Vive en paz contigo y con el mundo.

Rehuye al enemigo. Esquívalo.

Si te ataca a muerte, destrúyelo.

Minamoto Yorimoto (shogun y monje zen)

 

En la cornisa de la planta decimotercera, a casi cuarenta metros de altura, un hombre de mediana edad intenta conservar el equilibrio para no caer antes de tiempo; para no caer antes de que se reúnan numerosos testigos de su tragedia final. Para no caer al vacío, así es como se dice, y así supone Estrada que se pondrá en el diario. El vacío; cayó al vacío ante la mirada atónita de la multitud, dirá el diario. Pero eso lo pensará Estrada poco después. Aún no ha advertido la presencia del hombre en la cornisa y de momento sólo piensa que está en las últimas y que se irá a dormir sin cenar, porque Estrada se preocupa por la cena cuando aún no son ni las siete de la tarde, y no es que tenga hambre. Todavía no, pero le aterra irse a la cama con la tripa vacía, aunque ahora mismo la tiene llena de cerveza, que se bebió dos jarras y en ellas gastó las últimas monedas. Por eso está tan panzón, se dice; por la cerveza y por ese hábito de irse a dormir con la tripa llena. Lahite se arrojó al vacío, pensará Estrada que dirá el titular, y debajo las fotos. Tres fotos: una con Lahite todavía de pie sobre la cornisa, las palmas pegadas a la parede; otra con Lahite despatarrado, en el aire, entre la planta novena y la octava. Esa foto hará historia: el gran Lahite, el famoso Lahite, cabeza abajo camino de la muerte. Y la tercera foto: Lahite reventado en la acera, quizá con los brazos en cruz. Y un charco de sangre; la gente en derredor; mucha sangre, mucha sangre. Algunos pisarán el charco pringoso.

 

Cien mil. Al menos tendrán que pagarle cien mil por la exclusiva. Y un contrato. Es lo más importante: un contrato por cinco años, como poco. Un contrato blindado. Tendrá que averiguar qué es aquello de los contratos blindados, los de los altos directivos. Todo eso pasará por su cabeza dentro de un rato, ya que todavía no ha visto a  Lahite instalado en la cornisa. Hasta el momento nadie ha visto a Lahite instalado en la cornisa, así que Lahite aguanta sin testigos.  De ningún modo quisiera suicidarse al margen del espectáculo, para eso más vale seguir viviendo, piensa Lahite. ¿O no? ¿Y si se arroja sin más? Como quiera que sea el suicidio dará mucho que hablar, prevé, y aunque por el momento su presencia pase inadvertida, cuando rebote contra el pavimento la humanidad se enterará. Tomarán fotos de su cuerpo roto y darán la noticia en todas las cadenas de televisión. Mañana saldrá en todos los diarios. Grandes titulares: Lahite se suicidó. Comentarán que era previsible y que se hubiera podido evitar de habérsele dado el lugar que le correspondía por su importancia y sus grandes méritos artísticos, políticos y sociales que sin duda le hacían merecedor de la gratitud pública. De pronto Lahite se tambalea y está a punto de caer. Se pega aún más a la pared y evita mirar hacia abajo. No vale la pena suicidarse sin testigos, vuelve a decirse, aunque lo contemplen miles de ojos una vez muerto él no sabrá del pesar de sus incontables admiradores. Un cuerpo muerto no se ve ni oye ni nada de nada.

 

En la planta decimotercera del inmueble de enfrente -un edificio de oficinas comerciales-, la empleada de una financiera, que ha dejado su puesto antes de tiempo, se rasura el vello de las axilas ante el espejo del lavabo de mujeres. Se encuentra desganada, sin ánimo para atender al público y deseosa de que llegue la hora de irse a casa, tomar un somnífero y meterse en cama con su marido para que éste se desfogue a gusto antes de que la droga comience a hacer efecto. Cuando empieza a ocuparse de la axila derecha gira la cabeza y a través de un ventanuco alcanza a ver a Lahite haciendo equilibrio en la cornisa. Da un chillido y enseguida se asoma al vano y le suplica a grandes voces que renuncie a su propósito. Lahite se sobresalta y vuelve a estar a punto de caer. Cuando recupera el equilibrio le grita a la mujer que su decisión es irrevocable. Así es como lo dice: “Mi decisión es irrevocable, señora”. Se lo dice sonriente: Lahite siempre sonríe cuando tiene público; no deja de hacerlo ni siquiera mientras hace equilibrio sobre una angosta cornisa. También le informa de que cuando acabe con su vida todos sabrán quiénes tienen la culpa. El volumen de su voz se impone al estrépito de los bocinazos y el rodar de vehículos y es oído allá abajo por unos pocos transeúntes, entonces se escuchan exclamaciones y alguien dice “Pero si es Lahite”.

 

“Hay que saber perdonar, señor Lahite”, grita la mujera. Ahora sabe que no tomará el somnífero y que tendrá tema de conversación con su marido a la hora de la cena porque ha decidido que esa noche, excepcionalmente, cenarán los dos. “Hay que saber perdonar”, repite, y a falta de otros argumentos pregona que mientras hay vida hay esperanzas. “Usted qué sabe”, responde Lahite -sin dejar de sonreír-, y son muchos ya los que oyen el diálogo y contemplan al presunto suicida que hace equilibrio en la cornisa, entonces Estrada, que aguardaba el cambio de luces del semáforo para cruzar la calle, alza la vista y sigue la dirección de las miradas. Pero si es Lahite, se dice. Movido por los reflejos de años de profesión se lleva a la cara la cámara que le cuelga del cuello, enfoca al hombre de la cornisa, ajusta la distancia, abre el diafragma sin dejar de tener en cuenta que el cielo está encapotado y oprime el obturador al tiempo que da salida a los ensueños: el gran Lahite en la cornisa minutos antes de arrojarse al vacío. Esa foto cambiará su vida, imagina Estrada, porque Lahite es noticia desde muchos años atrás. Más de veinte, recuerda. Estrada todavía era un niño cuando empezó a oír ese nombre. Lahite en las pantallas de televisión y en las pancartas más visibles de la ciudad; Lahite en las portadas de las revistas semanales; Lahite en las primeras planas de los diarios de mayor circulación. El estilo Lahite; las mujeres de Lahite; Lahite actor; Lahite director de cine; Lahite político; Lahite hombre-escándalo. Lahite, Lahite, Lahite.

 

Un relámpago convulsiona la escena y disipa fugazmente las primeras sombras del nuboso atardecer. Mejor será que no empiece a llover todavía, reza Estrada. Al menos que no llueva antes de que Lahite decida saltar. Calcula el lugar en el que capturará la imagen principal: será a la altura del piso octavo. Lo ideal sería cazarlo en el tercero o el segundo -mucho mejor enfoque-,  pero deduce que al llegar a ese nivel el cuerpo habrá cobrado excesiva velocidad y entonces podría perder la foto. Dios no lo quiera.

 

Otro relámpago y caen unas pocas gotas. Sí, es casi seguro que lloverá, de modo que será mejor que tome más fotos mientras haya buena visibilidad, piensa, y se dispone a disparar de nuevo, pero en ese instante recuerda que el carrete que carga en la Nikon está casi en el extremo final, maldita sea. Mira el contador de vistas y comprueba que apenas le queda película para otras tres fotos. Vuelve a rezar: por favor, Virgencita, que Lahite se tire ya. Ahora se recrimina por haber tomado tantas instantáneas inútiles durante la primera parte de la tarde. Pero, ¿cómo hubiera podido saber que en unas horas se presentaría la oportunidad de su vida? Antes del mediodía le avisaron en la redacción del diario que prescindirían de sus servicios. Sí, que estaba despedido. Se lo anunciaron en el peor momento, cuando se le habían acabado las reservas monetarias. No se le ocurrió nada mejor que ir a un restaurante: Estrada sabe que aunque la panza se llene el corazón no siempre se contenta, pero conoce que mientras dure la digestión uno se preocupa algo menos. Después de comer deambuló por esas calles y a fin de matar el tiempo cargó su último carrete para tomar fotos de fachadas, muchas fotos; esa misma tarde llevaría la cámara a una casa de empeños.

 

Le dijeron que para aceptarle la cámara debía traer el recibo de compra. Él no lo tenía (vaya a saberse adónde había ido a parar el recibo). No había caso: sin recibo no le daban dinero. En vista de los resultados Estrada decidió gastar sus últimas monedas en cerveza: panza llena corazón contento. Pero ahora tiene a Lahite en el visor y se alegra de conservar la Nikon al tiempo que lamenta no haber gastado el último dinero en un rollo de película. Para colmo, la que carga en la cámara es de 100 asa, buena para la intensa luz del mediodía, pero a las siete de la tarde ya es otra cosa, sobre todo con el cielo encapotado; sobre todo si para captar el cuerpo en caída deberá ajustar la velocidad al máximo. Necesitaría algo más de luz. Pero, en fin, abrirá el difragma a tope y que sea lo que Dios quiera, y quiera Dios que Lahite se arroje pronto al vacío, al menos antes de que oscurezca del todo o de que aparezcan otros fotógrafos, porque si Lahite demora en decidirse el lugar se llenará de representantes de los medios y él habrá perdido la exclusiva. Mientras no ocurra semejante desgracia Estrada continuará alerta, sin bajar la cámara ni dejar de apuntar a Lahite; sin dejar de rezar para que todo salga bien y no se presente la competencia, y sin dejar de anticipar con la imaginación el venturoso porvenir que podrá traerle la instantánea de Lahite en plena caída. Se ve a sí mismo al volante de un convertible. Pero antes de comprarlo irá a que le hagan una liposucción. Delgado y con un coche nuevo tal vez pueda recuperar a su esposa. La irá a buscar y le pedirá una nueva oportunidad; Rosa se mostrará maravillada con el nuevo cuerpo de Estrada: cuerpo exento de michelines. Y le encantará el nuevo coche claro. Después una nueva luna de miel. Tal vez se planteen tener  uno o dos hijos, entonces Rosa no volverá a abandonarlo. A Lahite también lo dejó us última mujer, fue lo que se dijo en la prensa. Otros hablaron de un desaire del Ministerio de Cultura, pero asimismo se mencionó que le habían rescindido el contrato en la televisión, lo comentan los que se encuentran próximos a Estrada entre la multitud que aguarda la decisión de Lahite.

 

El hombre de la cornisa tarda en decidirse. Se ha atrevido a mirar hacia abajo y cree haber descubierto en las caras de la gente el deseo de que se arroje, si serán jodidos. Lo que pasa es que el personal es sádico y a fin de cuentas va a resultar que me quieren muerto. Público ingrato. Y pensar que le dediqué los mejores años de mi vida. Un grupo ha comenzado a gritar su nombre y a hacer rimas: “Lahite, locuelo, que vas a dar al suelo”. Enseguida son muchos los que corean el estribillo. Se escuchan carcajadas y chuflas. Alguien se asoma a la ventana contigua y empieza a sermonear al aspirante a suicida. Tiene expresión grave y viste clerygman y alzacuellos blanco. ¿Se dejará influir Lahite por la palabra de un sacerdote?, se pregunta Estrada. Quiera Dios que no, reza. Quiera Dios que se tire de una vez por todas, y si lo hace que sea antes de que venga la competencia, antes de que oscurezca y antes de que rompa a llover. ¿Qué le estará diciendo el cura? ¿Le hablará del pecado del suicidio y el destino infernal que espera en la otra vida a quienes lo cometen? ¿O será un curita moderno con ínfulas de psicólogo, y le hará ver que casi todos los que miran a Lahite desde la calle están esperando a que se mate? “No les des el gusto, hijo. No te arrojes, aunque no sea más que para no darles esa satisfacción”. Acuden a la memoria de Estrada escenas de la etapa de su infancia en la que hizo de monaguillo y del tiempo que estuvo interno en un colegio religioso.

 

Qué sé yo qué me dice este cura –farfulla Lahite en la cornisa-; habla tan bajito que no alcanzo a oírlo, sobre todo con el griterío que llega desde la calle.

 

Quiere convencerlo para que no se tire, se lamenta Estrada. El cura maldito quiere convencerlo y me está jodiendo la vida. Claro, los curas no tienen problemas para llenar la panza; ellos viven a costa del Estado y los feligreses. Un cura nunca se queda sin trabajo; si conoceré yo a los curas.

 

Estrada advierte que ha llegado otro fotógrafo. Lo conoce: es Valiellas, trabaja en un diario de gran tirada. Así pues, se acabó, se dice: ya no hay exclusiva. Sin embargo, tal vez todavía haya una oportunidad. Sí, puede que la haya, porque Lahite sigue en la cornisa y cuando decida dar el gran salto podría suceder que Valiellas se distraiga. Si tuviera esa suerte él podría ser quien se lleve la exclusiva. Dios así lo quiera.

 

Lahite vuelve a mirar hacia abajo y alcanza a ver los dos fotógrafos. Ya deben haberme sacado fotos, se dice. Mañana saldré en todos los diarios. Ahora puedo tirarme. Pero esperemos un poco más: aún no ha llegado la televisión.

 

Suena el ulular de un coche de patrulla y, enseguida, la sirena de una ambulancia.

 

Llegan más policías y empujan a la gente para despejar un espacio destinado a que los bomberos puedan desplegar la lona que, con suerte, suele atajar a los suicidas antes de que toquen el suelo. Pero los bomberos todavía no han aparecido. Retumbe un trueno y comienza a llover con fuerza en el instante que a bordo de un minibús se presenta un equipo de cámaras de televisión. Virgencita, no dejes que me jodan la exclusiva, lloriquea Estrada en su fuero interno.

 

Ahora o nunca, se dice Lahite cuando lo enfocan media docena de rutilantes reflectores. La lluvia y un potente relámpago seguido de un trueno explosivo ahuyenta a muchos espectadores. Este es el mejor momento, trata de convencerse Lahite: nada más adecuado que morir en medio de una tormenta, pero será mejor hacerlo antes de que el público se aleje.

 

Este es el mejor momento, Virgencia, exhorta Estrada, dale valor a Lahite. Los focos iluminan con perfección a su objeto y Estrada considera que la lluvia otorga a la escena una textura muy adecuada para conseguir la foto más dramática de su carrera; la ansiada exclusiva si se diera el caso (afortunado), Virgencita, de que Valiellas se distrajera en el momento preciso y la instantánea fuera suya; sólo suya. Pero no sucederá si Lahite cambia de parecer o si el cielo se desploma, como de hecho está ocurriendo, porque de repente la lluvia se hace granizada y desde las alturas han comenzado a precipitarse formidables trozos de hielo que golpean la chapa de los automóviles, las cabezas de los espectadores y los reflectores, haciendo que revienten envueltos en humo mientras Lahite, empapado y acribillado por el intenso granizo, emprende el regreso y camina con precaución por la cornisa para alcanzar la ventana y la mano comedida y protectora del buen cura.

 

Estrada guarda la cámara con el temor de que el granizo la haya estropeado. Lo comprobará más tarde, cuando se encuentre bajo techo. Después intentará dormir. No será fácil con la tripa vacía.