“Miren la luz de las figuras

de Ribera: procede de ellas mismas,

no está llegando de ninguna parte”,

sentenció rutinariamente el guía.

Sus palabras flotaron

entre los óleos tristes, entre el limpio fulgor

- concreto y asediado -

de aquellas telas tenebrosas

y el lienzo sin propósito

de mi desprevenida voluntad,

como una flecha blanda

cuya herida en la muerte no habría de doler

pero nos duele.

Miré la luz que desprendían

aquellos cuerpos de mudez sellada:

era la claridad superviviente

una vez que ha vencido la presencia

sobre la negación y su viscoso abismo.

Vi los semblantes de la beatitud,

los labios entreabiertos, la piel fría;

vi las manos tocando

esa seda invisible que es la gracia,

compensación del daño, agua, brisa

para quienes se atreven a escuchar

el origen del eco, el germen del amor.

Dolientes focos de verdad inmóvil,

desde aquellas figuras emanaba

un brillo para el mundo.

Yo quise retener unos instantes

el hontanar que era, el regalo

que daban: la limosna

con que entender mi nombre,

polen con que amasarme,

ocasión de sentir el relieve que soy,

porque esa luz propia que entregaban

yo podía extraer,

contra mi indiferencia, pensamiento,

para mi incertidumbre, claridad.