Estando Alberto, Bonifacio, Carlos, Damián, Ernesto, Fernando, Genaro y yo reunidos en los raídos y confortables sofás del casino, hacia la mitad de la tarde Alberto contó el siguiente chiste:

Avisan a un teniente de que la madre del soldado Martínez acaba de morir.

El teniente llama al sargento y le dice:

--Estoy muy agobiado. Menudo compromiso. No sé cómo decirle al soldado Martínez que su madre ha muerto. Es algo tan doloroso, tan delicado… ¡Qué responsabilidad!

--U’té no se preocupe, mi teniente –dice el sargento--. Déhelo de mi cuenta que tengo yo mushia ep-periensia en estas cosas.

El teniente: “¿De verdad? Gracias, sargento, me quita un peso de encima. ¿Pero está seguro de que sabrá… en fin, decírselo con toda la delicadeza que requiere el caso?”

--¡De’cuide, mi teniente! ¿No le he disho que yo tengo musha ep-periensia?

En seguida el sargento sale al pasillo y grita:

--Compañía a formar, ¡Arrrr!... --Los soldados se ponen en firmes.-- ¡A ver, que den un paso al frente todos los que tengan madre, ¡Arrr!… ¡Tú, Martínez, quieto ahí ande estás! ¿Ánde crees que vas, de’grasiao?

 

º  º  º

        Aunque todos los tertulianos conocíamos el chiste, Alberto lo contaba con los oportunos cambios de entonación, las pausas y deslizamientos suaves o bruscos de una frase a la siguiente, y los ademanes y muecas del caso, así que nos reímos.

Ese chiste lleva décadas circulando por España y siempre hace reír, o sonreír, a la audiencia, comentó Bonifacio.                             

Su éxito, agregó, no responde tanto a la cómica distancia entre el objetivo que persiguen los protagonistas del relato (comunicar una pésima noticia a un tercero, con la mayor delicadeza posible) y el efecto que realmente alcanzan (le informan de la desgracia al estilo militar, o mejor dicho cuartelero, esto es, con pretensiones de eficacia técnica, pero de forma brutal y estúpida), cuanto en la complicidad que el relato establece entre el narrador y su oyente. Estos comparten una serie de convicciones e ideas previas A, B, C, D, E, F y G, que el chiste viene a confirmar:

A.—La pérdida de la madre es una experiencia incomparablemente dolorosa, una de las mayores desgracias en la vida del ser humano.

B.—Los miembros de las castas sociales intermedias o inferiores (que en el chiste están encarnadas por el sargento) son por definición toscos, zafios, primitivos; mientras que las castas superiores suelen destilar individuos más educados, más refinados y con más escrúpulos de conciencia.

C.—En el ámbito militar impera la necedad.

D.-- El mundo es un lugar grotesco y despiadado donde  nuestros sentimientos están sometidos al albur de individuos inferiores que ocupan, inmerecidamente, posiciones dominantes.

El narrador del chiste y los oyentes comparten también:

E.-- Conocimientos básicos sobre el orden físico del mundo: la organización del ejército, la jerga que le es propia, etc.

F.-- El lugar del teniente (con cuya responsabilidad, delicadeza y deseos de pasar la carga a otro se identifican), y su superioridad espiritual sobre el sargento.

G.—La idoneidad de los nombres. El teniente y el sargento no necesitan nombre propio, pues el cargo que ocupan les define, les contiene, les presta su identidad nominativa. Y el recluta se ha de llamar “Martínez”, que es el apellido más común en España y en este contexto significa “uno cualquiera, uno que representa al pueblo llano, el hombre de la calle, víctima siempre de poderes superiores”. 

(Si el recluta se llamase, por ejemplo, Ildefonso del Valle de Entramabasguas, el chiste derraparía y el oyente se encontraría  distraído por esa información derivativa.)

Al narrador del chiste y a su audiencia les resulta grato coincidir en tantas cosas, y todos ríen complacidos.

º   º   º

Carlos dijo: Es un chiste ciertamente muy divertido y a lo largo de las últimas décadas lo he oído contar muchas veces, pero luego, cuando se van apagando las risas, suelo quedarme con una sensación de carencia, porque noto que la escena se reduce a los rasgos más esquemáticos, y que los personajes circulan por las frases como meros vehículos de ideas a priori, de esas empatías entre el narrador y el oyente que Bonifacio acaba de exponer con tanta precisión y claridad. A mi modo de ver, se echa en falta toda clase de información. Hechos. Datos. Detalles. Por ejemplo, ¿cómo es el teniente?...

Carlos se respondió a sí mismo: al teniente podemos imaginarlo joven, delgado, un rostro de rasgos finos, manos finas, lleva gafas de montura dorada, es un militar profesional, un teórico de la guerra muy aplicado y con un brillante porvenir. A su novia no le gusta que siga la carrera de las armas, que está sujeta a traslados periódicos, mientras a ella le gustaría no moverse nunca de la pequena ciudad de provincias donde nació. Además, encuentra que en su carácter hay una cierta cualidad mecánica, de la que culpa a la profesión que ejerce y al trato diario con tipos ordinarios en un ambiente sin mujeres.

El sargento, en cambio, lleva barba cerrada, tiene las piernas arqueadas, quizá un inicio de tripa, camina como un vaquero. Es huérfano de un campesino pobre, y después de cumplir el servicio militar obligatorio se reenganchó al Ejército. Para él, no pasar hambre ya es un logro, y lleva ya seis años bajo la bandera, y ni un solo día se ha quedado sin comer tres veces. Pero es que además los sábados corteja a una criada en la ciudad, una muchacha con mejillas de manzana y manos ásperas y rosadas, con la que se acuesta en la cama matrimonial de sus señores, bajo el gran crucifijo de marfil, cuando éstos han salido de visitas, lo que a los dos les parece especialmente excitante, y luego cuando la deja se emborracha en un bar con mostrador de aluminio y pavimento cubierto de aserrín y de los rotos boletos verdes de una lotería ilegal. Para él esta vida es sencilla, clara, ordenada y relativamente agradable, comparada con su infancia. Le está agradecido. Está seguro de que durante los próximos cincuenta años podrá soportarla sin mucho esfuerzo.

            Ahora, ese teniente le dice:

         --¿De verdad cree usted que sabría… anunciarle esa trágica noticia a Martínez?

--Efe’tivamente. Positivo.

--Piense que es un tipo más bien primario, no dispone de grandes reservas emocionales para afrontar un trauma de estas características, su psique puede venirse abajo.

            --De’cuide, teniente, si es pan comido. ¿No le’disho que no s’ha de preocupá? Eso corre de mi cuenta. Fíese uté de mí, yo conosco a mis hombres.

            El sargento choca talones y sale del despacho. En el corredor la atmósfera es fría, transida por corrientes de aire húmedo. Es la hora crepuscular. Al oír su orden, “¡Compañíaaaaa… a formarrrrr!”, los soldados salen como cucarachas huyendo de los dormitorios, de las salas de televisión, de la cantina, los unos calándose la gorra, los otros abotonándose la guerrera o ciñéndose el cinturón, y rápidamente forman filas bajo la luz mortecina de los grandes ventanales, que dan al patio interior y arrojan delante de ellos sus propias sombras. En esa oscuridad de eclipse interior suenan como  latigazos las palabras del sargento:

            --¡Commmmmm-pañíííí´-a! ¡Paso al frenteeeee los que tengan madreeeee!... ¡Martínesss, quieto ahííí gilipoyas…! (Etc.)

  º  º  º

Damián, que es el más raro de la tertulia, el más imprevisible, dijo: el teniente se llama Sesé; Gaspar o Alfonso Sesé.

El sargento podría llamarse Francisco Ceballos. Paco Ceballos. Sargento Paco Ceballos.

Y el recluta, sí, claro, se llama Martínez.

 º  º  º

Ernesto dijo: Si te empeñas en nombrarlos, por mí vale, que se llamen así. Para mí, eso no es lo  interesante. Para mí lo interesante viene luego, años más tarde. Algo les sucedió en aquel cuartel, algo que se mantiene en secreto, pero es evidente que a consecuencia de ello la carrera del teniente y la del sargento se han descalabrado. Ahora están viviendo en un pelado islote frente a la costa africana y no lejos de la española. Ellos dos componen la única guarnición. Pasan las veladas y las noches en una casucha de mampostería, con techo de uralita, y cada mañana, después de izar la bandera, hacen la ronda de las casamatas y de los búnkeres costeros, seguidos de una jauría jadeante de perros flacos y pelones.

En el café del puerto español al que viaja cada mes uno de los dos, por rigurosa alternancia, para reponer vituallas y entregar el parte de novedades en Capitánía, se comenta que años atrás, durante unas maniobras, a un soldado se le disparó el arma, alguien resultó herido, y la culpa recayó sobre el sargento, por no haber estado atento, y sobre el teniente, que aquel día estaba al mando del cuartel. Otros rumores apuntan a un desfalco en la caja, y uno de los dos era culpable y el otro inocente, pero el tribunal no hizo distingos y como carecía de pruebas incriminatorias para expulsarles del Ejército, les dio a elegir entre dos destinos igualmente aislados y miserables:

 El islote, o un cuartel perdido en medio del desierto de los Monegros. Aunque los Monegros sean tentadores, con la sugestión de infinito de su interminable erial y de su cielo, los dos eligieron el islote por su peligrosidad, pues se teme que el día menos pensado lo invadan los árabes, que lo codician porque allí se retiró hace mil años un profeta de su religión para hacer penitencia. También hubieran podido elegir un destino diferente cada uno, por ejemplo el desierto para el sargento y el islote para el teniente, o viceversa: el sargento se hubiera podido ir al islote, con un oficial desconocido, y el teniente, a mandar la guarnición del fuerte en los Monearos...

Pero decidieron permanecer juntos. El alma del teniente tiene una fibra masoquista, y no quiere separarse del sargento, cuya barba prematuramente canosa y cuyos rasgos faciales ennoblecidos por las huellas del sufrimiento son un permanente recordatorio de su grave error, falta o delito. Se siente responsable de lo que le pase al pobre diablo. Y el sargento también quiere permanecer cerca del teniente, también se siente culpable de su caída en desgracia. Él es consciente de que, de todas maneras, aunque aquello no hubiera sucedido, los limitados recursos de su inteligencia y su educación elemental no le hubiesen permitido ascender muy alto en el escalafón. Por el contrario, el teniente, siendo tan listo y estudioso, hubiera podido tener una carrera brillante, e incluso casarse. El sargento se propone no alejarse nunca del teniente, a ver si se le presenta una ocasión de hacerse perdonar…

   Ambos han dicho adiós a las fantasías matrimoniales y los proyectos de llevar una vida “normal” que al principio de su estancia en el islote les acosaban durante sus muchas horas vacías. Cada mañana, después de izar la bandera, ellos dos, el alto y el patizambo, seguidos de los perros, dan un paseo exploratorio por los acantilados, para observar el mar y la línea quebrada de las montañas azules, de donde cualquier día podrían llegar los invasores. En los acantilados sopla un viento fuerte y racheado que hace restallar la ropa contra el cuerpo y les obliga a sujetar bien las gorras para que no salgan volando. El estrépito de las gaviotas es ensordecedor. Un día al sargento se le ocurre que si mataran a unos cuantos miles de esas aves escandalosas las demás aprenderían a eludir la isla, y ellos podrían descansar del ruido de sus gritos. Después de una pausa, el teniente le responde que se olvide de ese plan: como gasten una sola bala sin justificación, en intendencia les brean. El sargento sugiere que se podría justificar el holocausto avícola como avituallamiento de carne para intendencia. El teniente responde que la carne de las gaviotas no hay quien se la coma; y además la munición hay que economizarla por si se presenta el enemigo.

Hablan a menudo de qué harán si llegan los africanos en sus barcas para adueñarse del peñón, y es curioso: es el teniente el que está resuelto a hacerles frente a tiro limpio, mientras que el sargento insiste que eso equivaldría a una acción de guerra de la que se seguiría una catástrofe para ambos países, y que lo mejor sería rendirse a un enemigo tan superior en fuerzas y dejar que los diplomáticos y los políticos enderecen el asunto. El teniente no atiende a estas razones. A él el enemigo no le cogerá vivo, así el mundo entero se hunda en el infierno.

Una vez al mes uno de los dos toma la lancha y va al continente, para entregar el parte de novedades y hacer las compras. Ellos llaman a esa excursión “bajar a la península”, como si estuvieran muy por encima de nosotros. En capitanía, el sargento suele encontrarse con un  antiguo compañero, ahora ascendido a brigada, que se interesa por su vida en el islote. El sargento dice que no estaría tan mal, si no fuera por esa pesadez de las gaviotas. Otras veces se queja de la soledad, o del carácter crecientemente huraño y lacónico del teniente. El otro le dice que no se queje, porque hay quien está peor. ¿Quién? La guarnición de un fuerte tierra adentro, que tienen que cuidar una granja de cerdos. Al sargento se le abren los ojos: ¿Y esos cerdos, qué comen? ¿Podrían comer carne de gaviota?…

El antiguo colega le interrumpe:

--Oye, me apena tu situación y hace tiempo que siento curiosidad por saber… en realidad, ¿por qué os castigaron? ¿Qué hicisteis, allá en el cuartel?

--… Ná, envidias. ¡El mal de España, masho! Bueno, me tendo de ir. Hasta el mes que viene.

 El sargento aprovecha para ir a putas y luego se toma tres copas, ni una más, en la cantina del muelle, antes de tomar la lancha de regreso a la isla.

Cuando es el teniente el que “baja a tierra”, visita una librería y hace acopio de novelas policíacas. El año pasado, en cambio, le gustaban mucho las del Oeste, y el anterior, las de ciencia ficción…

En la charcutería les atiende un empleado, con bata blanca y calva brillante, que parece un doctor, mientras junto a la puerta, sentado en alto detrás de la caja registradora, el propietario, orondo, de relucientes y rubicundas mejillas, que no es otro que el ex soldado Martínez, contempla sus dominios: las alacenas colmadas de latas y botellas y los frigoríficos de puerta de vidrio y los adiestrados dependientes en bata blanca que circulan entre ellos y escuchan a los clientes frotándose las manos. 

 º  º  º

Después de una pausa para que los tertulianos rumiásemos el desasosegante relato de Ernesto, y para que pidiéramos al camarero que encendiese de una vez las lámparas y que nos sirviese otra ronda, Fernando tomó la palabra. Todo eso está muy bien, dijo,  pero quedan por el camino muchos cabos sueltos, aspectos secundarios, laterales, pero que merecerían también ser tomados en consideración, por ejemplo el espacio físico, y la disposición en él de los objetos. ¿Cómo era, vamos a ver, el despacho aquel donde el teniente le dijo al sargento que no sabe cómo comunicarle al soldado Martínez la noticia de la muerte de su madre?... En la pared detrás del escritorio colgaba un plano geológico de la región con chinchetas de colores, y dos grabados de unas elegantes goletas, porque el teniente hubiera preferido servir en la Marina, pero su difunto padre, coronel de infantería, le asendereó por otro rumbo. Había un sillón de mimbre, un silloncito déco, con asiento y respaldo de mimbre y  reposabrazos de madera de cerezo con elegantes molduras geométricas, que compró para que sus visitas tuvieran dónde sentarse; pero como nadie le visitaba en el cuartel, servía para dejar la gorra y el cinturón con la pistola. En la pared tenía un reloj grande, un silencioso y elemental reloj de cocina, y por lo demás las paredes estaban desnudas y en el cuarto reinaba un orden espartano. 

Aquella mañana, el teniente, sentado a su escritorio, colgó el teléfono, se pasó la mano por la cara, restregándose los ojos bajo las lentes doradas, y luego apoyó en esa mano la frente preocupada, pensando: “Tengo que decírselo. Pero ¿cómo se lo voy a decir?... ¿Cómo se dicen estas cosas? ¿Cómo le dices a un muchacho tan joven algo tan triste?” En el cuarto reinaba un silencio espeso, como si se hubiera hecho el vacío. 

--¿Dausté su permiso, mi teniente? --Entró el sargento, a contarle naderías sobre el servicio, y el teniente le explicó la  embarazosa situación en que se encontraba.

--No se preocupe que ya m’encargo yo de decírselo al shavá. Tengo yo para estas cosas musha mano i’quierda.

 º  º  º 

     Gerardo había estado escuchando con evidentes muestras de desacuerdo, muecas y bufidos, y entonces tomó la palabra y en el tono más impaciente dijo:

Se abre la puerta y entra el sargento, seguido de Martínez. A una señal del teniente, el sargento retira del silloncito déco la gorra, el correaje y la pistola, lo deja todo sobre el escritorio, y le dice a Martínez que se siente. El soldado lo hace. El teniente le observa. Es obvio, piensa el teniente, que el muy infeliz no sospecha la desgracia que se le viene encima. Muy pronto esas mejillas gordezuelas, esos ojos asombrados van a sufrir una transformación atómica. Al teniente le da pena. Desde luego el sentido de la vida es aprender algo para morirte menos ignorante y tonto de lo que eras cuando naciste, pero muchas veces el conocimiento es una puñalada en el alma, muchas veces es mejor no saber. Abre un cajón y saca botella y vasos. 

--Beba, soldado –dice el teniente, sirviendo una copa de orujo—Tómeselo de un trago, como los hombres.

El sargento, de pie contra la pared y con las manos a la espalda, aguarda, para empezar a hablar, a que el recluta se haya bebido el primer vaso: ¿Tú te imaginas, Martínez, que la central nuclear de Tarragona ha sufrío una avería, se escapa la radia’tividás a shorro por una grieta en el hormigón y infesta toa España, y que la gente se cae muerta a puñaos, de manera que tú andas por un sendero en el campo tratando descapá de la radiatividás, y ves que ahí mismo, al pie de una ensina, hay un tío agonisando y delante tuyo uno que iba andando por el camino se cae al suelo, muerto, y aluego otro, y otro, y otro, ¡to´os! Y aluego tú también enpiesas a sentir los síntomas… No. ¿pero tú mentiendes lo que te digo? Náuseas. ¡De repente enpiesas a argomitar! ¡Argomitas cosas raras, cáscaras de huevo y esponjas y… ¡Sírvale otra copa, mi teniente!... ¡Bébete eso ahora mismo, maricón!... ¡Así!... ¿Y te imaginas que mientras tanto por el sur la morisma crusa el Estrecho de Gibraltá, en barcas, a millones, millones de moros maricones ansiosos de darnos por el culo y pasarnos a cushillo y así lo hasen, y violan a nuestras madres y nuestras hermanas?... Imagínate tú que te pillan entre varios buharrones y te cortan los brazos y las piernas y te dejan ciego. ¡Imagínalo! Pá violarte a toa hora sin que tú puedas haser ná. Y meársete ensima cuando les venga en gana. ¿Te gustaría seguir viviendo así? No, para eso es mejor morir. Morir no es tan malo. Mi teniente, sírvale otra copa. Bébete eso, shavá. Bebe, Martínez, coñio… Ha pasado una cosa que es mala, mala, mala, ¡pa qué vamos a engañan-nos!, mala de cojones, pero no tan mala como lo que acabo de contarte. ¡Que te bebas esa copa! Atiende, shavá, te lo tendo de decir…  La madre, la madre de uno es la cosa má sagrá y más bonita que hay…

El teniente, que ha escuchado este soliloquio emitiendo tosecitas sordas y rebullendo en su asiento, le interrumpe:

--Escuche, Martínez: su madre ha muerto. Tiene usted quince días de permiso para enterrarla. Le acompañamos en el sentimiento. De verdad.

Martínez se queda unos instantes en silencio, asimilando la noticia.

Luego, en un tono muy calmo y pausado, dice:

--Mi teniente, mi sargento, lo primero quiero agradecerles las molestias que se han tomado, pero la verdad es que todos estos circunloquios y rodeos eran innecesarios porque mi madre y yo nunca hemos estado muy unidos, nunca nos hemos llevado bien, sino todo lo contrario: ella jamás me dedicó el menor gesto de cariño. Sepan ustedes que mi padre, que afortunadamente ya falleció, apuñalado a la salida de un figón de madrugada, era un alcohólico y un tirano que hizo de mi infancia un calvario. Me pegaba muy a menudo. Y cuando le veía sacarse el cinturón, mi madre en vez de terciar en mi favor y suplicarle que se apiadase de mí, le animaba a pegarme más fuerte. Así que por ella no siento nada. Nada, nada. Ni siquiera la detesto, y su muerte me resultaría por completo indiferente si no fuera porque tiene… porque tenía un  colmado; voy a heredarlo y viviré como dios manda.

El Teniente:

--¿Y para esto tanta historia? ¡Si me lo hubiera dicho usted antes, Martínez! ¡Cuántas desgracias me hubiese ahorrado! ¡El consejo de guerra! ¡Esos atardeceres melancólicos del Peñón, mirando la línea de la costa! ¿No es verdad, sargento?

El Sargento:

--Efetivamente. Coñio, Martínez.

Martínez:

--¿Mi teniente, el permiso no podría ser de tres semanas? Tendré que llenar mucho papeleo…

El sargento señala la pistola y dice:

--Martínez, ¿Tú sabes qué es la ruleta rusa?

El teniente:

--¡El horrible graznido de las gaviotas! ¡El frío y la humedad de aquellos inviernos interminables!

 º           ª           ª

Yo dije: en cuanto al despacho, había una alacena en la que tenía, junto a las Reales Ordenanzas militares, 30 novelas de Edgar Carr, un celador de hospital que a mediados del pasado siglo, en un semisótano de Atlanta, Georgia, escribió la más delirante y visionaria saga de fantasía científica, y luego se adhirió con fanatismo a la religión católica, suplicando el ingreso en una orden monástica, que le rechazó por temor a los excesos fanáticos de su fe, aunque le permitían contribuir en calidad de hermano lego a las más humildes tareas de limpieza del monasterio, lo que hizo con mucha alegría hasta la misma víspera de su muerte, que la alcanzó a edad no muy avanzada, en un estado de grave deterioro de sus facultades cognitivas y habiendo olvidado por completo que era el eminente autor de la “Saga de Kral”…

      Volviendo al despacho: el escritorio procuraba mantenerlo vacío, salvo por el sobre de cuero verde, con sus folios negros, en los que escribía con tinta negra, pues así podía escribir la verdad sin que nadie la viese, y el teléfono, que a veces sonaba, y yo descolgaba y me decían: “Ha muerto la madre del soldado Martínez”. La gorra y la pistola solía dejarlas en el precioso silloncito déco que mi novia compró en un anticuario y me regaló por mi treintavo aniversario. En una esquina tenía un cactus muy grande, y un paragüero, completamente innecesario, un paragüero alto, redondo, de loza blanca, al que siempre se me iba la mirada.

     Y en aquel despacho no tenía nada más, ni echaba nada en falta.

    Yo dejaba la puerta entornada, y a veces, mirándola con la intensidad suficiente y en un determinado estado de ánimo desasido, me entretenía en forzar las apariciones. Que entrase por aquella puerta una mujer-ángel, un ángel turbador, un gigantesco ángel femenino de una palidez resplandeciente, y con alas grandes, que apenas pasan entre las jambas con un gran fragor de plumaje. Detrás de ella, en lugar del corredor, se alejan dos hileras de altos álamos otoñales junto a un camino lleno de hojas muertas. La ángel, con un dedo sobre los labios, me reclama silencio, y yo no estoy seguro de si viene para llevarme con ella a lo alto de un risco y allí devorarme tranquilamente, entre los huesos y la carroña de festines precedentes, o si…

            También imaginaba otras presencias cruzando aquella puerta. Algunas, hablaban.

            …Aunque la verdad es que nunca entraba nadie en mi despacho, nadie salvo a veces el sargento Ceballos.