Jesús Zomeño (Alcaraz, Albacete, 1964) es uno de esos escritores que no nadan en la superficie, a la vista de cualquiera, en las listas de superventas o en las pagadas reseñas de los medios comerciales. Son escritores que habitan en las profundidades. Hay que bajar al fondo para encontrarlos y entonces los leemos en silencio, a solas, con la pasión perpleja de quien ha descubierto una maravilla ante la indiferencia o desconocimiento generalizados. Levantamos los ojos, queremos compartir nuestro descubrimiento y comprobamos que estamos solos en esa profundidad. La gran literatura habita siempre en los márgenes. Es como si la soledad fuera el precio de lo maravilloso.

El autor de De este pan y de esta guerra (2016) o de El cielo de Kaunas (2018), entre otras, ha publicado este 2025 un libro diferente, valioso, memorable: Tránsitos, subtitulada Nocturnos de los Balcanes, en la editorial valenciana Contrabando. Se trata de un libro con muchas capas que yo he leído, y animo a leer, como un homenaje a la literatura o, mejor dicho, al poder casi ilimitado de la imaginación. De una imaginación existencial, eso sí, inseparable de la conciencia de la muerte, de ahí el miedo como motivo recurrente, de ahí lo sórdido y macabro de algunos pasajes. El japonés Yukio Mishima escribe en El sol y el acero que los grandes abismos de la imaginación están en la muerte. Y con esa misma premisa podemos adentrarnos en este libro de libros.

Estamos ante cuatro novelas breves que corresponden con los cuatro trayectos en tren necesarios para llegar desde Sofía (Bulgaria) a Bucarest (Rumanía). Cada una de ellas bajo el signo de una obra literaria célebre: Noche oscura del alma es la primera en leerse (de Bojchinovci a Vidin), Extraños en un tren la segunda (de Calafat a Craiova), El paraíso perdido la tercera (de Sofía a Bojchinovci) y Mi nombre es Mary Shelley la cuarta y última (de Craiova a Bucarest). Cabe aclarar que este es el orden de la lectura, si bien no coincide con el orden de los acontecimientos. A lo largo del libro hay suficientes conexiones entre narraciones para ubicar estas cronológicamente si uno lo desea. Tenemos, por ejemplo, la mención reiterada a la vendedora de caramelos en la estación de Sofía o al atropello (¿suicidio o accidente?) que retrasa la llegada a Vidin, por citar solo algunas de estas conexiones.

Atravesamos un territorio extranjero y por momentos hostil, en el que asoman por las ventanillas nombres de ciudades impronunciables junto a escenas inquietantes de horror, un territorio híbrido de realidad e imaginación que acaso sea un personaje más de la obra, quizá el verdadero antagonista de todos los demás: un territorio que acaba convirtiéndose en un estado de ánimo donde el juicio moral queda en un segundo plano y la diferencia entre el bien y el mal se hace difusa. En ese territorio, nosotros, los lectores, somos extranjeros, incapaces de saber si viajamos “a través de una verdad o de una mentira”, por decirlo con palabras del policía fugitivo de Extraños en un tren.

No importa si es lunes o martes, sábado o domingo. Hemos perdido la noción del tiempo. Nos arrastra un tren que tiene algo de cueva platónica y algo de vientre materno desde donde nacer, transitar, a una nueva existencia, un tren que avanza por la oscuridad hasta la plena luz del día siguiente. En Tránsitos las referencias al día y a la noche, a la luz y a la sombra, tienen antes valor simbólico que interés horario. Basta señalar, por ejemplo, cómo el crepúsculo marca el trayecto de los dos ancianos y cómo la claridad de la mañana ilumina el amor de Mary Shelley, la protagonista del cuarto trayecto, claridad que evoca la esperanza de un nuevo comienzo en su vida.

Llama la atención que el viaje de los protagonistas sea solo de ida. Ninguno vuelve a su hogar o a su tierra natal: todos se alejan hacia lo desconocido, y nosotros con ellos. El primero viaja para pedirle el divorcio a su mujer, que se ha ido a vivir a Rumanía; el segundo huye a ninguna parte para salvarse de un supuesto complot; Rania y Yavor acuden al pueblo de un antiguo compañero de trabajo, al parecer fallecido; la joven Mary Shelley va a encontrarse con alguien que ha conocido por Internet. Así pues, son viajes sin retorno en los que la fabulación de los pasajeros protagonistas ocupa un lugar central, una fabulación a veces delirante, a menudo lúcida, que llega a sostener maravillosamente todo el relato, pues no olvidemos que la acción es limitada dentro de un vagón de tren.  

Los pasajeros de estas novelas breves, sentados codo con codo en sus asientos, parecen poseídos por el demonio de la fabulación. Fabular, hablar. Se habla mucho y, en consecuencia, se fabula mucho. Salvo el monólogo de Noche oscura del alma, las demás novelas se construyen, en mayor o menor medida, desde el diálogo como punto de partida para la fabulación. Un diálogo que es una representación a pequeña escala del proceso de escritura y lectura, del encuentro entre el autor y el lector. Vale la pena observar, por ejemplo, cómo el vampiro tatuador de Extraños en un tren utiliza recursos retóricos y teatrales para seducir al policía, que acaba fascinado por su presencia, o cómo los viejos agentes secretos de El paraíso perdido, él con principio de alzhéimer, completan mutuamente los recuerdos de su pasado comunista, construyendo una suerte de relato más o menos pactado, común. El soliloquio de la joven Mary Shelley, que nos sitúa a nosotros junto a ella como interlocutores privilegiados, casi como acompañantes, es especialmente seductor y emotivo, sobre todo cuando vemos asomar la dolorosa verdad del personaje entre tantas mentiras con las que trata de ocultarla.

Volvamos, sin embargo, a la relación que se establece entre la muerte y la imaginación en el libro. “Nuestra imaginación no es un arma, sino una herida”, se dice el protagonista de Noche oscura del alma mientras observa al resto de pasajeros. Solo quien es consciente de su condición mortal puede hacer pleno uso de su imaginación, parece decirnos el autor. En este sentido, el vampiro tatuador de Extraños en un tren, inmortal como todo vampiro que se precie, asegura: “Yo no tengo imaginación”. A lo que añadimos: ni reflejo ni sombra... ¿Es la imaginación (y, por extensión, la literatura) un efecto secundario de nuestra condición mortal? ¿En qué medida toda imaginación es un acto de legítima defensa contra la realidad de la muerte?

Puestos a defendernos, quiero pensar que no solo leemos este libro de Jesús Zomeño sino que también somos leídos por sus personajes, que no solo los salvamos sino que nos salvan. Las mismas ventanillas por las que miramos al interior de los vagones permiten a los pasajeros asomarse al mundo exterior, ese donde un hombre de mediana edad teclea ahora palabras, frases, en un piso de Madrid, junio de 2025.

La gran literatura es siempre un viaje solitario y compartido, por eso es tan difícil de explicar.

 

Jesús Zomeño, Tránsitos, Valencia, Editorial Contrabando, 2025.