A veces, la literatura inédita es mejor que la publicada; revalorizada por lo digital, forma parte del patrimonio común. No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Hay una Italia que escribe a ritmo acelerado, que produce ríos de una literatura que permanece inédita y está destinada a seguir así, pero que no es menos significativa, como índice de la mentalidad y del sentir general, que el océano del papel impreso. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, incluso con éxito, no es siempre evidente y, al contrario, en ocasiones sería mucho más lógico que los dos textos intercambiaran sus destinos.

No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Es aplicable también a Italia, pues —al igual que a muchos otros países—, el viejo chiste habsbúrgico sobre los praguenses, de quienes se decía que eran todos escritores, hasta el punto de que, cuando alguien se tropezaba casualmente con uno en el tren, le preguntaba, después de las presentaciones de rigor: «Ah, conque es usted de Praga, ¿y qué novela dice que ha escrito?

No soy editor ni trabajo para editorial alguna, y sin embargo recibo cada día, con la excepción de sábados y domingos, cuatro o cinco textos mecanografiados de personas desconocidas, que me instan a que los lea, los valore y los promueva; aproximadamente entre unos quince y veinte a la semana, setenta al mes, ochocientos al año. Les respondo a todos —porque creo que todo interlocutor merece respeto y atención—, intentando explicarles que resulta imposible para cualquiera, incluso aunque recibiera diariamente obras de Balzac o de Dickens, leer setenta libro al mes, en el llamado tiempo libre que nos queda después de haber completado nuestra jornada laboral.

Con todo, cada lectura inevitablemente negada hace que me sienta incómodo, porque el rechazo va dirigido a alguien que, independientemente de la calidad de lo que pueda haber escrito, parte en condiciones desfavorables, aislado de esos contactos y relaciones que tanto nos han ayudado a muchos de nosotros, más afortunados.

Hay algunos —más bien pocos— que entienden mis dificultades para atender a su petición, mientras que muchos me piden, en cambio, que me limite a leer su obra, desdeñando todas los demás, con un resentimiento comprensible en quien se siente excluido pero que ofusca la comprensión objetiva de las cosas. En esa plétora de manuscritos habrá, cabe imaginarlo, muchas obras de escaso valor cuyo interés se circunscriba solo a quienes las han escrito; habrá otras mediocres y, quizá, con todo, dignas de atención; bastantes serán veleidosas o monomaniacas; otras, de calidad media no inferior a la de muchos otros libros que, en cambio, quién sabe por qué, acaban siendo publicados o coronados incluso por el éxito; y acaso no falte incluso alguna obra maestra. Hace muchos años, cuando recibía muchos menos manuscritos y podía leer algunos de ellos, me topé hasta con algunas obras de gran hondura, que intenté, casi siempre en vano, que fueran publicadas.

Este vasto continente literario subacuático testimonia —a pesar de la vertiginosa transformación, en todos los campos, de la vida y de nuestra forma de vivirla y concebirla— cuán difundida y sentida sigue estando la necesidad que nos embarga de relatar nuestra propia existencia y nuestra propia visión del mundo, el deseo de sustraerla a la nada y al olvido, la fe en la capacidad de la literatura para redimir la vida. Fe falaz, porque ni siquiera una obra maestra inmortal puede redimirnos de un dolor o una injusticia, cuando están enraizados en el corazón humano.

En realidad, este mar de inéditos es sobre todo un fenómeno social y cultural muy relevante, una realidad que refleja el clima de un país, una producción no menos concreta respecto a la literatura editada de cuanto lo es la economía sumergida respecto a la oficialmente reconocida y computada. Nadie puede afirmar conocer la literatura —y por lo tanto la cultura— de un país si solo conoce la que aparece impresa; por lo demás, si como es obvio resulta materialmente imposible sumergirse en la lectura de ese océano de inéditos, es igualmente imposible un conocimiento adecuado del mar de lo editado, extensísimo este también y, por lo demás, dilatado a menudo de forma casual y caótica. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, también con éxito, no siempre es evidente y al contrario, en ocasiones, sería mucho más lógico que a los dos textos les ocurriera lo opuesto.

En todo caso, las pilas de manuscritos que me llegan a mí, al igual, me imagino, que a muchos otros, forman parte de la literatura de hoy en día. La frontera entre lo inédito y lo editado no es la frontera entre lo inexistente y la existente. Lo digital está royendo o ha roído ya los rígidos confines entre lo publicado y lo inédito, entre lo público y lo privado, entre la cultura oficialmente reconocida y la que habita en las distintas formas de comunicación electrónica. Es difícil decir si lo digital está destinado a incrementar la diversidad y la libertad o llevará más bien a una apagada homologación de intereses, pasiones y costumbres, hacia una totalizadora y totalitaria democracia populista de masas, como la descrita y denunciada en sus mecanismos tiránicos por Tocqueville. Lo digital puede ayudar, indudablemente, a que ese continente sumergido de lo inédito emerja de sus ignotas profundidades, enriqueciendo así el archipiélago de la literatura. Claro que, a muchos de estos islotes emergidos de la oscuridad —como también a muchos libros publicados con énfasis—, podría sucederles lo que le ocurrió a Nyö, un islote volcánico que apareció repentinamente de las aguas del mar en 1783, en las cercanías de Islandia, para hundirse casi inmediatamente después, mientras aún se seguía discutiendo a quién pertenecía.

 

Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)