José González Bayas era uno de esos chicos listos de pueblo pequeño o aldea, que parecen tener la sensación de haber nacido y vivir en una tierra ajena y tener que esperar a que alguien venga a recogerlos, porque tampoco acompañan a quienes buscan un trabajo en la ciudad. Ellos esperan salir de aquí y, de ir a alguna parte, irían mejor a las Indias, como sus abuelos, que trajeron tanto oro; pero no en todos los pueblos de España existe, como un aire dorado, como polvillo de mariposa, que se pega desde generaciones a algunos elegidos y los marca para ser toreros y vestir oro y seda,  o ser señores de la sierra y los caminos por todas partes, como José María el Tempranillo que incluso hacía pagar al rey de España un derecho de paso para que las postas en las que iban los correos pudieran hacer su recorrido sin ser atacados por partidas de aquellos señores bandoleros. 

Pero este polvillo dorado no existía ya en toda España, y hacía años que venía alguien de la capital esparciendo periódicos y hojas volanderas o maestros oradores que hablaban de lo que nunca se había hablado en una aldea desde que se hablaba de los turcos o de los indianos: nada menos que de cambiar el mundo con ideas. Y buscaba hombres y mujeres jóvenes que tuvieran ideas y quisieran llevarlas a la práctica. 

Y así fue como  José González Bayas, el Rubio, a sus veintidós o veintitrés años, cuando estaba a punto de enterrarse en la bebida o de irse a la partida de los amos de los caminos, se fue a Madrid, y dejó del todo que su padre, que era quien sacaba adelante la pequeña labranza de su casa, con un criado más fijo que temporero, se arreglase como pudiese, aunque fuera cada vez de peor manera.

Unos años antes, cuando el maestro y el cura del pueblo habían dicho al padre del Rubio que a éste parecían llamarle la atención las cosas de la mecánica, y podía irse preparando con algún estudio, el Rubio no se negó a ello, y le enviaron a la capital de la provincia a alguna academia o con algún maestro mecánico, pero, o no puso el ahínco necesario en aprender, o estuvo picando en esto y en lo otro,  como abeja en muchas flores, y no se decidió por oficio alguno,  y a lo último hablaba de hacer oposiciones a cartero o telegrafista, preparándose desde el pueblo, y en una academia de Madrid por correspondencia.

Y entonces fue cuando, estando en ese aquel tiempo de dudas de no saber qué hacer o qué camino tomar,  comenzó a hacer amistad con un  fotógrafo y también apañador o componedor que vino por aquellos pueblos, y el Rubio  dijo un día, a su padre y a  quien quisiese oírle que aquel amigo le llamaba a Madrid, con una buena colocación en una imprenta; y. fuese verdad o no, lo que parecía cierto era que, por fin, se dedicaría a algún oficio en relación con las imprentas y los papeles impresos y periódicos,  e iba a ser, según le había enseñado ese retratista que también tenía el oficio de componedor, y no parecía sino que no había nada que no pudiera arreglar. 

-¡Pues, si se quiere, así se arregla el mundo, como estos chismes, y hasta más fácilmente! –dijo un día.

Luego callaba unos instantes, pensando quizás en lo que acababa de decir, y casi todos los del pueblo vieron entonces que el Rubio enderezaría por fin su vida y dejaría de ser un desaprovechado. Y el hecho fue que, pasados  tres o cuatro años, volvió el Rubio, muy bien vestido, y realmente hecho un señorito.

Pero lo que, luego, hablara con su padre, no se sabe, y tampoco lo que también habló con los maestros del pueblo, y el señor Francisco el ebanista, pero por lo que el Rubio se dejó caer, parece que  no sólo se había hecho socio de un negocio de imprenta, sino que estaba preparando con esos o con otros socios unas escuelas especiales en Barcelona, donde el negocio del periódico que tiraban en la imprenta tendría más clientes,  y el asunto de la enseñanza moderna estaba mejor mirado que en Madrid.

Y seguramente le fue bien en estos negocios porque el Rubio no volvió por allí hasta bastantes años después, y con una embajada que a todo el mundo le produjo extrañeza, porque vino a poner una imprenta en el pueblo, que era grandecillo, pero al fin y al cabo, en el que el Rubio mismo  debía de preguntarse cómo iba a vender la mercancía. Aunque enseguida se comprobó que la mercancía no la vendía, sino que la regalaba. Y ésta era  una  gran cantidad de papelotes ya impresos para pegarlos por la noche en las paredes del pueblo grande que estaba cercano, o para entregárselos a quienes venían por ellos hasta de la capital, y en los que anunciaba que iba a abrir allí una escuela moderna, aunque en pequeño, pero como la de Barcelona a la que irían a trabajar el Manco, que era primo del Rubio, y el Marianín, cuando hicieran por aquí el aprendizaje. Y así estuvieron las cosas poco más de unos seis  meses, hasta que un día se presentó allí  uno de los jefes de la Sociedad de Barcelona y dijo al Rubio que había que cerrar y deprisa, porque no había sido buena idea hacer esas tiradas de carteles ni podían pensar en abrir esas escuelas modernas por estas tierras.

Y el de Barcelona no dijo más, pero, inclinándose al oído del Rubio le susurró que no les vendrían mal allí un hombre tan discreto como su primo el Manco y este Marianín medio idiota, que sería incapaz de traicionar a nadie que le echara un trozo de pan de tiempo en tiempo. Y entonces fue cuando el Rubio los invitó, a los dos y luego llevó él mismo a Marianín a la Sociedad, le arrastró hasta ella y le forzó a entrar, llevándole  al centro directivo de aquella Sociedad que estaba en el piso de arriba de la taberna “Las tres cepas”, al que se subía tanto por la escalera de la taberna como por la de la casa de al lado que era el taller de un zapatero que se llamaba Alcibíades, y venía de una familia de federales. Al Centro de la Sociedad, que tenía dos entradas y salidas, podían acceder cómodamente a las reuniones los tres fourerieristas y los dos tolstoianos masones de entre los siete miembros directivos de la Sociedad, porque era un lugar acogedor y discreto,  y tal como le habían elegido no podría decirse que era un antro de envilecimiento del pueblo, porque no se despachaban bebidas espirituosas ni se fumaba, ni tampoco se comía carne. 

Y,  cuando el Rubio llegó allí con Marianín, los miembros de la directiva de la Sociedad que asistían y estaban sentados en torno a una mesa muy tosca, como las que se utilizaban en Castilla para matar los cerdos, con algunos papeles en las manos y dos carburos encendidos sobre la mesa.

- El compañero recadero está comiendo abajo - dijo el Rubio a los otros tres compañeros de la dirección, refiriéndose a Marianín -. Es completamente idiota, pero de buena pasta, y además es muy beato. Se le podría cargar con una bomba y enviarle a una iglesia con ella, sin que supiera lo que llevaba encima, y sin sospechar que, al explotar, se le llevaría a él mismo por delante.

- Pero no habrás pensado en serio, poner una bomba en una iglesia y sacrificando, además a un compañero ¿verdad Rubio? Pues que ni se te ocurra mentar algo semejante.

Y entonces bajó el Rubio al piso bajo de la taberna donde Marianín había acabado de comerse una ración de callos, le dijo que subiera un momento con él y que enseguida volverían a bajar y podría seguir comiendo.

- ¿Qué piensas comer ahora, Marianín?

- Más morcilla y más callos.

- Pero que no se te ocurra beber alcohol.

- Ya sabes que no bebo ni fumo.

- ¡Buen muchacho! Como debe ser.

Subieron Marianín y el Rubio hasta el primer piso, se acercaron a la mesa donde estaban sentados los otros directivos de la Sociedad, y dijo el Rubio:

-Este es el compañero Carriles, pero os obedecerá como si fuera yo mismo en lo que le mandéis, como si fuera yo mismo quien se lo mandara.

- Sí señores  - contestó Marianín. -

- Pues tanto gusto, y ya nos veremos en los próximos días   – dijo uno de aquello hombres.

Marianín ya no contestó, y el Rubio le tomó de nuevo del brazo, como cuando habían subido, bajaron la escalera y le volvió a llevar hasta la silla y la mesa de donde le había levantado antes, y le advirtió:

 - Ya está todo pagado; come lo que te dé la gana.

  Luego le dijo:

 - Me he enterado de que ha estado aquí en Barcelona mi primo el Manco a comprarse un brazo, una mano o una cabeza, y que has estado con él.

 Y así era, y había estado precisamente en la imprenta, y cuando preguntó el Rubio, por qué no se lo había dicho, Marianín contestó  que se lo había intentado decir, pero que en cuando había comenzado a informarle de  que el Manco había  venido porque una sobrina suya se hacía monja y ya no saldría del convento hasta que se muriese, le había dicho que no dijese tonterías, le había parado los pies de malos modos y no le había dejado hablar. Y el Rubio dijo finalmente:

  - ¡Bueno! Eso de no salir del convento sería según y cómo.

 Y lo dijo sonriéndose, con mucho retintín,  y dejando ver el colmillo que tenía cariado y casi negro. Y concluyó advirtiéndole a Marianín de que, en adelante, allí en la imprenta, no admitiese ninguna visita de nadie, o se le acababa su amistad con él y el trabajo allí, y él, y Marianín, tendría que ver cómo se buscaba la vida en Barcelona o arreglárselas para volver al pueblo a nada. Aunque lo que no sabía el Rubio es que al día siguiente Marianín iría a despedir al Manco a la estación y le contaría todo esto.

- Yo que tú – le dijo el Manco – me iría para el pueblo, y allí ya trataríamos cómo fuera de arreglarnos. Ya te digo yo que hasta el Rubio va a tener que volver un día, y con la cabeza bien baja, y ya puedes tener cuidado no sea que te contagie el Rubio su maldad de corazón, porque es malo, muy malo, Marianín.

Y esto último estuvo en un tris que se lo dijera también luego Marianín al Rubio, pero no abrió la boca, porque ya le había convencido el Manco de volverse al pueblo con él. 

 Pero el que volvió unos meses después fue ciertamente  el mismo Rubio. Y lo primero que hizo al día siguiente de llegar al pueblo, antes de que se enterase nadie de que había vuelto, fue encerrarse en la casa del Pinar Grande, y ponerse a malderretir, en una lumbre que encendió  en una especie de poza, los plomos de imprenta con los que había venido cargado, mientras al mismo tiempo machacaba las piedras litográficas que también había traído  hasta hacerlas arenilla. Y su primo el Manco le dijo:

- ¿Y para destrozarlo has venido con todo esto tan cargado hasta aquí? ¿Es que en Barcelona, en el barrio en el que vives, no hay un mal horno o, por lo menos, cerillas y unas tablas para hacer una lumbre, y un martillo para hacer harina las piedras? Yo creo que te hubieras evitado el venir tan cargado, y llamando la atención, o incluso suscitando las peores sospechas – dijo el  Manco

Pero él, el Rubio, no había ido allí con ningún saco a cuestas, como su primo decía, sino que en otras manos había dejado el asunto y ellas se lo habían entregado a domicilio, y lo que le aseguró al Manco fue que sólo le había llamado para decirle esa noche dos palabras, allí en aquella casa del Pinar Grande, que era del abuelo, y era simplemente una casucha para guardar unos aperos, unos arreos, un pico y una pala, cuatro herramientas más, y hacer un poco de lumbre los días muy fríos.

Hizo un silencio, como si estuviera recogiendo dentro de sí mismo las palabras que iba a decir añadió que, al fin y al cabo, de lo que se trataba era de que él, su primo el Manco, tenía que pensar él también y enseguida si se iba a buscar un escondite, pero que no pensase que el escondite iba a ser aquel lugar donde ahora estaban hablando, sino que el escondite estaba en un país de América y, antes del fin de la semana siguiente deberían estar en el barco con rumbo hacia allí.

- Y ¿por qué tengo que irme yo, Rubio?

- ¿Ah no? ¿Es que no te has enterado todavía que yo puedo decir que fuiste tú quien enzarzaste a Carriles para que se fuera a Madrid o a Barcelona, el mismo día que enterramos a su madre, y que fuiste tú quien le llevaste a Barcelona, y que puedo decir todo esto y mucho más, ahora que la justicia le ha ordenado fusilar y ya le deben de haber  fusilado?

- ¿A  un pobre idiota como Marianín, más bueno que el pan, le han fusilado, o le van a fusilar? No me lo creo, ¿qué ha hecho?, ¿qué ha podido haber hecho Marianín?

Luego calló, reflexionó un momento en voz baja, que seguro que había pagado por otros, y preguntó, muy serio, al Rubio.

- ¿Me quieres decir qué es lo que pudo hacer el pobre Marianín?

- Pues ni te lo puedes imaginar, pero el día de la Revolución que ha habido, aunque no te hayas enterado todavía por lo que veo, se puso a bailar tranquilamente en medio de una plaza de Barcelona con una momia, o sea con una monja desenterrada. ¿Me oyes lo que te digo?

Entonces hubo un silencio enorme que parecía llenar toda la pequeña casa rodeada de encinas y donde había cuatro sillas y una mesa  de madera sin cepillar, y el sol entraba por el único ventanuco que había porque aquél estaba ya muy bajo, y ésta era como su despedida del día, y el único momento que entraba en aquella caseta de labranza. Y entonces el Manco, tras echar una brazada de hojas secas de pino, se sentó y se retiró un tanto del hogar de la lumbre para poder aguantar la llamarada, y luego se dirigió a su primo, que buscaba algo en una de las dos pequeñas alacenas que había a uno y a otro lado del hogar.  

- No me vayas a decir, tú, ahora, que, si el Marianín hizo esa locura, no fuiste tú el que le mandó que la hiciera, al igual que  le obligaste a irse a Barcelona.

- ¡Hombre! Yo no le dije exactamente que bailara con una momia. Esto no se le ocurre más que a un idiota como Marianín.

- Ya me lo imagino. A nosotros tampoco nos decías, cuando por las noches teníamos aquí lo que tú llamabas “la clase”, que matásemos a nadie, sólo decías que había que eliminar a medio mundo o poco menos, cuando llegase la revolución. Y, por lo visto, ya lo habéis hecho, y ahora veo claro que nos llamaste a unos cuantos para ir de parapetos, por si salían mal las cosas; pero lo de desenterrar monjas ya es lo último.

Calló, pero antes de que el Rubio pudiera contestar, dijo el Manco todavía:

- Menos mal que entonces fue cuando alguien que lo tenía todo claro, al saber que me había negado a ir contigo, me dijo exactamente:

- Has hecho mal. ¡Has debido de ir allí y darle cuatro tiros y luego pisotearle la cabeza como se hace con una culebra!

- Sería el cura aquél que era tu vecino, y quien mandaba por todos estos contornos y en cien leguas a la redonda.

-¡Pues no! Te equivocas muchísimo, porque fue tu padre, mi tío, que parece que te conocía como nadie.

-¡Pues lo siento! Pero, ahora si te vienes, te vienes. Y, si no, hacemos cuentas ahora mismo, y cada uno por su lado.

Hizo un pequeño silencio el Rubio, se sentó frente al Manco y de lado al fuego del hogar y, como dispuesto a cobrarse esas cuentas atrasadas, preguntó:

 - No habrás traído ningún arma ¿verdad?

- ¿Para qué? Yo no soy un matón y tú no tienes ni una mala bofetada, Rubio.

- Por eso yo sí me he traído un arma. Te lo digo claramente.

- La trajiste, pero ya no la tienes, Rubio. Me lo imaginé en cuanto atravesaste el umbral de la puerta; pero te quitaste la chaqueta y ya no tienes la pistola; está en mi poder, pero no tengas ningún miedo porque, pase lo que pase, no pienso utilizarla. No te pegué dos tiros entonces, y no te los voy a dar ahora. Ahora ya es tarde, ya has hecho el mal y serán otros lo que te tuerzan el pescuezo.

- Pues prepara también el tuyo, porque tal y como son las cosas, tú también estás en la causa. Tu ibas a la imprenta de aquí con Carriles, y, en principio, aunque luego cambiaras de opinión, también querías ir a Barcelona, acompañándole.

Era una tal mentira que el Manco se calló un buen trecho de tiempo, y parecía que iba a estallar, aunque sólo dijo, con bastante tranquilidad:

- Lo único que siento es que no viva Marianín, y a lo mejor por mi culpa, porque fui yo el que fue a buscarle al convento de las monjas con el carro, cuando se murió su madre, para que viniera al entierro. Pero, ¿por qué se me ocurriría a mí ir a buscarle? Porque era su madre, naturalmente; para que la dijera adiós. ¿Y cómo iba yo a pensar que ese día precisamente te ibas a enroscar a él como una serpiente venenosa e ibas a llevártelo?

- Mira, primo Andrés, o  Manco si quieres que te llame así, porque para mí y para todo el mundo toda la vida serás “el Manco”. ¡Escucha, escucha! ¡Atiende y verás que, quieras o no quieras, estamos embarcados juntos en el mismo barco y, que si se va a pique, los dos nos ahogamos! Porque yo no voy a callarme, si me aprietan la garganta.

- Y ¿crees que no sé yo también que vosotros, tú o tu Sociedad le comprasteis a Carriles una peluca y les vestisteis de mujer, y que un día entró en una iglesia diciendo obscenidades a las mujeres que había allí? ¿Y crees que no sé que en Barcelona se le antojaron cabezas y piernas de maniquíes de mujer, y se las comprasteis? ¿Acaso no le queríais para cosas así o peores, como llevar dinamita y panfletos y, si le cogía la policía, allá por su cuenta? Aunque también sé que le cogió alguna vez, pero que, cuando descubrieron que era un idiota le dejaron. Y otra cosa hubiera sido, si él hubiera hablado; porque te hubieran echado mano a ti, y lo hubieras pasado muy mal, Rubio. Pero no habló.

- Pero tú tampoco lo vas a pasar bien, Manco; porque al Marianín le han fusilado, o le van a fusilar, como te digo y andan buscándonos a sus conocidos, amigos y paisanos.

- Pues yo, si te callaras un momento - dijo el Rubio -, a lo mejor te podía explicar por qué ahora, precisamente, a los dos meses de la que llaman “La Semana Trágica”, está el peligro encima, contestó el Rubio.

Porque el Manco no tenía ni idea de tal cosa, pero ya había empezado la represión y por eso había venido él al pueblo, a destrozar y enterrar lo que quedaba de la imprenta y a avisarle a él, al Manco, repetía el Rubio. Porque no creería que podía estar despreocupado el Manco sin saber a las claras lo que Marianín había dicho en el proceso si es que había dicho otra cosa que repetir, según un escribiente les había contado, que la momia de la monja con cuyo esqueleto había bailado era guapa, guapa, guapa.

- ¿Te estás enterando de lo que te digo, Manco?

- Sí, me estoy enterando de que ahora tienes miedo y quieres desaparecer.

- Sí, pero es el mismo miedo que debías tener tú, porque lo que no sabíamos nadie era que Marianín tenía papeles de los recados que había hecho que tenía que hacer antes de aquel día o después de éste, y esos papeles acaban de aparecer, y tanto a ti como a mí nos acusan de haber estado en la fabricación de octavillas y panfletos, y de guardar en diversos lugares de los barrios de Barcelona.

- Pues no sé qué te diga, pero a mí me da igual, porque yo hace tres años que no falto un solo día del pueblo, y es fácil de probar.

- Pero, Manco, ¿y antes? Porque es que no te has enterado, pero has estado ayudando en una imprenta, y guardando octavillas y planes y planos de los revolucionarios, creyéndote que hacíamos cartillas para enseñar a leer, porque no leías lo que repartías, que es el colmo.

- Sí, porque yo era demasiado joven y me engañaste como a Marianín, pero luego alguien muy cercano a ti me descubrió quién eras y me dijo que te diera cuatro tiros. Ya te lo he dicho. Pero ¿qué creías que había hecho Marianín en la Sociedad antes de que lo fusilaran? Pues, por lo pronto no hacer nada de lo que le encargaban, porque sabía que le engañabais, y al final estoy seguro de que fuiste tú quien le obligaste a bailar con la momia.

- Eres un traidor, Manco.

- Alguien tenía que decir las cosas claras, Rubio.

Entonces el Rubio se lanzó contra el Manco, y se inició una lucha entre ellos, que no duró mucho y concluyó con la victoria del Manco, que le dio al Rubio el plazo del tiempo que tardase en levantarse para irse de allí y no volver; si era que la Guardia Civil no estaba a la misma puerta de la casa y le detenía.

- ¿Y se puede saber por qué me has denunciado, Manco?

- ¿Dónde está Marianín? Te lo pregunto.

- Fusilado o a medio fusilar por imbécil. ¿Es que no era imbécil? ¿A quién se le puede ocurrir bailar con una momia más que a él? Seguro que el imbécil de él creía que eran carnavales. ¿Y quién le dominaba a Marianín, si se le metía algo en la cabeza? Tenía una fuerza como Hércules.

- Y ¿quién es ése Hércules?

- Tú, Manco, como eres el fruto de una educación clerical, dirías Sansón. Y el fruto de una educación clerical era también Marianín.

- Pero a vosotros os vino estupendamente la educación clerical, por lo visto. Y ahora te pregunto, Rubio,  qué es lo que hicisteis vosotros de él para que se pusiera a bailar con una momia de monja como dices. ¿A quién crees tú que podía arrimarse Marianín sino a una monja viva o muerta? -  dijo el Manco.

Y entonces se percató de que el Rubio tenía en sus manos la badila grande de la cocina, y al instante saltó sobre él, pero en medio del ruido de la caída de los dos y el golpe de la mesa que derribaron, creyeron oír la voz de Marianín, y se pusieron a escuchar.

Pero sólo eran el silencio, y el miedo. Y dijo el Rubio:

-¿Y por qué te importa tanto el Marianín que  no era nadie y nadie sabía si existía en el mundo?

Y cuando salían por la puerta de la casuca, todavía no había claridad, pero algunos gallos de las casas del pueblo ya la anunciaban. Y el frío de la madrugada les hizo a los dos que se les encogiera la espalda y el alma como en un calambre. Así que se subieron el cuello de las chaquetas y comenzaron a bajar del monte, mientras  el Manco repetía:

¡Cuánto siento no haberte matado como a una rata, según me decía tu padre, Responsable! Pero Marianín no me ha dejado, ¡ya le has oído!