En el invierno del año 30 o 31 cayó en Madrid una gran nevada y, mediada la tarde, el jardincito que rodeaba nuestra casa en el barrio de la Prosperidad, se fue blanqueando; primero, el suelo en los sitios más secos, luego las cuerdas de tender la ropa. Al anochecer, aquel pequeño y familiar espacio se convirtió en un lugar nuevo y sorprendente por la materia que recubrió la  verja de hierro, los tallos más finos, las hojas de los geranios, los cables de la luz, el remate de la tapia por donde saltaban los gatos de las casas vecinas. Todo quedó transformado en un escenario fascinante, más aún después, cuando se abrieron las nubes y la luna puso allí su fría luz.

El ámbito conocido de tantos meses fue purificado: la realidad de aquel lugar se hizo irreal, su naturaleza pobre y trivial se rehízo con formas elegantes que ocultaban los detalles y solo mostraban sus perfiles esenciales. Tras los cristales de las ventanas, yo contemplaba extasiado aquel encantamiento y su quietud misteriosa.

A la mañana siguiente, el barrio era el de una ciudad de un país nuevo; embellecido por la total blancura también evocaba las típicas escenas de Navidad que ilustraban los almanaques de pared que se regalaban por entonces en las tiendas de comestibles. Los tejados tenían una gruesa capa, sutil y densa a la vez, mientras que la frondosidad de plantas y arbustos de los jardines eran como tejidos finísimos endurecidos por la helada. Y las calles desiertas sin huellas de pasos, despertaban el deseo de recorrer el barrio y descubrir que era más acogedor e íntimo bajo la nevada.

Pero mi admiración por tal belleza, e incluso por la inusitada claridad que entraba en las habitaciones, se quebró con un suceso que nada se relacionaba con el prodigio que habían  traído las nubes la tarde anterior.

Cerca de nuestra casa había un solar acotado y allí vivía en una casucha, un matrimonio con dos hijas adolescentes; el padre se dedicaba a arreglar bicicletas y las  chicas para poco debían de servir. La noticia, transmitida por vecinos próximos, fue que la madre, de la que en casa se decía que era joven y muy guapa, había gritado que estaba harta y se había largado del hogar, es de suponer no afectada por la novedad de la nieve pero sí seducida por algún Don Juan de los contornos.

No entendí, al principio, como una madre podía marcharse sin más ni más, abandonándoles a todos, porque las madres eran inamovibles, yo así lo creía, unidas a hijos y marido por lazos eternos.

Atisbé desde la ventana al hombre abandonado, que estaba en la puerta del solar, subidas las solapas del deformado abrigo, las manos en los bolsillos, el pitillo en los labios, y miraba hacia el fondo de la calle por la que no pasaba nadie bajo un cerrado cielo gris. Y yo seguí con mi desconcierto, cuando, a la tarde, cruzaron por delante de nuestra casa las dos hijas, figuras breves, con ropas oscuras, mejillas y nariz encarnadas, e iban riéndose, manoteando en su conversación.

Me retiré de la ventana y hube de aceptar la evidencia de lo sucedido que no era sino un roce áspero en la sensibilidad infantil pese al panorama de belleza. Contemplé con pena a las muchachas que parecían insensibles a tener o no una madre y esa idea de la movilidad de los afectos hizo aparición en mi horizonte mental.

En aquel día invernal quedaría diseñada, creo yo, la actitud vital de quien se asoma a la ventana y al otro de los cristales contempla una singular enseñanza de la vida: fue un primer paso en mi formación de avaro captador del mundo visible. El observador que recoge la imagen de experiencias ajenas vistas a distancia, tiene parecido con el lector que las toma no por relación directa con los hechos sino a través de palabras escritas, que se transforman en ideas. También se progresa en la infancia contemplando imágenes, cualquier dibujo o ilustración que por algún motivo me atraían y forzaban a deducir la intención con  que se realizaron.

Esto fue lo que me hizo posible un voluminoso álbum con aspecto de maleta por tener tapas de cuero  con unas trabillas, cuyas hojas contenían adheridos los artículos que se solían vender en las tiendas de papelería. Era un muestrario de tarjetas postales, de cromos, láminas, figuritas recortadas a troquel, felicitaciones, impreso en Francia y por el estilo de los dibujos, su época correspondía muy bien a los años de finales del siglo XIX. Este muestrario estuvo en la casa de mi abuelo, abandonado allí, según se recordaba, por un viajante de comercio  que, sin motivo, lo dejó y no volvió por él.

Siendo niño he repasado muchas veces las hojas de este muestrario, admirando todo lo que estaba sujeto a ellas, pero había unas estampas que me suscitaban emoción a la cual no me atrevería a asignarle ahora ningún adjetivo.  Eran unos paisajes de invierno, un campo nevado con unas cercas o unas casitas; en el horizonte, un lejano amanecer nacarado, escena que a mí me parecía propia de un país extranjero. Uno de estos dibujos tenía el motivo peculiar de muchas ilustraciones antiguas: sobre la nieve había un pajarito muerto.

El imaginado arrebol matutino, el aire puro y helado de la madrugada contribuyeron a una idealización de la Naturaleza y debieron de predisponer mi ánimo para el asombro ante aquel jardín blanco. Solo muchos años después había venido a ser el trasfondo de una prematura vocación literaria.

Vivía con mi familia –madre, padre, una hermana mayor- en un barrio alejado del centro. Los únicos visitantes, los mas adictos eran los gatos de los chalés vecinos que saltaban la tapia a la busca de alimento seguro. Nuestro chalé tenía dos pisos. La planta baja era la vivienda, los horarios, las comidas, las reuniones familiares; el piso superior apenas se habitaba y en él se acordó que una habitación fuese como un dominio infantil donde se reunieran mis pertenencias y los restos de mi primera infancia.

Era una  habitación fría en nada acogedora donde nadie de mi familia solía subir; el techo, más bajo que lo habitual, originaba que la ventana estuviera a dos palmos del suelo, desde la que se veía la parte delentera de nuestro jardín. Desde allí contemplaba los dos chalés de la acera de enfrente, acaso vacíos, y la calle que apenas nadie recorría, lo propio de las calles de un barrio de las afueras entonces; el único leve ruido que oía era el de la carcoma en alguna madera vieja, pero había que esforzarse en escuchar y entonces estremecía el ronroneo hondo en la materia profundo. Sin duda fue el primer espacio confidente, beneficioso por las horas que allí pasaba. Leía cuanto me era posible y dibujaba escenas de las historias que más me gustaban.

 Pero había calma, esa condición importante para entrar en las galerías profundas de la conciencia. Escribió Rilke en un poema: “La noche es mi libro” pero alguien, un niño, podría decir “La calma es mi libro” porque sentí la necesidad de estar en sosiego, porque la  cristalización del silencio, de la quietud, de las ausencias, de la atmósfera del libre pensamiento hacía que todo ayudase no solo a divagar sino a inquirir tal como se pasan las hojas de un libro: se releen párrafos y se busca otro capítulo con el deseo de entender y hacer nuestro un pasaje. El pensamiento puede ir y venir pero la paz lo protege, lo mantiene.

Entre mis cuidados, el objeto predilecto era la librería: unas tablitas finas como estantes, donde se ordenaban los libros de cuentos; aunque no acortasen la distancia con el mundo circundante, a ellos recurría como entrada a un recinto grato. Los releía muchas veces y las caras y apariencia de los graciosos personajes de las ilustraciones de Pinocho y Chapete se hacían familiares y formaban parte de mi tendencia a dibujar. Así fue naciendo la necesidad de los libros, tocarlos, conservarlos, alinearlos en uno u otro orden y como consuelo en momentos en que había habido regaños.

Una mañana al entrar en mi habitación me vino al pensamiento la figura de un hombre vestido como cualquiera de la clase media, que estaba sentado en una roca y a ésta la rodeaba agua, el mar.

Fue muy intensa esta imagen y me estremeció porque no comprendí quién era aquel ni qué relación tenía con nadie de nuestro ambiente, y la misma nitidez y claridad que por una fracción de segundo tuve ante mí fue más impresionante. Debí de quedar muy asustado y por eso baje y se lo conté a mi hermana y acaso añadí que “lo había visto”. Era lógico que esta información se trasladase rápidamente a mis padres. No me puede extrañar que suscitase inquietud como rareza mental y motivó recomendaciones de reducir lecturas, no fuera a pasarme lo que al hidalgo Alonso Quijano, según oportunamente alguien me recordó. Pero ahora sé que se trató de una exteriorización de mi prematura conciencia del aislamiento y la soledad que creaba aquella pequeña habitación: el tipo sentado tranquilamente en la roca era yo, si bien entonces me fuese imposible deducirlo.

En aquellos tiempos con quien yo más hablaba y más atendía era con mi madre a la que no recuerdo alarmada por mi visión Oigo que canta mientras se ocupa de algo en el jardín que rodea la casa. La veo en la semi penumbra de la tarde, tiene las manos manchadas de tierra húmeda, lleva una especie de delantal de lona, maneja un almocafre, la palabra que ella empleó para designar un pequeño azadón que usó cuando plantó unas semillas en los macizos abandonados: eran violetas y en el invierno nos sorprendió esa flor frágil, de color purísimo, aterciopelado, y secretamente femenina que resistía el frío y cuya belleza sería para mi madre compensación de alguna ilusión irrealizable.

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Llegó un día en que puse los ojos no en un cuento de Antoniorrobles sino en un libro que entre otros estaba sobre la mesa del despacho de mi padre; lo abrí y encontré una lámina que me asombro. Era un coloso muy alto, de piedra desgastada y rota por tantos siglos como la rozaron y la hirieron, y sufrió las tormentas de arena y el calor del sol que pasaba al frío helador en cuanto llegaba la noche. Estaba junto a otro igualen dimensiones y en destrucción, ambos se alzaban en la llanura que era un pedregal no lejos de las inmensas ruinas de un templo.

Decía que algunos viajeros de la antigüedad que visitaban Egipto, afirmaron que a la salida del sol, solo entonces, el  coloso hablaba, murmuraba algo que nadie entendió; en el silencio absoluto de aquellas horas se oía una vibración y era la voz de las piedras: los colosos de Memnón se llamaban. El primero que lo contó parece que fue un escritor de la antigua Grecia, y luego viajeros franceses y los buscadores de tesoros.

Mi curiosidad creció, ¿Cómo podían hablar si eran solo piedras? ¿sería una frase o un rumor nada mas lo que se oía? Leí esto a los once años y me inquietó. Quise escuchar el sonido y descubrir el secreto que extraño a los viajeros: unas palabras incomprensibles en otra lengua.

En el libro había más dibujos con una muestra de la antigua escritura, compuesta no de letras sino de figuritas; se distinguía una flor, un pájaro, una mano, y al mirarlas los antiguos egipcios sabían lo que significaban. Quedé extrañado ante una forma de escribir tan distinta a la mía, eran figuras muy variadas y cada una tendría un sonido como los que se oían al amanecer; por tanto, para entenderlos se debían estudiar las filas y filas de tal escritura que cubrían los muros aún en pie de templos y sepulturas.

Casi siempre, si un lector sigue con interés el paso de las hojas de un libro, es conducido hacia donde va el pensamiento, al expresarse escrito que puede conducir a lo inesperado. Y el libro donde yo descubría que unas piedras podían hablar me llevó a contemplar el mapa de Egipto, como una tentación,  cruzado por una línea sinuosa azul que era el Nilo y en sus márgenes se veían muchos nombres de lugares, de aldeas y de restos arqueológicos.

Llegado este momento, el jardín del chalé perdió importancia y visto a través del cristal de la ventana parecía vulgar, como bajo los fríos de noviembre, con el suelo cubierto de hojas caídas. En consecuencia, deje de visitarlo y me entregue con entusiasmo al estudio de la historia de aquel país. Tomando datos donde me era posible hice un breve diccionario de jeroglíficos con su pronunciación figurada, escrito en un cuadernito de tapas verdes que aún conservo, y formé ficheros geográficos, de las dinastías y sus faraones así como de los puntos de excavación.

Entonces, para mí lo escrito en un libro sobre el rumor de una piedra, escuchada a la media luz del amanecer incendio mi imaginación y me dí a pensar como hablarían en otros tiempos y en otros países. Los escasos libros que yo había reunido sobre Egipto contenían tal cantidad de información que excedía mi preparación. Comprendí que era una cultura inmensa y así termine por decepcionarme de aquel estudio, tan absorbente pero condenado a tener un final.

Perdido el atractivo que representaban los imposibles jeroglíficos, muchas veces he pensado que el hermetismo de aquellas inscripciones, actuó como la mano que me empujara decididamente hacia la posterior dedicación a las lenguas. Aquel interés buscó una aplicación que no fuera simplemente satisfacer una curiosidad. Siendo adolescente me entregué al estudio del francés y poco después del inglés, sin profesores, solo con alguna gramática escolar y utilizando a la vez las guías para viajeros con frases hechas en ambos idiomas. No supe lo que era una enseñanza eficaz hasta que me inscribí en el Instituto Británico donde había excelentes profesores que me encariñaron con las costumbres inglesas y los secretos de su idioma. Allí conocí a personas de ideas liberales y republicanas que me ofrecieron otra visión de la realidad.

En los meses que me consagré a los faraones hubo un episodio de especial valor: apareció en casa una máquina de escribir que infundió novedad a mis estudios. Fue debido a que había una portátil que nadie usaba en la entidad donde trabajaba mi padre y se le ocurrió traerla por un poco de tiempo y animarme a que la utilizara.

 Fácilmente aprendí el funcionamiento de aquel aparato y admiré ver aparecer en el papel las letras de molde, igual que si fuera un impreso. Aquello me hizo concebir con mayor seriedad lo que yo escribía referente al mundo egipcio y me impuse la norma de cuidar la precisión del texto en  el par de meses que apenas dispuse de la máquina.

Al desaparecer ésta, me he encontré con que volvía a usar mi mano para ir apuntando todo lo que estudiaba, pese a que mi letra no era rápida y segura y quedaban sin concluir ciertos trazos.

Ahora, mi pensamiento vuela hacia tiempo lejano en el que una mujer me coge los dedos, muy blandos y pequeños, de la mano derecha, y los coloca de forma que puedan asir un lápiz con el cual apenas trazan en una hoja rayitas verticales. La mujer es alta, gruesa, lleva gafas, sonríe al mirarme y dice palabras cariñosas que no entiendo bien.

Esa mujer, que me lleva la mano haciendo “palotes” es una monja exclaustrada, ha colgado los hábitos porque no podía soportar la dura rigidez del convento y se dedica, ya libre, a enseñar a párvulos.

Debo explicar que aprendí a leer y a escribir bajo la tutela de dos monjas que dirigían el “Colegio franco-español” situado en la calle Campoamor de Madrid. La enseñanza fue eficaz aunque solo aprendí una frase en francés.

El aula era la habitación principal de un primer piso, con dos balcones y varias filas de pupitres que tenían adosado un banquito. Las tapas de los pupitres, dentro de los que todos guardábamos chucherías, se abrían y cerraban sin hacer falta, metiendo mucho ruido, pillando un dedo con lo que había llantos. La madera de la tapa estaba arañada con manchas variadas, alguna letra o un muñeco con la tinta morada de los tinteros. De los niños que me rodeaban solo conservo una fugaz imagen del que a mi lado se sentaba, Carlitos, que era incapaz de estarse quieto y callado, distraído por todo hacía mal sus deberes, se caía al suelo, salpicaba de tinta a su alrededor, se metía la plumilla en la boca….. Yo, adulto, he encontrado tipos que de niños fueron seguramente iguales al odioso Carlitos. Pasada allí la mañana, mi padre iba a buscarnos y como entusiasta de las óperas de Wagner, desde la acera de enfrente silbaba los compases de un aria de “Sigfrido”; oíamos esta llamada gracias a la escasa circulación de entonces, y mi hermana y yo bajábamos vigilados por una de las monjas.

Acudir a tal colegio se debió a una pura casualidad, mi madre contó que yendo por la calle encontró y reconoció a dos profesoras del “Colegio de niñas nobles” de Granada, donde ella estuvo interna hasta los catorce años. Le confesaron que una de ellas, la joven, había decidido colgar los hábitos y marcharse, y entonces la otra profesora, de más edad, no quiso dejarla  sola y se vinieron las dos a Madrid y organizaron un colegio adonde mi madre, muy contenta, me llevó puesto que lo aconsejaban mis cinco años, y porque también iría mi hermana ya que daban clases a niños mayores.

No pondré en duda el casual encuentro que explicó mi madre, casi providencial, pero lo acepto como toda la familia lo aceptó. En la antigüedad, parecidos reencuentros, se consideraban sucesos premonitorios e importantes, y éste lo es porque gracias a él a mi lado está una monja rebelde que me lleva la mano para hacer redondas las vocales. En el fluir del tiempo, esa mano se fue haciendo firme, oscurece la piel, la cruzan venas y secretas arrugas, los dedos se endurecen, y así sujetan la herramienta que sirve para escribir.

 

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Donde yo vine al mundo, fue en la plaza de Bilbao, a la que se cambió el nombre por el de un pensador de la derecha, Vázquez de Mella, y en la que viví hasta los cinco años.

El fondo de la plaza lo cierran dos casas grandes, iguales, con fachada de balcones; en la que hace esquina con San Bartolomé, en su piso último, allí nací un 24 de enero, a las doce del mediodía. La plaza fue urbanizada años después como un jardín con árboles y algún macizo de flores.

Me asomaba yo al balcón con frecuencia y al hacerlo un día aprendí algo nuevo e importante. Mire hacia la derecha, a las v iejas casas de la Costanilla de Capuchinos y delante de una de ellas había un grupo de personas y un coche negro de caballos. Oí decir detrás de mi: es un entierro, alguien ha muerto. Entonces, el grupo en la calle tomó importancia, me pareció que aumentaban de estatura, todos de espaldas miraban la casa; el sol les daba a plena luz pero la boca del portal era negra.

Me volví, y a mi padre que estaba próximo le pregunté qué era un entierro y él hizo unos gestos, movió la mano como si espantase a una mosca, y esa mano señaló hacía afuera, a la plaza, en una indicación vaga pero que fue muy clara.

Recuperé en la memoria que a ese jardín bajó mi padre al perrito de mi madre cuando éste murió, dió una propina al guarda que siempre estaba en su garita con la manguera de regar y lo enterró en un macizo entre los geranios.

Había pasado tiempo de esto y apenas recordaba lo ocurrido al pobre animal, pero me percaté de que las personas reunidas que esperaban inmóviles, iban a enterrar a un muerto, le pondrían en  una zanga hecha en la tierra y allí se quedaría como le pasó al perrito. Me acordaba que mi madre lloraba en el balcón mirando lo que pasaba en la plaza y yo supe lo que era el entierro de una persona y la muerte.

Todos sabíamos el cariño por los perros que sentía mi madre aunque después de esta muerte no quiso tener otro, tanto había sufrido. Una vez, siendo niños mi hermana y yo, y elogiando ella nuestro aspecto, dijo: sois como dos perritos ingleses. 

A mis 40 años me sorprendió que estaban demoliendo la casa de mi nacimiento y que todo iba a desaparecer, lo material porque la memoria, no, sobrevive y vuelvo a ver al perro de lanas y oigo la voz de mi madre como era entonces, y también al final de su vida, unos días en que lentamente fue extinguiéndose sin enfermedad, en la cama, con los ojos cerrados. Yo estaba junto a ella, le decía algo de vez en cuando para que me oyera y se supiera acompañada y a veces hablaba. Una tarde con voz apagada me hizo saber lo que nunca había mencionado: la noche antes de que yo naciera, en la casa todos estaban acostados pero ella, despierta, oyó en el pasillo cerca de la puerta del dormitorio, unos pasos que se aproximaban; pero eran de nadie, a nadie pertenecían. Hablaba con tranquilidad y recordaba a su hermano que había muerto un 24 de enero, de tuberculosis en Granada, unos años antes de que yo naciera otro 24 de enero. La revelación de aquellos pasos nocturnos me interesó escucharlo por su novedad, jamás lo había contado en familia, pero ella deseó que en sus últimas horas yo lo supiera.

 

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 La entrada en las vastas comarcas de la juventud me proporcionó hacer conocimiento de muchas personas de las cuales algunas persistieron como posibles amigos, y lo fueron, y otras perdían significación y al poco tiempo se eclipsaban. El interés de estos conocimientos me llevó a desear conservar su memoria, tanto su fisonomía como los rasgos peculiares y sus formas de reaccionar ante las circunstancias de aquel tiempo.

Compré un cuaderno no muy grande, de tapas color gris, y con bastantes páginas ya que me proponía ir haciendo un registro de los amigos que iban apareciendo. El cuaderno se inició con este fin y forme una especie de catálogo afectivo pero pronto hice apuntes de acontecimientos de la vida cotidiana, lógicamente aquellos que me parecían dignos de retenerlos, que por algún motivo me habían producido un impacto. Pero las fricciones del tiempo atemperaron el encanto de los amigos como los perfiles de la actualidad, y poco a poco el cuaderno no fue solicitado y dejó de ser archivo confidencial y durante muchos años lo conserve junto a papeles personales casi  olvidados.

Transcurrida casi una vida, en cierta ocasión precise recuperar un dato y entonces lo busque en el cuaderno. Pasé hojas, y ante mi desolación, comprobé que apenas podía ver mis notas, todo se había esfumado, el ligero trazo del lápiz era invisible con el paso de los años. No quedaban frases enteras, solo unas fechas, unos nombres se salvaron de todo lo escrito. Comencé a reconstruir el antiguo texto, trabajo casi parecido al de los egiptólogos interpretando los jeroglíficos, uniendo fragmentos desvaídos y pude recuperar una parte de mi memoria adolescente. En una página borrosa hallé el nombre de Ezequiel,  un amigo de la juventud. A este nombre yo debo rendir todos los honores pues su influencia en mi vida no es equivalente a la de ninguna otra persona. En la breve amistad que mantuvimos, y sin que él fuera consciente de ello, me señaló unos caminos que fueron importantes en mi progresión personal y después desapareció de mi vida.

Alguien me propuso conocer a un estudiante de Filosofía y Letras que era poeta y buen conversador. Acepte la propuesta y nos encontramos en la ciudad universitaria, en el edificio de aquella facultad recién reconstruido de lo mucho que sufrió en la guerra civil, y donde yo me había matriculado por libre en varios cursos. Nos pusimos a charlar, era un tipo delgado, muy vivo y simpático, muy imaginativo. Tras su gesto irónico había un fondo de madurez que me interesó, quizás por un ligero trac que detenía el inicio de las frases y parecía ser una vacilación por lo que iba a decir.

Al hablar de libros, yo acabé por contarle sobre mis desaforadas lecturas de entonces, una de ellas referente a la invasión de Europa en el siglo XIII por los pueblos mogoles, me había extrañado que este ejército, considerado bárbaro, llevaba consigo escribientes chinos que levantaban censos de las riquezas de las ciudades rusas conquistadas. A nadie había yo hecho partícipe de estas lecturas mías, pero cuando vi la extrañeza de Ezequiel ante lo que yo le contaba, para mi fue un gran estímulo y su mismo gesto de curiosidad me lo confirmó. La amistad se estableció y el debió de considerarme un tipo algo estrafalario, y un día tuvo la idea de presentarme a una tertulia que había descubierto y cuyos asistentes le parecieron miembros de algún grupo secreto.

Acudimos un domingo por la mañana a un café en el comienzo de la calle de Narváez, y nos encontramos con una tertulia de gentes que consideré de aspecto muy normal que en nada hacían pensar en un reunión sospechosa. Nos recibieron con una ligera desconfianza pero se impuso una charla normal en cuanto se percataron de que no éramos de la Brigada Político-Social. Mi sorpresa fue grande al oir que allí se hablaba de temas relacionados con las corrientes del pensamiento oriental y se mencionaban a personalidades y autores extranjeros. Las conversaciones se anudaban fácilmente: unos comentaban las costumbres tibetanas, otros la doctrina de Buda en el Japón, una mujer muy joven explicaba el libro que leía acerca del cristianismo.

Aunque lo ocultaban, los allí reunidos eran teósofos, los restos de la disuelta Sociedad Teosófica, acusada por el régimen franquista como peligrosa secta masónica, y de la cual se había extremado la persecución hasta fusilar a su Secretario. El tertuliano más respetado era un funcionario modesto con muchas lecturas, muy versado en todas aquellas doctrinas, que sabía exponer muy bien. Don Heraclio fue quien me explicó que la teosofía consideraba iguales todas las religiones, concepto que yo no había oído anteriormente. Recuerdo a un joven –debía de moverle un alto grado de fantasía- que me confeso su proyecto de  crear una escuela de filosofía para que sus discípulos desarrollaran un pensamiento más allá de lo normal y fueran iniciadores de nuevas concepciones espirituales.

Yo le escuchaba, atento y silencioso, y a la vez comparaba el Madrid de aquellos meses, desolado y hambriento, con urgentes necesidades, con aquella utopía de unos estudios teológicos de fuentes orientales. A mí no me podía atraer el círculo mágico del misticismo porque eran tiempos de mi maduración ideológica y mi adquisición de una visión materialista del áspero mundo en el que yo debía situarme.

Pronto dejé de acudir a esta tertulia porque coincidí con unos amigos de Ezequiel que eran profesores de literatura  y se reunían en un café próximo a la Puerta del Sol, donde hablaban de sus clases y comentaban los libros que iban apareciendo.