Hay un momento, en la primera parte de Tu rostro mañana, cuando el narrador está contando de su padre, y va diciendo que cuando hubo terminado la Guerra Civil el que fuera uno de sus mejores amigos lo traicionó y delató, y que además iba paseando por ahí pavoneándose de que iba a conseguir que le cayeran treinta años de cárcel, en el que Javier Marías escribe: “¿Cómo no puedo conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que mostrarás tan solo cuando no lo espere?”. Ahí, en el curso de la novela, cae así el impulso que remotamente la anima. ¿Qué sabemos del futuro de los que nos rodean, qué será de ellos, qué hay ahora que nos avise de lo que serán, qué margen en su rostro de ahora para adivinar el de mañana?

Fiebre y lanza, el primer volumen de la última novela de Javier Marías, empieza así: “No debería contar uno nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra ni cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido”. La última frase del tercer volumen, Veneno y sombra y adiós, la que cierra todo, son nada más que tres palabras: “No, nada malo”. Entre un extremo y el otro están contenidas las 1590 páginas de una de las aventuras literarias más ambiciosas de los últimos años. El pasado mes de agosto, refugiados del sol inclemente en su casa del centro de Madrid, el escritor se levantó a mitad de la conversación para ir a buscar en su despacho una cuartilla. Había ahí unas cuantas frases. “Son todas las notas que he tomado para escribir la novela”, explicó.

“La suerte del cobarde”. Eso estaba escrito ahí, en ese papel. Y otras anotaciones por el estilo, que fueron –quién sabe– las que fueron empujando a Javier Marías, las que le sirvieron de apoyo. Pero igual simplemente las escribió y luego las despreció. “Cada libro se va haciendo a medida que avanzo”, explica. Y así se hizo Tu rostro mañana (Alfaguara). “No hay ni esquema previo, ni sinopsis”, dice. Escribe y escribe, va afinando con las palabras, y al final se da por contento con una página. “Entonces la meto en una carpeta, y ya no la tocó más. No hago dos versiones. Me atengo a lo que he ido escribiendo. Y si surge una contradicción con lo ya dicho, la dejó ahí, ya veré la forma de arreglarlo”.

Así trabaja Javier Marías. Nacido en Madrid en 1951, publicó su primera novela en 1971: tenía 20 años. El 27 de abril de este año leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, que tituló Sobre la dificultad de contar. “Como si precisáramos conocer lo improbable además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, además de lo que fue y de lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos”, dijo allí para explicar la necesidad de la ficción.

Lo cierto y lo improbable; los hechos y las hipótesis y fracasos. La ficción todo lo permite, y es la ficción la que define la larga trayectoria de Marías. En las casi 1600 páginas de Tu rostro mañana hay sitio para tocar muchos registros, muchos temas, para levantar escenarios distintos e inventar las más variadas historias. ¿Pero cómo empezó todo? “No es fácil decirlo, y menos ahora cuando ha pasado tanto tiempo”, contesta. “Pero seguramente fue una cosa pequeña, que luego en la novela incluí cuando ésta ya estaba bastante avanzada”.

Luego afina bastante más: “Los servicios secretos británicos pasaron una mala temporada entre la caída del muro de Berlín y los atentados de las torres gemelas. Fueron unos doce años en que no tenían trabajo, y durante los cuales no tuvieron otra manera de sobrevivir que saliendo a la búsqueda de clientes. En la novela lo cuenta uno de los personajes y es algo totalmente cierto, no una invención. Habían perdido a su tradicional enemigo, a los rusos por decirlo de manera simplona, y empezaron a ofrecer sus servicios a grandes compañías, a hacer espionaje industrial. Lo hicieron con el conocimiento de los altos mandos y la manera que encontraron para camuflar esta actividad fue utilizando el argumento de que si estaban sirviendo a las grandes compañías del Reino Unido es que estaban sirviendo a su país”.

El personaje al que se refiere Marías es la joven Pérez Nuix, una chica que trabaja con el protagonista en los servicios secretos británicos. En la novela se mezclan muchas historias, pero está también llena de reflexiones, de consideraciones, de ideas e hipótesis y pensamientos. “Las historias crecen a partir de sí mismas”, observa Javier Marías. “Aparecen algunas a las que les encuentras más posibilidades que las de quedarse en una mera digresión. Escribo con brújula. No tengo la historia completa cuando empiezo, ni siquiera cuando me voy acercando al final. Las digresiones se convierten en parte del libro, se incorporan como parte de la historia. Esto lo sé de lejos, de cuando traducía el Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, hace más de treinta años. Sterne decía que avanzaba a medida que hacía digresiones. Pero entonces dejaban de ser una desviación, y formaban parte de la historia. Le daban cuerpo al libro”.

Son diez las novelas que ha escrito Javier Marías. Con la quinta, El hombre sentimental, que apareció en 1986, empezó a llegar a un mayor número de lectores. Todas las almas, de 1989, es uno de sus títulos fundamentales: ahí aparecen algunos personajes y preocupaciones y temas que lo llevan acompañando desde entonces. Corazón tan blanco (1992) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994) trajeron el ruido de la consagración, el aplauso unánime, la proyección internacional. Con Negra espalda del tiempo (1998) rompió con la estructura y los registros que había cultivado en sus dos últimas novelas, las de mayor éxito hasta entonces, y se embarcó en otra cosa que terminó por llamar “falsa novela”. “Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad…”: con esas palabras empezaba aquel libro, y pronto confesaba: “Yo voy a cometer aquí varias afrentas porque hablaré, entre otras cosas, de algunos muertos reales a los que no he conocido, y así seré una forma inesperada y lejana de posteridad para ellos”.

Así que una trataba de algunos muertos reales, pero también incluyó a algunos vivos reales. Marías contaba la historia de John Gawsworth, por ejemplo, el escritor y rey de Redonda, y se entretenía largamente en hablar de cosas de la isla, pero se ocupaba también del profesor Rico, y se refería a colegas suyos de Oxford o a Mercedes Casanovas, su agente literaria. Un juego, una broma, una reflexión: y desplegaba esas dos corrientes, la de la realidad y la de la ficción, cuyo cruce y mezcla ya había desencadenado equívocos con Todas las almas. Fue un libro que interrumpía las estrategias narrativas que había utilizado en sus anteriores novelas y que abría su obra hacia el futuro. En Tu rostro mañana, dos de los personajes esenciales del libro son su padre, Julián Marías, y Peter Russell, su colega de Oxford, “el hispanista y lusitanista más importante de la segunda mitad del siglo XX”, escribió de él Ian Michael, otro profesor de la célebre universidad, y que como tal aparecía en Negra espalda del tiempo.

“Los cambios que se produjeron en los servicios secretos  británicos tienen algo que ver con el origen de Tu rostro mañana,  pero es lo anecdótico, lo que sirve como trasfondo de la novela”, cuenta Javier Marías. “Porque de lo que trata principalmente es de las dificultades de saber a qué atenernos con las personas que nos importan. De la dificultad de conocer el rostro que tendrán mañana. No tenemos ni idea de cómo serán y nos gustaría saberlo. Vas confiado en la vida y crees conocer el rostro que tienen hoy quienes te rodean y te importan. Pero hay muchas historias de grandes decepciones: con amigos, con amantes, con familiares. Y se oye tantas veces decir aquello de ‘Me habría jugado el cuello…’ o eso otro de ‘Habría puesto la mano en el fuego...”.

Y Marías prosigue: “Uno de los ejemplos más fuertes de todo esto es lo que ocurrió con mi padre. Fue traicionado por un amigo cuando terminó la Guerra Civil. Y esa traición pudo haberlo llevado a la muerte. La historia del padre de Jacobo Deza en la novela es la historia de mi padre, casi sin cambios. El 15 de mayo de 1939 lo detuvieron. Si se salvó fue porque hubo personas del bando de los vencedores que se portaron bien. Y es que dentro del conjunto monstruoso de la dictadura hubo individuos que se portaron decentemente. Y en el juicio de mi padre, un juicio que fue una farsa como tantos de los que se celebraron entonces, una persona que lo conocía de la facultad, Lissarrague, fue llamado como testigo de cargo. Era falangista, tenía una buena posición en el régimen franquista y habló muy bien de mi padre. Y negó veracidad a algunas de las disparatados cargos de los que lo acusaban, como el de conocer todas las redes en España de la NKVD, la que sería la KGB, o la de ser el hombre de Pravda en España durante la guerra. El caso es que el tribunal entendió que tenía que llamarle la atención a Lissarrague por hablar tan bien del acusado. Y le recordaron que estaba allí como testigo de cargo. ‘Creía que se me había llamado para decir la verdad’, contestó Lissarrague”.

Peter Wheeler, el nombre que adopta Peter Russell en Tu rostro mañana, le dice al narrador en una de las largas conversaciones que tienen a lo largo de la novela que todos los hombres “llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento”. De lo que se trataba con Javier Marías en Madrid este último agosto era justamente de aquel episodio de delación y traición, cuando Del Real, el viejo amigo de su padre, lo entregó a los franquistas para que procedieran a castigarlo. “Mi padre publicó durante la guerra artículos en el ABC de la zona republicana. No eran artículos rojos (que mi padre nunca lo fue), pero sí muy republicanos”, cuenta Marías. Y subraya: “Todo lo que pasó en esos años le parecía atroz. Su primera reacción fue la de exclamar ante cuanto ocurría: ¡qué exageración!”.

Decía Juan Benet, uno de los amigos y maestros de Javier Marías, que los escritores españoles tenían en la Guerra Civil materia con la que ocuparse largamente. En esta su última novela, y acaso por tratar extensamente del desgraciado episodio que llevó a su padre a la cárcel por culpa de uno de sus amigos, la guerra está presente de manera rotunda. “Cada bando se ha dedicado a demonizar al adversario”, dice Marías. “Y las cosas son mucho más complejas. En cualquier guerra civil ocurre con más facilidad lo que Wheeler comenta en el libro, que llevamos dentro de nosotros las probabilidades de actuar de distintas maneras, de matar, de traicionar. Hay contadas circunstancias que permiten que esas probabilidades se manifiesten. Una de ellas es una guerra civil”.

Luego se detiene un momento en lo que pasó más adelante. “Es curioso que tanta gente se escudara durante el franquismo en la justificación de que ‘todo el mundo hace lo mismo’ para justificar su actuación (o su pasividad total) ante diferentes situaciones ignominiosas. Pero no es verdad, no todo el mundo hizo lo mismo”.

Y Marías se explica: “Lo que llama la atención es que hubiera tanto afán de justificarse precisamente aquí, donde a los ganadores nadie les pidió cuentas de nada. Durante la guerra hubo gente decente en un bando y en el otro, gente que pasó sin mancharse a pesar de las dificultades. Mi padre era católico, como muchos de los que fueron apartados de sus respectivas actividades. Sólo más adelante le pidieron que se reintegrase a la universidad. No quiso hacerlo. Se negó a firmar los principios del movimiento. Es verdad que se decía que todo el mundo lo hacía, como tantas otras cosas, para quitarle importancia. Él no lo hizo. No estaba de acuerdo con esos principios, no firmó. Se portó bien. Y es eso lo que se va olvidando. Y es un inmenso empobrecimiento”.

Diez novelas, tres libros de relatos, un montón de volúmenes donde ha ido reuniendo sus artículos de prensa, traducciones (de Lawrence Sterne, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Thomas Hardy, Isak Dinesen, William Faulkner y Vladimir Nabokov, entre muchos otros), y una serie de libros atípicos, como ése de Vidas escritas, donde elabora distintos retratos de escritores desde perspectivas muy diferentes, dan cuenta de la trayectoria de Javier Marías. Un nombre que ya es indiscutible en el panorama de la literatura internacional por mucho que quieran restarle méritos cuantos arremeten contra él, muchas veces sin haberlo leído, o habiéndose quedado tan sólo en la espuma de sus habituales textos periodísticos.

Javier Marías señala en una de las paredes del salón de su casa el retrato de un oficial británico con corbata y bigotes. En Tu rostro mañana, ese dibujo está en el despacho del jefe del narrador, de Tupra, ese tipo duro y misterioso de los servicios secretos británicos para el que trabaja. En la novela, el que señala es Deza, que pregunta: “¿Quién es ese militar de ahí?”.

Tupra contesta de manera ambigua: “No lo sé. Mi abuelo. Me gusta su cara”. Y cambia de tema, como para quitarse la pregunta de encima. “En personajes como Tupra hay mucho de invención”, explica Javier Marías. “Pero en muchos de ellos hay cosas del propio autor. Les presto mucho de mí mismo. Les presto cosas mías. Ese dibujo se lo doy a Tupra en la novela. Y Custardoy, el menos atractivo de todos los personajes del libro, también tiene cosas mías, costumbres mías. Hay mucho de invención, pero sobre una fuente principal de información que soy yo mismo”.

“Sí, mi padre y Wheeler eran ya muy viejos y quizá ambos recorrían en ascuas sus penúltimos trechos, no por pavor religioso sino por aprensión biográfica; o quizá no tanto, y apenas si temían tiznarse”, escribe Javier Marías en Tu rostro mañana. “Tanto Peter Russell [Wheeler] como mi padre murieron durante la escritura del libro”, observa el escritor. “Y durante todo ese tiempo tuve que hacerlos hablar, tuve que hacerlos actuar. Con lo que tengo la impresión de que sólo cuando acabé la novela murieron en verdad del todo. Pero los otros personajes, la mayoría, no tienen un referente determinado. Ocurre como les ocurría a los novelistas antiguos, como a Flaubert por ejemplo, que de lo que se trata al escribir es de ponerse en el lugar de los otros”.

Desconfiar. Recordar y olvidar. El arte de mantenerse al margen. La necesidad de hablar y la pertinencia de callar. Conceder y negar. Pedir. El saber que la suerte está echada. La culpa. El diálogo entre los vivos y los muertos. Tu rostro mañana está lleno de digresiones. Todas ellas se van colgando de los hilos narrativos que mueve el texto. Claros en el bosque de la narración, fulgores instantáneos que iluminan su médula. El asunto principal es el trabajo que consigue Jacobo Deza, el narrador, cuando vive en Londres. Se ha separado de Luisa, su mujer, a la que ha dejado en Madrid con sus dos hijos. Los servicios secretos lo fichan. “Tú tenías el raro don de ver en las personas lo que ni siquiera ellas son capaces de ver en sí mismas, o no suelen”, le dice Wheeler a Deza. Por eso termina trabajando para Tupra. “Consistía en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias, indecisiones”, así define su trabajo. O de forma más sintética: “Interpretaba –en tres palabras– historias, personas, vidas”.

“Tupra es el que mueve los hilos”, comenta Javier Marías, todavía atrapado por su última novela durante esa larga conversación en el verano de Madrid. “Y es el rostro que no cambia, el que parece impenetrable. Pero también tiene sus momentos de debilidad. Ocurre cuando vuelve en tren de Edimburgo y Jacobo Deza le va leyendo unos poemas. Entonces le pide más, que siga leyendo. Y se nota que podría tener más debilidades que las que se apuntan. Pero, sí, es el personaje sin rostro, el que lo sabe todo, el que corrompe al narrador y lo envenena. El que le pregunta que por qué dice que no se puede ir por ahí matando a la gente. Y el narrador sabe que con él no vale ninguna respuesta convencional: porque está mal, porque la policía nos puede descubrir, porque no debe hacerse a nadie lo que no queremos que se nos haga a nosotros. Nada sirve, sin embargo. No hay respuestas. No las hay para quien carece de rostro y lo sabe todo y va a corromperlo y envenenarlo. Lo más sorprendente es que el narrador, cuando ya todo ha pasado y ha vuelto a instalarse en Madrid, y las cosas siguen su curso, sigue pensando en Tupra como en un amigo. El que tiene al demonio como aliado. Porque el demonio sabe manejarse en cualquier situación”.

Terminó el largo proceso de Tu rostro mañana, leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, recibió el homenaje de su editorial en Santillana del Mar, junto a Mario Vargas Llosa y Arturo Pérez-Reverte. Pero todavía ha habido lugar para otra iniciativa vinculada a Javier Marías en los últimos meses. Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg) es un volumen muy particular. Como parece claro que Javier Marías es poco amigo de escribir sus memorias o de entretenerse en una autobiografía, Inés Blanca se ha ocupado de rastrear, aquí y allá, y reunir todos aquellos textos suyos en que se ha ocupado de sí mismo, de su familia, de sus amigos, de los más próximos y de su obra. Los textos más personales y evocativos, los que iluminan distintos rincones de su vida. El libro está dividido en ocho partes y cada una de ellas propone un acercamiento a diferentes ámbitos de la historia de Javier Marías: su infancia, sus padres, su juventud, los intelectuales a los que admira (Juan Benet, entre ellos), las grandes figuras de la generación que perdió la Guerra Civil, la historia del reino de Redonda (donde Javier Marías es monarca con el nombre de Xavier I) y de algunos de sus mejores duques, su madurez y, para terminar, dos apéndices: su Diario de Zúrich, que permite acercarse a un periodo de su vida desde su propia escritura, y la larga entrevista que le hizo Sarah Fay para The Paris Review.

“Hubiese podido ser mucho peor de no haber tenido éxito como escritor”, le cuenta ahí Marías a Sarah Fay cuando hablan de sus complicaciones iniciales, de la preocupación de sus padres porque no sentara cabeza, de sus pesares y desasosiegos. “Y eso hubiera podido ocurrir muy fácilmente, nunca lo olvido. No creo que mis libros sean fáciles, aunque tampoco son tan difíciles, pero en fin, tampoco habría sido de extrañar que de mis novelas se vendieran sólo diez mil ejemplares. Hay muchos escritores que venden bastante menos, incluso. He tenido mucha suerte, pero fue algo gradual”.

Suerte, dedicación, talento, capacidad de asumir riesgos. Aunque cada vez vaya a enfrentarse con más voces críticas –ha observado muchas veces lo  mal que en este país se lleva el éxito de los otros–, lo cierto es que Javier Marías es uno de los novelistas españoles de referencia. Durante el encuentro veraniego en su casa de Madrid hubiera sido necesario que el tiempo se dilatara para poder tratar de su larga trayectoria, pero no es fácil que las horas se alarguen por mucho que uno se empeñe. Y el encuentro se centró inevitablemente en Tu rostro mañana, y en sus ramificaciones y desafíos.

Acaso lo que más impacte en un momento dado de su desarrollo es la emergencia de la violencia (su utilización) en la propia vida del narrador. Es verdad que en la novela desde pronto está ya toda la sangre de la Guerra Civil y que la vinculación del narrador con los servicios secretos británicos, con el MI5 y el MI6, ya anuncia la apertura hacia un mundo lleno de pasadizos oscuros y de turbulencias. Pero hay un momento en que todo ese trabajo discreto de interpretar y traducir y contar y valorar que realiza el narrador de pronto se ve alterado por un episodio mínimo. Es una discoteca, Deza hace de intérprete y Tupra trata con un italiano que ha acudido con su mujer. Y es justo la mujer la que, gracias a la intervención de un patoso funcionario del consulado español en Londres, la que sufre un ligero percance. Y ahí interviene Tupra. Con eficacia, con una brutal eficacia. Y la novela cambia de rumbo.

La vida de los servicios secretos, cómo trabajaron durante la Segunda Guerra Mundial, y en otras circunstancias, sus estratagemas infernales para imponerse al enemigo. De todo está también hecho el libro de Marías. Lo singular ocurre cuando actúa el veneno, y la utilización de la violencia entra a formar parte de la propia vida de Jacobo Deza. “Hay una violencia que el narrador asume porque le toca ejecutarla y para la que, hasta cierto punto, encuentra una justificación”, cuenta Javier Marías. “En la violencia que utiliza contra el amante de su ex mujer podría haber algo de celos o de venganza, es cierto, pero lo relevante es que esa violencia forma parte de las decisiones que ha tomado, que son suyas. Incluso pudo haber ido más lejos”.

Lo que Marías subraya, una y otra vez, es que esa violencia ha estado en las manos del que la ejecuta, ha sido cosa suya, puede responder de ella. Hay otra violencia, que también surge del narrador, que inspira el narrador, que sugiere. “Es una violencia que ha inspirado pero que no ha decidido”, observa Marías. “Y sin embargo le atañe profundamente, le duele, le exaspera. Y no hace como suele hacer la gente, que tiende a justificarse cuando por su causa se han hecho daños. Enseguida se descargan de culpas: “no lo hice con intención”, “fue sin querer”. El peso de la culpa es muy llevadero cuando lo que se hace se hace sin querer. Pero es eso justamente lo que le afecta profundamente al narrador de Tu rostro mañana. Y es que lo más grave, lo más difícil de sobrellevar es lo que pasa a través de uno y sobre lo que uno no tiene al final el control”.

Se hacen barbaridades en las guerras. Y lo normal, dice Marías, es que luego se piense: “Sin mi participación podría haber pasado lo mismo, podría haberme ahorrado lo que hice. Muchas veces, cuando se conoce ya el final uno considera innecesario lo que hizo. Y se dice, ¡qué desperdicio!”.

Va pasando el tiempo, y de las batallas que salen en la novela se pasa a las batallas del mundo real. Hay cierta irrealidad a propósito del pasado cuando ya ha pasado. Lo observa Marías cuando comentaba que el Karadzic que acababa de ser apresado ya no tenía a nuestros ojos la consistencia del bárbaro que había realizado tantos desmanes en Bosnia. “Cuando las cosas terminan, la intensidad con que se han vivido parece que se va aplacando. Los bombardeos contra Irak exasperaban y, ahora que han cesado, parecen nada más que una lejana sombra irreal. A los seis meses de la muerte de Franco, ya parecía un individuo prehistórico”.

Y, sin embargo, las cosas no cesan. Siguen los horrores y permanecen las huellas de los que se fueron. En el texto que Javier Marías leyó en Santillana del Mar, durante el homenaje que le hizo su editorial, decía que es de los que opinan “que la única manera de contar algo verdadero es bajo el elegante y pudoroso disfraz de una invención, precisamente porque el que inventa o fabula –si lo hace bien y con consideración, o por lo menos no es un mastuerzo– nunca va a plegarse a las groseras y rocambolescas imposiciones de la realidad”.

Y confesaba allí, de nuevo, que escribe con brújula y no con mapa: “Si conociera de antemano la entera historia que me dispongo a contar, si la tuviera ya íntegra en la cabeza antes de ponerme a escribir, lo más probable es que ni siquiera me molestara en escribirla”.

Su última novela tiene casi 1600 páginas. En Madrid, con todo el calor de julio, y protegidos de su rigor en la discreta penumbra del salón de su casa, Javier Marías volvió en la conversación una y otra vez sobre Tu rostro mañana, sobre los hilos que dejan sueltos sus historias, sobre la manera en que se enfrentó a su escritura, sobre la Guerra Civil que invadió tantas de sus páginas (“Nada de lo que pasó entonces es para estar orgulloso”). Queda cerrar aquella cita. Conviene hacerlo con otro fragmento de su texto de Santillana:

“Al escribir me aplico el mismo principio de conocimiento que rige la vida. Así como a los veinte años hacemos lo que hacemos sin saber qué nos convendrá haber hecho cuando tengamos cuarenta, y así como a los cuarenta no tenemos más remedio que atenernos a lo que hicimos a los veinte, que no podemos borrar ni enmendar, yo escribo lo que escribo en la página 5 de una novela sin tener ni idea de si eso me convendrá cuando llegue a la 200, y, lejos de escribir una segunda y tercera versiones, adecuando aquella página 5 a lo que después he sabido que contendrá la 200, yo no cambio nada, sino que me atengo a lo escrito al principio tentativa o intuitivamente, azarosa o caprichosamente. Sólo que, a diferencia de lo que la vida hace –y por eso es tan mala novelista las más de las veces–, procuro que lo que inicialmente no tenía significación la acabe teniendo”.