Visto y no visto, pero queda en la memoria. Como en un truco de magia, el arte es capaz de meterse en la piel del relámpago. Hace no mucho, Jordi Balló dedicaba un artículo al tapiz de Miró destruido en el atentado de las Torres Gemelas. No fue la única pieza perdida: también se evaporaron, entre otras, de Lichtenstein y Calder. La del barcelonés habitaba en el vestíbulo de la Torre Dos. Por fortuna, el encargado de tejerlo en 1974 se negó a levantar una reproducción. De aquel tapiz sólo quedan algunas fotografías “y, sobre todo, la filmación que le dedicó Pere Portabella”. Lo sustancial es que aquella obra “no murió con su destrucción. Los rastros que aún la recuerdan -el filme, las fotografías de Català Roca, el boceto conservado en la Fundació y las imágenes de tantos visitantes que la admiraron- demuestran que, incluso en condiciones extremas de destrucción, la memoria de una obra sobrevive en la conciencia ciudadana. Esta sería una característica de la obra pública: su capacidad para ser reutilizada, apropiada de nuevo, porque su constitución esencial sólo se explica con relación a sus destinatarios”. La desaparición de una obra puede ser accidental… o premeditada: Javier Navarrete, mil historias, dos mil músicas y tres mil proyectos después, acomete por vez primera una que aspira a ser destruida, entendiendo por tal, preservada en los ojos y en los oídos de la gente. O sea, hecha para la recordación. Vista y no vista. Relampagueada. Navarrete acomete, a lo Heidegger, una obra para la muerte, eso sí: y su posterior rescate en la conciencia de las personas que la vieron y verán. Cuando un artista da la espalda al salto mortal podemos decir que está muerto. Sigue vivo, pero ha dejado de ser artista. La pirueta bien merece celebración.

Los Amantes fue representada cinco veces en febrero de 2017. En ellas, la ópera logró una acogida que transformó la mera “afición” del compositor, seguidor del género desde hace tres décadas, en un acontecimiento, prendiendo en propios y extraños. “Cuando menciono fuera de España que he hecho una ópera con tema y set góticos, usando sólo talento local, y, sobre todo, que nunca se grabará, y que, por tanto, la única forma de verla es yendo a Teruel, a la gente parece que se le funden los plomos y empieza a planear rutas mudéjares -ya hay en ello un par de periodistas estadounidenses-”. Este año se pudo ver a Neil Jordan por la capital aragonesa; el año que viene, presumiblemente, a los Reyes. La web bajo su dominio [www.javiernavarrete.com] la ha acondicionado íntegramente al proyecto, dotándola de un tratamiento filmográfico.

 

“La emoción que suscita el directo es intransferible”

Con estos enfoques, Navarrete se ha convertido en un cazador que apunta directamente a la corteza prefrontal y al hipocampo, que es donde se almacenan los recuerdos. “Es prácticamente imposible –justifica- que una grabación de audio o vídeo transmita lo mismo que un espectáculo en vivo concebido, además, para la iglesia de San Pedro, lugar en el que, supuestamente, ocurrió el desenlace de los acontecimientos. La emoción que suscita el directo es intransferible, y aumenta por el hecho de saber que la estás disfrutando quizá por única vez en tu vida”.

En un mundo en el que la totalidad de la música escrita y grabada se encuentra al alcance de un clic, la creación de un acontecimiento exclusivo genera inmediatamente un interés especial y convierte la música en una experiencia, acercando lo musical a lo artístico. Así lo confirman quienes se han acercado desde Barcelona o, incluso, Inglaterra. “De otro modo, posiblemente, nunca habrían visto torres mudéjares o sabido de la leyenda, que es un fragmento importante de la cultura española”.

Quedará la experiencia, quedarán entrevistas, recortes de periódico y enlaces de Internet. Quizás alguna imagen furtiva, que siempre hay quien las toma. De la ópera, propiamente quedarán el libreto y la partitura, igual que del tapiz de Miró conservamos los bocetos.

“O amor, amor, amor, / dime quién eres, / qu’es lo que puedes, qué vales, / con qué nos llevas do quieres, / siendo el fin de tus plazeres principio de nuestros males (…) Dolor tan fuerte, / mal tan extraño, / tan grande que mi muerte / no puede matar mi daño (…) Quál razón sufre / que vaes vos a morir / y quede yo biva? (…) O amor, amor, amor (…)” [Los cadáveres han extendido un brazo hacia el otro, y vuelve a hacerse la oscuridad].

Al lector avisado, le resultarán familiares los versos por más que le quepa desconocerlos. La sonoridad, cual machetazo, es palpablemente clásica. Navarrete no ha precisado meterse en la piel de un malherido en la Baja Edad Media por una pasión, ni se ha expuesto a que una danza negra aborte posibles idilios al cruzar un jardín. El libreto está cien por cien elaborado con textos recogidos en compilaciones medievales. El procedimiento ha sido el collage. Sólo ha modificado tiempos verbales y pronombres a fin de cuadrar las estrofas.

 

“Ojalá alguien use mi música dentro de ochocientos años con el mismo propósito que yo: hacer más interesante la vida de los que la escuchan”

Cuenta Jiménez Lozano en sus Impresiones provinciales (2015) que Thomas Mann ambientó un libro en el castillo de Düsseldorf, y que en él reprodujo páginas de otro preexistente, cuyo autor en ningún caso delató el desfalco. Un amigo del tomador distinguió: “No se trata de un robo, sino de un collage”. A lo que añade don José que la expresión es una confesión: “Si se tratara de un escritor no tan olímpico ni aplaudido, se hubiera tratado de robo, desde luego”. Traigo la anécdota por el contraste: en el caso de Navarrete sí hay collage, en su caso, de textos que abarcan un periodo de tres siglos. No hay picaresca sino integridad. El hecho invita a la reflexión y a diferenciar la composición asociada a la técnica pictórica del delito. Partiendo de que la historia de los amantes ha sido contada muchas veces, y con pocas diferencias, el problema consistía en plegarse cabalmente a la narración: idilio, pacto de cinco años, viaje de Juan, retorno tardío y muerte sucesiva de ambos. Dado que todo el mundo conoce el desarrollo, fácil de explicar visualmente, Navarrete sólo tuvo que encontrar los versos que mejor se adaptaban a las situaciones. “Para ampliar el mundo relativamente limitado de la pareja, los padres de Isabel y su marido, incorporé personajes alegóricos -la Guerra y la Muerte- y a San Cosme y San Damián, que aportan como un reverso angélico; y también a una criada de Isabel, una mujer mudéjar muda, pero música. El uso que hago de estos versos, más que una apropiación, es un reciclaje: ya que los he recibido, los transmito. Musicalizados y escenificados, pero, en mi opinión, sin modificar en absoluto la intención de las personas que los crearon y, a su vez, transmitieron. El primero en decir que la guerra era una dança negra, dança de llanto poblada quiso expresar exactamente lo mismo que yo cuando estaba poniendo música a esas palabras suyas”. Un trasvase que tiene que ver con las capacidades públicas de la obra mencionadas por Balló –reutilizada, apropiada de nuevo-. El arte es un fondo de solidaridad. Y como retruque, ya que el arte, de algún modo, es un juego, pensó en la recreación contraria: decir que la ópera estaba basada en un manuscrito medieval encontrado por él en un anticuario londinense. Ello habría resultado muy contemporáneo, en línea con cierto documental cinematográfico de vanguardia, y con el propio Cervantes, que inaugura, tan temprano, la idea de modernidad –mezclando géneros y responsabilizando del Quijote a un tal Cide Hamete Benengeli-, que tanto recorrido, mezclando ficción y realidad, y autoficción y metaliteratura, está proporcionando a la escritura contemporánea. Al final, se apiadó de las personas que pudieran tomarse a mal la atribución, “una falsificación a la inversa”, y descartó la idea, sin temer posicionarse con claridad respecto al llamado arte de apropiación: “No tengo reparos, siempre y cuando se trate de algo de dominio público, es decir cuyo copyright haya caducado”. De este modo, da la sensación de que su ópera participa del lenguaje plástico actual, donde importan sobre todo las ideas y los conceptos. No es qué materiales utilizas, sino cómo los colocas. Puedes haberlos tomado por ahí, a ver qué haces. “Ojalá alguien use mi música dentro de ochocientos años con el mismo propósito que yo: hacer más interesante la vida de los que la escuchan”. En todo caso, hay que decirlo, el collage se queda en la letra, la música es completamente original.

 

“La leyenda de los Amantes necesita una reivindicación erudita”

Los Amantes forman parte de una tradición que no pocos turolenses califican de casposa. Es injusto. “La leyenda necesita una reivindicación erudita. Sabemos que hay turistas visitando el mausoleo, pero olvidamos que Tirso de Molina escribió un drama basado en ellos en 1615. En los últimos cinco siglos, se han escrito numerosas obras de teatro y musicales. Todavía quedan representaciones callejeras en clave de teatro popular”. El título, sin apellidos –Los Amantes, y no Los amantes de Teruel-, se debe a que, al contrario que para Tirso y Bretón, para él los Amantes siempre lo fueron a secas -el mausoleo de los Amantes, la escalinata de los Amantes...-. Hay que atender a los matices que contiene la historia relacionados con la gran tradición del amor cortés, un tema que siempre tocó al compositor, y cuyo interés se intensificó hace unos cinco años, al conocer el Bronwyn de Juan Eduardo Cirlot, del cual tradujo al inglés algunos poemas para un libro-arte colaborativo con una book-artist inglesa, Tanya Peixoto. La tirada se compuso de nueve ejemplares. “La leyenda posee todos los componentes del amor cortés medieval: la sublimación de una pasión y el consiguiente viaje iniciático en busca de recursos que resultan ser de índole más espiritual que material, o además de material”. De hecho, la idea de montar la ópera le llegó después de la traducción. Cirlot, casualidades, practicó igualmente el collage, y justo durante el Ciclo Bronwyn, abierto en 1967. La interrelación en los temas que jalonan su actividad como artista se hace evidente. “En mi opinión, el conjunto de libros dedicados a la figura idealizada de Bronwyn, son la cumbre de la poesía de amor cortés, curiosamente alcanzada ochocientos años más tarde de su aparición en Provenza”.

 

“La cultura moderna es crecientemente vacía y superficial, lo cual no es ni bueno ni malo”

A pesar del culturalismo evidente que rodea la labor de Javier Navarrete, su actividad compositiva la relaciona más con el espectáculo que con la cultura. Busquemos la aproximación entre unos y otros ejes:

- Sospecho que hay más humildad que realismo en au adhesión a la primera categoría. ¿Se puede desde ella combatir el vaciamiento de la cultura?

- No se puede combatir el vaciamiento de la cultura desde el mundo del espectáculo. Incluso tampoco se puede combatir desde el mundo del arte, o desde el de la propia cultura. La repetición de modelos y el culto a la banalidad son definitivos, y, finalmente se erigen en el núcleo de nuestra cultura. La cultura moderna es crecientemente vacía y superficial, lo cual supongo que, en principio, no es ni bueno ni malo. Lo superficial puede ser, a cambio, extenso: el arte pop, por ejemplo, es una crítica de la profundidad y, también, de la autenticidad. La repetición instantánea de una imagen en miles de millones de televisores o de teléfonos móviles es modelo de lo extendido que puede llegar a ser el arte hoy día. Esa instantaneidad y esa ubicuidad producen un efecto de aceleración que será muy interesante ver adónde nos lleva en el futuro. Como digo, lo vacío deja espacio a otras posibilidades. Los jóvenes, mis hijos por ejemplo, encuentran difícil una película si no están a la vez leyendo y enviando textos con el móvil y resolviendo problemas de matemáticas, o editando ellos mismos vídeos, y subiéndolos a las redes. El attention span [capacidad de atención] se acorta por momentos. En el futuro, cualquier narración de más de cinco minutos podría considerarse un modelo de épica, y es posible que las películas que ahora nos parecen muy malas sean consideradas maestras simplemente por su duración, por la capacidad que todavía tengan de hacerse ver y escuchar durante hora y media. Por lo demás, la distinción entre cultura y espectáculo, a la que alude, es, en mi opinión, un asunto de perspectiva.

 

Su formación es ecléctica y atravesó pronto cualquier frontera los diferentes géneros y estilos. En ello tienen que ver tanto motivos derivados del yo como el propio contexto de la época, primer lustro de los setenta, con España protagonizando cambios drásticos políticos. En un momento, se dejó de ver a sí mismo como un guitarrista y comprendió que deseaba ser compositor. No mucho más tarde, que si quería vivir de componer música –“y no de dar clases o de ser funcionario en Radio Nacional de España, las dos principales ocupaciones de los compositores de mi generación”-, había de convertirse en un compositor comercial, y, más concretamente, vinculado a la industria audiovisual. Entonces, se puso a estudiar solfeo y piano, e ingresó en el Conservatorio del Liceo, en Barcelona. Un reconocimiento del terreno y una determinación que pasman por precoces. Aunque el paso por el Conservatorio fue fugaz y, por contra, sí resultaría fundamental su vinculación con Phonos, que fue fue un laboratorio de música electrónica fundado por varios compositores de Barcelona y que todavía funciona vinculado a la Fundación Miró.

 

“La música electrónica es parte de la historia de la música seria desde siempre”

- La electrónica no es lo primero en lo que se piensa al hablar de un director sinfónico. Usted ha mantenido las miras abiertas en un mundo que no gusta de clasificar la música en buena y mala, sino en culta o popular.

- Bueno, cada vez más se identifica la culta con la orquesta y la popular con la electrónica... Eso no siempre ha sido así. La música electrónica es parte de la historia de la música seria desde siempre, y muy particularmente desde las primeras obras de Stockhausen, Ligeti, etcétera, a principios de los años cincuenta.

- Sus inicios, digamos desacralizadores, ¿le influyen a la hora de relacionarse con su propio trabajo?

- La diferencia entre instrumentos tradicionales y electrónicos es más o menos la que hay entre la pintura al óleo y el acrílico. Los primeros siempre te dan más de lo que pensabas, con los segundos hay que seguir añadiendo detalles para que adquieran magia. A pesar del pensamiento generalizado, yo creo que los sintetizadores se han quedado bastante estancados desde los años ochenta, cuando se generalizó el MIDI –el protocolo que siguen los instrumentos electrónicos-. Curiosamente, en cambio, se han desarrollado instrumentos acústicos, bien híbridos, bien importados de culturas minoritarias, y adoptados al vuelo por no pocos músicos. La orquesta clásica admite poco desarrollo: en sí misma es un mundo completo, como la cadena de montaje de una fábrica: las secciones están perfectamente estructuradas y balanceadas para optimizar el esfuerzo de los músicos y la sonoridad del conjunto.

- Para terminar el apartado: en esa dicotomía espectáculo-cultura, ¿qué lugar ocupa el arte? ¿Reside en él la visión autoral, más allá de los encargos que delimiten, o puedan delimitar?

- La idea del autor es típica del periodo romántico. En la Edad Media no había autores. Incluso las obras de Leonardo o Rafael eran fruto de un taller, de una empresa dirigida, por supuesto, por esos artistas. A ellos no les importaba que un aprendiz pintara el fondo y un asistente el cuerpo. Ellos se centraban en el rostro, cosa imposible doscientos años después.

- Nuestra actualidad, desde ese punto, ¿tiene algo de romántica -o es deudora del romanticismo, o está intervenida por él-?

- Creo que lo que vemos ahora es justamente el final del periodo romántico en todos los aspectos, con el consiguiente retorno de los creadores a un cierto anonimato o engranaje. Pongamos por caso los jóvenes que hacen hip-hop y firman cada proyecto con un nombre distinto. En el cine, la idea de que el compositor sea un autor a lo Beethoven es poco menos que una ilusión: una película es un trabajo colaborativo, y, en el peor de los casos, una lucha armada entre los que la fabrican. El compositor se convierte en uno de los autores de la película, pero también se podría decir que el director de la película se convierte en uno de los autores de la música.

 

“No encuentro placer en escuchar bandas sonoras fuera de las películas”

-La música para el cine, ¿es, por lo general, funcional o aplicada, o es capaz de una vida autónoma?

- Yo no encuentro placer en escuchar bandas sonoras fuera de las películas, pero algunas personas por lo visto sí, y me merecen todo el respeto. La música que he escrito fuera del cine o de la televisión, en su mayor parte ha caído en un cierto vacío por falta de contexto o de marco. La ópera Los amantes parece una excepción precisamente por inscribirse en el marco tradicional de la leyenda, de la ciudad de Teruel y de la Iglesia de San Pedro.

 

“Prefiero vivir al día y tener la ilusión de que el siguiente proyecto va a ser mejor que el anterior”

- Deduzco, entonces, que no siente interés por desarrollar músicas acotadas a un proyecto.

- Cada proyecto se desarrolla en otros proyectos. Aunque uno no quiera. Yo no me veo obteniendo un placer especial si recupero temas que escribí cinco o diez años atrás. Prefiero vivir al día y tener la ilusión de que el siguiente proyecto va a ser mejor que el anterior.

- En cine, ¿atiende al concepto sonido, además de al concepto música?

- Cada estilo se caracteriza por estar iniciado en una vuelta al sonido. Los impresionistas querían apartarse de la música y hacer, eso, sonidos -sonidos agradables, sin narrativa ni propósito-, y lo mismo se proponían los románticos. Hay que leer atentamente sus declaraciones para darse cuenta de que la retórica que habían aprendido se convirtió en un lastre del que intentaban liberarse para retomar el contacto con los aspectos más sensuales de la música.

- ¿Ha realizado diseños sonoros?

- La música en general y la de cine en particular son cada vez menos densas y más espaciadas. Aun así, el compositor mantiene distancia con el sound designer, que es la persona encargada de llenar de sonidos una película. Entre ambos se produce un diálogo, que puede ser más o menos exitoso: la película Dunkirk, que vi el otro día, era excepcionalmente lograda en ese aspecto. Las voces son otro asunto: cuando propusieron a Arnold Schönberg que hiciera la música de una película, sólo puso dos condiciones: que las voces se grabaran después que la música para afinar mejor con ella y que le pagaran muchísimo dinero. Curiosamente, el estudio accedió a lo primero, pero no a lo segundo. Supongo que hoy ocurriría lo contrario.

- Hemos abandonado, entonces, cierto barroquismo.

 

“Las bandas sonoras y también la música popular son cada vez más simples”

- Una banda sonora de los años 40 generalmente estaba atiborrada de notas, de cambios armónicos y contrastes que no siempre sincronizaban o ayudaban a la acción de la película. Bernard Herrmann -un hombre austero y preciso donde los haya- fue el primer compositor de cine que hizo limpieza y empezó a hacer partituras más simples y centradas en el espíritu y el detalle de la película. Hoy impera ese estilo: ideas sencillas pero muy bien producidas y muy pensadas para beneficiar a la película. Y también la música popular es cada vez más simple: si vas a una discoteca, no oirás melodías, sino el mismo ritmo y los mismos sonidos repitiéndose, con cambios mínimos. ¡Muy distinto de los Bee Gees!

- Se estudia solfeo, teoría musical, armonía, fuga, contrapunto, instrumentación, pero… ¿composición? ¿Se puede estudiar? ¿No depende más de las intuiciones particulares? La composición como algo académico… ¿no es algo demasiado frío?

- En realidad, no se estudia… sería como estudiar pintura o poesía. Te enseñan la técnica para hacer una sonata o un soneto, pero eso es sólo el prolegómeno para que luego cada uno haga lo que quiera… aunque es verdad que puedes aprender a componer simplemente componiendo, sin practicar antes con formas establecidas, y yo lo hice así, empecé a componer mi propia música tutelado por un maestro, Gabriel Brncic. Todavía no he hecho una sonata, aunque, si me lo propusiera, supongo que lo conseguiría.

- Salvador Ruiz de Luna, en La música en el cine y la música para el cine, sitúa a Wagner, por su empleo del leitmotiv, como la primera referencia básica para los músicos que trabajáis en el cine. La segunda es Claude Debussy, por su método compositivo de imágenes o sensaciones. ¿Algo que objetar o compartir?

- Sí, la primera referencia es Wagner y, a continuación llegarían los autores de poemas sinfónicos, que están en el nacimiento de la música de cine: Richard Strauss, Listz… La noche transfigurada, de Schönberg, es pura música de película. También es una cuestión de fechas: los compositores empezaron a hacer bandas sonoras justo después de ellos.

- ¿Tiene algún referente claro del mundo clásico?

- Del mundo clásico me gusta e interesa en particular el periodo que va desde Wagner hasta los años treinta, en el que encontramos a Mahler, Debussy, Webern, Satie, Shostakovich, Prokofiev… Es extremadamente fecundo, lleno de pasión, variedad y colorido.

- En una entrevista de 2003 se definía poco melódico, más inclinado al ambient y las atmósferas… y lamentaba no haber podido combinar más la orquesta sinfónica con los sintetizadores. Entonces veía “muy difícil mantener una continuidad en el extranjero”, a tenor de los “estupendos compositores” de Inglaterra y Estados Unidos. Sin embargo, la última parte de su filmografía está llena de títulos internacionales.

- Me alegra poder decir que ha habido grandes cambios en mi vida desde 2003: Guillermo del Toro me pidió una partitura melódica para El laberinto del fauno (2006) y desde entonces soy considerado un compositor melódico. Tanto que corro el riesgo de encasillarme allí como antes lo estuve en el otro extremo. Desde entonces he trabajado con numerosas orquestas y he tenido ocasión de utilizarlas al lado de todo tipo de instrumentos -clásicos, exóticos y electrónicos-. También he tenido ocasión de hacer películas en Europa, Estados Unidos y China. La verdad, no puedo quejarme.

 

“Me cuesta sentirme orgulloso de mis bandas sonoras, aunque eso mismo puede ser una forma exagerada de orgullo”

Ha trabajado en Mirrors (2008), Inkheart (2008), Hemingway & Gellhorn (2012) y superproducciones por el estilo, normalmente exitazos de taquilla, que lo son, puntualiza, básicamente para los creadores. Combina, pues, números de libertad con ejercicios de industria. Ha ganado un Emmy y ha estado nominado al Oscar. Si miramos atrás, escribió, en 1996, ‘Atolladero’ para que la cantara Iggy Pop en la película homónima de Óscar Aibar. Antes había ideado la música ambiental del pabellón de Navegación de la Expo 92, grabada con la Royal Philharmonic Orchestra de Londres, y fue responsable de la música que acompañó la llegada de la antorcha olímpica a Ampurias, que es por donde llegó por mar, antes que a Barcelona.

 

- De los últimos, diez, doce o quince años, ¿de qué películas se siente más orgulloso?

- Me cuesta sentirme orgulloso de mis bandas sonoras, aunque eso mismo puede ser una forma exagerada de orgullo. Me gusta la banda sonora de una película que es más antigua y nadie conoce, llamada 99.9. La frecuencia del terror (1997), de Agustí Villaronga; siento afecto por el Laberinto…; y me gustaría tener ocasión de hacer más partituras en el registro de Cracks (2009), de Jordan Scott, título que tampoco conoce nadie y que, creo, no me quedó mal.

- ¿Componer para un ballet es la experiencia de mayor libertad que ha tenido?

- No hay experiencia más libre que la música por la música, y, a ser posible, improvisada con amigos que anden en tu onda. Desgraciadamente, es una circunstancia que no se da a diario.

- ¿Y lo siguiente?

- Decir: ‘Voy a escribir una ópera’. O, en mi caso, unos nocturnos para piano. Siempre me han gustado los nocturnos y disfruto tocando, sobre todo, por la noche. Pero hete ahí que una ópera hay que producirla… y no siempre encuentras el respaldo hallado en Los amantes.

-  Imagino que es un mundo opuesto al cine.

- La diferencia, cómica, es que el compositor de música para cine es por fuerza un temperamento modesto, cuando no un esclavo puro y simple, mientras para una ópera, al igual que para torear, hace falta acopiar grandes dosis de arrogancia, que ahora intento por todos los medios enmendar.

 

“Lo ideal sería trabajar la mitad del tiempo por libre y la otra mitad en colaboración”

- Hablaba de nocturnos. ¿Tiene compuestos?

- Sí. Llevan dos años inéditos porque soy muy exigente en materia de discográficas. Espero remediarlo a no tardar. Respondiendo a su pregunta, el ballet es un medio bastante libre si se compara con el cine. La temática es muy abstracta, casi siempre. A veces te dan compuesta al detallada la coreografía -antes que la música-, y todo se complica. Yo trabajé, sobre todo, con bailarines y actores de butó -una especie de teatro-danza de origen japonés- que mantenían una relación bastante libre con la métrica. Prefiero lo contrario: cuando bailan de forma muy sujeta a los acentos de la música, como hacía Pina Bausch, que era muy libre y muy teatral a la vez. Para mí, lo ideal sería trabajar la mitad del tiempo por libre y la otra mitad en colaboración, o bajo la dirección de otras personas –ya sean directores de cine o coreógrafos-. Un ideal que, creo, con el tiempo voy alcanzando.