro del amor filial, en tiempos acelerados, en la génesis de la Inteligencia Artificial: “Recuerda que tu madre siempre tiene magia en las manos” o “También a él le queda / muy grande todavía la receta”. En los poemas que componen “Familia” se suceden palabras como mamá, Aleph, vómito, fiebre, vacunas y desorden. Es el momento en el que la noche hace de la temperatura algo terrible: “Si declaro a la noche que prepare / detallada por horas la factura”. El mismo terror primigenio de los padres, que en la oscuridad se ven devorados por el miedo para despertar, en la frescura de la mañana, con la esperanza primordial. Es un ritmo eterno que Ramiro Gairín recoge con paciencia, reconstruye la eternidad con sus palabras: lluvia, concesionarios, otoño, recoger los juguetes, la cena, hay que acostarse pronto. Es un blues de tortillas y sopa que se enfrían, el domingo como divinidad menor de la despedida, como el último resquicio de la festividad, ahora, otra vez, envejecido: “Con el sol despidiéndose y el frío, / como un gato al que nadie hace caso / dándonos topetazos”.
Volvemos a los números, nunca le dimos a los percentiles de la facultad, a la estadística, cuando en la facultad se hablaba de seguridad, de intervalos de confianza, de test de hipótesis, cuando no es producto ni porcentaje, cuando es un cuerpo débil, mínimo: “Las tablas amenazan, / va detrás de la media” u “Ojalá alcances la media suficiente” y esa campana, Gauss y su variable normalizada, “Ojalá los primeros sedimentos / estratos que a tus padres corresponden / aguanten tanto mundo”. Llegamos a “El río del futuro”, penúltima parte del libro. Sumergidos en el acierto del poeta, que impone a los dioses la mecánica de su hijo: el mundo vibra en la misma frecuencia que el corazón del niño. Escribe: “Que para ser gigante / hay que vivir oculto / en medio de otros árboles”. Y entonces, llega: “Hoy ha venido el mundo a reponerse / con nosotros al parque. / Hoy se ha tomado el día libre”. En “El mundo terminado”, fragmento final del volumen, se supera lo sensible para alcanzar lo moral, aunque sea en el primer apetito del día: “No quiero que conozcas / las metáforas bélicas: / combatir el invierno / batallar contra el cáncer”. Escuchar crecer a un hijo, mientras escribe, en el miedo eterno del padre, incapaz de tapar, de cubrir, todas la fugas posibles en el navío de la existencia. Un final del camino, que engancha, vasos comunicantes, la primera infancia, el aviso de la eternidad, la contradicción que supone que el nacimiento del hijo es el primer ladrillo de la vejez. Es en esa contradicción perenne donde, todos, poetas o no, existimos. Pero con sus versos, Ramiro Gairín, construye un señuelo de belleza, una plataforma de esperanza.
Ramiro Gairín, La vibración del mundo, Providencia, Región Metropolitana, Chile RIL Editores, 2025.

