Últimamente he estado en el correo electrónico como quien pasa las horas filosofando en el café. Vivir entre los libros y el diálogo internético me está convirtiendo en ermitaña, pensé, y decidí tomar aire fresco: me desprendí del teclado y salí rumbo a la Galería Regia. Era miércoles y esa noche se presentaba Cuaderno de la nieve (Mantis Editores-Conarte, 2004), nuevo poemario de Guillermo Meléndez.


En la mesa de presentación, Xavier Araiza y Eduardo Zambrano hablaban de la poesía de Meléndez. Se mencionó a Sartre, a Merleau-Ponty, a Pessoa. En el poemario las referencias son interminables: Blake, Dante, Eliseo Diego, Pizarnik, Nietzsche, Safo, Miguel Hernández, Cavafis... La poesía de Guillermo Meléndez no es nada fácil; y sin embargo, con toda su ironía y sus intertextualidades, resulta muy disfrutable.


Recordé las palabras de un amigo escritor una ocasión en que conversábamos precisamente de Meléndez, del prestigio que éste se ha ganado a fuerza de trabajo, de persistencia, de haber apostado a la poesía un poco en silencio, sin pretensiones, asumiendo su oficio desde un anonimato que parecía tenerlo sin cuidado y que desapareció con los años, cuando se convirtió en un -poeta de la ciudad, alguien que, como dijo Araiza durante su presentación, habla de las calles de Monterrey, de los bares, de los rincones que de pronto descubre ante los ojos de quienes habitamos esta ciudad sin asomarnos, casi sin verla.


Alguien había dicho hace poco que el poeta de la ciudad tiene en este momento 15 años, ya que hasta ahora no ha habido nadie capaz de sintetizarla. Descalificó a nuestros poetas uno por uno, asegurando de unos cuantos que sus textos resultan -decentes, pero no poseen grandeza.


A los regios nos resulta difícil aceptar la importancia de quienes se dedican a expresar la otra parte que somos: nuestras fantasías y deseos, nuestros sueños y desencantos. Si un gran poeta es aquel capaz de establecer con el lector una comunicación íntima, alguien que hace sentir al otro que el poema es suyo, que dice sus cosas, entonces no me explico el motivo por el cual, para nosotros, los buenos escritores no se relacionan con nuestras experiencias de lectura, sino con las opiniones del Centro. Sólo por esta vía se reconoce el trabajo de un escritor regiomontano.


Cuando pienso en la relación que existe entre nuestra ciudad y la poesía de Guillermo Meléndez me viene a la mente Álvaro Mutis, los lazos profundos entre sus textos y la Ciudad de México.


Pero comparar a Mutis con uno de los nuestros es arriesgarse a hacer el ridículo si Krauze no lo ha legitimado con anterioridad.


Para los regiomontanos, el problema de nuestros poetas es que son de aquí; en consecuencia, no se puede esperar gran cosa de ellos. He aquí un buen ejemplo de baja autoestima, una típica actitud regia.


II. Los fabulosos veinte


Sucede que, no conforme, el jueves regresé a la misma galería; esta vez para escuchar la lectura de Óscar David López, poeta de 22 años. La presentadora era Gabriela Torres, narradora de la misma edad, y actual becaria del Centro de Escritores.

La seriedad se les nota a los muchachos desde el principio, pensé, el afán de profesionalismo que los distingue entre sus compañeros.


No podía evitar una sonrisa de orgullo al escuchar a la Gaby leer, con su voz fuerte y su apostura envidiable, las múltiples referencias a poetas y narradores, grupos de rock, juegos de Nintendo, programas de televisión y toda una serie de elementos con los cuales dibujó un mapa generacional como introducción a la poesía de Óscar.


¿Qué dicen ellos en su momento de arranque, cuando apenas se dirigen hacia sus propias definiciones? Óscar David inició su lectura con tres epígrafes: uno de Gerardo Denis, el siguiente de Laura León, y el último de José José. Enseguida leyó una serie de poemas de calidad desigual, pero todos ellos frescos, rebosantes de energía, de ganas de decir sus cosas. Hubo dos o tres verdaderamente hermosos.


Evoqué a los Óscar y Gaby preparatorianos, cuando Óscar no se había enfermado, ni soñaba que vendrían estos dos últimos años de hospitales; cuando Gaby era una niña tímida que apenas hablaba; cuando aún no imaginaban que alguna vez iniciarían el proyecto Harakiri, que actualmente reúne a muchos de los escritores jóvenes de nuestra ciudad.


"La generación actual de talleristas hace demasiadas concesiones con estos jóvenes", suelen decir algunos escritores que conozco, "los están chiflando". Sin embargo, apenas empezó a leer Óscar recordé el apoyo de nuestros maestros y coordinadores. ¿Qué sería de nosotros si no nos hubieran mostrado una confianza de ese tamaño?


Me vinieron a la mente los dos Jorges: Xorge Manuel González y Jorge Cantú de la Garza. Recordé también algunas opiniones de sus compañeros, idénticas a las de mis conocidos. En el caso de nuestra generación, el apoyo de éstos y de tantos otros escritores significó, más que condescendencia destructiva, un empuje fuerte, una seguridad, una manera de ayudarnos a pisar tierra firme.


Al salir esa noche de la galería caí en la cuenta de que había presenciado una especie de reseña. No era solamente la gente de las mesas en ambos eventos, o el público que en las dos ocasiones llenó la sala; era el fenómeno literario regiomontano manifestado a través de diferentes generaciones. Un proceso vivo, dinámico.

 

Texto publicado en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, México. (Noviembre 2004)