En los últimos tiempos casi se da por hecho, como algo irreversible, el paso del libro de papel al nuevo soporte digital. Incluso la prensa se ha complacido en ir dando esta noticia, como si se hubiera producido realmente, o mejor dicho, como si estuviéramos asistiendo de facto a un lento pero inexorable cambio tecnológico semejante al que se produjo a principios del siglo XIX entre el barco de vela y el barco de motor.

Los primeros en profetizar la muerte del libro  fueron, George Orwell y Marshall McLuhan. El primero dijo que el cine terminaría con el libro de papel; el segundo que su futuro ejecutor sería la televisión. Pues bien, transcurridas varias décadas, estas enfáticas profecías (todas lo son), hechas por personas inteligentes y cultivadas, han resultado ser de momento muy exageradas, cuando no, totalmente erróneas. Si observamos el devenir de los medios de comunicación, ni la radio acabó con el periódico, ni la televisión con la radio. Todos ellos  siguieron coexistiendo, sin que existiera ninguna dicotomía entre sí, ya que no son medios opuestos sino complementarios. Lo único que ocurrió es que las formas de oferta se multiplicaron.  Porque lo humano no tiende a lo uniforme: aspira a lo diverso y siempre demanda pluralismo. La diversidad de la oferta es la realidad del mercado y a ella obedecen todas las necesidades y deseos del consumo. Así pues, con la llegada del ordenador e internet debería haber sucedido lo mismo, pero lo que no sabíamos es que esta nueva promesa del progreso, que hace infinitamente más rápida y accesible la información para todos los usuarios del mundo, iba a extender bajo los brillos de su floreciente aspecto una  sombra tan alargada.

Hace unos meses nos contactó desde Estados Unidos una rama de Apple, llamada Apple approved aggregators, para distribuir nuestros libros en formato electrónico por todo el mundo. Al principio la propuesta nos pareció interesante, incluso nos sentimos halagados por ella, pero, una vez informados del asunto y haberlo rumiado bien, finalmente, decidimos que Atalanta no hará libros electrónicos.

Lo primero que quiero aclarar es que no estoy en contra del soporte electrónico, de la misma forma que no soy contrario a un túrmix o un minipimer o a cualquier otro artilugio utilitario. ¿Por qué debería estarlo? El soporte electrónico puede sernos muy útil para aligerar el peso en la maleta a todas aquellas personas a las que nos gusta llevar varios libros cuando viajamos; puede ser útil para leer nuestro periódico en el extranjero, o para disponer al instante de una obra que necesitas consultar. Los avances tecnológicos no constituyen por sí mismos una amenaza para los editores; al contrario, la tecnología digital ha sido nuestro mejor aliado. Sin ordenador, sin internet, Atalanta no existiría tal como es: no habría sido posible realizar todo el trabajo editorial desde un pueblo mediterráneo perdido en el Alto Ampurdán. Gracias a los medios electrónicos, las pequeñas editoriales independientes han podido florecer en cualquier parte del mundo y promocionar sus libros a través de blogs o Facebook. En nuestro caso, con la sede editorial asentada fuera de la ciudad, nos ha permitido comunicarnos con nuestros autores, traductores, correctores e impresores, o comprar libros y sacar información bibliográfica sin necesidad de viajar. El problema no es entonces tecnológico, es de carácter puramente ideológico o político. Pero empezaré por ofrecer razones empíricas.

Cuando apareció el libro electrónico, las editoriales se vieron forzados a abrazar esta innovadora opción; lo hicieron, en primer lugar, a petición de sus autores, pero también, enredadas por la novedad, que parecía augurar un ventajoso mercado para el libro. Sin embargo, al preguntar a mis amigos editores sobre sus resultados económicos, cuál no fue mi sorpresa al enterarme de que eran más bien descorazonadores. Lo cual coincidía con las ventas estadísticas generales  del libro electrónico en casi toda Europa, que apenas había llegado al 3% del total de la facturación, salvo Inglaterra, que es un país muy dependiente del mercado estadounidense.

Pero, además de esta perspectiva poco estimulante, existe otro problema añadido: el libro electrónico facilita notablemente el pirateo (parece mentira que no exista ninguna protección legal eficaz contra las distribuidoras piratas). En consecuencia, el ebook no sólo se presenta como una inversión de escaso beneficio y lento retorno, también entraña un serio riesgo de ser vilmente pirateado. Y aquí tocamos uno de los puntos esenciales del problema: lo que acabó con el mercado musical, acabará con la prensa y está dañando seriamente a la industria del libro no se refiere en absoluto a una mutación de los hábitos sociales –la sustitución de un soporte cultural por otro más avanzado- sino que atañe, en gran medida, a otra transformación muy distinta (y sombría) de las costumbres sociales, que nada tiene que ver con el progreso tecnológico. Me refiero al acto equívocamente democrático de poder acceder a la música, a la información periodística o a cualquier producto cultural -en suma, al trabajo ajeno- de forma gratuita. Sin ir más lejos, el fracaso del libro electrónico en España se debe, según dicen los editores, a que la mayoría de los ebooks que se leen en nuestro país proviene de descargas piratas.  Como el tema es largo, y no hay espacio aquí para tratarlo adecuadamente, de modo que pasaremos a otra cuestión.

Por otro lado, en el cambio de mentalidad que se ha experimentado un  cierto número de personas subyace un componente puramente fetichista: el de erigir el libro electrónico como un nuevo tótem sociocultural, pretendidamente vanguardista, como si el ebook representara el futuro en oposición al libro de papel que consecuentemente tendría sus días contados. Es curioso observar como en muchos casos es la generación de cuarenta y tantos para arriba los más afines a esta ilusoria sensación de progreso; y digo ilusoria, porque el progreso sociocultural no debería sustentarse en el soporte en donde se depositan las ideas sino en el contenido y la calidad de las mismas. Sin embargo,  para muchos lo importante es seguir la corriente: aparentar estar a la última. Lo cual no deja de ser una actitud de lo más vana, sobre todo si la comparamos con la naturalidad con que las generaciones más jóvenes utilizan las tecnologías, sin dar demasiada importancia a esta cuestión. De hecho, al preguntarles sobre ello, no pocos me han contestado que prefieren el libro de papel porque les proporciona un gratificante sentido de propiedad, que la anónima y abstracta biblioteca virtual carece por completo.

Ahora bien, lo verdaderamente sustancial, al margen de estos pequeños aspectos sociológicos, son las implicaciones sociales y culturales que se están cociendo bajo la mesa, que requieren una posición política del problema. En efecto, es evidente que esta nueva moda consumista, impulsada por varias corporaciones, como Amazon, Googel y Appel, tiene como objetivo final el control absoluto de todas las formas de distribución y fabricación del libro en el mercado global en el que puedan dictar tranquilamente sus propias leyes. Es curioso que no se repare en esto y se defienda tan alegremente las ventajas de las nuevas tecnologías sin mayor reflexión sobre sus posibles consecuencias.

A mi juicio, no existe ninguna transición del libro de papel al libro electrónico. No estamos viviendo una mutación tecnológica similar a la que se produjo con el paso del coche de caballos al automóvil. Los únicos interesados en presentar un futuro uniforme y estructurado en base a grandes transformaciones tecnológicas son las multinacionales, que sueñan con acaparar todo el mercado del libro a costa de arruinar a cientos de librerías y dejar sin trabajo a muchos profesionales del sector, lo cual sería una verdadera catástrofe cultural. Gracias a los apetitosos descuentos permitidos en Estados Unidos en el mundo del libro apenas quedan librerías en Nueva York, porque la poca gente que acudía a ellas lo hacía para informarse y más tarde comprar el libro más barato en Amazon. Ante esta violenta oleada monopolista, creo que la sociedad civil debería de ofrecer una resistencia, y los Estados regular las leyes del mercado en favor de la diversidad y la riqueza cultural, defendiendo el precio fijo, o, como han hecho francés, prestando ayuda a las librerías de calidad.

Recuerdo que cuando salió el libro electrónico, muchos autores vieron con muy buenos ojos esta revolución mercantil de los medios electrónicos: cualquiera podría editarse y vender sus propios libros de una forma fácil. Esto implicaba, además de saltarse a los intermediarios, acabar con la molesta figura del editor; en definitiva, ser por fin libres y autónomos. Pero la realidad nos ha dado una lección muy diferente. Salvo casos muy contados, casi ningún autor puede vivir de la venta de sus libros electrónicos, porque el abaratamiento de los costes implica también tener que vender muchos más ejemplares y si además las ventas son más bien parcas, finalmente, los números no salen. De modo que el mundo digital no es ninguna panacea, ni representa ningún progreso: está lleno de sombras, y debemos ser conscientes de ellas. Solamente así podremos hacer un uso adecuado de los medios tecnológicos y colocar las cosas en su sitio.

Pero, por nuestra parte, no haremos libros electrónicos. Entre otras cosas, porque estamos totalmente convencidos de ir por el buen camino. El libro del siglo XXI  será, cada vez más, el libro cuidado, tanto en su tratamiento externo y sensual como en el interno y conceptual, tal como intentamos hacer en Atalanta. Y no es ninguna vana bravuconería. Lo corroboran las últimas colecciones de Penguin que, como todos sabemos fue la editorial que inventó el libro de bolsillo en los años cuarenta, y ahora saca unas ediciones de cuidadísimo diseño, con mejor papel y guardas a cuatro colores. Con toda seguridad, los libros de bolsillo, los diccionarios, las enciclopedias y una buena parte de las publicaciones de consumo desaparecerán del mundo libresco para refugiarse en los diferentes soportes electrónicos. Pero el libro de calidad seguirá perdurando. Es y seguirá siendo el medio idóneo, como siempre lo ha sido, para difundir la alta cultura. En cualquier caso, plantear, como se pretende una radical dicotomía entre el libro de papel y el electrónico es absurdo: no son formas opuestas ni excluyentes sino complementarias, y pueden perfectamente coexistir, como lo han hecho la radio y la televisión.

Lo importante es comprender que el cambio de soporte no implica ahora ningún progreso. Todo es puro negocio. Por eso, la evolución tecnológica puede ser reversible, no inexorable, como ha inoculado el mito del progreso en nuestras mentes. Es lo que ha sucedido con la fotografía. Cuando Kodak hizo famoso el eslogan “usted sólo tiene que apretar el botón, nosotros haremos el resto”, la fotografía pasó a ser una de las formas más multitudinarias de congelar los recuerdos humanos. Sin embargo, tras la invención  y popularización de la fotografía digital, las empresas de la impresión digital vieron que podían quedarse con una parte sustancial del pastel. Una vez inventada la impresión por inyección, lo de menos era la maquinaria: el negocio redondo residía en el consumo. Fabricar una tinta es un proceso largo y caro, pero después el coste ya es mínimo; lo que no impide que la tinta se venda carísima. De manera que Canon, Epson y Hp Así, las tres multinacionales de la impresión, iniciaron una encarnizada batalla para quedarse con el mercado. Lanzaron millonarias campañas de publicidad, loando sus excelencias, a pesar de que nunca se ha alcanzado la calidad de la fotografía analógica. Al final, ocurrió lo mismo que  en el mercado de la música: cuando el soporte y la información se separaron, y la gente pudo acceder a ella sin necesidad de pagar. Las fotos también se quedaron en el soporte virtual del ordenador, y no se imprimían, como habían pensado las empresas del sector. En fin, el negocio pinchó, no sin antes dividir al público y arrasarlo todo a su paso. Sin embargo, los fotógrafos han vuelto a utilizar los métodos clásicos, y la fotografía digital no ha acabado con la analógica.

Nadie sabe lo que ocurrirá en el mundo del libro en los próximos años. Lo único que se puede afirmar es que el futuro siempre depende de nosotros, y que, suceda lo que suceda, finalmente será aquello que nos merezcamos. Por eso resulta tan apremiante y necesario que tomemos consciencia de la importancia que tiene el libro y la tecnología en nuestra sociedad posmoderna y de los problemas que puede acarrear una mala comprensión de ella.