Un escritor, bien. Un contador de historias, también. Con tales definiciones se mostraba Heinrich Böll conforme; pero ocurre que sus contemporáneos se empeñaron en asignarle apelativos que él repetidamente rechazó.

No le hacía ninguna gracia que lo calificasen de escritor cristiano, por más que durante toda su vida profesara la fe con sostenido convencimiento. Mayor irritación le causaba el ser conceptuado de moralista. Fue, sí, un hombre de su tiempo, atento a las cuestiones sociales. Un hombre que a menudo alzó la voz, que participó en movimientos de protesta y expuso sus opiniones políticas en innumerables entrevistas, artículos, conferencias. Un entrevistador le preguntó en cierta ocasión cómo se explicaba que para un gran número de ciudadanos alemanes él representara algo así como la conciencia moral de Alemania. Respondió sin vacilar: “Porque hay muy poca conciencia.” Böll percibía que semejantes adscripciones a lo político y moral simplificaban su obra, si no es que la anulaban, convirtiéndola en un apéndice de sus opiniones.

Fue, a la manera de Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra”, un hombre bueno, propenso a la solidaridad y la compasión. Quienes lo conocieron de cerca destacan su sencillez en el trato, su sentido del humor, su autenticidad. Böll fue un hombre honrado a carta cabal. Un hombre que no establecía diferencias entre lo que pensaba y lo que decía en público, y que auxiliaba con naturalidad a unos y otros, no pocas veces afrontando riesgos. Dividida Europa en dos bloques inconciliables, ayudó a una ciudadana a huir de Checoslovaquia; la invitó a tomar asiento en su automóvil y le prestó el pasaporte de su mujer, sobre el cual pegó una foto de la fugitiva. Sabido es asimismo que Böll pasó a Occidente, al término de una visita a la Unión Soviética, manuscritos de Alexandr Solzhenitsyn a cambio de nada, simplemente porque se lo pidieron; manuscritos de un escritor con el que apenas se podía comunicar (ninguno hablaba la lengua del otro) y del que lo separaban notables diferencias ideológicas. Ninguna de estas circunstancias importó a Böll, para quien la ayuda al necesitado, y en esto se nota su profunda convicción cristiana, estaba por encima de cualesquiera otras consideraciones. Más adelante acogió a Solzhenitsyn en su casa.

Böll gozó en vida de una enorme popularidad. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el éxito de sus libros en la naturaleza humana de sus protagonistas. Son individuos apenas heroicos, que no fueron nazis ni enemigos del nacionalsocialismo, sino simples soldados a quienes de buenas a primeras les cayó encima el peso de la Historia. En diversos libros de cuentos y novelas, Böll dio relevancia a un tipo de figura humana con la que muchos lectores alemanes pudieron identificarse, suscitando en ellos una intensa sensación de veracidad. He aquí un narrador, pensaron, que no miente, que cuenta las cosas sin glorificarlas ni tergiversarlas; antes bien, como fueron vividas (y padecidas) por un amplio sector de la población.

Heinrich Böll nació en Colonia el día 21 de diciembre de 1917. Corrían por entonces malos tiempos en Alemania, que se encontraba al borde de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Se abría para el pueblo alemán una época de privaciones, inflación galopante e inestabilidad política. La familia de Böll afrontará dicho periodo de estrechez con cierta holgura, gracias al taller de ebanistería del cual era propietario el padre de familia. Böll creció en un ambiente de acendrado catolicismo, con un claro componente antiprusiano y antimilitarista que marcará de por vida su personalidad y también su literatura.

El triunfo de Hitler en las urnas, en enero de 1933, pilla a Böll suficientemente vacunado contra cualquier tentación totalitaria. Ni la exhibición de armamento, ni las banderas omnipresentes, ni los uniformes lograron nunca fascinarlo. En casa, al principio, sus familiares se mofan de los nazis. Pronto se percatan de que las burlas y la crítica en voz alta se han vuelto sobremanera peligrosas. No son desconocidos los campos de internamiento donde los nuevos amos del poder recluyen a los disidentes políticos, los homosexuales y los judíos.

A la edad de 15 años, Böll ha visto hordas de matones nazis campando por sus respetos en las calles de su ciudad natal. Se deja imaginar el rechazo que le inspiran, a él que ya es un denodado lector, las quemas públicas de libros. El concordato firmado por la Santa Sede con Hitler en el verano de 1933 supuso un duro golpe para su familia, cuyos miembros estudian la posibilidad de abandonar la iglesia católica. Este paso lo dará cuarenta y dos años después Heinrich Böll, sin renunciar por ello a la fe.

Al joven Böll le habría gustado estudiar. Incluso llegó a matricularse en la Universidad de Colonia con el fin de cursar Germanística y Filología Clásica. Pocas semanas después, la invasión alemana de Polonia determinó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente Böll fue incorporado a filas, lo que dará al traste con su sueño de hacer una carrera universitaria. Durante más de cinco años, hasta muy poco antes de la capitulación, Heinrich Böll combatirá en diversos frentes antes de ser hecho prisionero. Al respecto dejó escrito: “La guerra me enseñó qué ridícula es la virilidad y qué desamparado está el hombre en la guerra.” Una parte considerable de su literatura, la más testimonial, tendrá en cuenta ambas conclusiones. Podría incluso afirmarse que nacerá de ellas.

La guerra perjudicó seriamente la formación intelectual del escritor. Entre los años 1939 y 1945, aparte de cartas, Böll no escribió nada. Tras el cautiverio de varios meses, regresa a Colonia, destruida en más del 70% de su extensión urbana. Era un superviviente sin estudios, sin profesión, sin bienes de fortuna. Tardó obra de dos años en recobrar la salud. Para entonces ya está decidida su vocación literaria. Sus primeros textos consisten en relatos vinculados temáticamente a las privaciones y la miseria de la recién comenzada posguerra, en una ciudad cubierta de polvo y casas derruidas. Es la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), de la que Böll será uno de sus más destacados representantes. Escribe historias relacionadas con las triquiñuelas del mercado negro, sobre hurtos para subsistir, sobre el racionamiento y las penalidades de toda índole en una sociedad marcada por la derrota bélica, que se debate entre la desmoralización, el sentimiento de culpa y el deseo de olvidar y salir adelante como sea.

Su estilo literario, sencillo, directo, está inspirado en el de sus modelos, Balzac y Dickens principalmente, así como en el de otras célebres figuras del realismo decimonónico. A este periodo de Böll pertenecen numerosos relatos, la parte de su obra que, a mi juicio, mejor ha resistido el paso del tiempo, y su primera novela, El tren llegó puntual (1949). También en sus siguientes novelas, ¿Dónde estabas, Adam? (1951) y La casa sin amo (1954), Böll escribió sobre la experiencia de la guerra y sobre sus consecuencias y su sinsentido.

El nombre del escritor comenzó a sonar con fuerza en el año 1951, a raíz de su participación en el séptimo encuentro del Grupo 47, durante el cual fue galardonado. El premio le supuso, además de una respetable suma de dinero, un contrato de edición con la que será en adelante su editorial: Kiepenheuer & Witsch. Aunque ya había publicado con anterioridad algunas libros, es ahora cuando arranca con fuerte impulso la carrera literaria de Heinrich Böll, quien atraviesa a lo largo de la década de los cincuenta una fase especialmente productiva.

Sus tres novelas consideradas mayores están por llegar. La primera, en 1959, Billar a las nueve y media, contiene una sucesión de conversaciones y monólogos sobre los conflictos familiares y personales de tres generaciones de arquitectos alemanes. Siguió, cuatro años después, Opiniones de un payaso, cuyo protagonista, Hans Schnier, un payaso de profesión que ha sido abandonado por su mujer, hace un repaso desencantado de su vida, sin ahorrar críticas a la iglesia católica y a la sociedad alemana de su tiempo. Por último, Retrato de grupo con señora (1971) traza un complejo mosaico de las distintas capas sociales que sirven de marco a la vida de la protagonista, Leni, una mujer de clase acomodada que terminará perdiendo sus privilegios a cambio de preservar la libertad. Un año después de la publicación de esta última novela, en 1972, Heinrich Böll obtuvo el Premio Nobel.

Pero no todo fueron éxitos y parabienes en la vida de Heinrich Böll. En 1953 tuvo un primer roce con representantes de la iglesia católica, irritados por la emisión radiofónica de un cuento suyo. Este incidente llevó a Böll a instalarse durante una temporada en Irlanda, experiencia que le inspiró un célebre diario.

Sus críticas contra el partido demócrata-cristiano le acarrearán una creciente hostilidad por parte de los medios de prensa del consorcio Springer, con los periódicos Bild Zeitung y Die Welt a la cabeza. Böll goza de reconocimiento internacional, ha sido elegido presidente del PEN Club; así pues, sus opiniones tienen peso, traspasan la frontera alemana y escuecen. Aprovecha su fama creciente para hacerse oír. Protagoniza actos de protesta contra la guerra de Vietnam y contra la política agresiva del presidente Nixon. Secunda las reivindicaciones estudiantiles, reclama mayores emolumentos para los escritores, apoya abiertamente la candidatura a canciller del socialdemócrata Willy Brandt, en la década de los ochenta se acercará a Los Verdes. Es, en suma, un hombre público que no elude en ocasiones la provocación, como cuando felicitó con un ramo de flores a Beate Klarsfeld, la mujer que había abofeteado durante un congreso del partido CDU al canciller Kiesinger por su pasado nazi.

En diciembre de 1971, Böll se atrae las iras del Bild Zeitung al criticar a dicho periódico, mediante una carta abierta, por atribuir sin pruebas un atraco reciente a miembros de la Fracción del Ejército Rojo. En adelante, Böll será objeto de una campaña despiadada por parte de la prensa de Springer. El acoso al escritor no se limitará a los medios de comunicación. En junio de 1972, tras la detención de Andreas Baader, la policía registra su casa en busca de terroristas. Un diputado de la CDU lo acusa de cómplice de estos en el curso de una intervención parlamentaria. A Böll le llueven epítetos denigrativos de aquí y allá, y reacciona (¿se defiende?) publicando un libro de denuncia de los tejemanejes de la prensa sensacionalista de la época, El honor perdido de Katharina Blum, que lleva el significativo subtítulo de Cómo surge la violencia y adónde conduce.

La novela, de tamaño reducido, obtiene un éxito descomunal en Alemania. La protagonista, Katharina, traba relación amorosa con un desertor. El caso llega a conocimiento de un reportero, que lo aprovecha para difamar sin compasión a la joven mujer, inventándose toda suerte de pormenores y lances. Incapaz de protegerse del poder desmesurado del periódico ni, por tanto, de lavar su honor, la joven mujer opta por matar al periodista.

La crítica literaria alemana constata en Böll, avanzada la década de los setenta, una pérdida de sustancia creativa. Aún escribirá y publicará unos cuantos títulos, si bien menores en el conjunto de su obra. Y no es sólo que su dedicación a los asuntos sociales, con todo lo que ello implica de desplazamientos, intervenciones públicas, presencia en foros diversos y tareas ocasionales de toda índole, menoscaben su capacidad de trabajo, restando al escritor tiempo y energías para la creación literaria. No menos lo aparta del escritorio su delicado estado de salud, en parte ocasionado por su prolongada y excesiva adicción a los cigarrillos. Böll arrastra problemas vasculares debidos al tabaquismo y padece diabetes. La edad y los achaques, distintas operaciones quirúrgicas, la muerte de un hijo en 1982, dejan en él una huella que las fotografía de la época hacen evidente. El 16 de julio de 1985, poco después de haber sido dado de alta en el hospital, Heinrich Böll falleció en su casa. Días antes, el suplemento dominical del periódico El País había publicado la que probablemente fue la última entrevista de su vida. El entierro, multitudinario, se celebró según el rito católico, con nutrida presencia de personalidades políticas.

En el momento de fallecer, Böll tenía acabada una novela, Mujeres a la orilla del río, que se publicó póstumamente. Libro de conversaciones dispersas, sin una trama reconocible, los críticos coincidieron en calificarlo de fallido. Yo tengo la impresión de que hoy día, en Alemania, el legado literario de Heinrich Böll está envuelto en una niebla de olvido. No, desde luego, en una niebla impenetrable que oculte por completo sus obras, al menos las más relevantes, que aún siguen mereciendo un segmento de balda en numerosas librerías. Lo cual no evita que a veces este o el otro título haya que encargarlo.

Como es habitual en el caso de los escritores fallecidos, se han recuperado textos suyos inéditos; en concreto, algunas tentativas literarias de sus comienzos. Existe asimismo un llamado Archivo Heinrich Böll, dedicado a preservar la memoria del escritor, a difundir su obra y facilitar el estudio de la misma. Böll da asimismo nombre a varias escuelas públicas y a un premio literario que organiza anualmente la ciudad de Colonia. El partido político Los Verdes tuvo la deferencia de asignar el nombre del escritor a su fundación.

Con eso y todo, y a pesar de la general simpatía que despierta el novelista, se percibe en la actualidad una falta de presencia de sus obras en el debate general de las ideas y de los nuevos gustos estéticos en Alemania. Es posible y deseable que la celebración en 2015 del trigésimo aniversario de su fallecimiento brinde la oportunidad de reactualizar la figura de un escritor esencial de la posguerra alemana, así como de releer sus libros y darlos a conocer a las jóvenes generaciones, quitándoles la fina capa de polvo que hoy, a mi juicio, los cubre.