Incluso la gente ordinaria - ¿existe gente así? –, desde el momento en que nos deja, se convierte en leyenda. ¿Qué decir entonces de la gente extraordinaria? Wisława Szymborska, que pasó casi toda su vida en Cracovia, aunque nació cerca de Poznan, reunía en una única persona dos cosas insólitas: era una poeta tremendamente original, y al mismo tiempo una persona, una mujer, con un estilo de vida único e irrepetible. Un estilo, o incluso mucho más que eso, una filosofía vital, una idea de cómo vivir.

Lo que, sin duda, tenían en común su obra y su vida era un pertinaz y obstinado apego a la independencia, a la defensa de la propia otredad, pero una defensa discreta, exenta de cualquier agresividad, o de cualquier elemento doctrinal. Escribir manifiestos poéticos – no, gracias, ella no. Estoy convencido, mejor dicho, me consta, que no le gustaba pronunciarse sobre esos temas. Tampoco le gustaba hablar sobre la época estalinista, cuando siendo una joven poeta se había sometido a las normas del imperante  realismo socialista, cosa que le ha seguido recriminando a voz en grito, incluso después de su muerte, la derecha polaca, esa misma fracción de la derecha anticomunista radical que hizo de Zbigniew Herbert su ídolo (no por razones estéticas, ya que a esos fanáticos les interesan más bien poco la poesía y el arte, sino por admiración hacia su inconformismo político). Es cierto, no le gustaba volver a todo aquello. Recuerdo que en una ocasión, a modo de broma, le puse un disco con canciones de aquella época, con “los éxitos musicales del socialismo” cuyas letras habían escrito conocidos poetas y ella no hizo absolutamente ningún comentario… No fue la mejor de las bromas.

Hace ya mucho tiempo que estoy convencido de que el hecho de que Wisława Szymborska se hubiera equivocado en su juventud es menos importante que la forma en la que más tarde repararía su error. Tardó muy poco en comprender lo que había pasado, lo que había sucedido; inmediatamente después de los acontecimientos de 1956, sonó la voz pura de su poesía, pura y crítica. Para alguien que se toma en serio escribir versos, el darse cuenta – a posteriori – de la presencia de veneno en la propia obra tuvo que ser un trauma gigantesco, permanente y doloroso.

Un lector atento encontrará en prácticamente todos los poemas escritos por Szymborska después de 1956 una huella más o menos evidente de aquel error. En casi todos los poemas descubriremos una cicatriz de los tiempos estalinistas, en casi todos encontraremos la declaración de “esto no se repetirá nunca más”. Esa famosa negatividad de su poesía, esa fascinación por lo que ”no llega a ocurrir”, por lo que podía haber ocurrido, por un encuentro que no llega a producirse, esa fascinación por lo efímero y lo azaroso de la vida humana, esa desconfianza hacia el lenguaje poético, ese convencimiento de que hay que estar siempre controlándolo – por ejemplo, esa “cierva escrita” que corre “a través del bosque escrito” en el poema La alegría de escribir que se encuentra en el eje central de su obra – se inscriben en un incesante diálogo didáctico consigo misma, pero más joven y desorientada.

Se impone aquí el paralelismo con la obra de E. M. Cioran que, como muy bien sabemos, en su excelente producción ensayística y aforística después de la Segunda Guerra Mundial introdujo indudables referencias al breve episodio de euforia nacional-fascista de su juventud. Lo que une a Szymborska con Cioran es la brillantez; ambos, a pesar de trabajar con una materia literaria distinta y sin perder de vista ni un momento sus antiguas transgresiones, alcanzaron el más alto nivel, se convirtieron en estilistas prácticamente sin parangón. Les une también la “negatividad”, un elemento de negación, de desconfianza, de una cautela radical, la aversión a los enunciados declarativos. Ambos adoptaron la postura del outsider, ambos parecían decir: no pertenecemos a ninguna corriente dominante, no esperéis que nos declaremos nunca a favor de un partido, de alguna agrupación. Lo que los separa, en cambio, es el abandono del humanismo por parte del misántropo rumano, al menos en algunos fragmentos de su obra. Cuando Cioran intenta convencernos de que el ser humano es un defecto de la existencia pocos – en mi opinión – estarán de acuerdo con él a no ser que consideren sus radicales juicios una manifestación de humor negro (lo digo como fiel lector de Cioran, un lector desconfiado, fundamentalmente reñido con el objeto de su admiración y al mismo tiempo incapaz de abandonar la lectura de sus libros).   

Wisława Szymborska eligió otro camino. En su caso, la negatividad afecta a otra cosa -más bien a cierto aspecto-, al escepticismo sobre las posibilidades de la literatura – que tiene su origen en el amor hacia ésta y en una fe primigenia en ella – pero en el fondo conduce a un sentimiento de ternura hacia la gente, hacia el mundo de los seres humanos. En la excepcionalmente original poética de Szymborska florece un humanismo auténtico nacido de la empatía hacia los otros, se desarrollan los motivos tradicionales de la poesía europea: lo elegiaco, la activa búsqueda del bien, la condena de la mezquindad. Todo ello enmarcado siempre en una retórica absolutamente personal de la poeta, como en el conocido poema “Un gato en un piso vacío”, donde tras la descripción de la desgracia de un gato se oculta una estremecedora y al mismo tiempo contenida elegía dedicada al ser más querido. El nombre de esa persona ni siquiera se menciona, su sombra no roza el poema; solo se registra su ausencia. Y aquí nos encontramos con otra de las formas de esa “negatividad”: una máxima discreción.

En el paisaje poético de la Polonia contemporánea Wisława Szymborska es prácticamente la única representante de la Ilustración. Si en su poesía hubiera algún elemento religioso, éste se expresa mediante el incesante asombro ante el mundo, pero aún así, es algo que tiene que ver más con la filosofía que con la religión. La poeta se declaraba, tanto en sus poemas, como en las conversaciones, racionalista, alguien que seguía los descubrimientos científicos, que desconfíaba de la “inspiración” y de otros tipos de “enajenamientos”. Leía mucha literatura de divulgación científica, le gustaba burlarse de los críticos literarios que no sabían nada de la ciencia. Cuando en una ocasión le contamos una historia realmente extraordinaria que sugería que podían ocurrir cosas entre el cielo y la tierra que la filosofía de la Ilustración ni siquiera sospechaba, hizo un comentario absolutamente racional. 

Fue amiga de Czesław Miłosz durante años, desde que ese poeta romántico – que en sus estudios teóricos combatía el romanticismo – se instalara en Cracovia. Se tenían mucho cariño aunque, en realidad, eran tan diferentes como la noche y el día. Había algo cómico y simpático a la vez en sus amistosas desavenencias. Czesław Miłosz, con su voz estentórea y sus – en ocasiones- gestos de vate decimonónico, y la irónica, ingeniosa, escéptica, delgada, discreta y risueña Wisława (la verdad es que Miłosz también reía con frecuencia, con una risa sonora y feliz). Y en ese potencial duelo espiritual, Szymborska, que tenía en alta estima la obra de Miłosz, tan distinta a la suya, no le cedía ni un ápice de terreno al escritor. “Potencial” porque ellos no discutían nunca; eran como dos estados soberanos que habían delimitado con precisión sus fronteras y no tenían ningún interés en entrar en conflicto. Szymborska defendió con éxito su otredad, su identidad personal; estaba dispuesta a luchar por ella tanto en la poesía, como en la vida. Y yo doy fe de ello con un gran cariño hacia Wisława Szymborska, si bien, en lo que a las ideas se refiere, me resulta más próxima la imaginación de Czesław Miłosz…

 

Traducción del polaco: Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia