Estos insectos utilizan su forma de rama como camuflaje, una técnica que les sirve para mantenerse a salvo de los predadores, lee Eder en el panel de información del insecto palo. Luego tarda un poco en descubrirlo en su jaula de cristal. Si no tuviera hijos no habría vuelto a pisar un zoológico, un acuario o un parque de insectos como en el que está ahora. Los animales ya no le inspiran nada. La última vez que vio un perro muerto en una carretera, con las tripas aún frescas, se dio cuenta de que esa misma imagen que lo conmovía hasta hacía unos años, no era más que una de esas fotos de nuestro álbum sentimental que puede extraviarse sin dramas.

Recuerda cuando era pequeño y atrapaba todos los insectos que encontraba en el jardín trasero del chalé de sus padres. Metía moscas sin alas, cucarachas, arañas, chanchitos, tijeras y lombrices en un tarro de cristal, esperando que las leyes de la naturaleza desencadenaran una matanza. Sonríe por primera vez en la mañana. Nunca pasaba nada, pero él siempre volvía a intentarlo, metía más tijeras y arañas creyendo que su leyenda de insectos asesinos sería suficiente para provocar una pelea. Como último recurso prendía fuego a un trozo de papel periódico y lo tiraba dentro. Los insectos trataban de escapar. Las moscas y los chanchitos, siempre las moscas y los chanchitos, morían achicharrados. El fuego se apagaba al tapar el tarro. Otras veces, aburrido de la apatía de su ejército animal, llenaba el tarro de agua y lo enterraba en el jardín. Si bien se sentía como un director de cine fracasado, su fama de torturador lo recompensaba. Con el asco que le dan las cucarachas, trata de imaginar cómo hacía para capturarlas. ¿Le darán asco a sus hijos? ¿Extinguirán alguna especie de bicho cuando repitan las salvajadas de su infancia?

Su hijo mayor estira los brazos para que lo cargue, no alcanza a distinguir al insecto palo desde abajo. Su mujer carga al menor. Se llevan menos de un año de diferencia. Eder y su mujer son hijos únicos y no querían que su primer hijo creciera de la misma manera, sin un compañero de juegos real, o sea alguien casi de su misma edad. ¡Cómo les hubiera gustado tener mellizos! Tiene grabada en su cabeza la hora en que su mujer rompió aguas la primera vez: 5:28. Se ducharon juntos y salieron a tomar una taxi. Conducía un rumano que activó su GPS porque no sabía el camino. Aquella madrugada Eder se dio cuenta de lo poco que se había interesado por el embarazo de su mujer, sólo le preocupaba que el niño no naciera con ningún retraso, porque un niño con Síndrome de Down u otro problema podía ser peor que pagar una hipoteca de por vida. Del segundo parto no recuerda la hora a la que su mujer rompió aguas, pero sí que llamaron un taxi y ella se fue sola.

El hijo mayor le saca media cabeza al menor, es un niño grueso, tierno y violento. Eder teme que haya heredado su incapacidad para controlar sus impulsos. Lo levanta y sus dolores de espalda despiertan, siente como si fuera una planta a la que están arrancado de raíz. Esta temporada su equipo de fútbol no se apuntó a ningún torneo y desde entonces se ha lesionado tres veces los gemelos de las piernas, dos jugando pachangas y la otra empujando el cochecito de sus hijos cuesta arriba. Cree que la falta de ejercicio provoca sus males. Si al menos entrenara dos veces por semana estaría en forma para cargar a sus hijos. ¡Dónde está!, pregunta su hijo mayor pegando la nariz a la jaula de cristal. Eder señala los insectos palo. A ver, dice el niño, no veo, papá. A Eder le encanta la cadencia en la voz de su hijo, cómo estira la última sílaba y se queda con la lengua fuera. Si la paternidad estuviera compuesta de escenas para contemplar como cuadros en un museo, pasaría por alto ese dolor de espalda que sólo alivia tumbándose en la alfombra del salón.

Entonces, como suele ocurrir desde que alguien celebró la gracia, su hijo le pega un manotazo en la cara. ¡Mierda!, grita Eder sin vergüenza, sujetando fuerte las dos manos del niño, que empieza a llorar. Su mujer se acerca con el hijo menor zafándose de sus brazos. ¡Contrólate!, le pide entre dientes. Y empieza una discusión en la que Eder sabe que lleva las de perder, pero se defiende repitiendo otra vez que un día de estos el niño le va a sacar un ojo, como a ese escritor con todos sus hermanos escritores al que su hijo le provocó un desprendimiento de retina. Ella lo llama exagerado, le recuerda que se trata de niños que no son conscientes del peligro, su intención no era hacerle daño y debería pedirle perdón a su hijo. El escritor con todos sus hermanos escritores tuvo que permanecer cuatro meses boca abajo en cama para que la retina volviera a su lugar. Eder reconoce que el argumento resulta inútil con el niño llorando y tratando de estirar sus manitas presas hacia su madre, y calla. Su mujer le quita al niño y vuelve a decirle que a esa edad no son conscientes de lo que hacen. Luego lo repetirá un par de veces más, como es su costumbre, aprovechando que hay gente alrededor y que él no la mandará a callar en público.

El siguiente bicho es el insecto hoja, que también aprovecha su forma para camuflarse en los árboles. Desde que una mariquita se metió por la ventana de la cocina a su piso, sus hijos se volvieron fanáticos de los insectos. Tienen tres años, pero pronto el mayor cumplirá cuatro. El mes siguiente empieza el colegio. Eder y su mujer prefieren no mirar el calendario, es verano en Madrid y los días son una cadena perpetua de comidas infantiles. El tiempo se mide por bocados, ya no por las páginas que lee. El cansancio también. Si por lo menos comieran solos no gastarían tanta energía en enfadarse.¿Cuándo fue la última vez que pudieron ver una película de corrido en el salón? Una noche él le habló de Las Hurdes, el documental de Buñuel del que siempre había escuchado hablar a un compañero de trabajo. Ella lo descargó, desconfiada como suele serlo con sus recomendaciones cinematográficas. Y su desconfianza se reconfirmó. Aquello era un inframundo. Cuando llegaron a la escena del niño muerto ella paró el documental. No necesitaba ver esa mierda, ¿acaso no sabía que desde que había sido madre todo lo que tuviera que ver con niños maltratados, desnutridos o muertos la afectaba más que cualquier cosa? Sí, claro que lo sabía, le dijo Eder, recordándole esa tarde en una terraza del barrio, cuando una yonqui se acercó a contarle la historia de sus desgracias con una bebé sin nada que comer.

-Le diste los cinco euros que nos quedaban.

-Al menos me quedé tranquila.

-Y ella más, con el chutazo que se metió.

Es domingo, el único día de descanso para Eder. Trabaja de lunes a sábado y a veces los domingos según el turno que se le antoje a los jefes. Su mujer trabaja por las mañanas de lunes a viernes. Fue ella quien tuvo la idea de visitar El Escorial y en el camino han parado en el Insectpark al verlo desde la carretera. Cocinó a última hora la noche anterior y por la mañana se encargó de alistar todas las cosas. Siempre lo hace, dice que si Eder tuviera que hacer la maleta de los niños para un viaje o la comida para un picnic, lo más seguro es que faltaría la mitad de lo necesario. Eder no se queja. Es cómodo delegar y esa clase de críticas las aguanta sin problema. Otras no.

La mayoría de los visitantes son familias con hijos pequeños y alguna pareja joven. Eder se fija en las familias. Ninguna tiene niños de la edad de los suyos, o son muy pequeños para andar y aún van en su cochecito, o ya son grandes y no necesitan que los carguen en brazos para ver mejor a los insectos en las jaulas. Se compadece de los que tienen que seguir empujando el cochecito. Este verano ellos se lo quitaron de encima. El día que lo dejaron en la calle abrieron una botella de vino blanco para celebrarlo. El plan era follar como si se acabaran de conocer, esa época en la que se emborrachaban sin importar el día de la semana, pero después de la primera copa se dieron cuenta de que sus bostezos eran más grandes que sus ganas y lo aplazaron para la noche siguiente.

Su hijo mayor le pide que lo cargue otra vez. Los niños no son rencorosos, olvidan con la misma velocidad con la que él pierde la paciencia si llega de trabajar por la noche y encuentra la cocina sin recoger. Su cabeza es una olla a presión que va a explotar. Limpia la mesa donde comen sus hijos, barre la comida que ha caído al suelo y luego pasa la fregona. ¿Por qué siempre hay comida en el suelo cuando su mujer les da de comer? ¿Por qué no puede hacer las cosas como él, con el mismo cuidado para que el otro no tenga que limpiar después? Se lo pregunta a ella. Sabe que hacerlo es prender la mecha de una noche que acabará excitada como un animal salvaje por los reproches y las amenazas. Sabe que la tapa de la olla a presión va a salir volando y va a hacer daño, mucho daño. Antes, arrepentido por la malas horas durmiendo sin rozarse siquiera después de discutir a gritos, se preguntaba por qué no le había dado unas cuantas vueltas a lo que iba a decir si sabía de antemano las consecuencias. Ahora se pregunta por qué ya no le importan los gritos y el sinsabor de la mañana siguiente con la boca agria y el estómago revuelto. Eres un maltratador, le dijo ella la última vez. ¿Cómo puede un maltratador ser un hombre que juega con sus hijos persiguiéndolos por los parques aullando como un lobo? ¿Cómo puede un maltratador limpiar su casa hasta desaparecer toda huella de caos y preparar la comida y decirle a su mujer que se tome la tarde libre porque él se encargará de los niños?¿Cómo puede un maltratador abrazar a su mujer mientras miran fotos de sus hijos y ríen al recordar sus primeros pasos y tratan de imaginar cómo serán en el futuro y se quejan porque dentro de nada ya no podrán cargarlos en brazos ni achucharlos como bebés? ¿No dicen siempre los vecinos que el maltratador era una buena persona?

Hay unas hormigas gigantes que le gustaría tener en casa como decoración. Las visualiza en su jaula de cristal encima de la estantería pequeña donde coloca sus cómics. Su hijo apenas le deja observarlas, quiere pasar rápido a la siguiente jaula y así casi corren de una a otra. ¡Mira!, dice el niño con voz gutural, señalando a una tarántula. Eso enternece a Eder. Los gestos de sus hijos y los nombres que inventan como chichisauro, lo hacen sentir peor que a la mañana siguiente de pelear con su mujer, se avergüenza por ser incapaz de controlar la furia que desata una estupidez como la cocina sucia. A veces, solo en casa, ha pensado que la única forma de eliminar esos arranques es desapareciendo él mismo. Siente otra vez que le arrancan un pedazo de la espalda igual que si fuera una planta. El dolor se expande como una crema que, en vez de curar, mata. Ruega porque esa noche sus hijos no exijan con lloriqueos que los saque en brazos a los dos juntos de la bañera.

¿Por qué las otras familias parecen alegres? Nadie le avisó que su vida dejaría de pertenecerle cuando nacieran los niños. Al comienzo intentaban hacer planes para verse con los amigos, pero de repente la fiebre llegaba y los condenaba a pasar la tarde en Urgencias, así que renunciaron a parte de su vida social y empezaron a quedar sólo con padres para compartir sus virus y miserias. Eder se ríe cada vez que suena en su cabeza la voz de la matrona de las clases de preparto: “Los primeros meses son como entrar en un túnel hasta que llega el momento en el que por fin se ve la luz”. Lo repetía siempre en cada sesión. Pero cómo explicarle a esa señora que el túnel es él mismo.

 

***

 

Mientras su mujer saca los platos, los baberos y las cucharas, Eder vigila que sus hijos no se pinchen los ojos jugando con unas ramas. El resto de familias han montado un banquete sobre sus mesas si las compara con la suya. Ni siquiera tiene una lata de cerveza para refrescarse, sólo agua para los niños. Su hijo mayor va desechando cada rama que recoge por una más grande. ¡Este es palísimo!, grita al encontrar una que apenas puede levantar. El menor corre a ayudarlo. Su mujer los llama a comer. Esa especie de bosque que el Insectpark ha acondicionado para los visitantes se parece mucho al club campestre al que Eder iba con sus padres. El club pertenecía a la empresa estatal para la que trabajaba su viejo. Nunca llevaban comida, había varios restaurantes alrededor en los que iban probando porque el del club sólo vendía bebidas, patatas fritas, galletas y caramelos. Le cuesta convencer a los niños para que se sienten a comer. El mayor no ha soltado la rama y chilla cuando Eder pretende quitársela. Forcejean y Eder vence al dar un tirón. El niño llora fuerte. Su mujer lo increpa, qué le pasa, por qué tiene esas reacciones. ¿No lo entiende?, es su único día libre, ella no sabe lo que es descargar cajas, agacharse a cada rato y aguantar los comentarios de los jefes casi siete horas durante seis días a la semana, y que esa rutina no tenga un final a la vista. Es su excusa, le echa la culpa de su mal carácter al trabajo. Pero esta vez elige decir sólo que está agotado, para qué más explicaciones inútiles. Me lo hubieras dicho antes y nos quedábamos en casa, replica ella. ¡Te lo dije!, estalla Eder, y enumera las veces que ella insistió el sábado para que hicieran un paseo en familia. Su hijo menor lo mira con la cabeza agachada. ¿En qué se ha convertido?

Deja, ya les doy yo de comer, dice su mujer, vete a dar una vuelta.

Eder abraza a su hijo mayor, quiere consolarlo. Cuando el niño se enfada a la hora de comer golpea la mesa como lo ha visto hacer a él. Siempre creyó que sería un padre más comprensivo y dedicado que los otros que ha visto gritando y maltratando a sus hijos en la calle, en las tiendas, en el metro. ¿Es que la paternidad transforma a los hombres en monstruos? No, él siempre ha sido un tipo violento, acostumbrado a resolver sus problemas por la fuerza. Estarían mejor sin él.

Voy a la gasolinera a comprar una cerveza, ¿te traigo una sin alcohol?, pregunta a su mujer antes de darle un beso a sus hijos.

 

***

 

Eder bebe una cerveza a la entrada del Insectpark, aparcado bajo la sombra de unos árboles. Ha olvidado comprar una sin alcohol para su mujer. Es lo que suele pasar, que se olvida de las cosas, aunque tenga la lista de la compra en el bolsillo. Siempre se ufana de su buena memoria en el trabajo. Pero si supieran que es una desgracia en casa. Si supieran que a menudo pierde la paciencia con los niños y golpea la mesa con los puños para obligarlos a tragar la comida cuando ellos sólo hacen caso a sus dibujos animados. Si supieran que por las noches llora imaginando que pierde a su familia y que sus hijos ya adolescentes reniegan de él. Si supieran la verdad. Acaba su cerveza y abre otra lata. Baja del coche. Hace un día estupendo. No es el mismo calor de Madrid. Aquí refresca más, no se siente como un gato atropellado en la carretera, seco. Camina unos metros y logra ver a sus hijos esquivando las cucharadas de su mujer. Se siente como un soldado cobarde que, en vez de auxiliar a un compañero a punto de ser rematado, elige huir. Cuando él les da de comer la comida es una lucha que desgasta su amor o lo que sea que siente por ellos. Porque ya no lo sabe. ¿Cómo llamar a eso que cambia tan rápido del amor al odio? ¿Cómo llamar a un hombre que fantasea con desaparecer de la vida de su familia creyendo que es lo mejor para todos?

Recoge unas ramas y las tira de inmediato. ¿Por qué le gustan tanto a sus hijos? Sube al coche otra vez. Lo enciende y busca alguna emisora que ponga algo de rock. Antes vivía pendiente de las nuevas bandas extranjeras y se informaba sobre sus conciertos en Madrid. Quería ser el primero de sus amigos en verlas en vivo. Si se enteraba de algún concierto casi secreto sólo se lo comentaba a un par de ellos. ¿Qué imagen tendrán de él? Es el Hombre Palo. Como los bichos palo que se camuflan entre la arquitectura de los árboles, él lo hace entre gente buena confiando en que nunca perderá los papeles porque el miedo a la censura inhibirá sus descargas de violencia. Enciende el coche. Cambia de emisora buscando una señal divina que rescate su fe infantil, la misma a la que acudía de pequeño si no había estudiado para un examen o si el jefe de disciplina de su colegio lo pillaba en el baño faltando a clase. No encuentra ninguna canción conocida que él pueda interpretar como el mensaje salvador que apague su olla a presión. Aprieta el embrague y en un acto reflejo sube el volumen a la radio.