A Joaquín Juan Penalva

A Sandro Maciá

 

Poco antes de morir mi padre me agarró de la pechera y me dijo enfadado:

-A ti no te gustó nunca el fútbol.

Tal vez tenía razón. Es más, tenía toda la razón, nunca me gustó el futbol, ni para verlo ni para practicarlo. Me parecía una pérdida de tiempo pasar noventa minutos viendo a veintidós tíos detrás de un balón. Había cosas más importantes que hacer o a mí me lo parecían: escuchar el viento, ver llover tras las ventanas de casa, escribir nombres de mujer en el vaho que se forma en los cristales... Estaba claro que nos gustaban cosas diferentes, que habíamos venido a este mundo con conceptos distintos de lo que es la diversión.

            Mi padre intentó por activa y por pasiva que me gustase el fútbol. Uno de los primeros recuerdos que me viene de la infancia es mi padre gritando un gol en el estadio Martínez Valero, mientras el Real Madrid goleaba al Elche. No heredé esa pasión por el deporte del balón, lo que sí me quedó fue el gusto por el cine de Fellini. Como todo hombre, amé aquellos pechos enormes de la estanquera de Amarcord, amé a las mujeres que rodeaban a los protagonistas de 8 y medio y siempre quise ser parte de ese imaginario del neorrealismo italiano.

            Realmente el fútbol me dio más de un disgusto. Como no existía otro juego más en el colegio, cuando se hacía el reparto de los jugadores siempre acababa siendo el último, aunque era lo mejor que te podía pasar, porque, si te tocaba ser el portero, todo acababa en desastre. Yo, al ver venir el balón, acaba cubriéndome como un bichobola, con armazón incluido, con lo que siempre era el hazmerreír. Pero me tragaba todos los programas deportivos, Estudio estadio, El día después, para tener al menos un tema con el que hablar a la salida del colegio de regreso a casa.

            Solo por intentar complacerle, cansado de ser el torpe del colegio, le pedí que me llevara a probar en algún equipo. Los dos equipos juveniles rivales de la época eran el Intango y el Kelme; todo chaval al que le gustase el fútbol soñaba con jugar en alguno de ellos. No recuerdo muy bien en cuál de ellos probé, lo que sí sé es que se constató lo malo que era. Aquel hombre bajito y con bigote, que supuestamente hacía las veces de entrenador, me gritaba:

            -¡Mete cuerpo! ¡Mete más cuerpo!

Nunca llegué a comprender si lo hacía para meterse con mi voluminosa figura o aquella expresión la había escuchado en algún partido, ya que no tenía mucha pinta de leer manuales sobre el deporte rey. Acabé reventado de mi primer y único acercamiento al balompié. Era gordito y me gustaba la literatura, estaba sentenciado.

            Mi padre, lejos de desilusionarse, me dejó hacer. A mí lo que realmente me gustaba era leer e inventar historias. No todos podíamos ser Gary Lineker, Maradona o Pardeza. Se resignó el hombre a tener un hijo que quería ser periodista, escritor o ambas cosas. Lo bueno que tenía es que me encantaba fabular y el fútbol daba todo lo necesario para crear grandes historias. Se podría definir a este deporte como los circos de la Roma clásica de la época contemporánea. De niño disfrutábamos con los cromos, las alineaciones de los equipos. La quinta del buitre, El Dream Team de Cruyff o la naranja mecánica de Van Basten fueron hitos difíciles de superar. En el campo, con mis primos, todos queríamos ser Arconada o Santillana. Extrañamente me aburría y aburre el deporte en sí, pero me fascinaba y me fascina todo lo que mueve a su alrededor. Tal vez exista una poética en ese juego, movimientos coordinados y medidos, la búsqueda del triunfo, la glorificación de unos hombres que acaban siendo leyendas o mitos, los nuevos dioses.

            Los domingos por la tarde, mientras yo intentaba memorizar las tablas de multiplicar, a lo lejos, un viejo transistor torpedeaba mi concentración con el Carrusel deportivo. Aquellas voces con un ritmo trepidante relataban las jugabas como si les fuera la vida en ello. A veces, cuando el maestro de matemáticas nos preguntaba la lección, yo seguía escuchando a aquellos comentaristas relatar el falso fuera de juego que le habían pitado a Butragueño.

            Durante un tiempo pensé que era una rara avis, un tío extraño al que no le gustaba el fútbol. No era de este planeta, ni de este mundo, y acabaría confinado en un lugar solo, sin más compañía que mis libros. Con el paso de los años, descubrí que no, que había más gente como yo, e incluso peores, que eran capaces de rechazar todo lo que estuviera relacionado con el mencionado deporte. Pero, a veces, hasta lo que menos te gusta te acaba explotando en la cara. Mi amigo Joaquín Juan Penalva es uno de estos casos. Su poca pasión por el fútbol le ha hecho un gran amante de los libros; con esto no quiero decir que fútbol y literatura sean incompatibles, son numerosos los casos de poetas-futboleros, pero su vida siempre fue por otros derroteros. Quiso la providencia darle un hijo futbolero, más que futbolero forofo, así que el pobre de Joaquín, haga frío, viento, sol o truene, cada dos domingos acerca a Joaquín Jr. a ver al Novelda. Muchas jornadas fantasea con llevarse un libro de Keats y, en plena jugada al borde del área, cuando la emoción se puede cortar con cuchillo, en el nombre de Keats, comenzar a recitar La caída de Hiperión (Sueño):

Tienen los locos sueños donde traman

elíseos de una secta. Y el salvaje

vislumbra desde el sueño más profundo

lo celestial. Es lástima que no hayan

transcrito en una hoja o en vitela

las sombras de esa lengua melodiosa

y sin laurel transcurran, sueñen, mueran.

Pues sólo la Poesía dice el sueño,

con hermosas palabras salvar puede

a la Imaginación del negro encanto

y el mudo sortilegio. ¿Quién que vive

dirá: "no eres poeta si no escribes/tus sueños"?

Pues todo aquel que tenga alma

tendrá también visiones y hablará

de ellas si en su lengua es bien criado.

Entonces imaginará la cara de su hijo horrorizado, intentando esconderse de aquel hombre que es su padre, que a voz en grito continúa dando cuenta de aquel poema de Keats. A la vuelta, camino a casa, no mediará palabra alguna entre ellos, y su relación no volverá a ser la misma. Joaquín volverá al campo cuando su hijo le haya abrazado, tras el gol que in extremis habrá metido el Novelda. A la vuelta a casa su hijo le hablará de jugadas, se quejará de fueras de juego, le hablará de acciones que realmente ni le podrán importar demasiado, ya que no habrá estado atento en ningún caso. El niño, que soñará con que algún día él pueda jugar en un equipo importante, gracias a la inocencia, no se percatará de lo poco o nada que le importa a su padre el fútbol, que tan solo intenta conseguir minutos que estar con él.

            Mi padre intentó lo contrario, convertirme en forofo de algo que nunca pude sentir. Tan solo me gustaba el fútbol en los videojuegos, en los que también era malo, al igual que en el futbolín, ya que mis manos de poeta pusilánime nunca tuvieron demasiada fuerza en las muñecas. Pero me sabía las alineaciones, me encantaban las estadísticas y seguía a los jugadores por su trayectoria. Me parecía increíble lo que debía sentir un deportista de élite y soñaba con estar en la élite de los escritores. Tiempo después comprendí que aquel pensamiento era excesivamente naif y el golpe de realidad fue tremendo. Élite y literatura nunca podrían ser palabras sinónimas; es más, decirle a tu familia que querías ser poeta en vez de futbolista convertía el hecho en tragedia familiar asegurada.

            Uno de mis juegos favoritos era crear alineaciones de la selección nacional con nombres de poetas. Gil de Biedma a la portería, en la defensa: Lorca, Salinas, Alberti y Miguel Hernández. En el centro del campo, repartiendo el juego, Machado, Goytisolo, Panero (hijo) y Espronceda. En la delantera, Bécquer y Garcilaso. Me los imaginaba en pantalón corto, corriendo por la banda como si les fuera la vida en ello, recitando poemas cada vez que marcaban gol o se revolcaban por el suelo a causa de una falta malintencionada. E incluso los comentaristas serían críticos literarios que elogiarían los sonetos, las rimas, las cuartetas o los versos libres que tan magistralmente habrán realizado los once del campo.

            Mi padre a veces me sentaba a su lado. Me explicaba qué era un fuera de juego, un saque de esquina, por qué se colocaba la barrera en algunas faltas y en otras no. Mi mente estaba en otra parte, poco caso le hacía a sus explicaciones. Yo construía en mi mente las vidas de mis admirados poetas, de mis queridos literatos y pensaba si a ellos les podría aburrir tanto el fútbol como a mí. Recuerdo aquel día en que mi padre, entusiasmado, me trajo las insignias conmemorativas de la victoria del FC Barcelona en aquella Copa de Europa de Wembley, y de cómo todos los chavales de mi generación se pasaron horas y horas ensayando aquella forma de chutar de Ronald Koeman. Todavía siguen esas insignias en un cajón, como tantas otras cosas olvidadas. Aquel regalo me hizo menos ilusión que aquel día en que mis padres me llevaron a ver una exposición de Miguel Hernández. Al ver aquella vieja máquina de escribir y aquellos manuscritos, supe perfectamente cuál era mi vocación y cómo quería alcanzarla. Con el tiempo, mi padre acabó claudicando y dándose cuenta de que aquel deporte aburrido no era lo mío, que me podrían interesar otras cosas y que, en el fondo, era mejor, cada uno su espacio.

            Al menos nos quedó la satisfacción a los dos de que pudiéramos ver juntos ganar a España un Mundial. De niño, cuando la selección nunca pasaba de cuartos, aquello era algo imposible, un sueño digno del mayor de los poetas. Hasta yo, hastiado de aquel deporte, grité el gol que dio la victoria, e incluso acabé siendo el más patriota de entre los patriotas.