A cien años de la redondísima fecha de su nacimiento, a cinco de su muerte, ya deberíamos estar, creo yo, en condiciones de conocer sin casi margen de error la razón por la que la obra de Ramón Gaya no se encuentra entre las que muestran los museos que, en nuestro pequeño pero pródigo mundo, han sido levantados para albergar el… “arte de nuestro tiempo”. El propio Gaya se pondría, pues, muy contento de que así fuera, pero esto es otro cantar. Lo cierto es que en los museos del contemporaneísmo, en concreto en el Museo Reina Sofía como caso presidencial, la obra de Ramón Gaya no existe. No digo que no esté (porque Juan Manuel Bonet hizo lo posible porque estuviera); sino que no existe, es decir, que allí y en la oficialidad progresista de nuestra cultura, ha sido decretada la inexistencia de este pintor y este escritor que no tiene par en el siglo XX español. (Digamos de paso que esta arbitrariedad selectiva no es de ahora, pero que es ahora cuando ha dejado de ser tal arbitrariedad para convertirse en espejo del plan al que obedece. Tomada por mera arbitrariedad, ya encocoraba a Ricardo Baroja, al verla reflejada en las decisiones de Juan de la Encina sobre lo que debía ser expuesto y lo que no en el entonces nuevo Museo Español de Arte Moderno).

Pero lo de ahora, lo de Gaya, es más sangrante, y —esto es lo que importa— mucho más significativo. De ahí que la razón por la que su obra es hoy excluida del, digámoslo así, “panorama de la época”, no debería escapársele a nadie. En todo caso, aquí estamos para decirla. Ramón Gaya fue el autor de una pintura de calidad excepcional entre las europeas del siglo —una pintura que significa la palinodia del siglo sobre sí mismo—, y el de un puñado de ensayos cimeros de entre los escritos en ese mismo tiempo en lengua castellana. Más concretamente: Ramón Gaya es el pintor del siglo XX en el que el aficionado a la pintura —no el experto profesoral— puede reconocer todavía, casi en exclusiva, el cuerpo y la carne de su vieja y siempre nueva afición. Y este es, además, el tema de su pintura. Así las cosas, es bastante lógico que esos museos donde sólo se conserva lo que ha sido fabricado para ellos, es decir, para la historia, no tengan interés en su obra. En cuanto a la calidad de Gaya, ¿se trata de una opinión? No. Es una verdad. Una verdad que no puede escapar a ese aficionado que sabe de lo que habla no por un saber aprendido, sino por un sabor: por haberlo saboreado. Puede, eso sí, que a mucha gente no le guste Gaya, que no le sepa a nada. Bueno. Pero a otros, lo que les ocurre es que, como se dice muy gráficamente, no… “les encaja”. Y esto es otra cosa. Allá cada cual, naturalmente. Pero los museos que han sido construidos para mostrar o archivar el arte de nuestro tiempo, no deberían hacer de ese "encaje” un rasero de su selección. Porque esto no es mostrar lo que hay y lo que hubo, sino hacer pedagogía —y no a humo de pajas, esta es la función política que para los museos del mundo progresivo prescribía, en cierta entrevista, quien acabaría siendo luego el director progresivo del Museo Reina Sofía.

Lo cierto es que la excepción cualitativa y significante de Ramón Gaya no descansa en una inclinación del gusto particular, sino en el sentido de su obra. De tal manera que no sólo procede de la maravilla de su pintura o de sus escritos, sino de lo que, en concreto, vienen estos a decir. Y lo que dicen las pinturas y los escritos de Gaya, es lo que justamente se hace intragable —no les encaja— a quienes por lo visto administran la legalidad cultural o creen, al menos, que esa cosa de la cultura debe ser sacada de su limbo autónomo liberal, porque, dado su papel político, precisa de una legalidad y una administración rígidas y muy bien vigiladas. Siendo así, ¿qué dicen exactamente la pintura, los escritos y los poemas de Ramón Gaya? Veámoslo, porque allí daremos con la razón de su exclusión.

Vivimos tiempos oscuros, tiempos que son además —como ya vaticinó el gran Burckhardt a las puertas mismas del siglo de los demonios— de una inédita, inmensa credulidad. La oscuridad de los tiempos parece de primeras una extravagante constatación proferida por alguien raro, alguien que quizá padezca de pesimismo, porque el pesimismo es tomado hoy por una enfermedad. A juzgar por el ruido y la luminotecnia, nuestros tiempos son de una claridad radiante, una claridad espectacular y nunca vista; de una justicia inédita; de una libertad desconocida hasta hoy. Los tiempos, según esa consideración unánime, han llegado a un colmo de bondad que sólo queda rebajado si se lo compara con el colmo que resta por alcanzar en el futuro, pero que, en comparación con cualquiera de los oscurísimos pasados, destella y fulge con los rayos de un rompimiento de gloria. Se trata con esto, pues, como se deducía del inolvidable principio de la Historia de dos ciudades dickensiana, de la idea política del tiempo, es decir de lo que se llamó “la razón histórica”.

La razón histórica  no ve ningún hecho, obra o autor del pasado sino como eslabón que conduce, imperfectamente, a la situación presente, en camino a la perfección del porvenir. La razón de que Ramón Gaya, pese al pasmo que su pintura y su palabra procuran al aficionado, ocupe un mero lugar discreto —o ninguno— en la legalidad cultural española, es, pues, una razón argumentada en virtud de la razón histórica —que en definitiva es ya la razón progresista, porque el progresismo es al historicismo lo que el brazo armado de una banda a su inspiración teórica y contemplativa. El dominio de la razón histórica sobre todas las facetas de la cultura europea, arrancando de la teológica, se hizo apabullante durante el siglo XIX. Según ella, el paso del tiempo promueve continuamente sucesivas clausuras e inauguraciones de etapas, a través de las cuales avanza el ente abstracto que viene a ser la humanidad socializada. Esta sería, más o menos, la descripción de su mecánica. Y su efecto principal es la autorización de unas cosas y la proscripción o condena de otras, según sincronicen o no con el proceso del tiempo.

Pues bien, la máquina histórica y progresiva ha decidido que Ramón Gaya (no es el único caso, claro) no es homologable. Ramón Gaya nació en 1910 —el 10 del 10 del 10, como nos gusta recordar siempre. El mismo año, por tanto, en que nació Miguel Hernández o Luis Rosales, uno después que José Antonio Muñoz Rojas, dos antes que Dionisio Ridruejo. ¿Qué importancia tienen las fechas? Para el parpadeo de Dios en que nuestra eternidad consiste, ninguna. Pero para la significación de las cosas y para la guerra sorda que se libra en la arena de la cultura —que más vale no ignorar, como la ignoran en su inopia los señores conservadores para quienes la cultura sigue siendo un agua que no mueva molino—, para eso sí importa, y mucho, porque es con estos bueyes con los que ara sus campos la razón histórica que todo lo domina. Y la del nacimiento de Gaya es una fecha de cierto interés, pero para la manera progresiva de ver las cosas, no es la fecha de mayor interés entre las de su vida. Para la construcción política que persigue la argumentación histórico-progresiva, tienen más interés otras fechas. En 1928, por ejemplo, Gaya es un pintor murciano que conoce en Madrid a Juan Ramón Jiménez y a la plana mayor de la generación del 27. En 1933, Gaya se incorpora, por decirlo así, al aparato cultural de la República a través de su participación en las Misiones Pedagógicas y en el Museo Ambulante de Reproducciones Artísticas, como lo seguiría haciendo luego en los montajes de La Barraca o, ya en tiempos más recios, en Hora de España y el Pabellón de París. En 1939 zarpó camino de México, donde, pese a todo (la depresión, la tragedia, la ausencia…) ganaría su pintura su verdadero ser. En 1956, tras algunos viajes a Europa, se instaló en Roma. En 1960 vuelve a España y por entonces comienzan a aparecer sus ensayos mayores, El sentimiento de la pintura y el Velázquez, pájaro solitario. Y luego ya, vienen las exposiciones, las medallas, los premios, la editorial Pre-Textos publica sus escritos completos, se inaugura su museo de Murcia… Pero esto ya no resulta tan interesante para la razón histórica que ha exprimido en el Gaya republicano y exiliado todo lo que le interesaba de ese limón. Y lo que siga haciendo Gaya, no podrá beneficiarse ya de los réditos del programa de rescate de la cultura española republicana que ha sido llamado por la academia universitaria encargada de estas cosas, “proceso de normalización democrática”. En fin, cumplido el susodicho proceso, unas cosas encajan y otras no, según obedezcan a la caracteriología histórica depositada de manera inatacable en estos tres apeaderos: la gloriosa República, la infernal Dictadura y la parusía de nuestra Democracia feliz.

Pero ¿qué tendrá que ver la democracia con la pintura de Ramón Gaya? ¿Y la normalidad? Nuestra cultura —nuestro país—, de normal no tiene, en realidad, nada, y después de haber sido normalizado, menos que nada. Después de haber sido normalizada, la cultura española es más anormal que antes —no me atrevo a decir paranormal, pero podría ser, no entiendo mucho de esto. Vivimos, pues, en una cultura no normal sino normalizada por la vara de la razón histórica que alabean y blanden por doquier los señores especialistas y catedráticos de las universidades.

La razón histórica fue lo que enloqueció a Nietzsche; claro, que para enloquecer por esa causa, hace falta tener la sensibilidad de Nietzsche para percibir con antelación las consecuencias de las cosas. Me viene Nietzsche, el gran conservador, al recuerdo a cuento de Gaya, porque Gaya tuvo en mucho a Nietzsche; pero también por otra cuestión. El rasgo que sobre todos los otros diferencia la cultura española de la que salieron los exiliados, de la cultura española que incorporó a los exiliados como antecedente legitimador de su propio presente, se encuentra en el hecho de que la cultura española contemporánea es, a diferencia y para horror de quienes conocieron la España de 1930, cosa que se teje en las universidades. Cosa política. Es decir, que es cosa de expertos, de profesionales, de políticos, no de aficionados —y este asunto del afecto, del sentimiento puesto por cima del saber técnico profesional como modo de acercamiento a la pintura o al poema, es el asunto, claro está, que constituye el decir de la obra toda de Gaya. Esto es, al cabo, lo que su obra dice. Como es esto o muy parecido lo que dice la de Bergamín, autor de La decadencia del analfabetismo y amante, tanto como Gaya, de una España de cultura muy poco universitarizada.

Porque lo cierto es que la universitarización y burocratización cultural española, comenzó en realidad por entonces, con la promoción de la generación del 27 y las procupaciones administradoras de Juan Ramón. Pero veamos un ejemplo muy reciente: parece que con su gran equipo de investigadores, un conocido y reconocido estudioso de la cultura española del siglo XX va a acometer ahora otra Historia de la Literatura Española. Ese ha sido el gran anuncio. Bien. Tenemos derecho a sospechar. Si para hablar de Ridruejo, de Sánchez Mazas o de Foxá —o del propio Bergamín, o, qué sé yo, de Herrera Petere…—, hace falta, en virtud de aquella “normalización” de la razón histórica, mirarlos primero por encima del hombro, enjuiciarlos por el ser (no por el hacer), y torsionarlos al fin, como vienen haciendo estos equipos encargados de dibujar los panoramas de época, mejor huir su contacto. El celebrado profesor ha dicho, para abrir boca, lo siguiente —perdón, son anécdotas, pero anécdotas que hablan solas—: “La literatura fascista española, quitando a Ernesto Giménez Caballero, es poco importante. Agustín de Foxá y Sánchez Mazas son escritores de principios de siglo rezagados y los demás, galería de personajes curiosos.” ¿Hemos tenido suficiente con esto? ¿Rezagados? —nos preguntamos. ¿Rezagados, de qué? Pero los administradores del sistema histórico del adelanto y el rezago, no cejan. El profesor, ciego ya por la viga, concluye: “Hemos logrado ser menos sectarios.” Y en abundamiento y apoyo de su proyecto, aparecen al lado las palabras de un poeta histórico que, por si fuera poco, habla muy circunspectamente, es decir, disimulando la acción política que encubre la seriedad universitaria, del “oficio de cada cual (como) primer ámbito de socialización”. ¡Acabáramos!. Eso era todo: la socialización. Le agradecemos su ayuda. Se trata, pues, de la diferencia entre afición y profesión, entre sentimiento —que diría Gaya— y conocimiento socializado, expertivo, es decir, político. Es sencillo: un profesor, comido por la razón histórica, dibuja esquemas, procesos, casillas; trata luego de meter en esas casillas los nombres; muchos le encajan; le encaja hasta García Márquez… Le encaja, en definitiva, todo aquello que la propia razón histórica ya ha declarado existente. Pero, claro, lo que no existe, lo que esa misma razón que distingue entre rezagados, adelantados y estantes, ha declarado no existente, todo eso no le puede encajar. Y entonces ya entendemos lo de Giménez Caballero. ¿Pero no era Giménez Caballero el más ilegible, el disparate absoluto —lo decía José Antonio—, el dislate al que un aficionado lector nunca se acercaría? ¡Ah, amigo¡ Todo eso es cierto, pero Gécé era vanguardista, en un tiempo vanguardista, y entonces nuestro profesor historificado no tiene más remedio que salvarlo, porque… ¡le encaja! ¿Y los otros? ¿Ha pensado, usted, señor profesor, en Sánchez Mazas, quizá el escritor de mejor gusto, con mejor gracia y sabor, tras Azorín, que puede leer el aficionado del siglo? ¿Lo ha leído usted como lector, en sus vacaciones? Pero, claro, luego, tras la pregunta, reparamos en la realidad. ¿Qué cuenta puede traer todo esto del sabor y el gusto a quienes han dedicado toda la vida profesional a autores que, por lo visto, no les gustaban?

Cuando volvió a España, a Ramón Gaya no lo conocía nadie. Quiero decir, nadie entre el público del que se podía esperar que conociera a un pintor. En 1974, cuando Gaya abre su estudio ya estable en Valencia, la pintura española… ¿qué decir de la pintura española de 1974? En ese año, la galería Multitud de Madrid organiza una exposición titulada “Orígenes de la vanguardia española” en la que está presente la obra de Ramón Gaya junto a otras de Alberti, Bores, Moreno Villa, Ismael González de la Serna, Maruja Mallo, Souto, Olivares, en fin, de todo. Pero lo más relevante que se puede decir de la pintura española por esas fechas, es que no existía. Los pintores informalistas de los años 50 y 60 ya eran clásicos de asentada clasicidad. Pero lo que pitaba por entonces —en el mundo del arte, se entiende, que ya era un mundo en vías de institucionalización— eran los convivios organizados por Simón Marchán bajo el título “Nuevos comportamientos artísticos”. ¿Qué era esto? Esto, muy a grandes rasgos, era el arte conceptual, la mayor lata del arte del siglo, a medias filosofante y a medias politicante con dosis, en ambos casos, de gran saturación. En aquel 1974, además, todos los pintores jóvenes que poco después volvieron, mal que bien, a pintar telas con pintura, celebraron exposiciones iniciales: Pérez Villalta, Manolo Quejido, Campano, Pérez Mínguez, etc. Y, en fin, todo este revoltijo de lo político y lo hippie, era lo que daba de sí el arte español cuando vuelve Gaya a vivir en España de manera más fija. Esto, y unas cuantas exposiciones históricas, muy pedagógicas, de repaso de la modernidad y la vanguardia que organizaron instituciones privadas a la espera de que la vocación pedagógica del Estado —que en la infernal dictadura apenas si fue ejercida— desplegara en tiempos democráticos su verdadera efectividad instructiva.

En todo caso, el “proceso de normalización democrática”, según dicen los esquemas histórico-académicos, estaba en marcha. ¿Pero qué pasó, tras la “normalización”, con la pintura de Gaya? Pues pasó que, poco a poco, y según ese proceso concluye —hacia los últimos años 80—, Gaya quedó rescatado, sí, como un pintor exiliado de pinturas de 1927 o 1931 —las que encajan—, pero al tiempo olvidado y negado como el pintor —el gran Gaya— de pinturas de 1950, 60 o 70: las que no encajan. Es decir, que la razón progresiva que había rescatado para el museo —para un museo anticuario, claro— una pintura de 1927 de Gaya, ya no era, hacia la mitad de los años noventa, capaz de prestar atención al Gaya de unas pinturas que se habían quedado, como decía el profesor X, “rezagadas”.

En 1957, José Bergamín, desde París, le decía a María Zambrano, en Roma, que Gaya “es uno de los pocos, muy pocos, españoles salvados del destierro y la dispersión. Está hecho, maduro, sereno…” Pero naturalmente esto no puede interesar a la razón histórico-académica que administra la legalidad político-cultural española. Porque precisamente lo que interesa al dibujo en claroscuro de los adelantados y rezagados, es lo contrario: que nadie se salve de su casilla histórica, en este caso que Gaya no se salve de la República y el destierro. Quien dice “destierro” dice “edad de plata”, pero la cosa es no salvar a nadie de su naturaleza de eslabón procesual.

Hannah Arendt ya advirtió, de camino a sus estudios sobre los totalitarismos, que si la historia es tomada como un proceso, las existencias o realidades individuales no pueden tener en ella ninguna entidad, por no decir ningún interés. Y esto es lo  ocurrido con Gaya: que mientras su nombre obedeció al proceso elaborado por la interpretación histórica, se salvó; pero desde que no obedeció, fue condenado. ¿Cómo salvar a alguien que, en 1980, pinta rosas en una copa de agua, y que —esto es más grave— desde 1960 viene pintando Bautismos de Jesús? Este hombre ha perdido definitivamente el ritmo de los tiempos. No encaja. Y no será el único ¿Cómo se las apañará esa misma razón para encajar, si no es haciendo muchos visajes, un paisaje de Luis Fernández, de Gonzalo Chillida; un poema de Bergamín escrito a los setenta años, uno de Muñoz Rojas escrito a los noventa; una carta de Joan Sales, una novela de Salvador García de Pruneda? No hay modo. Es mejor ignorarlos. O darlos por rezagados.

Al fondo, sin embargo, hay algo de más gravedad. Al fondo y en contraste, está lo que la pintura y los escritos de Gaya, dicen. Quien cree que la historia es algo que se hace, que se fabrica con la voluntad o la política —como la realidad misma— no podrá acercarse con simpatía ni comprensión a una pintura y a un sentir de lo real que justamente se ahínca en la realidad viva y milagrosa de las cosas, de las criaturas, cuya creación fue previa a nuestra chapucera intervención. Esa viva realidad de verdad, de origen, es lo que nos invita a ver Gaya en sus pinturas. Y al fin, ya más serenos, nos preguntamos: ¿pero qué importa todo esto al aficionado, a quien siente no interés, sino afecto por lo real? Porque todo esto no pertenece al tiempo, ni a la vida, sino a la deliberada construcción política de una historia que viene a ser como un tejido interpuesto ante lo real —el tejido de unas cestas por el que se escapa el agua. Y ni siquiera un tejido, sino un tejemaneje, el tan característico tejemaneje español.

En este cartapacio de la revista Turia, hemos querido contar —por lo menos este coordinador de la sección gayista— con personas socializadas y oficializadas lo menos posible. Cada cual ha contado lo que sabe, lo que vio, o lo que sintió, en su acercamiento a la obra de Ramón Gaya. Van también aquí unas cartas que Isabel Verdejo ha tenido la gentileza de cedernos cuando simultáneamente estaba en marcha su publicación en las Obras Completas. Va también la propia carta en la que Isabel nos dice del centro que ocupa Ramón Gaya en su vida y del motivo —éste, precisamente— que le vuelve imposible escribir sobre él, porque para eso hay que situarse siquiera a una mínima distancia descentrada.