Cualquier dirección es posible, pero eliges caminar calle abajo. Se estrecha la vía y al pasar de nuevo por el mismo portal se anuda a ti esta suma de historias incompletas, recónditas, banales: el televisor apagado que alguien mira con desinterés desde un sofá, las flores secas en el centro de una rotonda, el paseo solitario de quien será, horas más tarde, un asesino a la fuga.

Nada te atañe esa sucesión de minutos, recibidos así, con aparente casualidad, y sin embargo bajan contigo como una piel muerta. Porque el camino es largo y formas parte de una vieja ceremonia: la del testigo que perpetúa, sin querer, el ritual de los días a medio hacer; la del espectador que busca una parte y la siguiente.

El azar se convierte en una extensa cadena. Una pesada cortina que al desplegarse agita los límites del mundo. También a ti te golpea su movimiento a medida que avanzas.

La carretera se bifurca. No hay camino de regreso para alguien que olvidó dónde está su casa. El asfalto mojado te hace resbalar y perder el sentido. Todo a tu alrededor no es más que una concatenación de ficciones, como una mandíbula que al abrirse devora cualquier rastro de vuelta.

Eres uno, ahora, y eres múltiple.

Sabes que al doblar la esquina nadie te llamará por tu nombre.