Ahora creo que fue así. Habíamos estado en San Juan de la Peña, una especie de monasterio con tumbas de reyes que en lugar de techo tiene una montaña de roca que parece que en cualquier momento va a dejarse caer aplastándolo todo, pero pasan los siglos y sigue allí. Íbamos los del taller de soldadura casi al completo, sólo los rajados de siempre se habían quedado en Madrid, como Fernandito, Subnormal Casillas, el Babas y unas cuantas chicas que sus padres no querían que se quedaran preñadas o algo así. Esos antros de garantía social es lo que tienen, las malas compañías están aseguradas y los amigos, con suerte, van apareciendo a la vez que los problemas. Conmigo, por ejemplo, no paran de meterse en todo el tiempo, me van cambiando el mote para ver cuál me duele más y dejármelo fijo. Es como si jugaran a ver quién es el primero que me arranca la crisis, aunque para eso hace falta humillarme bastante. En esos ataques empiezo a respirar cada vez más fuerte y los chavales se asustan porque dicen que se me pone una cara de loco y que los ojos se me vuelven sanguinolentos como un muslo de pollo medio crudo, entonces todos huyen de mí como de un resucitado y yo acabo en un rincón golpeándome la cabeza contra las paredes. Son como un pozo lleno de bultos negros, mis crisis.  Luego casi nunca me acuerdo de nada, es decir, recuerdo un poco el miedo pero no los motivos, se me queda como una sombra de todos esos nervios, el eco de una voz que no comprendo. No sé por qué lo hago. Es como lo de las heridas, me gusta hacerme cortes en el brazo y luego ir vigilando cómo se van curando solas, a veces les pongo un poco de saliva y las acaricio despacio o me arranco trocitos de costra con las uñas. Siempre llevo rajas más viejas y más nuevas, en ellas observo cómo trabaja el tiempo, otros lo hacen con las plantas de un jardín, cortan rosas y ramas que sobran y miran el paso de los meses en los brotes recién nacidos y en las hojas que se secan. Yo no tengo jardín, tengo estos brazos heridos que me recuerdan el tiempo y que estoy vivo y lleno de glóbulos y cosas que hacer. El tiempo a secas no se puede mirar, tiene que ser con heridas o flores o una roca llena de musgo a punto de desplomarse sobre un monasterio. No sé: algo.

Esta vez no podía quedarme en casa porque el viaje era, entre otros sitios, al castillo de Loarre. Yo soy mucho de castillos. Tenía que estar allí, antes que cualquiera de ellos yo tenía que estar allí, las cosas siempre tienen un precio y llega un momento en que las collejas ya casi no hacen daño, tú acabas tomando cariño a quien te roba la gorra o te escupe en la cara y él a su manera también te quiere a ti, o quizá ésa no sea la palabra, quizá no sea querer.  Además a esta excursión también se había apuntado Vanesa Calvo, la chica de la que hablamos, ¿no es eso?,  aunque yo siempre la llamaba Ojitos. Ojitos esto, Ojitos lo otro, y  ella hacía caso, parece que no le disgustaba ese nombre. Hablaba poco Ojitos, era tirando a cortada, muy para adentro, pero qué melancolía tenía la jodida, siempre tan callada, qué manera de mirar y, sobre todo, qué difícil era no mirarla sin parar. Siempre se estaba recogiendo el pelo y cuando ya lo tenía a su gusto volvía a soltarlo de golpe y empezaba otra vez a hacerse esa especie de coleta que no terminaba nunca, se peinaba con los dedos hacia atrás y andaba todo el tiempo enredando con sus pequeñas cosas, el walkman, las gafas de sol y todos los chismes que llevaba en un bolsito pequeño con cremallera: cacao para los labios, anillos de plástico y un móvil anticuado que no le sonaba nunca. Era tan difícil para mí no mirarla que ya todo el mundo hacía bromas con eso, que si novios, que si tal, todo para ver si nos poníamos colorados o a mí me venía la crisis. Si no hubiera sido por tanta burla habría intentado sentarme a su lado en al autocar, pero así nada, en la otra punta, cada uno con sus pensamientos, yo mirándome las heridas y ella con los auriculares puestos, como en otro mundo, mirando por la ventanilla cómo nos acercábamos a Loarre. Me hubiera gustado decirle lo que pienso en ella por las noches, cuando el novio de mi madre me obliga a apagar la luz y me quedo tan a solas que casi da miedo. Y también decirle lo máximo en esto del amor, lo que no creí que nunca jamás llegaría a pensar: decirle que por ella espero el lunes; por ella, que casi nunca me dirige la palabra.

Yo soy mucho de castillos, digo, me encanta un buen ariete reventando una puerta, imaginar todo eso, mazas que hacen añicos los huesos de los caballeros, cadenas clavadas a la piedra y el aceite hirviendo cayendo desde las almenas, batallas en los que todos sudan y sangran y los hierros hacen chispas al chocar y los heridos maldicen a gritos y se retuercen en la tierra como lombrices rotas. Lo he visto en películas miles de veces, y en libros ilustrados y en tebeos, pero quería estar en el sitio exacto, tocar los muros, mirar desde las torres, ver el mismo paisaje que un guerrero al morir, un guerrero cualquiera y de verdad, imaginar el vientre del buitre tan sombrío tal como él debía de verlo desde el suelo con las entrañas en la mano, el polvo que mordía mientras humeaban las ruinas.

En el autocar la mayoría de los chicos se habían colocado en las últimas filas e iban bebiendo latas de cerveza que habían comprado en una de las paradas. Llevaban las mochilas llenas de botellas. Dicen que vayamos donde vayamos tiene que notarse bien que somos de San Cristóbal de los Ángeles. No sé cómo se consigue eso, pero supongo que tiene que ver con los berridos y las mochilas llenas de botellas. Lo hacían medio a escondidas aunque en realidad Bubu, el monitor, siempre hacía la vista gorda en ese tema porque a fin de cuentas todos habíamos cumplido los dieciocho y, qué coño, él bebía más que nadie, todos los lunes se hacía el chulo contándonos su sábado noche, lo que se metía en el cuerpo, las tías que se levantaba y las horas que resistía sin dormir por bares que él se sabe, garitos que no cierran nunca y donde puedes encontrar las músicas y las mujeres más salvajes.

Y yo diría que más o menos fue así. Al entrar al castillo me olvidé del mundo y eché a correr escaleras arriba, quería subir a todas las torres a la vez, asomarme a los precipicios, gritar desde lo alto. Lamenté que el Babas no se hubiera animado a venir, es el que más sabe de cábalas y cálices, él me ha enseñado casi todo lo que sé sobre esa vida escondida debajo de la vida; se las hubiera arreglado para encontrar entre los muros pasadizos y rastros de un enigma de siglos, quizá la puerta de entrada a una biblioteca secreta con libros forrados de terciopelo negro, Las Clavículas de Salomón, por ejemplo, y recetas malditas para vencer a Dios. Con el Babas siempre hablábamos de estas cosas, de castillos o misterios, de si un espectro puede estar ensangrentado o no o de donde proceden los aullidos que se escuchan a veces en los pasillos. En cambio con estos otros es inútil, no vale la pena, es gente a la que tienes que explicárselo todo, todas las clases de misterios que hay, voces en sitios que no hay nadie, seres que por ejemplo vienen de otro mundo, ánimas y así, para ellos son todo cuentos chinos, se parten de la risa, pero a mí es que éstas son las cosas que me gustan, un crucifijo invertido, bosques de nieblas y tumbas, pucheros con pócimas. No sé cómo decirlo: yo amo el más allá.

Y creo que fue así. Nos habíamos sentado unos cuantos en corro en la oscuridad de las mazmorras y alguien sacó una botella de pipermín. Estuvimos hablando de todo y de nada hasta que empezaron con el tema de siempre: que si ya le había entrado a la Ojitos, que si anda pidiendo guerra, cosas que no me gusta hablar con ellos porque es como si lo ensuciaran todo, absolutamente todo, su cara, su nombre... Nos prepararon una especie de encerrona a la Ojitos y a mí y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos solos en el castillo. Se fueron todos y le dijeron al tipo de la entrada que ya podía cerrar las puertas porque no quedaba nadie dentro. Bubu nos echó en falta en el autobús pero le dijeron que hacía un rato ella y yo nos habíamos bajado caminando al camping que es donde íbamos a dormir. Eso dicen, aunque yo creo que Bubu estaba también en esa especie de broma de hacernos pasar una noche juntos para ver cómo me las arreglaba yo con mis fantasmas, y si me decidía a atacar y, sobre todo, para fabricar la anécdota que luego contarían en San Cristóbal, de bar en bar, riéndose de nosotros, la historia de los dos tímidos encerrados durante toda la noche en un castillo, borrachos, que se abrazarían por el frío y por el miedo y por tanto pipermín y por la luna allá arriba que dibujaba el perfil de un lobo en cada matorral.  

Nos parecíamos en mucho, Ojitos y yo, los suspensos del instituto, lo solos que estábamos en aquel taller ocupacional, el mal rollo en nuestras casas, la marca de tabaco, y creo que en más cosas, cosas que ahora mismo no sé decir. Un desaliento, puede ser, un cansancio. Pero casi nunca habíamos hablado en serio porque yo me ponía como nervioso y ella empezaba a mirar hacia abajo y al final lo más cómodo era decirnos hasta luego y seguir cada uno con lo nuestro, ella con sus músicas secretas y yo con mis revistas de misterios y cruzadas, mi cajita con tranquilizantes, mis charlas con el Babas y poco más. Ahora quizás podría hablarle, con tanto alcoholo en el cuerpo y la noche entera por delante llena de sombras y gritos de pájaros y el viento girando en las torres. Aunque yo soy mucho de castillos, pero no como para quedarme atrapado en uno de ellos tantas horas  en la oscuridad y teniendo que cuidar de una muchacha tan frágil que además ahora empezaba a echarme las culpas de todo lo que había pasado. Una cosa es que yo fuera un puto pardillo, decía, y otra que a ella quisieran meterla en el mismo saco, sólo por las tonterías que yo iba diciendo por ahí, que si me gusta, que si Ojitos, que si mierda. Me odiaba a mí en vez de odiarlos a ellos y llegó a decir que hubiera preferido quedarse encerrada con cualquiera del grupo antes que conmigo.

Y no me acuerdo de mucho más. Sé que me estuve golpeando la cabeza contra una piedra de la muralla, sé que vomité bilis y mentas, recuerdo bien esa mezcla de sabores; que me estuve repasando heridas viejas del brazo con un cortaúñas, eso y unas cuantas imágenes sueltas, como de una película antigua que pasara a toda leche por la pantalla, Ojitos y su cara de terror, lo suave que es, lo suave que era quiero decir, escaleras que se perdían en la tiniebla, laberintos negros, la sombra de un arquero en la torre del homenaje y también cómo me faltaba el aire, un dolor en el cráneo y mi amor allí, insultándome. 

No sé cómo hay gente que puede pensar eso, lo de que la maté y toda esa historia. Gente que no lo dirías, que te has tomado con ellos mil cervezas, sabes, y ahora esto, ahora te señalan con el dedo, míralo, allí está el monstruo, me señalan y me insultan hasta cuando estoy dormido, me despierto hecho una sopa, vivo como con fiebre. La veo allí muerta fondo del pozo, tal como decían los periódicos, acurrucada, en posición fetal como si realmente no hubiera vivido, como si todo para ella hubiera sido un mal sueño, todos los fracasos, los suspensos, la melancolía, la soledad de su música invisible, un mal sueño nada más.

Yo veo que a otros presos les mandan revistas y cosas para merendar. Yo si recibo algo es cualquier anónimo en el que un desconocido me explica despacio cómo se despacharía conmigo si me tuviera a tiro, cómo me rajaría, qué haría con mi piel, qué haría con mi corazón. Dicen que si confieso y firmo todos los papeles la pena será mucho más corta. Pero ahora no sé, estoy un poco confuso. De todas maneras, suponiendo que haya sido yo, ¿cuánto le cae a uno por querer así, tan torpemente, es decir, cuántos años te meten por amar hasta la muerte?

 

(Este relato formó parte del libro Sólo de lo perdido, editado por Destino)