A la llamada del timbre, Palmira abrio la puerta y los encargados de la mudanza la saludaron como una coral que impartiera pésames a domicilio. Uno sostenía sin dificultad la escalera de mano, pero el otro, gordito, se agobiaba con las planchas de cartón y el rollo de cuerda. Palmira, que les esperaba desde primera hora de la mañana, los guió a una rotonda atestada de libros donde dos ventanales quebraban la continuidad de las estanterías.

 

Mientras los hombres convertían los cartones en cajas -entre reproches y amenazas, pues se mostraban desavenidos-, Palmira se refugio en el dormitorio donde murio Máximo. Pero cuando los hombres desplegaron la escalera y desde los estantes más altos lanzaron los libros a las cajas como si echaran tierra sobre el ataúd cerrado del difunto, se alejó a la cocina. Desazonada, fregó la taza y la cuchara del desayuno, puso unas lentejas en agua y revisó el contenido del frigorífico por si necesitaba ir al mercado.

 

Almorzó a hurtadillas y, cuando los tipos de la mudanza se marcharon, renegando el uno del otro, regresó a la rotonda. Las cajas repletas de libros, precintadas y atadas, entorpecían el tránsito. Los anaqueles vacíos de la biblioteca y el suelo deslucido y con colillas le deprimieron. Y ante la degradación de ese salón de lectura, que era el principal de la casa, se echó a llorar. 

 

- Si lo viera Máximo -repetía.

 

Máximo había vendido la biblioteca al ayuntamiento de su pueblo para pagar los gastos de su enfermedad. Pero durante la negociación no fue tan exigente en sus pretensiones económicas como en aplazar el traspaso a su fallecimiento. Ya con un pie en el estribo -enfatizaba-, le dolía separarse de lo que siempre estuvo con él. Y las autoridades de Pagán accedieron al capricho de aquel paisano que parecía más en el otro mundo que en éste.

 

- En la villa de Pagán -les asignaba el anónimo-, muchos piden, pocos dan.

 

Entre tanto, Palmira empezó a forrar los libros con papel blanco. Actuaba sin consultarlo con Máximo, persiguiendo una simetría que a su juicio revalorizaba el conjunto. Pero cuando Máximo alcanzó un acuerdo con los compradores, Palmira renunció a su tarea. Era absurdo reanudarla -consideró-, si no influía en el precio.Y desde entonces la biblioteca de la rotonda, uniformada a medias, presentaba el aspecto de un traje con parches.

 

No se enteró Máximo de esta ocurrencia de su criada. En esa etapa final de su vida pasaba acostado la mayor parte del tiempo y cuando Palmira le sacaba del cuarto y lo conducía a pasitos al sofá de la rotonda, le faltaba vista -y curiosidad- para descubrir los cambios de su biblioteca. En el sector ubicado entre los ventanales, elegía Palmira uno de esos volúmenes que ella había vestido de dominico y, creyendo complacer a Máximo, le leía un fragmento:

 

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo...

 

Pero así escogiera para entretenerlo literatura contemporánea o clásica... 

 

La Aurora, de azafranado velo, de las corrientes de Océano se levantaba para proporcionar luz a los inmortales y a los humanos...

    

...a Máximo sólo le interesaba el cuaderno de pastas negras en el que hablaba de su padre, el poeta Max Bru. Ocupó la mesilla de su cama mientras gozó de salud y pudo escribir en él robando horas al sueño, pero cuando enfermó y la invasión de medicinas transformó el dormitorio en un hospital de campaña, el cuaderno fue trasladado a la rotonda, con los demás libros. Y en un estante de la biblioteca permanecio a su disposición, mas no para usarlo él, pues ya no podía valerse, sino para que Palmira anotara en sus hojas lo que él decía.

 

Máximo estuvo dictando a Palmira hasta que le fallaron las fuerzas. Receloso de su memoria -porque lo desamparaba a mitad de una frase incitándolo a peregrinar tras la referencia extraviada como  ciego sin lazarillo-, confiaba al sentido común de su interlocutora la coherencia de su discurso y, con ello, la posibilidad de editarlo el día de mañana.

 

- Entrégaselo a Esquivias, el de la mancha -y Max se refería a la que desde nacimiento adornaba su frente-. Nadie ha hecho tanto por la obra de mi padre.

 

La muerte de Máximo estancaba el proyecto y el cuaderno de pastas negras se cubría de polvo en su anaquel. Los operarios debieron excluirlo de la mudanza por no tener formato de libro. Palmira lo limpió por encima y lo abrio. Mas para su sorpresa, no era el que ella había manejado: una letra diminuta reemplazaba a la suya.  

 

En el nombre de Max Bru -leyó en la primera página-, poeta por la gracia de Dios.

 

Palmira midio la consistencia del cuaderno, algo más grueso que el utilizado por Máximo y ella.

 

Una joven me cuidó de niño, aunque yo la cuidaba más - comenzaba el texto-. Por delicada y compasiva, no me apartaba de su lado. Con el candor de la infancia le juré fidelidad eterna y una mañana la encontraron muerta en su cama . Se había ido sin avisarme y, tal vez, sin darse cuenta: su cara no reflejaba el sufrimiento de los que la sobrevivimos.

 

¿Estaba ante las Memorias del padre de Máximo, el libro que su hijo quiso conocer desde que supo que circulaba a sus espaldas? 

 

De su ausencia no me consoló el paso de los años sino la que me robó el corazón. Su estampa me acompaña día y noche, cuando cierro los ojos y cuando despierto, pero mi cuerpo gastado no responde a su hechizo.

 

Primer amor, primer dolor -se dijo Palmira, embebida en la narración-. Y primer chasco, también.

 

A los acordes del pianista endereza la figura y al vaivén de sus tacones cimbrea las caderas y modula el arabesco de las manos. Y con el resplandor de los bienaventurados se desliza sobre los algodones del cielo de tal modo que desearla duele.

 

- Máximo no se relacionó con las amantes de su padre -recordó Palmira-.

 

¡Adiós al garbo que promovía el donaire! La enfermera de este pabellón de terminales ciñe a mi cuello una sábana, me enjabona la cara y afila la navaja. Ante su anatomía sin relieve -de tanta penitencia las samaritanas están en los huesos-, añoro el estímulo de las impuras. Y así, mientras me afeita, sitúo a la bailaora de mis fantasías sobre el palpitante tablado... 

 

 - El dueño de este cuaderno es el mismo que se llevó el nuestro -intuyó Palmira-.

 

Aburrida, puso la televisión. Retransmitían una comedia rusa de la época zarista, en la que unos terratenientes de trajes frescos y sombreros de paja abandonaban la casa de campo familiar donde transcurrieron sus vacaciones de verano. Bajo la lluvia de otoño arrancaba su carruaje entre adioses y agitar de pañuelos, cuando un criado mayor y algo enfermo reclamaba formar parte de la expedición.  Desde una ventana de la finca planteaba si el acto de dejarlo en tierra constituía una broma o un despiste, ya que no podía comprender que los señores regresaran a la capital de Rusia sin su servidumbre. Pero el conductor, en vez de atender al quejoso e incorporarlo a la comitiva, proseguía su camino e incluso aceleraba, como si lo rehuyese. Inquieto, el criado llamaba a sus amos por el nombre de pila, y con la familiaridad de haberlos visto nacer les preguntaba si lo privaban del viaje de vuelta en castigo a su comportamiento en la ida. Pero desde esa ventana que utilizaba como plataforma de su elocuencia y por más que se desgañitara, no debían llegar sus palabras al coche, o sus amos se  abstenían de comentarlas, por lo que el criado, al notarse tan distante de ellos como de su carruaje y muy cerca de perder el tesoro de su aprecio, sacaba fuerzas de flaqueza para requerir, con la voz más patética de su registro, que no prescindieran de él, porque si lo confinaban hasta el verano próximo en esa casa de campo donde no había superiores a los que cuidar, quedaría a merced del capataz y de su pelotón de carniceros que todas las mañanas recorrían el bosque poblado de fieras. El criado rogaba a sus señores que por su buena conducta le evitaran ese suplicio. Y como no demandaba un imposible ni iba a ser el primer indultado de la historia, ante la eventualidad de que dieran marcha atrás y se avinieran a recogerlo no se apartaba de la ventana,  abierta de par en par pese a la temperatura desapacible. Pensaba el criado que si esta contrariedad le hubiera pillado de mozo, en vez de aguardar cruzado de brazos a que lo rehabilitaran, habría bajado a la cuadra, ensillado el caballo y peregrinado sin descanso hasta Moscú, para obtener la gracia de sus amos. Pero a estas alturas de la vida, los minuciosos achaques de la vejez le incapacitaban para cualquier género de galopadas, detestaba la humedad, le destemplaba el frío y, como el mal tiempo le quitaba oyentes, elevaba sus cuitas al cielo encapotado tensando el cuello a la manera del perro cuando gime, hasta que se le quebraba la garganta o le atascaba la tos. Entonces, para alardear de agilidad aunque las articulaciones le martirizaban, y como si gozara de facultades para percibir lo que nadie captaba a simple vista, fijaba su mirada en la senda por donde desaparecieron esos viajeros que eran sus amos, a los que había consagrado su existencia y sin los cuales no entendía el mundo, y movía la mano de un lado a otro en un saludo al horizonte que lo mismo quería decir bienvenidos que hasta siempre. Razonablemente esperanzado en que se acercaran por la misma ruta por la que se alejaron, fantaseaba desde su improvisado púlpito con que  pisarían la finca entre fanfarrias y le besarían como él los besó de críos, cuando los acunaba para que durmieran o cesaran de llorar. Ilusionado con esta recepción y como no tenía en qué distraerse, le impacientaba la tardanza de sus bienhechores. Pero a medida que pasaban las horas y persistía la lluvia y cerraba la noche y la luna rehuía posarse en un firmamento tan negro y ni un aullido ni un ladrido ni un gorjeo ni un relincho -y tampoco el arrastrar de una pezuña o el rodar de una carreta- osaban romper el pavoroso silencio de la llanura, le ganaba el desaliento. El sentido común le indicaba que si durante muchos años fue indispensable en la cocina, en los establos y en los juegos de salón, donde acertaba todas las adivinanzas, hoy resultaba un estorbo para quien le encomendara un servicio. Era un rechazo instintivo, y más inapelable que si estuviera motivado, lo mismo que cuando sudaba por un golpe de calor o tiritaba porque la nieve empapaba su camisa. Y es que su edad lo incapacitaba para cualquier misión y, antes de reivindicar el favor de sus señores, debía aceptar su declive.

 

- Soy un inútil -se resignaba-. ¿Quién me va a querer débil y achacoso?

 

Coherentemente, cerraba la ventana, se ajustaba la chaqueta y con una luz se guiaba por el tétrico interior. Atravesaba los aposentos de los amos y las diminutas celdas de la servidumbre sin cruzarse con nadie, pero al acceder a la gran sala donde la desidia impregnaba lámparas y cortinas afloraban las veladas veraniegas de su juventud, cuando el pianista tocaba polonesas en el jardín de los cerezos, los camareros descorchaban champán y las doncellas se sonrojaban con las agudezas de los brigadieres.

 

- Sé que aspiro a un imposible, Aleksandra Fiodorovna, pero estoy enamorado de usted.

 

Y al impulso de la evocación, abrazaba el espejismo de risas y piropos y, con jovialidad renacida, bailaba por los pasillos solitarios con la soltura de los valseadores de Viena en el siglo en que todavía se guardaban las formas.

 

- Con respeto se lo digo, Aleksandra Fiodorovna, ¡huyamos a París!

 

Desentendiéndose de lo que contaba la televisión, Palmira repasaba lo que le faltaba por hacer en aquellas habitaciones que retenían la huella del difunto: fregar baldosas y azulejos, barnizar las baldas de la librería, vigilar a pintores y acuchilladores, almacenar en el guardamuebles lo que no se regalaba a la parroquia y negociar con Esquivias la edición de las Memorias de Max Bru..

 

- Un engorro -sentenció, a la vez que el criado ruso se trastabillaba en un giro de vals-.

 

Hoy sólo los criados de la televisión morían de viejos en casa de sus amos. Palmira podía haber resistido en el piso de Máximo alimentando anécdotas de fantasmas y de herencias o a la espera de una decisión sobre las Memorias del padre de Máximo; pero sus planes eran otros y cuando liquidase lo que le ataba allí, daría las llaves a los nuevos inquilinos y desaparecería.

 

- ¡Adiós libros y fantasías de sedentario, adiós, biblioteca de Máximo, adiós!

 

En la televisión, unos hachazos en el jardín de los cerezos  interrumpían la condescendencia del criado nostálgico con el vals y los amores heroicos.

 

- Nadie me informó de esto -se sorprendía-. Y querrán resolverlo  enseguida.

 

Pero no podía salir a negociar con los leñadores porque los amos habían echado la llave a la puerta.

 

- Me encerraron -se desmoralizaba-. No vendrán a salvarme del capataz.

 

Y en el destartalado salón donde había rescatado su mejor época, temblaba al oir los golpes de la piqueta, como si hubiera unido su destino al de los cerezos sacrificados. 

 

- Resistiré la soledad -se decía-. Resistiré junto a las ruinas del esplendor.

 

Y reanudaba los últimos revoloteos del vals, los más imponentes y marciales...

 

- ... Adios, mi querida, mi dulce, mi maravillosa Aleksandra Fiodorovna.

 

Trastornado por el torbellino de la música y con la fatiga en el pecho...

 

- Adiós mi vida, mi juventud, mi felicidad...

 

... se recostaba en el diván más próximo a la chimenea, donde alentaba el primer fuego de otoño.

 

- La vida se me fue -murmuraba-, se me figura que no la he vivido...

 

Y mientras el criado se apagaba en la casa de campo de sus señores...

 

-Ya no me queda espíritu -desvariaba-, ya no me queda nada de nada-...

 

...Palmira dormía con la televisión encendida entre las ruinas de la biblioteca.   

 

 

 

 

(Fragmento de la novela El oído absoluto)