Ignacio Martínez de Pisón

El mundo novelístico de Ignacio Martínez de Pisón es dilatado, y se ha venido afianzando en una progresión creciente, desde 1983 hasta que, casi treinta años después de haber comenzado a publicar, ha conseguido con su novela El día de la mañana (2011) el reconocimiento nacional del premio de la Crítica, que viene a hacer oficial lo que los lectores iban sabiendo: que se encontraban con uno de nuestros narradores más solventes, dueño de una obra sólida que básicamente ha servido para mantener una renovada apuesta por la conexión de la literatura con la realidad, en formas narrativas herederas del realismo, pero modificador de ellas por distintas maneras que me propongo analizar. Sus novelas trazan un dibujo en que casa muy bien lo interior y lo exterior, lo psicológico y lo social, la historia familiar y la crónica política, hasta logar un cuadro muy coherente de la vida sentimental y política de la España de la segunda mitad del siglo XX.

Las dualidades a las que me he venido refiriendo, interior/exterior, sentimental/político, personal/social, tienen además la particularidad de delimitar dos ámbitos de predominancia en el desarrollo de su propia obra novelística. Podría decirse que hay en ella dos etapas: la primera comprendería el ciclo formado por cuatro novelas familiares, que comienza con la infancia de La ternura del dragón, la adolescencia de Carreteras secundarias, ambas edades asimismo en tránsito en María bonita, y que culminan con el acceso a la juventud liberadora del nido de los padres por parte de tres hermanas de una familia burguesa de Zaragoza en El tiempo de las mujeres (2003), la novela más ambiciosa y lograda de esta primera etapa con la que Martínez de Pisón pone broche a su ciclo social-familiar.

El segundo ciclo comienza ya con la que pasó como novela juvenil, la titulada Una guerra africana (2000), ambientada en la guerra de Ifni, pero obtiene un reconocimiento masivo de público y crítica con una crónica narrativa de hechos reales, titulada Enterrar a los muertos (2005), que persigue la verdadera historia no contada de José Robles, asesinado por los comunistas junto a quienes luchaba en tanto miembro de las Brigadas Internacionales. Tanto la novela de ficción Una guerra africana como este libro de narrativa de no ficción marcarán ya una dirección decisiva en su obra, puesto que Martínez de Pisón no abandonará su interés por la vida política y la historia colectiva. Lo que ocurre es que sus dos  novelas siguientes, tituladas Dientes de leche (2008) y El día de mañana (2011), suponen el casamiento de las dos direcciones que he enunciado porque se sirve de unas historias familiares-personales recorridas en un fondo socio-político: en Dientes de leche por medio de la vida durante la transición de los descendientes de un fascista italiano que luchó en el frente del Ebro a favor de Franco; en El día de mañana por la persecución a través de testimonios de quienes le conocieron de la historia de un chivato de la policía durante el franquismo en Barcelona. Estas dos novelas permiten a Martínez de Pisón unir de manera decisiva las dos facetas anteriores, en un vaivén muy bien orquestado entre lo personal y los contextos familiares y lo político social.

El ciclo de novelas familiares

Ignacio Martínez de Pisón entra en la novela publicando en 1985 la novela corta La ternura del dragón, fechada en Barcelona en 1983 y que había conseguido el año siguiente el Premio Casino de Mieres. Es una novela en la que asoman ya dos rasgos que estarán presentes en la primera etapa de su narrativa: trata del mundo familiar a los ojos de un niño enfermo, recluido en casa de sus abuelos, y también se plantea en ella un topos que será nuclear de toda su narrativa: la dialéctica apariencia/realidad. Tras la cortina de un mundo feliz, se esconde otro mundo, lleno de secretos y violencias que turban el entorno del niño. Comienza la novela en una casa feliz de burguesía acomodada, pero vamos sabiendo conforme avanza sus infiernos inconfesados. Al final conocemos que el abuelo que al principio sostenía la tolerancia y la amabilidad, y era cómplice del niño en favorecer su libertad, en realidad maltrataba a su mujer, se entendía con la criada con la que huye y finalmente se llevaba todos los objetos valiosos de la casa. Cuando regresa al cabo de un tiempo está hecho trizas, es un hombre destrozado.

De hecho lo más llamativo de esta novela es su progresión, la vida de los abuelos del niño, que había comenzado idílicamente reconstruida, se torna horrible hasta desencadenar en un desenlace atroz, casi se diría que cruel, descrita con tintes casi naturalistas. La enfermedad de la abuela la lleva a ser una autista, invalidada y a negarse a comer otra cosa que plantas, Miguel queda casi desasistido, porque su madre aparece cuando puede, pues su trabajo la lleva fuera, etc.

Para dar relieve a esta historia familiar del niño Miguel, Ignacio Martínez de Pisón se sirve de dos elementos estilísticos sobresalientes: por un lado la importancia de la perspectiva y por otro la importancia de la literatura que el niño ha leído o está leyendo. El mundo de las novelas finalmente le proporciona claves de huida, de salvación y a veces de explicación de cuanto ocurre. Pero no se entienda que perspectivismo y meta-literatura son compartimentos estancos. Al contrario, están entreverados: el niño ve las cosas muchas veces desde los libros o desde los personajes u objetos de ellos. Tanto es así, tan penetrado se muestra su mundo por la esfera de la imaginación literaria que uno de los aciertos más  sobresalientes de la novela es haber dejado muchas veces indefinidos los límites de lo que Miguel realmente vive y de lo que pertenece a una imaginación irreal. Quizá el caso más visible de esa indeterminación pueda ser la presencia en el desván de un loro, al que hace llamar Capitán Flint en homenaje a La isla del tesoro de Stevenson. Es un loro que le han regalado pero que su abuela hace encerrar en el desván, y finalmente se convierte en el único interlocutor que el niño tiene. ¿La presencia de ese loro es real o imaginaria? El narrador no lo aclara del todo, y queda al albur del propio lector,  sometido como está a la perspectiva del niño. Para que ocurra tal fenómeno de falta de concreción importa que aunque la novela esté narrada en tercera persona, todo lo que se cuenta es lo que el niño ve, percibe, atisba, sospecha, conjetura o teme.

Es muy destacable la importancia del íncipit de la novela. Desde sus primeras frases está presente la imaginación literaria como vehículo metamorfoseador e idealizante: «Entrar en casa de sus abuelos fue para Miguel lo mismo que entrar en una novela, porque solo en una novela era imaginable entrar en aquel mundo magnífico» (p. 5)1 y un poco más delante de esa página leemos: «era como si ante sus ojos alguien pasara con rapidez las páginas de un
libro mágico». Junto a la constante y explícita comunicación metaliteraria en general, se concreta asimismo en toda la novela con la inserción de citas de personajes y obras que van constituyendo el mundo lector de Miguel, quien recluido por una enfermedad a los límites de su cama y poco después a los de la habitación y el salón, lee mucho: aparecen las aventuras de Tintín, La isla del tesoro, novelas de Julio Verne (que su abuela y médico entienden perniciosas porque «vician su imaginación»). Junto a lo leído lo oído al abuelo, donde entran mitos y héroes clásicos (Orfeo, Narciso,  Tiresias). Ignacio Martínez de Pisón hace que la literatura impregne toda la novela, puesto que hay parodias de poetastros como el que escribe El cenáculo del Tabernáculo, o bien se alude a la amistad del abuelo con el poeta Federico,  asesinado por unos señores de pelo aplastado y autor de un poema por la muerte de un torero.

Como no podía ser de otra forma, tratándose de Martínez Pisón, la historia real actúa como contexto aludido de pasada, puesto que son siempre cosas que el niño puede oír apenas porque se le ocultan y cuyo significado no comprende, pero vamos sabiendo que Miguel es huérfano de un padre muerto por haber ayudado a los pobres y desfavorecidos, y había asistido a manifestaciones donde fue golpeado por las porras de la policía, que su abuelo era republicano y agnóstico o sostiene una tertulia donde conspiraban políticamente. En cambio su abuela es católica practicante y temerosa ante el poder. Hay por tanto alusiones constantes tanto a la guerra civil del 36 como a los contextos de la primera posguerra. Es pues la novela de un aprendizaje pero también de una caída desde la magia de la literatura y una realidad que termina siendo horrible.

Si La ternura del dragóntenía como referente principal la entrada al mundo de los adultos de un niño, Carreteras secundarias vuelve a insistir en las relaciones familiares, pero esta vez no se trata de una familia convencional, ni el espacio de la novela es una casa, una ciudad o un colegio, sino que Martínez de Pisón ha ideado una forma de homenaje al Quijote, explícitamente citado tanto por ser el libro que el adolescente protagonista lee como por la siguiente reflexión que hacia la mitad de la novela incluye el narrador como clave de su lectura e interpretación:

«Me llevé el puzzle con las vistas de Nôtre Dame y me llevé algo que todavía no he mencionado. Un Quijote, un ejemplar del Quijote que debía de haber pertenecido al jubilado de RENFE[ …] Y la verdad es que nuestra historia no era la de Patricia Hearst y sus simbióticos, no podía serlo, sino la de aquellos dos hombres que recorrían España en un burro y un caballo. También nosotros recorríamos España, también mi padre creía ser lo que no era, también él trataba de impresionar a una mujer… Nuestra historia era la de un largo error, una torpeza, una historia tan antigua como la de don
Quijote y Sancho. Y lo único que estaba claro era que estábamos solos, como esos dos hombres. Que habíamos  empezado nuestro viaje solos y que probablemente así lo terminaríamos» (pp. 166-167)2.

Esto dice el narrador, Felipe, un adolescente que la novela nos había presentado en su comienzo acompañando siempre a su padre, viajando de aquí para allá, sin casa fija, aprovechando apartamentos de alquiler baratos en pueblos de la  costa durante el invierno, y haciendo toda clase de pequeñas marrullerías para llevarse algo a la boca. La novela es pues la historia de una relación padre e hijo, pero no es una relación normal, porque todo su desarrollo está prendido a esta singularidad errante de un padre viudo, sin oficio, que vive ciertas aventuras amorosas, pero sobre todo una continua  huida de sí mismo. Esa situación está causada por un conflicto familiar y profesional que este padre, exmédico forense de Vitoria e hijo de una millonaria, ha sufrido, pero de ese asunto nos enteraremos casi al final de la novela.

Entre tanto toda ella se desarrolla siguiendo la estructura del viaje por carreteras secundarias del título, una metonimia que informa tanto de la estructura episódica que ordena la sucesión de aventuras vividas por padre e hijo mientras se desplazan por caminos de España, como por el adjetivo «secundarias» de que esos viajes son menudeos por caminos, dando lección de la poca monta de las empresas emprendidas. Tanto la estructura episódica, como la naturaleza de una serie de oficios del padre, remiten a un modelo literario como el de la picaresca. El padre termina siendo como un pícaro, a diferencia de que vive idealizando los oficios varios a los que se entrega. Entre ellos el más importante en el contenido  de la novela lo da ser representante de Estrella Pinseque, una artista cantante de ópera-zarzuela de la que es amante, y que lo abandona tras el fracaso de su promoción artística, pero cuyos vaivenes profesionales va persiguiendo, puesto que tiene mucho de Dulcinea, por lo de aldeana en borrico idealizada como artista por la necesidad que el padre tiene de salir de su mediocridad.

Fracasos constantes en la sucesión de oficios pero también un continuo trapicheo van dando forma a un concepto que la novela repite una y otra vez: la vida suya, la del padre y el hijo no tiene dirección o sentido al que ir, lo que importa es seguir, no queda otra cosa que andar, desplazarse, buscar. Lo admite así el narrador:

«En eso consistía nuestra vida, en seguir. Seguiríamos y seguiríamos hacia delante, casi sin detenernos, y con nosotros
seguía nuestro coche, y nuestro escaso equipaje. A mí a veces me daba la impresión de que no teníamos pasado. O de que lo teníamos pero no a nuestro lado, sino detrás, siempre detrás» (p. 163).

Junto a este vaivén ligado a los caminos y a los oficios (otro es el de actuar como locutorio de teléfono clandestino, para inmigrantes de la fruta o de la colona americana de Zaragoza, hasta que por no pagar les corten la línea y ellos huyan), el otro elemento de la estructura es interior. A la forma de la picaresca, como hilo de episodios continuos, se superpone otra forma, la interior, que mide las relaciones de padre e hijo, vistas sobre todo desde la perspectiva de éste, que es el narrador, y que protesta no tanto por la vida azacaneada que llevan, sino sobre todo por ver que su padre va disimulando y pretende engañarlo a él (y sobre todo a sí mismo) sobre las vías de salida de cada situación, idealizando mucho las alternativas, como si se tratase de un quijote que simplemente no ve porque no quiere ver.

La novela, por tanto, se configura en su forma interna como una bildungsromano novela de aprendizaje que va transitando también desde las formas de desapego del hijo hacia su padre, hacia la complicidad cada vez mayor de ambos en resolver su propio destino, pero también en el giro que la novela da al final. Una vez se van cegando todas las vía de salida del padre, y cuando éste sabe que lo van a atrapar y meter en la cárcel por los hurtos y trampas varios que ha
ido pertrechando, lleva a su hijo a Vitoria, donde está su origen familiar y vive la abuela del crío, Mercedes, y su tío, Jorge, acaudalados burgueses. El padre se deja atrapar allí y termina en la cárcel, la familia recoge al crío, y entonces llegamos como lectores a resolver el enigma latente de la novela, de ese padre y de su fracaso: haber sido expulsado de la carrera por haberse apiadado de unas víctimas de una enfermedad y haber exagerado su informe para que recibieran pago mayor de un seguro, eso le llevó a una expulsión de la carrera pero también a una ruptura de su rígida madre, y de su hermano, con quienes el padre de Felipe rompe y a los que no quiere recibir en prisión.

Así la novela va girando al final hacia una cuestión de hondo significado moral: la dignidad tozuda del padre como riqueza mayor que la de los bienes. El hijo narrador termina siendo consciente de cómo es finalmente la dignidad de su orgulloso padre una vía por la que optar, y comprende todo. La acción se precipita en el final y un suicidio frustrado del padre amenaza con una tragedia. Por fortuna acaba en comedia. Tras las lecciones recibidas padre e hijo van a la playa, como al principio de la novela, ahora ya con la vida resuelta por la herencia recibida del padre.

En Carreteras secundarias Martínez de Pisón no ejercita el cervantismo únicamente en las explícitas asociaciones de aventuras en el camino vividas por dos héroes, esta vez padre e hijo, de su novela, sino que bebe el cervantismo en un ingrediente que va a ser determinante de la evolución de su estilo literario: la piedad por los personajes. Hay en Martínez de Pisón una piedad de la mirada que alcanza al personaje en todos sus detalles. Entre ellos no es menor el de época. La novela transcurre en una época histórica bien precisa: la década de los setenta, en meses previos a la muerte de
Franco. Martínez de Pisón tiene una enorme receptividad para los objetos de aquellos años (el coche del padre es un Tiburón de segunda mano algo venido a menos, famoso modelo de Citrôen. Como Rocinante no llega a ser gran caballo, porque es coche venido a menos pero guarda una dignidad antigua. También aparecen modelos de Seat, como el 1430 o el antiguo 1500, y canciones conocidas o programas de televisión de la época.

Los personajes de Pisón viven sueños de idealización que remiten asimismo a épocas doradas. Hay tres episodios que cobran mucho relieve de cara a la semántica idealizadora. Los recortes de periódico que el niño va coleccionando, primero del famoso Dr. Barnard, el de los trasplantes de corazón que fue muy valorado en los últimos años de la España de Franco (y con los detalles de los nombres de los dos trasplantados, entre ellos el doctor Bleiberg y su suerte final). Episodios que sirven para construir con Barnard un modelo de héroe moderno, entre galán de cine y científico, y luego el otro modelo que lo sustituye, la historia curiosa de la vida de Patricia Hearts, la hija del famoso magnate de la cadena de periódicos que ciertamente se alió con sus raptores y fundó un curioso ejército simbiótico de liberación. También las evasiones que suponían y dieron éxito a la literatura mística de Lobsang Rampa, de la que es seguidora Paquita, la otra amante. Esta vez la hippy de quien se enamora el padre. Y, por último, la inserción del enamoramiento de Felipe por Miranda, una niña americana de la colonia militar yanqui en Zaragoza con la vive un episodio de amor que quiebra precisamente la relación sexual con la hermana. El amor debe ser eso, ideal sin concreción de cuerpo.

No es sólo el sabor de época lo que estos episodios traen. Martínez de Pisón se sirve de esas analogías para cifrar una dimensión romántica-idealizadora de la vida posible, de la que iría a sacar a un adolescente de la mugrienta realidad de los caminos y pensiones. Carreteras secundarias conecta por tanto en lo más íntimo o nuclear del cervantismo a través de los dos modelos básicos que nutren la novela: el de la picaresca y la redención por el ideal.

La novela María bonita viene a confirmar que quizá sin proponérselo, Martínez de Pisón ha realizado en sus tres primeras un verdadero ciclo de infancia-adolescencia, que cierra esta novela, protagonizada y narrada en primera persona por una niña, María, en los años de formación y crisis. Hay dos tipos de crisis que esta novela representa: por un lado el  enfrentamiento entre la idealización y la cruda realidad. Pero por otro, y de modo entreverado, se da una crisis entre el mundo rural y el urbano, deducido de la inmigración. María es una niña que vive un mundo de contrastes: es soñadora y aspira a mucho, pero es niña pobre hija de obreros. El acceso a otro mundo lo proporciona su tía Amalia, hermanastra de
la madre, quien parece vivir una vida de lujo en el Madrid de la calle Princesa. La ocasión de un viaje en que Amalia la  lleva a veranear a un hotel de Estoril le permite ver de pasada a don Juan de Borbón, vivir una vida de cuento de hadas, de princesa. Luego vemos que la novela precipita la doble faz que todo tiene. Resulta que Amalia no es la millonaria que dice ser sino una estafadora que se sirve de la propia María como tapadera para perpetrar una estafa con obras de arte. Si Amalia conecta a María con el mundo de los ricos, Encarna, la madre de María, que es regañona muy áspera, la conecta con la realidad gris y dura. A esta dualidad se suma la otra, la social, porque han de dejar el pueblo, venir a Madrid, donde su padre se hace sindicalista, y la novela se asoma al mundo de las luchas sindicales antifranquistas, con cura obrero, sindicatos clandestinos a los que se afilia el padre, quien es encarcelado y expulsado de la fábrica, cosa que oculta. Es la tía Amalia otra vez quien viene a salvarlos pero de modo subrepticio y clandestino.

Quizá la línea de fuerza de esta novela sea la de la importancia del secreto, es decir, el mundo de la apariencia que esconde siempre un lado oscuro no dicho. María vive un mundo lleno de secretos, el padre vive una vida política en secreto, Amalia guarda el secreto de su papel falso de rica, todo es distinto a como aparece. De tal manera que María no puede ser la Marisol de la película Un rayo de luz, intertexto fílmico que la novela sitúa como ideal de la protagonista, pero también porque el cine o las canciones sostienen un primer plano, el de los sueños, que oculta o esconde detrás una vida miserable y precaria.

La narradora llega a enunciar el significado de la novela cuando dice muy avanzada ya la trama:

«Aquella mañana descubrí que las cosas casi nunca son como aparentan. Que vemos sólo una pequeña parte y creemos que lo estamos viendo todo, cuando lo más importante permanece oculto, sumergido, como dicen que ocurre con los icebergs. Había podido descubrirlo cuando lo de Estoril, pero entonces era demasiado pequeña […] Ahora comprendía que eso era normal, que todos (mi padre, mi tía, yo misma, niña pobre por las mañanas, niña rica por las tardes) teníamos algún secreto que esconder, y que la vida era como uno de esos muebles que tiene un aspecto robusto y que por dentro están devorados por la termita...» (p. 106)3.

Como ocurre siempre en esta primera etapa de Martínez de Pisón lo social-político está presente, en esta novela de manera más explícita que en las anteriores, pero como la perspectiva elegida es la de la narradora, lo real se ofrece tamizado por una mirada falta de datos, donde los planos de la realidad política de la dictadura están entrevistos, a trasluz.

Casi tres años después de haber publicado María bonita, aparece El tiempo de las mujeres (2003), última entrega del ciclo familiar de Martínez de Pisón. Se nota una novela que por su desarrollo y resultados supone el salto de mayor ambición literaria hasta esa fecha. La novela es amplia en extensión (es la más larga hasta ahora de las suyas) y tiene un entramado complejo: nada menos que una novela de formación femenina utilizando tres diferentes narradoras en primera persona. Que ese desafío lo aborde un escritor varón da cuenta de la ambición con que la novela ha sido concebida. Y no cabe en ese territorio reproche alguno, porque el autor respeta y es cuidadoso con el ámbito de focalización de las sucesivas historias y por tanto con un punto de vista femenino; podría decirse que esa es quizá su primera y más evidente cualidad.

La novela es narrada por tres hermanas, María, Carlota y Paloma, quienes ven suceder su narración en los capítulos según ese orden, invariable, tres más tres. A partir de la muerte del padre en un burdel, narra los años inmediatamente posteriores de esas tres hijas y de su madre, ante el doble desafío de salir adelante por ellas mismas, dada la dejadez y postración ingenua o doliente de la figura de la madre, y de crecer en los términos psicológicos, pues esos años coinciden en las tres hijas con el paso de la adolescencia a la juventud. Cada una de las tres narra la historia común de diferente modo y la suya particular a su manera, inaccesible finalmente a las otras, con lo que el tema del secreto se convierte en un leitmotiv poderoso.

La novela comienza con un doble registro irónico y distancia -do, con rasgos y escenas humorísticas del mejor Martínez de Pisón, quien sabe contar con desparpajo y gracia. Posteriormente la trama se ahonda y camina hacia un  desasosegante derrumbe de las ilusiones en cada una de las tres hermanas, porque esta novela es toda ella la historia de una desposesión, de una progresiva ruina. Junto con la casa Villa Casilda, que es el símbolo de una infancia feliz, y
con la muerte del padre finaliza no solamente esa infancia sino también la unidad de las tres hermanas en su desván-torreón, hasta vivir cada una su destino futuro independientemente de las otras. Poblando su maduración de secretos, Martínez de Pisón parece querer decir que la pérdida de la infancia es la pérdida de los secretos compartidos, y el inicio de un mundo de nuevos secretos que permanecen en el corazón de cada hermana, inasequibles para las otras. Al final, el verdadero tema de la novela es la coincidencia entre maduración y soledad, y la trama va anudando un tono de melancolía, que se torna en visible desencanto y cruel dramatismo.

Sin duda lo mejor del estilo es la capacidad de Martínez de Pisón para una prosa clara, fluyente, que lo confirma como excelente narrador, a pesar de prolijidades excesivas en algunas escenas. Ha respetado y hasta sale airoso del principal desafío de su novela: que la perspectivización femenina y la variación de cada foco sea creíble; para ello se sirve del fenómeno de la múltiple perspectiva que ha aprendido sin duda en los clásicos de la literatura inglesa que son su modelo. Aunque se echa en falta que el personaje de Paloma carezca de una motivación más sólida que la meramente meta-literaria.

El ciclo de novelas de fondo histórico-social

Tiene mucho de azar o de necesidad el hecho de que varios de nuestros mejores novelistas de una misma generación hayan mirado en obras nacidas a comienzos del siglo XXIcon nuevos ojos los episodios de la Guerra Civil española. Hay azar en que la desgraciada suerte de Andreu Nin, líder del POUM, haya sido convocada como ejemplo de mentiras de la historia, en Tu rostro mañana, de Javier Marías, y en la parte final de Enterrar a los muertos de I. Martínez de Pisón.  También se deben al azar algunas de las semejanzas estructurales de esta narración con Soldados de Salamina de Javier Cercas. O resulta azaroso que los dos últimos citados convoquen a Andrés Trapiello como colaborador circunstancial de sus pesquisas y escritor asimismo de obra sobre aquellos hechos.

Pero el caso es que Cercas, Marías y Martínez de Pisón están en primera línea de seriedad y compromiso literario, y el caso es que ninguno de ellos escribe desde ningún tipo de interés partidista, y la consecuencia es que todos ellos han practicado la higiénica, creo que catártica, función de denunciar que los trapos sucios de la izquierda en la Guerra Civil tienen que ponerse a remojo, no para ser lavados, faltaría más (eso es lo que hemos hecho hasta ahora) sino para lo contrario; para comprender y saber, por ejemplo, cuántas mentiras y cuantas traiciones se pergeñaron en esos años aciagos, y cómo en muchas de aquellas mentiras y aquellas traiciones en el seno de la izquierda se originó el fin de laII República. Y esa función parece producto de la necesidad, ya no del azar. Los escritores que tienen ahora entre cincuenta y sesenta años, tienen necesidad de verdad, y de poner su literatura al servicio de ella.

Hay diferencias notables entre ellos, de concepción, de tono, de énfasis, lo que es una suerte. No practican estos escritores una fórmula sino que indagan posibilidades dentro de sus horizontes éticos y estéticos. No es este el momento de valorar esas diferencias, sino de reconocer que la opción elegida por Martínez de Pisón en Enterrar a los muertos le ha proporcionado el que considero su mejor libro hasta El día de mañana. Un libro excelente, bien construido, serio, honesto, y sobre todo dotado de una mirada profundamente humanizada, como la de aquel a quien es finalmente más importante conocer la verdad que hacer un buena obra narrativa. Su interés ha sido conocer, y su pesquisa dice verdad por sus cuatro costados. Pero también debe su fortuna a que la obra está muy bien dicha y muy bien hecha. El caso es que el lector se siente atrapado por esta historia, y ése ha sido mi caso, la lee de un tirón, sin poder dejarla. Debe mucho ese efecto de lectura apasionada al buen oficio de narrador que tiene demostrado Martínez de Pisón en sus
novelas, y que aplica aquí.

Pero conviene no confundir: lo que aquí se ofrece no es en modo alguno una novela, porque no es una obra de ficción, sino una narración, construida reordenando materiales, muy bien pautada estética y narrativamente, pero sus materiales no son ficcionales, sino históricos. Pero que se lea con la pasión de una novela se debe a que lo ocurrido en la Guerra Civil, con miles de personas que son solamente una nota a pie de página en la Historia oficial, tiene dos de los ingredientes básicos del interés narrativo: la intriga (saber qué ocurrió con muchos de ellos, asesinados, traicionados,
encarcelados sin que se sepa siempre por qué) y el heroísmo (ciertamente cuesta trabajo encontrar en la ficción  novelesca casos de un pathos tan fuerte, tan hiriente, como las historias de estos casi anónimos héroes de la causa republicana, cuya generosidad e idealismo estuvieron a prueba de toda evidencia, y caminaban en dirección contraria a las mafias del oficialismo estalinista que dominaron la situación y el destino de los comunistas españoles, que  emplearon en la liquidación de anarquistas y los miembros del POUM, toda su escondida artillería de asesinatos anónimos e impunes. Intriga y pa -thosheroico proporcionan a esta historia verdadera que reconstruye el destino del profesor José Robles (y en unos capítulos de continuación también de su familia) un interés semejante al de las buenas novelas, con el añadido de que Martínez de Pisón no trabaja materiales inventados, sino reales, documentos y testimonios, algunos muy difíciles de encontrar en una laboriosa y muy honesta pesquisa por libros, entrevistas con testigos, fotografías, periódicos, memorias, epistolarios, de los que va dando cuenta en un apéndice y en el propio texto. El lector agradece especialmente tal honestidad por ser la memoria de personas reales materia tan delicada. Por eso una de las condiciones de esta narración, que tiene su única libertad de juego en la organización eficaz de una trama narrativa, es distinguir siempre qué es testimonio de otros, qué evidencia y qué hipótesis verosímil construida por el propio narrador, sobre cada uno de los hechos que intenta reconstruir.

Hay otro ingrediente de enorme interés, paralelo a la suerte de José Robles: el de John Dos Passos como figura y la explicación de su desengaño y confrontación con Hemingway, nacida a propósito de los incidentes narrados en este libro. Que aparezca a su final George Orwell asimismo proporciona a este documento narrativo un muy notable asedio a los contextos de esos tres grandes novelistas en su relación con España, pero también a cómo cada uno de ellos dirimió en esta causa de la IIRepública española buena parte de su destino posterior. Y hay otro interés sociológico: aquella atmósfera de los implicados en las Brigadas Internacionales, toda la vida de los espías, las luchas y celos en el seno de la izquierda, etc. De esta forma, esta pesquisa de Martínez de Pisón acaba siendo, en la persecución de una verdad sobre lo ocurrido a un hombre de aciaga suerte, un formidable testimonio de facciones, luchas intestinas, confrontación entre POUMy PCE, espeluznante enumeración de las checas, pero también de las cárceles del primer franquismo. Hay  imágenes que quedan en la retina: esa mujer, Márgara F. Villegas de Robles, preguntando de aquí para allá, sobre qué ha
ocurrido con su marido, y haciéndolo a quienes quizá ya saben, pero callan, por miedo o por conveniencia para la causa, o porque en aquella guerra cada uno dio lo mejor y lo peor de sí mismo. Una profunda lección histórica, en una narración ejemplar, que si tiene tanta fortuna literaria es porque ha perseguido una ética de la verdad. Eso tiene la buena literatura, un vínculo ético insoslayable, aquí realzado.

En Dientes de leche(2008) Martínez de Pisón vuelve a la novela propiamente dicha, al mundo de ficción, y parece como si lo hiciera regresando a aquellas historias familiares de su anterior venero, pero Enterrar a los muertos no ha ocurrido en vano. En el fondo le ha hecho cambiar su modo de novelar, y quizá la manera misma de concebir qué es una historia familiar. Porque lo que en esta novela cuenta, con una sobrecogedora capacidad de meter al lector en ella, hasta no querer dejarla, es la vida de una familia, la de Raffaele Cameroni, su mujer Isabel, sus tres hijos, su nuera Elisa y su cuñada Milagros,  como si fuese la historia de muchas familias españolas desde la Guerra Civil hasta hoy. Pero lo hace porque le sirve para pasar por el espejo de la ficción episodios centrales de las evoluciones sociales contiguas a las familiares, de relaciones entre los jóvenes, de la resistencia política, de sus hábitos amatorios y también de conflictos con y de los padres entre sí durante la dictadura de Franco y hasta el fin de la transición. Podría decirse que Martínez de Pisón ha querido juntar, y lo ha logrado, las grandes palabras con que la novela se inicia, heroísmo, futuro, a las pequeñas palabras como pan, barro, sudor (p. 37) y luego piso, muebles, independencia, trabajo, etc.

Pero habría que advertir que la palabra no dicha aunque implícita a lo largo de toda la novela sería la de libertad, que fue durante tantas décadas en España una pequeña palabra proscrita, en las relaciones políticas, pero también en las matrimoniales, y en las de los padres e hijos, enfrentados con  motivo de ella. La vida interior de esta novela declina la palabra libertad por todos sus poros, porque en el fondo funciona como una gran sinécdoque de una época, la que va desde el padre fascista y autoritario hasta la rebelión de la mujer y los hijos, sin que este crítico deba añadir nada sobre el desenlace.

Es memorable el prólogo, que actúa como síntesis que contiene el significado de todo cuanto se va a contar, y que narra de una manera soberbia la visita de Raffaele, el viejo fascista italiano, que acude con su nieto Juan (a quien llama Giovanni) a los actos cada vez más rancios de homenaje a los italianos enviados por Mussolini que cayeron luchando junto a Franco, como lo es toda la primera parte en que se cuenta la historia interior de su lucha en el
frente de Aragón y su encuentro con Isabel. Estas historias nos traen, como ocurría en Enterrar a los muertos, todo un mundo encerrado en apasionantes suertes encontradas, como la que va del fascista y su mentira, a la dignidad de Modesto Asín. Claro que la materia novelesca seleccionada da para mucho, pero lo que Ignacio Martínez de Pisón ha demostrado es que sabe hacerlo igual cuando las historias son menores.

Sobre cualquier otro rasgo de su estilo destaca que sabe contar como pocos, tiene esa insustituible mirada del narrador nato, que amuebla muy bien los espacios, al seleccionar aquellos detalles en los que casi nadie se fijaría, pero que él mira con la delectación de quien estuviera asomado al hollín acumulado en una cocina o al estante de madera alabeada (ese hermoso adjetivo usa) y un poco podrida de un humilde piso. Configurar espacios, diseñar personajes (formidables algunos como Modesto, Milagros, Alberto…). Y Elisa cuando es esposa, mucho mejor que en la única sección del libro que he visto flaquear por su inverosímil planteamiento, ocurre en los inicios de su relación con Alberto. Quitando ese detalle que veo algo forzado (lo  mismo que la petición de acompañarle al burdel) y lamentando que se le haya ido algo la mano por exceso melodramático al final en la escena de la  comida navideña en el Gran Hotel, especialmente la reacción allí de Paquito, la novela sostiene, salvados esos pequeños detalles, una considerable maestría en el dibujo de las situaciones, y ya digo que cumple con el designio de tener al lector tan metido en ella que no puede dejarla.

En la antológica primera parte resulta igualmente de primer nivel literario el viaje a Italia de Raffaele, que en pocas páginas sirve el motivo de la búsqueda del origen. Todo cuanto acontece en Italia, con la llegada a Génova, la soledad florentina, luego vuelta a Lucca, con la tersa contención en su encuentro con la vedova, contiene la capacidad evocadora de los buenos narradores, que son quienes alcanzan a dominar el arte de decir mucho en poco espacio. Hay un ingrediente no menor de la calidad de Dientes de leche, que es sin lugar a dudas su mejor novela y que va a situar a Martínez de Pisón en el nivel que merece desde hace tiempo. Me refiero a la forma como se ha ido casando en vasos comunicantes la historia familiar y la social. Así subtituló Zola su famoso ciclo. Aquí no hay aquel naturalismo, pero se cuentan al mismo tiempo pequeñas y grandes palabras, se va de las unas a las otras, y a su través logra contar la historia de una generación de españoles que fue emergiendo, más allá del fascismo, más acá del amor, como si Martínez de Pisón  hubiera querido darnos otro ejemplo de la forma suya de contar historias que son grandes porque han sabido permanecer atentas a lo pequeño. Cada novela de Ignacio Martínez de Pisón, que es fiel a su estilo narrativo como pocos, introduce sin embargo algo distinto, de manera que su obra no parece detenerse, siempre lo ves buscando. 

Tiene más mérito este rasgo tratándose de un escritor consolidado. No se ha quedado nunca en la fórmula de su último éxito. En Dientes de leche (2008) había unido las dos vetas de su creación anterior, la de las atmósferas familiares de El tiempo de las mujeres y la de la crónica socio-política de Enterrar a los muertos. En El día de mañana (2001), ganadora del Premio de la Crítica, también vincula ambas vetas, pero introduce una novedad discursiva que da mucho juego a la novela: la técnica perspectivística. La novela narra la historia de Justo Gil, un confidente de la Brigada político-social, esto es, un chivato de la policía franquista. La trama recorre la historia de Justo desde que llega de inmigrante con su madre enferma a la Barcelona de los años cincuenta hasta sus últimos episodios de lucha política contra la democracia recién instalada en 1978.

Este recorrido le permite un trazado bastante detallado del despertar de la resistencia política urbana contra el franquismo en Barcelona durante dos  décadas. Pero no es un recorrido lineal narrado por una voz y desde una perspectiva única, sino que la historia es servida por doce narradores, que se ven introducidos con la atribución discursiva «Dice Martin Tello, Dice Carme Román, Dice Elvira Solé, etc». Cada uno de estos personajes cuenta en primera persona la relación que tuvo con Justo Gil. Un epílogo explica que se trata de declaraciones que cada personaje hace a Toni Coll, nieto de un  senador socialista que se ha quedado intrigado por la vida de aquel chivato (que se intuye es histórico pero con nombre cambiado).

Uno de los aciertos de la novela es que estos distintos narradores no se limitan a serlo de la historia del protagonista sino que actúan también como personajes aportando cada uno su propia historia. De esa forma Ignacio Martínez de Pisón ha compuesto un rico friso de la vida de aquellos años, cuyo interés excede con mucho el de la historia particular del chivato de la policía, historia por otra parte muy buena, porque esa perspectiva de la transición vista desde el lado de la policía, como también al final de la novela la de grupos ultra fascistas, se había narrado menos. Friso de vida he dicho, porque  precisamente lo que más destaca de esta novela es eso, que la vida fluye en ella, a través de esta excelente docena de personajes, que en conjunto dibujan estamentos sociales, trapicheos varios, situaciones amorosas y familiares, penurias, engaños, ilusiones, etc. No deja de haber referencias concretas al pub Boccaccio de Oriol Regás, con Jaime Gil, la fotógrafa Colita, E. Vila-Matas, como a fenómenos históricos reales, así el encierro en el  monasterio de Monserrat en 1974, que le permite una sátira del señorito metido a activista.

Me sirvo de la perspectiva anti-heroica adoptada ante este episodio para subrayar otro elemento que me parece decisivo en la fortuna literaria de esta novela: su apuesta por un punto de vista no convencional, no consabido, de forma que es la primera novela sobre la transición en la que no he visto la esperable película simple de buenos y malos, con papeles ya distribuidos. No se trata de posibilismo político, ni de equidistancias. No. Se trata de que priva la condición literaria radical de un autor interesado en que los personajes lo sean, que hablen y actúen como tales; son criaturas complejas,  contradictorias, no del todo malos (ni siquiera el confidente lo es) ni del todo buenos. Precisamente la estructura perspectivística adoptada hace de esta  novela una fiesta de enfoques, donde sobresale ese dibujo y comprensión del autor hacia sus criaturas de ficción, en especial tres de ellos: Justo Gil, Carme Román, y el policía Mateo Moreno, cuya compleja relación con Justo Gil ha regalado uno de los puntos de vista más interesantes de la novela.  Destaco otra propiedad que es marca ya de la técnica narrativa de Martínez de Pisón: no hay nada de retórica. Discípulo pues de Juan de Mairena. Considero esto importante tratándose del tema de la transición política española. Martínez de Pisón hace que la vida fluya sin dogmas, que los personajes digan esa vida, y que el lector los siga a través de un estilo tan bueno que parece haber desaparecido y que sitúan a su autor en la primera  línea de la novela escrita en España en los últimos veinticinco años.

 


(1)  Citaré en el texto la página por la edición: La ternura del dragón, Barcelona, Anagrama, 1985.

(2)  Cito en el texto por la edición de Barcelona, Seix Barral, 2011.

(3)  Cito por la primera edición de Barcelona, Anagrama, 2000.