Elvira Navarro Ponferrada (Huelva, 25 de marzo de 1978) nos entrega una de las más notables colecciones de relatos de este año. Después de sus últimos títulos, La isla de los conejos (Random House, 2019) y Las voces de Adriana (Random House, 2023), La sangre está cayendo al patio (Random House, 2025) recoge nueve relatos de terror, físico y sobrenatural, con elementos de psicología oscura, ejerciendo un contraste entre la realidad pacífica y el instante que el horror desgarra lo cotidiano: la aparición de un agujero minúsculo, que se abre, expandiéndose por las páginas, alimentado de locura, soledad y pavor, hasta que todo queda cubierto. El manejo del registro de la duda es el tono distintivo de este volumen, puesto que existe una sensación abstracta, casi cuántica, de incertidumbre. ¿Qué es cierto? ¿Qué es producto de la imaginación o, más bien, del delirio? Ese sabor metálico que nos queda en el paladar, la manera herrumbrosa de dejarnos boquiabiertos, nos lleva de un lugar a otro, del exterior al interior, lo urbano, lo rural... incluso llegamos a considerar si es necesario volver a definir los euclídeos referentes del tiempo y el espacio. Elvira Navarro usa la literatura para redefinir la realidad y sus normas. Nos sumergimos, con las pilas gastadas y la medicación abandonada, en sus historias. Abre con "La lavadora", una especie de body horror, pero, claro, no es "Carrie", más bien "Buick 8" la tristeza del electrodoméstico, cuando lo que asusta es el comienzo, los vecinos, la ausencia de empatía. Una piscina barata, murmullos que nos persiguen hasta el siguiente relato, que nos acompañarán, sin atender a razones. En "El proyecto", la amenaza de la obra nueva, la vieja, la soledad de una bombilla colgante iluminando, afónica, miles de paredes desnudas. El urbanismo, en un catálogo de psicopatía, conseguir que se unan el delirio y un confinamiento. De eso se obtiene la definición de multitud peligrosa con tres personas. Los fantasmas peligrosos no son los que encuentras en las casas, son los que traes contigo en la mudanza. Dos especies diferentes. El confinamiento dentro del confinamiento, la tecnología como alternativa a la vida analógica. Islotes en una casa aislada, archipiélagos de magia y odio. La familia frágil, agónica: "En el fondo sabía que no había nada ahí, que eran las sombras que le aguardaban". De nuevo, un murmullo, un suegro, ¿Ahora vas a temer por tu hijo? 

El miedo, de la distancia rural al centro: "El miedo a la ciudad". Comentamos la posibilidad de elementos de psicourbanismo, la manera en la que Ian Sinclair se refería a los elementos colocados al azar en la ciudad, subterfugios que acaban por ser trampas para el que camina por ella. Puede ser un viaducto o una vía de tren, caserones o basílicas, una cadena de comida rápida. Es París, es un atolladero que muestra un apetito principal por la mujer: "Quiero salir a alguna avenida, y tomo una calle con la impresión de estar jugando a la ruleta rusa". La crítica, social, política, religiosa, más allá de lo burgués o lo soviético, la sociedad occidental será devorada por la media luna, que ya viene mordida de fábrica. Un barrio que se filtra sobre el turista, sobre el extraño, una ciudad que ya no se reconoce, infectada e infecciosa. Entre los puentes, secos, ya solo se filtran los últimos trozos de luz, empujándose hacia la garganta. Y el final, qué final: "Simplemente han aparecido y, sin hablar, pero sonriendo, preparan la bolsa donde seré encontrada". 

Un salto, otro, esta vez en el cuento "El recogedor de animales". Cuando uno está solo acaba alejado de todo. Animales aplastados, carreteras y autovía. Trabajo nocturno, una edición de bolsillo de Cementerio de mascotas de Stephen King. Animales malheridos en la monotonía del turno de noche, donde se produce la evisceración definitiva de la personalidad, apoyada por la invasión de los sentidos, la llegada de las enfermedades, las bacterias y el olor sin solución. La tiña. Esa enfermedad que sirve de referencia en dos instantes del libro: "En los alrededores de los polígonos y las gasolineras, y también en las afueras de cualquier localidad, siempre había más porquería, como si la gente diera por hecho que allí podía tirarse cualquier cosa". Conocemos esa autovía. Los que vivimos en la frontera, de Castilla y Aragón. Conocemos los corzos muertos y los buitres que vuelan con hambre atrasada. Es uno de los mejores relatos del libro, sin duda. Un hombre solo: "Isa recogió sus cosas en silencio. No la echó de menos porque ya la había echado de menos antes, cuando se fue a Madrid y ese sentimiento se había desgastado". Al final, cerca de Atienza, los picores, las pulgas, las fiebres altas. Y el final, en el que el hombre, por volver a sentirse humano, por recuperar su lugar en la sociedad, se deja llevar por la rabia y sus instintos animales. Elvira Navarro construye la metáfora definitiva. Otro de los grandes relatos del libro es "El vigilante", de alguna manera emparentado con "El proyecto" por la manera en la que se interactúa entre el lugar aislado y la familia. La familia que no se llega a conformar. También, desde otro punto de vista, existe un tejido entre este y el anterior: empleos y esparcimiento. Invitaciones de boda enviadas. Una caña de sábado. Una cena de viernes. Obra nueva en Alcobendas, los espacios vacíos (y otra vez la idea de los fantasmas que nos acompañan, llenando los espacios, los huecos que no pueden llenar las personas). La distribución de colmena, las piscinas y las calles, todo igual, pero sin futuro, sin lugar para la humanización de un negocio, de un sustrato social. Aparece, aunque lleva rondando todo el libro, la idea de la Nada, con mayúsculas, definida por pisos sin puertas, familias sin hijos, voces sin cuerpo. Alucinaciones auditivas, entomología del delirio, los sótanos hambrientos de vigilantes, almas encerradas en los secadores, en los electrodomésticos clonados, la podredumbre del alimento sin refrigerar. Solo la voz de ella, una voz falsa, una voz que solo existía en el futuro. En el cuento Elvira Navarro nos sitúa solamente en una de las posibilidades cuánticas, de las ramificaciones, dejando claro que existen otras opciones latentes y que, incluso, pueden llegar a cruzarse, de un lado a otro de un libro de preguntas irritantes, otras cenas de los viernes, otros mentirosos. Magnífico. 

En "Tela de Araña" volvemos a París, con un movimiento envolvente de violencia, pereza y escape. No es de lo mejor que nos ofrece el libro. Nada que ver con la maestría en la composición que tiene "El ramito de violetas". Intenso, social, desmedido. La descomposición familiar, personal, la muerte y la enfermedad, la destrucción de la clase social para acabar viviendo con poco más de doscientos euros. Con flores de plástico para una tumba llena de resentimiento, pobreza energética en el abismo de la carga del móvil en los enchufes públicos. La desesperación de llenar bidones de agua en una fuente, el atisbo de lo paranormal en confrontación con el terror que asola a la protagonista en la realidad. Mucho peor. Son nueve euros sacados de vender recuerdos en páginas de segunda mano. Conejo y arroz, comida de posguerra, calor de hielo en el agua de una bañera, lo tibio, en realidad, es fiebre, el sol, un aviso impertinente. El olvido, una afrenta. Es un relato que no deja indiferente. Cuando llegamos a "Los amores idiotas" nos encontramos con un texto excesivo, donde el sexo, la intoxicación y la enfermedad compite contra el aburrimiento capitalino. No acaba de arrancar, por más que los lugares y los referentes sean familiares: Chueca, Cyndi Lauper, la modernidad mal entendida, el Hot y el ÑÑ: juegos parásitos, escatología, ictéricas, catálogos de relaciones tóxicas, fisuras, hepatitis: "No podía disfrutar del sexo si no había algo sucio por el medio". Somos parte de una generación que se alimenta de chatarra y sustancias con receta. Y, cuando se acaben, no habrá quien nos ayude a superar el síndrome de abstinencia. El final, con "La ciudad del miedo", que tiene algo de juego de espejos con "El miedo a la ciudad", es un cierre muy logrado para el libro. Nada forzado. Un poco de metaliteratura ("Bolsa de muerto"), una propuesta futura ("Mujeres de nombres prestados") y una ciudad ajena. Lo ajeno puede ser extranjero, social o, simplemente, la competencia entre lo urbano y lo rural. Una ciudad alucinada, un fragmento de ciudad más bien, donde existen ayudas sociales, nomadismo civilizatorio y un personaje situado en mitad de la historia que nos hace dudar, otra vez, de todo lo que le rodea, incluso de lo que nosotros mismos leemos. Hay un cierto hermetismo literario, un acertado juego con los avatares propios de la ciudad: "No se trataba solamente de la degradación, sino también de la cantidad de espacios anómalos, residuales. Los edificios estaban llenos de recovecos, pasadizos que llevaban a oscuros patios, ventanas, como si pudieran acceder directamente a un sótano que más bien parecían cloacas". Colmados, socavones, chavales que no han visto nunca trabajar a sus padres. Subsidio, comer barato, subir y bajar el ascensor, gente loca y cuerda al mismo tiempo, el segundo brote de tiña. Y el final, de autobuses y gente azulado, qué hombre, qué calles, qué historia. Deberíamos descansar. Todos deberíamos. Revisar los bolsillos del alma. 

 

Elvira Navarro, La sangre está cayendo al patio, Barcelona, Random House, 2025.