Tú siempre  mirabas hacia afuera, por encima de las fronteras de la patria.

Los muros de la casa te oprimían.

 

Tenías pensamientos encerrados en tu frente; pensabas.

 

Tenías ideas. Ideas que nacían y crecían dentro de tu pecho.

Andabas siempre pensando.*

 

 

 

 

 

 

 

 

El recuerdo de Alfredo aparece asociado en mi memoria con aquellas reuniones en casa del profesor Cándido Pérez Gállego, en el número cuatro de la calle Comandante Zorita. Allí acudían también, Emilio Escartín, colega de la Complutense, la escritora aragonesa Ana María Navales cada vez que pasaba por Madrid (aquello era otro pretexto más para reunirse), y su marido redactor jefe de Cultura del Heraldo de Aragón, Juan Domínguez Lasierra. Era el año 1992. Yo acababa de entrar como profesora en el departamento donde había leído la tesis en relato norteamericano. Inmediatamente todos se interesaban por la norteamericana... A mí lo que verdaderamente me gustaba era escucharles porque aprendía mucho. Eran trabajadores y muy cultos. Cándido había escrito 29 libros, Ana María era una escritora consagrada con títulos traducidos a varias lenguas. De Alfredo sabía menos porque hablaba poco de sus cosas. “Oye, ¿qué has escrito últimamente?, ¿qué estás leyendo?”

 

Se interesaban genuinamente por el trabajo de los otros pero sobre todo eran amigos y a Cándido le gustaba homenajear a las personas que recibía, para él todos eran dioses y reinas, “la reina Ana María, el dios Alfredo...”. Ponía encima de la mesa las tostadas requemadas por los bordes, al tiempo que animaba, “Rosita, prueba el caviar...” De  Castellón decía siempre, “es un gran director de cine, sale en el Hola”, y señalaba la foto del realizador de televisión saliendo de la ópera con Pilar Miró. Con un gesto de la mano, Alfredo intentaba eludir el cumplido. Vestía siempre de forma parecida, jersey de pico azul marino o verde, y chaqueta de espiguilla. Era amable y equilibrado en el hablar, y coservaba intacto el marcado acento aragonés que siempre le caracterizó a pesar de los viajes y la distancia. Su aspecto delataba una elegancia que residía en el interior, una cierta finezza, ojos azules vivos y una voz potente y sandunguera. Había mucho juego, mucha esgrima entre ellos. Se respiraba el cariño, les unía la tierra y  un  entusiasmo genuino por la creatividad artística. El grupo de fumadores charlaba animadamente en la escalera. “Aquí menos fumar se puede hacer de todo, hasta ponerse en cueros...”, y todos sonreían ante la ocurrencia de Cándido. Conocíamos su espíritu delicado y su extrema sensibilidad, quizá porque era esa una constante entre los amigos. Lo que más valoraban eran las noticias de Zaragoza. A las nueve y media en punto Cándido se ponía en pie y con cara de sueño nos invitaba amablemente a salir, “no puedo más”, decía a modo de disculpa aquel fellow de la universidad de Harvard, nacido en Zaragoza y residente en Madrid. Los de siempre y algún otro invitado que se unía, a menudo acabábamos en el café de la esquina.

 

El primer día que la conocí, Ana María me invitó a cenar, al tiempo que me dedicaba tres de sus libros. Aún recuerdo lo que escribió en Tres Mujeres: “...ella es la cuarta mujer con la que merece la pena esa difícil amistad entre féminas.” Me sorprendía su generosidad. Y a Alfredo Castellón le empecé a frecuentar en los cafés, aparecía siempre con una revista llena de recortes de prensa que extendía entusiasmado encima de la mesa, mientras yo advertía con preocupación cómo los vasos de cerveza, el plato de morcilla o la croqueta quedaban peligrosamente desplazados en el borde. “Los papeles, Alfredo, se te van a mojar...”, pero él seguía argumentando entusiasmado. No le importaba nada, nada. Con el tiempo, ese tipo de comentarios me valió el apodo con el que a veces se dirigía a mí, “señores, ha llegado la tiquismiquis...”, y risas. Pasados exactamente tres cuartos de hora, recogía sus cosas y se marchaba. Comprendía muy bien a la escritora Marta Sanz cuando hace poco me contaba, “Alfredo era un hombre velocísimo”. De todos ellos me deslumbró desde el principio su inteligencia, dedicación al trabajo y  naturalidad. 

 

La primera vez que visité la casa de Castellón, un ático en la calle Infanta María Teresa (a Alfredo le gustaban las alturas), enseguida pasamos a la terraza. Se acababa de fallar un premio de cortos cinematográficos. Las tazas de café todavía humeantes encima de la mesa, “Mira, en tiempos desde aquí se veía el Bernabéu”. Le gustaban las plantas, las tenía todas apiladas en una de las paredes laterales creando sensación de boscaje, era su particular guiño a la naturaleza. Si olvidaba las llaves dentro, cosa que ocurría de cuando en cuando, solía pedir permiso a los vecinos y no dudaba en saltar de la terraza de ellos a su casa. Aquella pequeña aventura que Alfredo practicaba con aplomo y sin vacilar, era prácticamente un salto en el vacío, que ejecutaba siempre con la naturalidad de un juego. “Me es fácil”, decía sonriendo y sin darle importancia. “Yo confío mucho en mí mismo, en mi fuerza.” Y eso lo hacía con setenta años, con setenta y cinco...

 

El riesgo había sido una constante en su vida. Quizá le recordara los tiempos de Atletismo y su especialidad, los 400 metros vallas, prueba en la que a menudo llegaba el primero. Y es precisamente esa determinación, ese tesón, el que marca las distintas etapas de su vida y constituye el hilo conductor de El Ruido de la Memoria, su libro más autobiográfico, que Juan María Marín y Javier Cinca editan en 2012. La portada, una fotografía de la estación de Canfranc cubierta por la nieve, supone un anticipo a la segunda historia, “Nunca Más una Flor”, su experiencia de juventud en la montaña elaborada literariamente. Se palpa la belleza del escenario, las bromas de los chavales, “Valle de Ordesa, Clavijas de Cotatuero, Llanos de Millares y, por último, la Gruta de Casteret y regreso por Soaso...  la caída era mortal. Emoción a tope y canguelo asegurado. Aquella noche no pegó ojo nadie.” Recrea todo un universo de sensaciones: “...sacamos los bocadillos y nos pusimos a comer. Algunos se quitaron las camisas y se tumbaron al sol. Yo los imité e incluso me adormilé un poco.” Después de tantos años, Alfredo conservaba el carnet de la federación de montaña de FET y de las JONS, tal y como se expedía entonces. Escrito a bolígrafo, “Alfredo Carlos Castellón”. Pocas veces firma con ese segundo nombre de pila que pocos conocían y que el autor elige para el protagonista de la “Trenza”, una sofisticada historia de amor.

 

En “Nunca Más una Flor”, la ilusión de la marcha y el humor entre compañeros continúa en los escarceos amorosos con las tuberculosas de aquel sanatorio de montaña, “Por la noche, las más atrevidas, intentaban refrotarse con nosotros a través de las rejas”, y juegan a ver si las reconocen por las toses, “ ‘Esa es la de Mahoma, esa la del Tagalo...’ (...)/_Me han dicho que la del Tagalo tiene tres cruces (...) /_El grado de enfermedad. Cuando pasan de cuatro, kaput.” Mahoma, era el apodo que los amigos le pusieron a Alfredo y en cuanto al Tagalo, se refiere a su amigo Julito Ferrer que llegó a general, y siguió llamándole por teléfono a casa al menos una vez al mes, siempre con el mismo saludo, “hola, rojo”. Cada vez que Alfredo volvía a Zaragoza, cogía el tranvía hasta la última parada norte, para visitar a su amigo en la residencia de mayores donde el Tagalo terminó sus días.

 

En el cuento, la viveza de la narración se entremezcla con la ternura en lo que constituye el nudo central de la historia, la amistad entre el escritor y Berto el melancólico, que “se dejaba traer y llevar como si fuera una hermosa perdiz de reclamo. A veces abría la jaula y desaparecía una temporada, pero siempre volvía.” Y por la descripción, melancólico, fuerte, tenaz... parece como si estuviera retratando el alter ego del joven narrador al que Berto confía su secreto: Para aspirar a convertirse en la familia modélica propuesta por el régimen, en casa decidieron fingir que no tenía padre, que había muerto, pero Berto sabe que está vivo. El viaje a la montaña esconde su determinación de escapar cruzando la frontera por pasajes abruptos, para llegar a Francia y acudir a su encuentro. La tensión se incrementa admirablemente entretejida en los diálogos (Alfredo tenía especial oído para el diálogo). El aura de misterio, el silencio que rodea la desaparición de Berto, se mantiene inexpresada, sucinta; y se barrunta la tragedia.

 

Castellón aborda el mismo sentimiento en otro ruido breve y contundente. La familia regresa a Zaragoza recién acabada la Guerra Civil española. Han ingresado en prisión a su padre: “Aún recuerdo el ruido de la llave al girar en molinillo una y otra vez. Mi madre lloraba con amargura. Yo puse mi mano sobre la de ella y la cerré de un portazo fuerte, muy fuerte. Entonces dejó de llorar, pero al mismo tiempo noté cómo se cerraba también, lenta, muy lentamente, la puerta de mi corazón.”

 

Tristeza y alegría conviven en El Ruido de la Memoria casi al cincuenta por ciento. El dolor ha dejado su lastre a pesar de la juventud, el esfuerzo, las risas, el empecinamiento. El libro refleja las carencias que toda la Generación de los 50 debió sentir en la posguerra española y es ese sufrimiento el que configura el monólogo interior de Alfredo: “No, en Japón no había realmente hambre, el hambre... en la posguerra española, en la posguerra española... [insiste]”. Es por eso que el cuento “Tres Colores” ocupa un lugar destacado al inicio del libro. Comienza la Guerra Civil y la familia se traslada de Barcelona (donde los bombardeos les sorprenden cuando veraneaban en casa de los tíos) al Grao de Burriana. El niño que todavía permanece vivo en él, describe la sensación en el cuento: “apoyado en uno de los naranjos junto a la parte trasera de las masías, percibí de golpe esos tres colores que con tanta intensidad invadían mis sueños: el azul del mar, el verde de los naranjales y el rojo de la sangre de tantos y tantos muertos impresionados en mis pupilas.” La imagen corre pareja al razonamiento que puesto en boca de una mujer mayor, repite intermitentemente el narrador a modo de conjuro u oración: ‘ “Esto es una locura, matarse por un pensamiento, son como animales.” “Peor que animales” (...) “Se matan por un pensamiento, ¡Dios mío!, ¿por qué habremos nacido en este país? ¡Matarse por un pensamiento!” ’ Los niños inmersos en sus juegos, pronto se familiarizan con la situación, sólo les impresiona aquello que conmueve su pequeño universo como cuando descubren en la playa el delfín muerto: “Al lado del cetáceo un par de hombres cavaban dentro de un gran agujero en el que, poco después, arrojaron al animal cubriéndole enseguida con una capa de cal viva. A mi hermana se le saltaron las lágrimas y nos tuvimos que marchar. ‘¡Pobre pez!’, decía, y después ‘¿A los muertos de Barcelona también les echaban eso blanco?’. ‘No lo sé’, le respondí y caminamos hacia nuestra nueva casa tristes y en silencio.”

 

El resto de las historias son experiencias para recuperar al niño entre los naranjos, presente siempre en la memoria de Alfredo: “Esa sensación de libertad, yo creo que el niño que fui, el niño que somos y seguimos siendo en el fondo, se fue ganando en los últimos días de la Guerra Civil, cuando los niños de Burriana, yo era un niño de cuatro o cinco años, vivíamos en libertad, metidos en los bosques de naranjos y volvíamos a casa solamente al final del día y ese contacto con la guerra lejana pero cercana, y esa libertad que tenías y ese riesgo que podías tener, yo creo que influyó mucho en que después cuando eres adulto y ves que vas a entrar en un momento de la vida en el cual ya no tienes salida porque empiezas a trabajar y te va a aprisionar seguro como ha aprisionado a tu padre, ha aprisionado a los amigos de tu padre, o el contorno, dices, yo tengo que escapar de todo esto y por lo menos saber qué pasa más allá, antes de caer en esto (...) la muerte de mi padre influye mucho en el regreso y el pensar que estaba prisionero ya, que la muerte de mi padre me aprisionaba y tenía que ganar dinero suficiente para poder ayudar. Todo eso fue muy muy importante, por eso me apresuré a la muerte de mi padre a venderlo todo y dejar a mi madre con la posibilidad de una renta que la salvara, que la dejara tranquila. Y yo entonces pude escapar, pude marcharme. Ya era tarde, pero no importa, lo hice. A fin de cuentas fueron dos años en una primera etapa y un año en la segunda, tampoco es demasiado tiempo.” “Tres Colores” elabora el razonamiento de manera poética: “Y los niños de esa guerra nos hicimos de piedra, nos pusieron un corazón de piedra que ya no pudimos arrancarnos jamás... su mirada se quedó parada en la indiferencia y su alma serpeó a ras de tierra sin reposar en ninguna parte el tiempo suficiente para enraizarse.”

 

Cuando le conocí, planeaba en su discurso la dinámica de querer escapar continuamente de ese confinamiento. Repetía a menudo “me escapo”. Y lo hacía disimulando el dolor, con convicción y entusiasmo. Siendo muy joven, hacia 1941, realizó un dibujo de corte mironiano pintado en tonos naranjas que titula “Prisionero de las arañas”. Me lo enseñaba como queriendo revelarme su significado, “mi hermano Antonio, cuando lo descubrió, lo valoró mucho y lo mostraba orgulloso a los amigos.” En los últimos tiempos Alfredo a menudo me preguntaba, “¿quién cuidará de mi niño cuando yo no esté?” Al observar los pequeños arácnidos que rodean la cabeza del muchacho en el cuadro, se advierte la necesidad que tenía de escapar de todo estancamiento. Alfredo odiaba la rutina. Mis Apólogos (STI, 2017) elabora la idea de nuevo con parecidas reflexiones, “Vitalidad: Me revelo ante la vida que se para en espera de la muerte. Creo en la edad de la muerte y en su realidad, pero odio el agua estancada. Alerta pues y siempre dispuestos para abrir el cauce.” En “Viaje interminable” continúa, “Ya he dado más de ochenta vueltas al Sol y estoy muy cansado. Lo malo es que ese girar continuará después de mi muerte y quién sabe si podré resistir.” “Enemigos” insiste socarrón, “La vida, para que no sea frustrante, hay que adornarla con abundantes enemigos. Los amigos, a menudo, suelen ser demasiado repetitivos...”

 

Se marcha siempre. Se escapa del amor, y cuando le pregunto “¿prefieres vivir solo?”, afirma de manera contundente, “Sí, sí, prefiero vivir solo. He hecho intentos de convivir pero no estoy preparado, ya te lo dije alguna vez, no sirvo. En la convivencia hay que ceder mucho, hay que perder mucho tiempo, hay que ser muy generoso y no llegaba a ser tan generoso como para convivir con nadie. Para convivir con alguien tienes que ser muy generoso y siempre he pensado que tenía que escribir, que mi tiempo no podía compartirlo, que necesitaba todo mi tiempo, todo mi tiempo [repite] y mi egoísmo no me permitía dar nada. He probado y no sirvo, y lo sé. He estado cinco años conviviendo y me canso de la rutina y me escapo. Es lo que he hecho siempre y lo sigo haciendo ahora [sonríe].” Obviamente se refería a la relación que mantiene con Marienza Binetti, juntos estrenaron el piso de Infanta María Teresa. Un buen día Alfredo llegó lleno de euforia diciendo: “Una perla, te he encontrado una perla...”, se refería al pintor Jorge Castillo con el que Marienza terminó por formalizar.

 

Infanta María Teresa continuó siendo el lugar donde Alfredo había de regresar siempre. Su avidez intelectual, su deseo de saber, seguía siendo inmenso pero, ¿se puede escapar del amor? A esa pregunta ya nunca podrá respondernos pero confirma nuestras sospechas en otro de los apólogos: “Con su sombra: Disimulando el amor se vive entrecortado. Las palabras resuenan en tu oído, pero no les des más importancia que a lo involuntario, lo inconfesado, lo escondido entre los párpados.” En una carta dirigida a María Zambrano, Alfredo expresa el temor de verse limitado por la relación, cuando su verdadera vocación es el conocimiento, que él interpreta de manera rigurosa y hasta excluyente: “...voy a España con un anillo que me defienda un poco de la fácil aventura y me siente al trabajo... ¿Pero tendré después la fuerza de romper y empezar de nuevo en la soledad? Pienso mucho en mi regreso a Roma, pero antes querría publicar una serie de cosas.” A Marienza Binetti siempre le había dicho, “yo no me casaré nunca y jamás tendré hijos.”

 

Y es precisamente esa resolución, la que le incita a viajar aceptando el dolor de la separación y asumiendo los riesgos. Esa forma de estar en el mundo prevalece como una constante en su vida que le proporciona la seguridad y el criterio de quien ha vivido de acuerdo a sus principios. Los viajes, el mundo de la imagen y la literatura son los retos que asume con mucho sacrificio, con rasmia aragonesa, con empecinamiento. En todo ello, Alfredo era enormemente riguroso y hasta obsesivo. De esa actitud deriva su vitalidad, una juventud rabiosamente contagiosa que le imprime carácter incluso en los últimos momentos cuando ya estaba enfermo. Seguramente era aquello a lo que se refería su prima Pilar Molina, hija del tío Alejandro a quien Alfredo adoraba, y tan poco convencional como él, cuando repetía: “Era genial, Alfredo era genial”. Pili se nos fue a los pocos meses de despedir a Alfredo en el cementerio de Torrero.

 

El Ruido de la Memoria contiene dos de los cuentos donde el sentimiento de amor aflora casi sin proponérselo. Son historias sofisticadas y elegantes como un claroscuro, donde prevalecen los silencios, el misterio. “Un Abrigo de Guepardo” es el rito iniciático que parte de un hecho real, el viaje que hace a Madrid con su padre, con diecisiete años recién cumplidos. Venían a la capital a gestionar la venta de un camión de madera. Secretamente don Manuel albergaba la esperanza de que su hijo primogénico aprendiera el oficio y heredara el negocio familiar. Mientras, Alfredo se extasiaba contemplando los cuadros del Museo del Prado donde descubre a la mujer envuelta en un maravilloso abrigo de guepardo. Cuando le pregunto si aquello ocurrió realmente, comenta... “pues es verdad que alguna vez encontré a una mujer que llevaba un abrigo de guepardo. Siempre se parte de un elemento realista, luego te dejas ir, y son los cuentos que mejor salen en el fondo.” La mujer, su poder de seducción y la fuerza del guepardo se repiten en la imagen que Castellón convierte en leitmotiv del texto. El miedo a la rutina, como en un desdoblamiento de la personalidad del autor, lo focaliza en la mujer convirtiéndola en espejismo alcanzable, estandarte epicúreo o bandera de la naturalidad que practicó siempre: “De esta forma se distraía de la pesantez del matrimonio. Y después me dijo algo que me llamó la atención: el ser humano es ante todo animal. Su tendencia natural era la curiosidad, la aventura y esas tendencias las tenía ella enormemente acentuadas y las practicaba siempre que podía, sobre todo en los viajes.” El cuento es una maravillosa insinuación, una invitación a seguir los dictados que guían nuestra imaginación. Ya se lo decía el abuelo Tomás, “no, no debes analizar las fantasías o terminarás siendo un hombre vulgar.” Y vaya si se lo aprendió.

 

“La Trenza” recorre otro misterio. Él es el joven inquieto que trabaja en París con el ramassage de journaux y se deja deslumbrar por Violeta. Con un argumento casi de novela negra que incluye policías y algún novio muerto, la chica parece insinuarse cuando en repetidas ocasiones le pide que le haga una sola trenza dejando el resto del cabello en libertad. El desconcierto de él queda de manifiesto en una imagen que a menudo le recorre como una presencia: “...penetré en aquel espongiario como atravesando una pantalla cinematográfica. Iba hacia ella, hacia sus brazos, y cuando casi la podía tocar, después de haber esquivado cinco o seis de aquellos extraños corales, se escabulló tras una altísima madrépora.” El protagonista se enreda poseído por aquella tupida trenza. La resolución de la historia está contada con humor pero las imágenes suscitan el enigma poblando los silencios de una intensidad aún mayor. El cuento está dedicado a Marienza Binetti.

 

El vínculo más evidente en Alfredo es quizá la lealtad a los amigos. Enrique Gómez Padrós, Harry, el chico de Barbastro, compañero de la facultad de Derecho “que con tanto cariño pellizcaba la yugular del amigo”. Sus compañeros de juegos de la infancia, Andrés y Buil, entre los que posa en una fotografía, y tantos otros que sin duda me dejo. Son cuentos entrañables y cargados de poesía, “Sonatina para Piano, Clarinete y Tapa de Madera”, dedicado a sus amigos de Televisión Enrique Pinilla y Blanca Álvarez, y “Amarillo” que cuenta la historia de Vicentico, el utillero que ayudaba cuidando de que el balón, las botas... estuvieran a punto para los partidos. “¿Y aquello le gustaba?” “Uy, él era feliz ayudando al equipo”. “¿Y le tratábais bien?”, “Claro, mejor que a ninguno, mejor que a ninguno (...) Murió.” La injusticia se cebaba con aquellas personas sensibles que se hacían poco de notar, para las que Alfredo guarda su sonrisa más atenta y toda la ternura. Por eso ya mayor, cada vez que volvía a Zaragoza, llamaba a Vicentico y le invitaba a tomar una tapa por las proximidades de su casa. “Porque en ese momento yo podía y él no tanto...”, resume al referirse al sastrecillo, que describe en el cuento: “Pero el niño de Zaragoza del que yo quiero hablar, pese a los años transcurridos, había conservado en su cara la misma dulzura e ingenuidad de aquellos tiempos... Vicentico nació con una pequeña joroba que con los años se fue acentuando... haciendo que aquel cuerpo, de 13 ó 14 años, ya no se desarrollara con normalidad y no se alzara más de metro y medio.”

 

Amistad y admiración conviven en un todo cuando conoce y frecuenta a la filósofa María Zambrano y a su hermana Araceli en su casa de Roma, en Piazza del Poppolo. Se la presentó Diego de Mesa. El encuentro para Alfredo es todo un revulsivo, el argumento necesario que afianzará su vocación artística. Hasta entonces había estudiado Cine atendiendo a la técnica (asistía a los montajes de los compañeros de curso para ver el trucaje, los planos, el ángulo de cámara...), pero a partir de esos encuentros comienza a concentrarse en el papel decisivo del guión literario en la filmación cinematográfica. María creyó en él y aunque Castellón ya había publicado alguna cosa corta en Blanco y Negro antes de su llegada a Roma, las conversaciones y tertulias en casa de la filósofa (donde superada la timidez inicial Alfredo empieza a intervenir) le hacen entrever hacia dónde quiere proyectar su vida. A Zambrano le habló entonces de una idea que le rondaba, sobre un círculo de luz que pondría en comunicación en un tiempo infinito el mundo de los vivos y el de los muertos. María le sugirió que aquello lo dejara para más adelante y no hace mucho se decidió por fin a desarrollarlo en una pieza corta que no ha llegado a estrenarse, “Aquella Despedida”. De María me dijo una vez, “era muy lista y al mismo tiempo un ser tremendamente espiritual, llena de cariño por el ser humano... de ella aprendí a ser normal, ¿qué quiere decir ser normal?, no ser vanidoso pero tampoco humilde sino digno. Eso es lo que ella era, una persona digna. Y era una persona cristiana. La gente de mi edad pensaba que todos los republicanos eran rojos. Vas conociendo a republicanos y son gente tan triste, tan normal, por ejemplo María.”

 

Mantiene de por vida el vínculo con los compañeros de deporte de Zaragoza. José Luis López Zubero, cirujano oftalmólogo y padre de los nadadores olímpicos, que vivía en Estados Unidos ayuda a Alfredo a expulsar la tenia equinococus que había contraido en la India comiendo carne en mal estado en casa del cónsul español en Bombay. Se la diagnostican en Japón. En Tokio tuvo que trabajar seis meses dando clases de español para obtener el visado de entrada a Estados Unidos. Se enrola como grumete a bordo del carguero noruego Toreador, donde su misión consiste en rascar el óxido de la cubierta a lo largo de toda la travesía. La dedicatoria escrita en un libro de entonces hace alusión a la experiencia donde como él mismo confiesa, “tuve que trabajar como un negro”. Una vez en Estados Unidos, se libera de la tenia tomando unas pastillas. Al neurólogo Alberto Portera le frecuenta en Madrid. En la casa de Mataborricos, Portera y su mujer Catherine, invitaban además de a Alfredo y Marienza, a Antonio Saura, a veces también iban Carlos Saura y Geraldine Chaplin, Canogar, Salvador Salazar, Ginés Liébana..., espíritus con sensibilidades afines que reunía alrededor de una buena paella.

 

Pero a pesar de los amigos, Alfredo busca obsesivamente la soledad que le permita cultivar su vocación intelectual y artística. Con veintipocos años se vino a Madrid, vivía en el colegio mayor Ximénez de Cisneros. Aquello suponía el encuentro diario con los hermanos Summers, Valente, Costafreda, con el propio director del colegio, Antonio Lago Carballo, una charla con Emilio Lledó...  Milagros Laín Entralgo me decía no hace tanto: “era amigo de mi marido José Luis Alemán en el colegio Cisneros, le llamaban René y pertenecía al grupo de los estetas.” Todo aquello suponía un intercambio de ideas y Alfredo me contaba sus sensaciones: “Al colegio llevaba el mundo de la escuela de Cine, tan diferente. Entraba en mi cuartito, había un lavabo y un catre, tan íntimo y tan de verdad. Cuanto más se reducía el espacio, más personalidad tenías. Dibujos en la pared. En la tapa del control de luz dejé un dibujito, pensé: eso se quedará para siempre. Bajabas sin corbata al comedor y alguien que ya había comido te pasaba la suya. En el comedor se daban las corbatas con el lazo hecho. Aprender a comer la fruta con cuchillo y tenedor...” Fue entonces cuando se comentó que necesitaban gente para Televisión, Alfredo decía que todo el colegio entusiasmado quería entrar pero al final sólo quedaron los Summers y él. En aquel entonces sólo había entre cincuenta y cien receptores de televisión en toda España, eran los comienzos de Paseo de la Habana cuyo edificio ha sido derruido recientemente. Fue Alfredo quien hizo la gestión para que al menos el monolito que recuerda los inicios de la Televisión se trasladara a Prado del Rey, Antón Castro le ayudó publicando un reportaje con fotos en El Heraldo de Aragón.

 

Su actitud de querer pasar desapercibido le valió algún que otro disgusto. Amigos como Eloy Fernández Clemente, catedrático de la universidad de Zaragoza y director de Andalán, se sorprendían ante la sencillez de Alfredo, “llamaba siempre como pidiendo audiencia, sin saber las alegrías que nos daba verle, escucharle, pasear con él. Y hablaba de sus muchísimos trabajos maravillosos sin la menor vanidad, como algo simplemente profesional.” Alfredo ponía de manifiesto que para él la televisión era sobre todo trabajo. Un trabajo que en repetidas ocasiones le hizo sufrir. Como todas las personas con criterio, pronto pudo comprobar que la institución dejaba poco margen a la  creatividad. Hace años me mandaba una postal con uno de los tapices de La Seo y escrito a mano, el siguiente texto que aún conservo: “En realidad sólo quiero que tengas una muestra de estos maravillosos tapices de los que un día, muy pasado, quise hacer un documental, pero la indocumentación de los dirigentes de TVE lo impidió y tantas cosas más.”

 

A punto de estrenarse San Manuel Bueno, Mártir, la versión que hizo para Televisión con Julio Alejandro de Castro (guionista de Buñuel), hubo un cambio en la dirección de programas y aquello nunca llegó a emitirse. Juntos trabajaban el guión en la casa de Julio Alejandro en Javea, y con la ternura que le caracterizaba, éste solía decirle: “hijo mío, qué raro eres...”. “No tengo suerte”, se lamentaba Alfredo recordando, con la sonrisa amable que dejaba entrever un poso de melancolía. Compartían la misma sintonía. Miren lo que Julio Alejandro escribe: “Quisiera decir España/ en el último minuto de mi vida/ pero quizá/ en grito desgarrado/ diga sólo dolor.” La Diputación de Aragón publica la adaptación del clásico de Unamuno en 1991. Las acotaciones son la literatura que complementa de manera magistral el dramatismo de los diálogos: “De la puerta del fondo aparece el secretario del Obispo... Parece muy atareado. Se cruza con un capitoste de aspecto prepotente que llega apresurado y rodeado de varias personas que caminan con aire de superioridad. El secretario, simplemente, inclina la cabeza a su paso... El grupo entra en el despacho del Obispo. Tanto al salir el secretario como ahora, al entrar el personaje y su séquito, oímos música de Bach.” Y al inicio de la secuencia 27, “Lázaro tiene sobre la mesa un ídolo azteca de barro de aspecto duro, casi amenazador. Con un cepillo y un líquido lo están limpiando, lo hace con sumo cuidado, como si se tratara de un objeto precioso. La puerta, que da a un pasillo está abierta a lo oscuro.” Alfredo cuidaba mucho aquellas indicaciones que clarifican el guión. Admiraba por ejemplo la novela de Graham Greene El Tercer Hombre, donde el escritor confiesa haberla diseñado para su visualización. A partir de ahí se construye la película.

 

Castellón inicia el programa Biografías en Televisión. Poco antes de la muerte de Azorín, Alfredo le entrevista en la casa donde residía a espaldas del Congreso, cerca del restaurante Edelweiss. Todo transcurrió con normalidad con Azorín y también con Ramón y Cajal. Del documental que hizo sobre Antonio Machado, hay un completo y triste anecdotario que cuenta en una entrevista realizada para la Academia de Televisión: “Ya estaba introducido en Televisión Rosón y Adolfo Suárez, no todavía como director pero Televisión había alquilado oficinas en la calle Herreros de Tejada, muy cerca de donde yo vivo ahora y ahí estaban ellos. Influían sobre Toledano que era el director de programas para que me autorizara y me autorizaron a hacer Antonio Machado. Pero después, de hecho, el censor pudo más que ellos y se cortó de Antonio Machado lo menos ocho o diez minutos. Entre lo que cortaron, fueron unas imágenes de éxodo que estaban al final de la biografía y que yo había comprado con mi dinero en la BBC de Londres. Y esas imágenes el censor las mandó quitar y no es que quedaran en el archivo, no. Desaparecieron para siempre.”

 

Debutan con Alfredo Castellón por primera vez en la pequeña pantalla, Emma Penella en Sabor a Miel donde también interviene Tina Sainz, y Rafael Rivelles en La Mala Ley, con Lola Cardona. En Visto para Sentencia, había tres partes, una de plató fija, otra de escenarios teatrales y otra filmada en exteriores. De los dramáticos, Castellón se siente especialmente orgulloso de Mirando hacia Atrás sin Ira, de Osborne. Su bagaje humanístico y el interés por los libros le hizo apostar por autores emblemáticos y recordaba satisfecho el papel de Berta Riaza en Dama Inger de Ostrat. Ibsen en televisión y tantos otros Estudios 1. En Roma había contado con un excelente profesor de guión, Prosperi, que era a su vez guionista de teatro. De él Alfredo recuerda cómo les estimulaba a desarrollar su creatividad, “diga, diga, la prima stupiditá que le venga en mente...”.

 

¡Eh! Joe del escritor irlandés Samuel Beckett, merece una mención más minuciosa. No es extraño que a Castellón le entusiasmara esta pieza existencialista, la primera que Beckett escribe para  televisión en versión original francesa. Alfredo conservaba una fotografía del dramaturgo irlandés cercana a la cabecera de su cama. Elige como protagonista a Agustín González (magistral en el papel) con la voz en off de Charo López que marca el flujo de conciencia del personaje. Rodada toda ella en una sola toma, Castellón parte del plano general inicial al plano corto y de éste la cámara avanza en nueve movimientos hasta el gran primer plano final. Alfredo dijo sonriendo que lo que más le costó fue traducir el guión del francés y encontrar al actor idóneo para su representación. El texto deja en evidencia, como dice Cándido Pérez Gállego, el poder de “la memoria como juez brutal”. Castellón resume el argumento, “Es una de las amantes que le recrimina, con su incisiva voz que no puede olvidar.” La fuerza del guión de Beckett y esa iluminación amarga que es el lugar a donde camina el personaje, queda de manifiesto en el siguiente fragmento: “Ese infierno, esa baratija que tú llamas cerebro... Es ahí donde me escuchas ¿no?... (...) y donde oías también a tu padre... (...) Una fosa abierta... Detrás de tus ojos... Aunque al final lograste estrangularla... Un asesinato mental, como tú decías... Era tu frase favorita... Si no todavía estaría martirizándote... Luego tu madre, también le llegó su hora. “El cielo, Joe, el cielo, en el que pones tus ojos”... Cada vez más débil hasta que acabaste con ella... Y con todas las demás... ¡Con todo el amor que te dieron! Dios sabe por qué... Un amor lleno de compasión... El mejor, el más sólido. Y mírate ahora... Una sola obsesión en tu mente... Estrangular a tus muertos.”

 

La película Las Gallinas de Cervantes, con guión de Alfredo Mañas y del propio Castellón, que Alfredo dirigió basándose en el texto de Ramón J. Sender, recibió el prestigioso Premio Europa en 1988. Nadie le invitó a recoger el premio en Berlín y al Acto sólo acudieron representantes de Televisión Española. Él lamentó siempre que su película no se proyectara más en nuestro país mientras en Francia, se visionaba con frecuencia en certámenes y era considerada pieza significativa del cine de autor. Castellón recuerda cómo llega a sus manos el cuento de Sender, “Me encontré en una librería de viejo de Zaragoza un libro de cuentos muy antiguo en el cual estaba la historia. Yo me la leí, me di cuenta de que era muy divertida y la propuse  en Televisión. Al principio, pues la vieron muy disparatada pero después alguien la vio de otra manera y pude ir adelante y pude empezar a rodar, pese a la gran oposición, enorme oposición, por parte de gente... Pero salió bien, terminamos bien, gastamos muy poco dinero y lo pasamos muy bien (...) La presentaron. No sé por qué la presentaron pero la presentaron. La prueba de que no iban con muchas ganas, es que no me dijeron nada. O sea que fue un directivo a recoger el premio y todo eso. Yo no fui, yo me quedé en Madrid. Es como si no hubiera recibido nada y a la larga el premio más importante que tiene Televisión es ese premio Europa. Al ser premio Europa se ha pasado en todas las televisiones públicas de Europa y de Estados Unidos. Y se ha pasado en Francia hasta tres o cuatro veces. Aquí, sólo pasó una vez, nunca jamás la han repetido [risas].”

 

Hacía de gallina la actriz Marta Fernández Muro, con Miguel Rellán en el papel de Cervantes, Josep María Pou, Tito Valverde, Francisco Merino y Pedro Sempson que interpreta al escritor Ramón J. Sender. Castellón añade vitalidad al texto de Sender, cercanía y un enorme sentido del humor. La distancia narrativa propia del relato se convierte en la película en diálogo dramatizado, divertido y satírico. Subyace una delicada y contundente crítica social que alude a la necedad y  cerrazón de las buenas gentes, en definitiva a la España de entonces, el lugar común con el que todavía nos identificamos. Desde esa perspectiva, lo único que muestra con rigor el sin sentido, es el uso del disparate en un tono mitad sonrisa mitad ternura como en Milagro en Milán (Vitorio de Sicca, 1953), una de sus películas preferidas.

 

En la boda de Doña Catalina con Don Miguel de Cervantes las gallinas corretean por la iglesia mientras el cura, tío de la protagonista, increpa a los fieles desde el púlpito recordándoles sus obligaciones para con Dios y el matrimonio. A partir de ese momento todo se convierte en un tremendo despropósito que va in crescendo hasta que la protagonista termina por convertirse en gallina. La película es surrealista y advertimos todo el bagaje intelectual que aporta su experiencia y aprendizaje en el Centro Experimental de Cine de Roma. En Italia tuvo como vecino al austríaco Peter Kubelka que ya había hecho alguna cosita corta y que con Mekas eran los dos directores de culto de la vanguardia. Todos se alojaban al final de la Vía Tuscolana cerca de Cinecittà. Además a su llegada a Roma pudo asistir al rodaje de interiores de Amici, la película de Antonioni, mediante una carta de recomendación de Luis García Berlanga. Todo eso imprime carácter.

 

Pudo hacer poco cine. El trabajo constante para Televisión y los costes de producción se lo impidieron. Y eso que siendo todavía muy joven, le llega la oportunidad de dirigir su primer largometraje. Era el año 1964. Aún vivía Juan Ramón Jiménez cuando se inician los trámites para la venta de Platero y Yo al americano Eduardo Mann y a un profesor de la Universidad de Columbia. Muerto Juan Ramón, estos señores pagan un millón de pesetas de entonces a Pizarro, su sobrino, por adquirir los derechos. Produce la película el italiano Eduardo de Santis que conocía a Castellón por lo que le pide que colabore haciendo las modificaciones pertinentes para adaptar el guión. Algo ocurre y de un día para otro falla el director Eduardo Mann, por lo que ofrecen a Alfredo la dirección del rodaje: “A la semana de haber llegado a Huelva empiezo a trabajar, y poco a poco van saliendo las cosas bien a pesar de las amenazas que constantemente tengo de que van a venir a sustituirme si no hago lo que el productor español quiere que haga...”

 

La película se realiza rodeada de contratiempos. Alfredo me contaba que la comunidad gitana, comprendiendo lo esencial que era el burro en el rodaje, pide cada día más por el alquiler, incluso amenazan con llevárselo. Termina de filmarse al año siguiente pero el nuevo material nunca se incorpora. Hay cinco cortes de censura y una vez decidido que la película no ha de ser apta para menores, Platero y Yo jamás llega a estrenarse en salas de Madrid. Por pudor, Castellón nunca mencionó a la persona responsable de una decisión que iba a dar al traste con su carrera como cineasta. Por aquel entonces, el otro todavía no había iniciado su andadura como director. No obstante, la película se proyecta en Sevilla, Estados Unidos y Méjico. En Televisión no se pasa hasta 1980, una vez que Alfredo incorpora los cortes de censura. En 2008 negocia con los responsables de la Junta de Andalucía y publica el guión en formato libro que incluye el DVD de la película. Y es en su presentación en el Ateneo en 2011 cuando se exhibe por primera vez en Madrid.

 

De la película me impresionó su luminosidad y así se lo dije a Alfredo, “es que tenía un buen operador”, me contestó con la modestia que le caracterizaba. Las panorámicas de la playa de Cartaya cercana a Moguer, quedan para siempre en la retina del espectador. Marienza Binetti acompañó a Castellón en aquella ocasión y seguramente pueda hablar mucho mejor que yo de la experiencia. El guión está lleno de poesía y las imágenes delatan su mirada de soñador. Se cuidan mucho los detalles con tomas singularmente hermosas, como cuando Juan Ramón lleva al burrito en brazos hasta la orilla para mojarle las patas con agua de mar y evitar así la infección de la herida. La visión hace referencia a todas las heridas que se suceden en la película. La loquita Aguedilla, interpretada por María Cuadra, es un grito a la naturalidad incomprendida. Dominan los mangantes sin un ápice de sensibilidad. Los diálogos son una constante fricción que debate entre razón poética y necedad. Lamentablemente triunfa la mediocridad de la mayoría.

 

Igual mediocridad caracteriza el personaje de Creón en La Tumba de Antígona de María Zambrano que en versión de Castellón, interpreta de manera esclarecedora la tragedia de vivir entre gente menor, auténticos egoístas que se ríen de la justicia para mantenerse en el poder, oprimiendo a la mayoría. Haro Tecglen escribe el prólogo del texto alfrediano: “...veo en ella muchas confesiones personales, muchas de las balas trazadoras que han ido persiguiendo su vida: el exilio, las guerras, las repúblicas, las tiranías, los idiomas.” María siempre soñó con verla representada y estuvo al tanto del guión que enriqueció con su criterio. Castellón dirige La Tumba... en el Teatro Romano de Mérida, el 16 de agosto de 1992, con Victoria Vera de protagonista y Elena Arnau como ayudante de dirección. María había fallecido un año antes, el 6 de febrero de 1991. No pudo asistir a la representación.

 

La obra de Zambrano arranca donde termina la de Sófocles, en el interior de la tumba que en Antígona es una puerta entreabierta donde “dispondrá de un tiempo infinito para ‘vivir su muerte’.” (...) “Llora la muchacha como han llorado sin ser oídos todos los enterrados vivos en sepulcros de piedra o en la soledad. Silencios propicios para la revelación, para el arrepentimiento.” La Guerra Civil marca el destino de María como marca el destino de Alfredo y a la injusticia de Antígona, se suma la de María y la del propio Alfredo. De nuevo la prisión como marco permanente de la tragedia que les arrebató la infancia, la tierra, el poder y la vida. Una sensación que apenas aciertan a expresar, salvo como experiencia artística.

 

Antígona, una vez en su tumba, jamás se plantea el regreso al mundo de los vivos porque en él impera la injusticia. En su contexto universal, la obra reproduce el mito del judío errante, de los desacoplados de la vida. El diálogo que Antígona mantiene con su hermana Ismene (Berta Gómez) deriva en silencio. Juntas han vivido el horror de sucumbir al poder de Creón. Al dialogar con Ana la nodriza, Antígona se queja, “Me dejas sola con mi memoria, como la araña. A ella le sirve para hacer su tela. Esta tumba es mi telar. No saldré de ella, no se me abrirá hasta que yo acabe, hasta que yo haya acabado mi tela.” Y en ese parlamento vislumbramos al joven Alfredo cuando pintó su cuadro “Prisionero de las Arañas”. Otro lugar para el recuerdo, para la reflexión.

 

En Antígona, la única expresión posible es el vínculo espiritual y así lo expresa al dirigirse a Ismene, “Nuestro secreto. Todos sabían que lo teníamos. Pero nosotras nunca aludíamos a él. Y ahora yo no sabría tampoco decírtelo. No es de decir.” Y corrobora ella: “Eso es. Era de jugar, de jugar nuestro juego interminable.” La evolución de la obra se encarga de mostrar ese juego de silencios, de horrores compartidos, la voz de Ana la nodriza que canta su canción a bocca chiusa, porque ¿quién puede añadir algo al susurro del silencio? Castellón recoge la idea en otro ruido que, dedicado a Araceli Zambrano, empieza: “ ‘No se concibe la Guerra Civil española sin canciones’, y empezó a tararear una que conocían casi todos y la siguieron: María, Diego, Alberto, Agustín, Rafael, Piero... Cantaban con la nostalgia y el dolor de los perdedores. Yo trataba de seguirlos pero mi corazón no irradiaba la tristeza necesaria... y me fui callando. Cantaban a la guerra perdida, a la patria perdida, sus casas, sus amigos. Por eso yo callé, escuché y comprendí.”

 

La Tumba... pone en boca de unos desconocidos, el concepto de culpa y el arrepentimiento, “La dejasteis partir creyendo que con ello ya seríais dichosos y que la ciudad quedaba libre de culpa. (...) Sois así. Rechazáis al inocente en su caída y luego os disputáis su tumba.” Resuelto el anti clímax, revelada la condición de la tragedia, la  voz de Castellón susurra entre bastidores: “A OSCURO TOTAL MUY LENTAMENTE”. La figura de Antígona acaba enaltecida. Recobrada su dignidad, recuerda la imagen de María vestida con el abrigo blanco en el aeropuerto de Barajas donde al fin aterriza aquel 20 de noviembre de 1984, cumpliendo así el destino que evocaba la Antígona, “Y la Tierra es negra y tiene en sus adentros, en sus entrañas, luz. Tiene entrañas de luz la Tierra.” Porque como decía María y recuerda luego Castellón, “¿Habrá Perdón para Quien Estrangula una Paloma?”

 

A pesar de su agnosticismo, Alfredo camina siempre hacia la luz, sensación que expresa uno de sus Apólogos al recordar: “Cómo podía yo, en mi juventud romana, 22 años apenas... pasarme horas enteras delante de ese enigmático Cristo de Mantegna que hay en el altar de la iglesia romana de Santa María en Montesanto, en la de Piazza del Popolo...”. La Luz No Romperá tu Silencio es el título de otro compendio de aforismos todavía por publicar. Ecos de la espiritualidad de Zambrano que sin duda Alfredo compartió. La luz es también motivo recurrente de sus cuentos para niños, Lucindo Iluminado y El Más Pequeño del Bosque. Éste último, con música de Cristóbal Halffter y prólogo de Zambrano, que en la edición de Alfaguara tuvo que colocar como Epílogo por requerimiento de la censura. En 1982 María  aún no había regresado del exilio, habitaba el mundo de los muertos. España habitaba todavía el reino de Creón.

 

El libro es una explosión de vitalidad, un bellísimo derroche de gracia e ingenio. El autor a menudo corta la intensidad emocional con pequeños toques de humor que nos bajan bruscamente al suelo. Y es que, ¿cómo podemos definir la luz?, ¿cómo hablar del amor? Ecos de su adorado Matshúo Basho en: “Silba la brisa,/ mañana pura;/ canta el arroyo,/ agua de luna”  y de inmediato la chanza que mezcla la reflexión y el juego: “Tarántula de cristal,/ mira bien/ si éste es el mar./ Tarántula de serrín, / baila bien,/ que eso es vivir.”

 

El bueno del panadero regala al enanito Chin un pan de luz “en cuyo alimento se encontraba mucha vista” para poder observar algo más que la campana de los hombres que él suponía de oro. Confundido como está por cierto aire de grandeza, se mezcla en muchos líos que le hacen recurrir inevitablemente a su conjuro: En el árbol duermes,/ en el aire estás;/ yo soy de la tierra/ y como azafrán./ Y mi sangre tiene/ sabor a cebollas,/ sabor a pimienta,/ y si tú me comes,/ revientas, revientas.” Como Chin, Alfredo era un superviviente.

 

La prisión aparece en el cuento de dos formas bien distintas. Chin deseaba una barba que le convierte en rey de los enanos pero “cientos de gusanos... empezaron a tejer una red, entrecruzando los pelos y aprisionándolo como en una jaula.” ¿Por qué no puedo evitar pensar en Alfredo y en su paso por la Televisión, la rutina de una relación, el estancamiento? En otro episodio el malvado enano Pescador ha capturado a los gusanillos de luz y los despelleja de maneras diversas para conseguir su luz y la de las estrellas. Además tiene tratos con un hombre que experimenta para destruir la estabilidad del bosque. La denuncia y el deseo de justicia ante la falta de sensibilidad de los hombres, se aúnan en este texto para niños que debería ser igualmente de lectura obligada para  muchos adultos. Alfredo nunca consiguió reeditarlo y no queda ni un solo ejemplar.

 

Hay alusiones al viaje, a la experiencia. Escribe el cuento cuando regresa de su primer periplo alrededor del mundo. Una vez en Estados Unidos, Alfredo se trasladó al sur surcando el Amazonas en una barcaza donde su misión es hacer de oteador. Él y el piloto viajan solos, de noche, y duermen durante el día por miedo a la incursión de los piratas que acechan. De ahí continúa hasta la costa de Bariloche en Tierra del Fuego. Penurias, todas. Pero milagrosamente en Argentina consigue trabajar en su profesión. La necesidad de contemplar las Américas para alcanzar algo de luz queda perfectamente reflejada en la figura de Colón, protagonista de la obra que escribe en 2011, Aquellos Pájaros Anunciaban Tierra. Se documentó a fondo. Recuerdo el fragmento que mi amiga Carmen Calvo catedrática de griego, le tradujo en su momento: “Pasados los años vendrán tiempos nuevos/ en los que el Océano desatará sus lazos/ y aparecerá una inmensa tierra/ y Tifis descubrirá nuevos mundos/ y no será ya Thule el fin del Orbe.”

 

El viaje siempre estuvo entre las prioridades de Alfredo. Comprendía muy bien el espíritu soñador de Colón al que retrata minuciosamente en el monólogo cargado de lirismo que cierra el Cuadro Cuarto del texto. Me sorprendió que eligiera un personaje tan manido y se lanzara a él con el entusiasmo del primer dramático y es que, se parecía tanto a él... “Esas olas. Machacan mis oídos. Me retan. Conozco su ferocidad. Allende, tras los primeros horizontes, basta que una nubecilla disipe el sol para que se enfurruñen y te amenacen, y piensas que la culpa es de la nube y no tuya, pero contigo se ensañan. (...) Yo quiero viajar hacia las Indias, pero Dios sabe adónde me llevarán sus furores una vez que me pose sobre su superficie. (Pausa) La verdad es que el hombre navega siempre en soledad por el mar de su mente y casi siempre en tormenta, o en tormento, que para el caso es lo mismo.” El punto socarrón suaviza la tragedia dando un respiro a la situación. Continúa con ideas que son una constante en sus textos, el silencio y la luz: “Muchas, muchas veces he pensado en esas noches marinas estrelladas, repletas del silencio que, como ahora, acentúan la monotonía de las olas. Su ritmo machacón y continuado y, tan repetido, produce silencio. Silencio, que también está en mi mirada cuando se posa en los cientos de estrellas andarinas de mi pasado. Yo voy a este viaje para descubrir caminos, y lo lograré, ¿de lo contrario para qué me ha servido el perderme tanto en la vida? Dormir con mi imaginación en aquel templo de Serapis en busca de sueños premonitorios que me dejaran ver la realidad de esa tierra lejana que tan firmemente tengo asumida.”

 

Como un cristiano más, la referencia bíblica. El “desierto de agua” lo compara con el de Galilea, con el propósito de alcanzar el Edén de la luz: “Guíame ahora a mí, que busca, y déjame la ruta trazada.” La historia se resuelve así como un peregrinaje que deja atrás seres interesados o incomprensivos pero también a aquellos que le ayudaron y reivindica la justa intervención del rey Fernando de Aragón. Abandonando la vieja trinidad de corte antiguo “Oro, espada y poder”, pone en boca de Fray Juan el parlamento que hace justicia a su fe y razón: “El hombre de las quimeras, os han llamado, sin comprender que sin ellas no habría habido progreso.” La trayectoria de corte jeremíaco, incluye el reconocimiento de su condición y el sacrificio, en la figura del inocente veedor, el santón que describe con cierta guasa, pero también con ternura y aprecio. Disfrutó escribiéndola, de eso estoy segura. ¿Conseguirá representarse algún día? Se la dejó a su amigo Juanjo Puigcorbé pero hasta ahora no ha habido noticias. La obra está pensada para que los actores, a excepción de Colón, puedan doblar el papel, reduciendo los costes de producción.

 

Quizá fuera esa mezcla de géneros que siempre practicó lo que hizo que la crítica se ocupara menos de él. Era difícil encasillarlo. Alfredo era un soñador, del tipo que describe su amigo Silvio Maestranzi, compañero de la Escuela Experimental de Cine de Roma: “Todavía después de la guerra [la escuela de Cine] estaba conectada con el centro de la ciudad por un tranvía de color azul, lo tomábamos los jóvenes de veinte años como Alfredo y yo, y alumnos y alumnas de diversas nacionalidades y lenguas: lo llamábamos El Tranvía de los Sueños. Y cualquier transeúnte que pasaba lo miraba con sonrisas irónicas y nos llamaba ilusos.” Pero también era un superviviente, un hombre práctico y equilibrado en el día a día, que tenía perfectamente ordenadas las carpetas azules donde guardaba su obra. Guardaba en orden el cine, la narrativa, los libros de poesía... Iba a la compra y se hacía la comida con regularidad. Recorría el parque de Berlín a diario hasta completar el ejercicio que le permitía mantener a raya el estado de las arterias. En presencia de sus sobrino nietos, los niños Ana y Manuel, gritaba ilusionado “Mirloooooo, saca tus alas grandes...” Ellos le seguían por el jardín de los tíos. Y en aquella mirada había luz.

 

Como niños de la guerra y la posguerra, aquella Generación de los 50, que ha quedado ensombrecida cuando la comparamos con la del 27, tenía mucho que decir del sufrimiento y  confusión de unos años donde ser de derechas era  bueno y haber estado en el bando republicano, ya fuera por casualidad o por convencimiento, se castigó con represalias, pena de muerte o cárcel, y en el mejor de los casos con un ostracismo social que había de perdurar en el recuerdo. La respuesta del bando perdedor fue la del silencio, el disimulo y el miedo. “Y ahora con los años me pregunto... por qué mi padre había elegido para mi educación el colegio de los jesuitas siendo él, sus ideas, más de instituto y todo eso. Pues seguramente porque había cosas que limpiar... Franco era un dictador serio, muy serio, que asesinaba, que metía en prisión a la gente... Al final de la guerra llegaron dos camiones. En uno viajaba el ingeniero, los contables, mi padre, nosotros... y en otro bien distinto viajaron los obreros, pueden imaginar hacia qué siniestro lugar.”

 

El contacto con la guerra, la posguerra y su propia experiencia personal, hacen que desarrolle un profundo sentido de la justicia. El colegio de El Salvador salpica con sus dichos algunos episodios de su obra, “En la mano la varita de fresno con la que enderezaban los culitos de sus ‘colegiales’. Niño malo, lo castigaré.” Su paso por los jesuitas le facilitó también el gusto por la reflexión y cierta inclinación hacia los episodios bíblicos que a menudo revisita en sus narraciones distorsionándolos, como cuando un rebaño de ovejas la emprende a lametones con la mujer de Lot convertida en estatua de sal. Alfredo recurría a menudo a parámetros estructurales cristianos, y es que el colegio dejó en él su impronta. La culpa, el remordimiento y la consiguiente expiación subyace en muchos de sus libros. El propio camino hacia la luz, como en la filósofa Zambrano, incluye el rito iniciático cristiano. Alfredo reconoce sentir cierta fascinación por el ritual que para él entraba en el terreno de la fantasía y el misterio. Aquel juego escénico le entusiasmaba. Recreaba las historias de la Biblia y sus personajillos. De hecho El Ruido de la Memoria  inicia la andadura con un “Introito” que simula el inicio de la misa. De El Salvador conserva una fotografía sobre la mesa de camilla que tenía junto a la cocina. En ella aparecen sus compañeros de curso posando en el patio del colegio. Escrito a bolígrafo, los nombres de los amigos, Andrés, Buil, Castellet...

 

Aunque no era un niño aplicado, sacaba siempre sobresaliente en Historia Sagrada, y eso que creer, creía más bien poco. Una vez me contaba, “A veces pienso que lo único inmortal en este mundo es el universo. ¿Sabes en lo que yo podría quizá creer si me apuraras un poco? En la transformación del hombre en otra cosa, en la reencarnación digamos [ecos de Zambrano]. No creo. Pero podría creer... No es que tú te vas a reencarnar en águila. Eso sería muy bonito [risas]. Sería un águila preciosa, un elefante maravilloso dueño de una manada... Pero sí que nada se destruye como tú dices... Todo está ahí siempre, o sea que lo único que puede morir es el universo. Si el universo no muere, eres eterno...”, y yo seguía elucubrando, “¿Hay algo de tu capacidad, de tu cerebro?” Y contestaba: “No. No hay. Muy poquito, muy poquito. Podría haber algo, sí. Podría haber algo.” Y de esa guisa, daba vueltas y vueltas al misterio porque estaba construido con la fibra de la sensibilidad, y ante algunas señales Alfredo era receptivo.

 

Escribía por necesidad, por un sentido de la justicia, como en Contrapunto de Europa. Escrito a mano en su cuaderno apunta: “Para incluir en Contrapunto...: ¿Qué vale un hombre muerto? ...la muerte siempre es la victoria de lo efímero. Y eso lo saben bien los ‘mandantes’ que no vemos.” La obra se representó en los colegios mayores de Madrid. Su hermano Antonio que se especializó luego en el teatro de las vanguardias, se encargaba de la dirección. Actuaba una jovencísima Rosa Montero que también escribe el prólogo del libro. Alfredo y su madre estaban sentados en el patio de butacas, se corrió la voz de que alguien había avisado y venían los grises: “Hijo mío, hijo mío, ¿qué le va a pasar a tu hermano?”. “De mí no se preocupaba”, resumía él entre risas.

 

Su compromiso social tan evidente en Contrapunto de Europa, llega aún más lejos en Escombros Selectos (Huerga y Fierro, 2018), el libro de  madurez donde la denuncia es demoledora y utiliza la fantasía para mostrar lo sórdido, lo inconfesado de ciertos comportamientos humanos, nuestros peores vicios y vergüenzas. “La Mano” describe la injusticia que supone para una viuda descubrir el cuerpo fusilado de su marido. Con un cuchillo grande ella le corta de un solo tajo una mano que atrae junto a su corazón. Esto es sólo el inicio de la historia; cruda y sin paliativos. La imagen recurrente del cuento muestra el dolor de quien ha vivido toda la vida atormentada por esa carencia y subraya el abandono de los muertos olvidados, consecuencia de la Guerra Civil española. Paralelamente la mano depositada entre alambiques en los sótanos de la facultad de Medicina de Plaza Paraíso en Zaragoza, ha quedado conservada en formol. La singular presencia espera irredenta. La emoción pura, seca, va a precipitar la acción.

 

En “El Caminito de los Abetos Joviales” un burgués visita la casa de los marqueses de Turí que animan a sus invitados: “...cojan una varita de ésas. Les enseñaré cómo se maneja. Miren, mírenme a mí. Si se le pega con fuerza, el criado salta armonioso. Es un espectáculo divertidísimo. Miren. Y empezó a golpear a un grupo de muchachos negros completamente desnudos que se apelotonaban en círculo protegiéndose unos con otros. Los invitados reían sin cesar al tiempo que fustigaban a sus víctimas. _Anímese mi querido barón, pegue, pegue usted sin miedo. Es un gran espectáculo (...) _Entre las nalgas, entre las nalgas_, gritaba la marquesa de Turí enloquecida de satisfacción...” En estos cuentos, a menudo surrealistas, el toque de humanidad (cuando aparece) construido con imágenes elegantes y algún que otro ángel (Alfredo adoraba los ángeles de Rilke), suaviza el tono general que es demoledor. Nunca se privó de decir lo que pensaba. En “Dulce Compañía” por ejemplo, el ángel penetra cada noche en el dormitorio conyugal y arrebata la ropa interior a la mujer, mientras el marido asiste pasmado a tan sagrada violación de la intimidad.

 

“Itinerario sentimental” el cuento que abre el libro, evoca al grupo de intelectuales que a bordo de un globo aerostático se dispone a probar las sensaciones que experimentara con la escritura de El Principito, Antoine de Saint- Exupéry, pero ¡cuidado! porque la nave viaja a la deriva...  Alfredo quiso que la historieta de textura compleja, iniciara la narración como homenaje a sus amigos, Félix Romeo (al que dedica el cuento in memoriam), Ramón Acín, Mariano Gistaín, Ismael Grasa, Antón Castro, Ana María Navales, Juan Domínguez Lasierra, Ignacio Martínez de Pisón y algunos otros que sin duda me dejo. Un apunte: “Durante la conversación que casi era a voces, por la distancia de la balconada a la barquilla del globo, nuestros amigos lograron liberarnos [clara alusión a Stevenson en La Isla del Tesoro]. Pero en vez de bajar, el viento se nos llevó con tal rapidez que ni siquiera nos dio tiempo a despedirnos. La rondalla de la Plaza y sus copleros al vernos subir, nos despidieron con una cancioncilla cuyos versos recordaban a Lope de Vega: ¡Oh libertad preciosa, no comparada al oro, ni al bien mayor de la espaciosa Tierra!

 

Zaragoza es para Alfredo la entraña del recuerdo. La figura de la madre recortada junto al teléfono de baquelita, espera siempre la llamada del hijo. “Cuando llego a mi ciudad, el viento del Moncayo (allá le llaman cierzo) calienta mi alma”, solía decir. “Mi ciudad es muy hermosa para mí (para los demás debe de ser corriente...) porque tiene mi juventud, es un aire especial que nadie lo sabe ver más que tú. Está unido a las cosas, a los fragmentos, a las calles, a los inviernos, a los veranos... es donde captas el tiempo con más profundidad. Esa es tu ciudad.” “A veces te pierdes por las calles donde has vivido, donde has sido feliz o donde viviste un tiempo. La casa todavía está pero no es casa ya [clara alusión a la vivienda de la calle La Paz, número 20 donde vivió de niño]. A veces recuerdas el arbolito que plantó tu padre en un trocito de huerto que había y cuando te asomas todavía está, es una tienda pero al fondo han conservado el jardincito donde había gallinas, conejos y toda esa serie de cosas que era importante en la posguerra.”

 

Con el tiempo su escritura fue haciéndose más esquemática y precisa, en una evolución natural de la prosa que por momentos roza la poesía. Hizo suyo el consejo de John Gardner, “Si puedes expresarlo en quince palabras en vez de hacerlo en veinte o treinta, exprésalo en quince”. Eso explica su evolución narrativa, del cuento al aforismo. En cuanto a la poesía, le tenía tal respeto que jamás se atrevió a publicar nada. Pensaba como María Zambrano que un poeta no es sólo un escritor de poemas y contaba que Zambrano cuando le iban a presentar a alguien preguntaba siempre con voz esperanzada, “¿es poeta?”. Con ese gesto María se interesaba por la sensibilidad de la persona, por la sinceridad de su alma. La filósofa y él nunca dejaron de cartearse. De su libro póstumo Sólo con lo Puesto (STI, 2018), dos pensamientos, el socarrón y el sensible; tan ingeniosos y ocurrentes como era él: “Si el vagabundo pasa por tu vida invítale a tomar un paisaje contigo.” “¿Por qué no eliminamos de una vez para siempre esa mentirosa palabra, pureza? ¿Y quién no tropieza dos mil veces en la misma piedra? Y el que no lo hace será porque es alado.”

 

En los últimos años, por convicción artística y debido a su dolencia, le gustaba colocarse flirteando con la muerte en la tangente de la eternidad. En parte tenía prisa por volver a viajar… Alfredo es Manuel Bueno en “...no se puede tener tanta prisa en ver a Dios sin pensar en el camino más corto.  ¿No crees? Decirle a ese ángel de la nada, que me acecha hace tiempo, que me lleve a su reino lo antes posible. Pero me parece que tiene sus alas calcinadas y se quedará en la tierra. Infeliz.” Se inmola en el “Introito” a El Ruido..., “El alivio, si he de tenerlo, que me llegue por contrición pública, con abluciones previas, rasgadura de túnica y al ver de todos. Y después, como colofón de ese examen de conciencia, me preguntaré una vez más: ¿qué esperas de la vida?” Es además el vagabundo del espejo cuando barrunta su despedida, “adiós hombre feliz, adiós cuerpo, adiós alma, adiós universo, y me marcharé para siempre lleno de paz. Eso es todo.” Y como indicaría Alfredo Castellón el cineasta, el realizador de Televisión, el director de La Tumba de Antígona en el XXXVIII Festival de Teatro Clásico de Mérida, bajamos “a oscuro total muy lentamente” y que el silencio se deje oír.

 

 

 



* La Tumba de Antígona, María Zambrano, versión de Alfredo Castellón. Madrid: SGAE, 1997.