Nam est aliquis ac nescio an maximus etiam ex secretis studiis fructus ac tum pura voluptas litterarum, cum ab actu, id est opera recesserunt et contemplatione sui fruuntur.

(Quint. inst. 2, 18, 4)

           

 

 

 

           

 

 

El pasado 4 de junio, el secretario del jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014 leía un acta que compendia oportunamente la línea de un novelista cuya prosa “se abre a deslumbrantes espacios líricos, a través de referencias culturales, donde se revitalizan los mitos clásicos y la belleza va de la mano de la ironía. Al mismo tiempo, muestra un análisis intenso de complejos seres humanos que nos atrapan en su descenso a la oscuridad de la vileza o en su fraternidad existencial. Cada creación suya atrae y deleita por la maestría en el desarrollo de la trama y en el dominio de los registros y matices expresivos, y por su reflexión sobre los secretos del corazón humano”. 

De acuerdo con aquéllos que lo consideran decadente, distanciado, difícil y arrogante, él se tiene por autodidacta y “posthumanista”. Con prácticas alusivas y formas barrocas, ya sea bajo la presión del simbolismo o mediante la digresión filosófica, la intensidad de su escritura y el lirismo de su prosa lo acreditan como uno de los estilistas irlandeses más notables de su generación. Inmediatamente después de leer Dubliners, a los 12 años, comenzó a escribir “horribles imitaciones” de la obra de Joyce con la vieja Remington de su tía. Pero también el humor negro y el ingenio de Beckett, así como las instancias narrativas de Nabokov han ejercido su influjo, sin preterir a Nietzsche, “el gran filósofo de nuestro tiempo”. En un momento de su adolescencia quiso ser pintor: advirtió que no tenía aptitudes para ello, mas aquella aplicación le serviría para contemplar la experiencia de una suerte minuciosa y condensada, y como metáfora de repetición intertextual. Hace de la literatura un medio para filtrar la compleja y ambigua realidad, y una manera de reconocer la raleza del mundo que nos rodea. Al cabo, toda obra de arte exhibe una “textura de cicatriz” y la novela es como la vida misma: “una aventura cómica con irrupciones ocasionales de lo trágico”. Quizá por eso emplea narradores poco fidedignos, que dudan y desvarían, desconectados y desplazados, cuando no odiosos y canallescos. Parecidos, pues, a los escritores, que, según ha observado, son seres como cualquier otro, sólo que un poco más obsesionados. Y, efectivamente, cuanto más viejo se hace uno, más confundido se encuentra, lo cual es bueno para el artista, supuesto que favorece el concurso de la intuición, los sueños, las fantasías y los recuerdos. Hablando de confusión e indeterminación, la lengua de Irlanda (Hiberno-English, Irish English o también llamada, imprecisamente, Anglo-Irish) no tan directa, más oblicua, con sus diferencias fonológicas, sintácticas y léxicas respecto a otros acentos del inglés, le proporciona esa ambigüedad poética que requiere y que, a veces, realza con un lenguaje arcano. Toda vez que “la frase es el mayor invento de la civilización”, considera su oficio un privilegio y, cuando escribe, se abstrae de todo lo demás, empeñado sólo en escoger cuidadosamente las palabras que han de formar la oración perfecta. Sorprendido de que, en una época dominada por la televisión y la música pop, todavía hay gente que lee, ha declarado su modesta ambición en la vida, cual es la de cambiar la novela completamente. Y puesto que estamos ante un género cada vez más maltrecho, se ha arrogado el deber de protegerlo. Dado este contexto, no tiene inconveniente en decir alto y claro lo que piensa, como cuando sostuvo en una reseña que Saturday, el libro que acababa de publicar Ian McEwan, era “espantosamente malo”.[1]

John Banville tiene 68 años y vive en la punta norte de la bahía de Dublín. Nació en Wexford y se formó con los Hermanos Cristianos y en el St. Peter’s College de su ciudad natal. Siempre cáustico, el maestro de la ironía recuerda con frecuencia que la educación religiosa es muy importante para un escritor, pues lo impregna de sentido de culpa, lo cual conviene al narrador de ficciones. Una vez completada la educación secundaria, en lugar de ir a la universidad y hacerse arquitecto, como quería su madre, ansioso por escapar del ambiente familiar, se puso a trabajar de administrativo en la aerolínea Aer Lingus, lo que le permitió viajar por el mundo a un coste ínfimo. Realmente debió de ser la parte más sugestiva del empleo: como él mismo recuerda, el hecho de poder volar de Londres a San Francisco por dos libras, en primera clase (de la época), tuvo que significar mucho para un joven inquieto en un país pobre y aislado del mundo, durante la década de los sesenta en el siglo pasado. Tras vivir un par de años en California, donde conoce a la que después sería su esposa, vuelve a casa en 1969 para dedicarse al periodismo y la literatura. Primero fue redactor del Irish Press; luego, desde 1988 y a lo largo de diez años, desempeño el cargo de director literario en The Irish Times. Desde 1990 colabora regularmente en The New York Review of Books no como crítico literario, sino como reseñador de libros, pues le gusta establecer la diferencia entre uno y otro: el primero ha de situar la obra en la tradición; el segundo tiene que introducirla al público lector. En todo caso, las reseñas y los artículos literarios lo redimen del “tormento constante” de la ficción y le proporcionan el “placer del artesano”.

El profesor Imhof[2] lo situó en el contexto internacional de la denominada ficción postmodernista: un novelista “crítico” o metaficcional que, altamente preocupado por la forma, trasciende los géneros narrativos irlandeses para escrutar las posibilidades de la novela y hallar una voz propia, consciente de que se encuentra en la era posterior a Joyce y Beckett. Más tarde, Joseph McMinn[3] lo considera en el ámbito de la teoría literaria contemporánea, particularmente el postmodernismo y el feminismo, argumentando que su obra está muy influida por las mitologías románticas y modernistas de la imaginación creativa, como las expresadas por Coleridge y Wallace Stevens. Finalmente, Berensmeyer[4] intentará demostrar que el autor es “metaficcional” en el sentido de que su obra trata de la creación de ficciones en unos contextos que no implican necesariamente el proceso de la escritura, como son los de la ciencia y el arte.

Con objeto de compendiar la obra y extraer su temática cardinal, frecuentamos la interesante “perspectiva crítica” del Dr. Nick Turner[5], según la cual nos hallamos ante un “novelista filosófico preocupado por la naturaleza de la percepción, el conflicto entre imaginación y realidad, y el aislamiento existencial del individuo”. En sus primeras creaciones –Long Lankin (1970), Nightspawn (1971) y Birchwood (1973)–, marca el territorio no realista, fija una tendencia a las ideas metafísicas, consolida la prosa barroca y orienta la meditación poética hacia las relaciones de la memoria y la fantasía, para concluir con una advertencia decisiva en boca del narrador:

“We imagine that we remember things as they were, while in fact all we carry into the future are fragments which reconstruct a wholly illusory past. That first death we witness will always be a murmur of voices down a corridor and a clock falling silent in the darkened room, the end of love is forever two spent cigarettes in a saucer and a white door closing”.[6]

Esos fueron, pues los comienzos del aprendizaje: una colección de relatos, a la manera de Joyce, vinculados por la trama y la cronología, que exploran las emociones del miedo, los celos y el deseo en la vida cotidiana, y cuyo título evoca una popular balada acerca del crimen gratuito. Luego, con un narrador ya conocido, pero ahora en primera persona, y con ecos de Beckett y Nabokov, y con citas de T.S. Eliot, se adereza la primera novela, la cual es un thriller psicológico ambientado en una isla griega en vísperas de un golpe militar, pero también es una parodia que socava los fundamentos de la narrativa tradicional, desfigurando los contornos del narrador, el autor y el personaje. Y, finalmente, con elementos de novela gótica y de realismo mágico, el “poeta que escribe prosa” sigue el modelo estructural de Proust: el protagonista, “a la búsqueda del tiempo equivocado” vuelve a la decadente mansión familiar para descubrir que su primo es su hermano, fruto de una relación incestuosa entre su padre y su tía. El “sujeto de la obra” es un autor implícito que deambula por una trama circular tratando de encontrar un sentido en el pasado, rememorándolo y dándole forma narrativa, con objeto de ordenar el caos, entender el presente y dar significado a las cosas.

Después de su “novela irlandesa”, Banville, tratando de sortear la etiqueta, se aleja de la temática de su país y se pone a escribir sobre la invasión normanda del siglo XII, pero aquello, sin saber cómo, se transformará en un libro acerca del fundador de la astronomía moderna. Entretanto, ha recuperado al Arthur Koestler de su adolescencia, supuesto que le sigue fascinando todo lo relacionado con el proceso creativo y, como al autor de The Sleepwalkers, también a él le interesan sobremanera los paralelismos entre la invención científica y la creación artística. Así pues, en la denominada “tetralogía científica”, pulsará las estructuras astronómicas o matemáticas como “lenguajes” alternativos de conocimiento y someterá la epistemología a un examen implacable. Son tres ficciones “históricas” sobre Copérnico, Kepler y Newton, respectivamente, más un cuarto volumen –Mefisto (1986)– que, como el título sugiere, es un relato fáustico en torno a un prodigio matemático que empieza y termina con la palabra “casualidad”.

Doctor Copernicus (1976) se abre con un epígrafe de tres líneas que pertenecen a un largo poema en el que Wallace Stevens medita sobre la naturaleza de la realidad, la percepción humana y la imaginación poética[7]. La vida (y la obra) del protagonista, desde su infancia hasta su muerte, se dispone en cuatro partes. Ya desde el mismo principio, el niño inocente se recrea en “cuestiones enigmáticas” sobre el “objeto mismo” y las palabras que lo nombran, que por sí solas no significan nada, pues sólo son signos arbitrarios. Es la disonancia entre las cosas y los nombres:

“Everything had a name, but although every name was nothing without the thing named, the thing cared nothing for its name, had no need of a name, and was itself only”.[8]

Los padres mueren muy pronto y los cuatro hermanos quedan a cargo del tío Lucas, canónigo influyente, que decide orientar a los dos chicos, Nicolás y Andreas, hacia la Universidad de Cracovia. Ya en el colegio, el primero aprende con demasiada facilidad y, por lo general, le aburren las materias. Hay un profesor que le aconseja que tenga cuidado con los enigmas, pues ejercitan la mente, pero no enseñan a vivir, y le advierte que todas las teorías son sólo nombres, mientras que el mundo es una cosa. Es el canónigo Wodka, que le muestra su observatorio y lo introduce en la historia de la cosmología basada en la teoría de Tolomeo, una hipótesis que, formulada en Alejandría trece siglos antes, aún era aceptada universalmente. El corazón del muchacho, todavía incólume ante los escrúpulos de la ortodoxia, se colma de felicidad.

“Out there was unlike here, utterly. Nothing that he knew on earth could match the pristine purity he imagined in the heavens, and when he looked up into the limitless blue he saw beyond the uncertainty and the terror an intoxicating, marvelous grave gaiety”.[9]

En la universidad se dedica a las humanidades y la teología, como su tío, ahora obispo, había dispuesto. Abstraído por el estudio, se aparta del mundo y descubre su problema: si bien no puede contradecir al universo real, siente que debe hacerlo o desesperar. Por eso, en el choque con el profesor Brudzewski, astrónomo y matemático, cuando éste trata de “justificar los fenómenos”, afirmando que la astronomía no muestra al universo tal como es, sino como nosotros lo observamos, Copérnico, que no cree en palabras, sino en cosas, afirma que el conocimiento debe convertirse en percepción.

En 1496, el ya canónigo Koppernigk y el vago de su hermano parten hacia Italia, unidos por “correas de odio y pavoroso amor”, con objeto de estudiar en Bolonia y Roma. Nicolás obtiene el doctorado en derecho canónico, en un acto ritual que adquiere ribetes de farsa cuando se confunden los textos y el nombre del doctorando, del que se dan hasta cinco transcripciones distintas, reflejo asimismo de la realidad. En todo caso, la caliente y caótica Italia renacentista colisiona con su carácter prusiano, escéptico y frío, lo mismo que la relación con el aristócrata Girolamo. Incapaz de liberar al hombre físico, se refugia una vez más en la ciencia, tratando de buscar la esencia por medio de la astronomía, admitiendo que lo fundamental no eran los teoremas, sino la relación entre ellos: el acto de creación.

“Out of nothing, next to nothing, disjointed bits and scraps, he would have to weld together an explanation of the phenomena. The enormity of the problem terrified him, yet he knew that it was that problem and nothing less that he had to solve, for his intuition told him so, and he trusted his intuition – he must, since it was all he had”.[10]

La segunda sección empieza y acaba con una misma pesadilla para proyectar la traumática relación con su hermano, el cual, a estas alturas, está a punto de morir corroído por la sífilis. Encontramos a un Copérnico de 33 años en el castillo de Heilsberg, donde, además de médico, secretario y factótum, tendrá que actuar como aliado en las conspiraciones de su tío. Él, que no era ni alemán ni polaco, ni siquiera prusiano, en el conflicto del rey de Polonia con los Caballeros Teutónicos, tendrá que aceptar el ejercicio maquiavélico que le brinda el Gran Maestre Albrecht, quien, echándole en cara que no comprende los “conceptos abstractos”, le asegura que los dos son los “creadores de ficciones supremas”. La práctica de la medicina era un espacio de escondite desde donde podía dedicarse a sus verdaderas aficiones. Y seguía dándole vueltas a su teoría, la cual en sí no era errónea, pero carecía de alguna conexión fundamental. Había algo que fallaba y que convertía la astronomía en un “proceso progresivo de fracaso”, hasta el punto que el autor deja de creer en su libro, y a la crisis espiritual se yuxtapone una tribulación intelectual:

“He had believed it possible to say the truth; now he saw that all that could be said was the saying. His book was not about the world, but about itself. More than once he snatched up this hideous ingrown thing and rushed with it to the fire, but he had not the strength to perform that ultimate act”.[11]

Tras la muerte de su tío, es nombrado prepósito de tierras y, en contra de su voluntad, se convierte en un hombre público que llega a estar alarmado por las responsabilidades de los asuntos de estado. El capítulo se cierra con unas cuantas cartas de varios obispos sobre política eclesiástica, pero antes se presenta la historia de Anna Schillings, una prima lejana del canónigo que se convertirá en su focaria. Y en ese pasaje, la tercera persona narrativa parece mantener un monólogo, o un “diálogo interiorizado” con el lector.

La tercera parte es una versión subjetiva, en primera persona, a cargo del discípulo Rheticus, un luterano de Wittenberg. Es él quien publica Narratio Prima, una glosa de De revolutionibus orbium mundi, y quien, con gran esfuerzo y dedicación, logra que se divulgue este libro finalmente, pero se sentirá traicionado, porque no aparece ni una sola mención de su nombre, así que está aquí para vengarse, creando incluso personajes imaginarios y situaciones ficticias, con objeto de lanzarlos contra su maestro. Sabemos ahora que esa procrastinación constante de Copérnico se explica por el miedo al ridículo, debido a la falta de pruebas en su teoría, y a la enormidad del descubrimiento, que podía causar una gran conmoción de carácter teológico, eclesiástico y epistemológico. Las reticencias se exponen abiertamente:

“My book is not science – it is a dream. I am not even sure if science is possible. […] We think only those thoughts that we have the words to express, but we acknowledge that limitation only by our wilfully foolish contention that the words mean more than they say; it is a pretty piece of sleight of hand, that: it sustains our illusions wonderfully, until, that is, the time arrives when the sands have run out, and the truth breaks in upon us”.[12]

La última sección vuelve al punto de vista de una tercera persona omnisciente que narra la decadencia física y mental del protagonista, y su muerte. En el momento de la agonía es visitado por los espíritus de Osiander y Andreas. El primero le comunica que ha cambiado el título del libro: ha sustituido mundi por coelestium, buscando la seguridad que le proporciona la distancia. Su hermano, por otra parte, surge como  “un ángel redentor”, pues no predica la desesperación, sino la aceptación. Y nos conduce a la preocupación temática cardinal:

“It is the manner of knowing that is important. We know the meaning of the singular thing only so long as we content ourselves with knowing it in the midst of other meanings; isolate it, and all meaning drains away. It is not the thing that counts, you see, only the interaction of things; and of course, the names…”[13] 

Todos los intertextos, notas, alusiones, referencias…, la estructura circular (u orbital), las estrategias de variación y repetición, las citas anacrónicas de científicos modernos, la fusión de formas clásicas y románticas, etc., nos llevan a la conclusión de que, en lugar de una historia ficcional o ficción histórica, estamos ante una “novela de ideas” y, como las demás de la tetralogía, una “parábola de la imaginación creativa”.[14]

Sigue a continuación una enigmática trilogía “artística” –The Book of Evidence (1989), Ghosts (1993) y Athena (1995)–, comparada por algunos con la de Beckett. Ahora Freddie Montgomery, una narrador simpático y, a la vez, desagradable, existencialmente inseguro o náufrago, sirve de coartada intertextual y anagramática para situar un dilema ético en un contexto de identidad quebradiza. Se han establecido paralelismos de El libro de la pruebas con El extranjero y con Crimen y castigo. Como la obra de Camus, ésta también “explora una personalidad malvada y la personalidad del Mal”[15]. En efecto, ambas se basan en el crimen “accidental” de un inocente y en las dos ocasiones, el asesino confiesa algo más que su culpa. En todo caso, los acontecimientos medulares del asesinato y la fuga subsiguiente se basan en el asunto de Malcolm Macarthur, quien, en 1982, mató a una enfermera dublinesa a la que quería robar el coche. El excéntrico acreditado en los círculos sociales de la ciudad, que había engañado a mucha gente con una sarta de ficciones sobre su pasado y su linaje, aporreó a la joven con un martillo y huyó, dejándola moribunda en el asiento trasero. Luego buscó refugio como invitado en la casa del entonces Fiscal General de Irlanda, y allí sería arrestado con el escándalo consiguiente.[16]

 A los 38 años, Frederick se encuentra en prisión, encerrado “como un animal exótico”, a punto de ser juzgado por robo y asesinato. Entre tanto, bajo la forma de confesión dirigida al juez, adereza lo que podríamos denominar unas “memorias desde la cárcel”. Se trata, por tanto, de un relato subjetivo de las experiencias, sentimientos e ideas de un narrador desorientado, poco fiable, que se inventa los nombres y, tal vez, los personajes, y que atribuye el crimen a “un fallo de la imaginación”. Su monólogo dramático, discontinuo, plagado de incisos y digresiones, no persigue la apología ni la defensa, sino que es un intento de explicar los actos de un hombre que hizo lo que hizo porque no podía hacer otra cosa. El joven de buena familia,  otrora científico brillante, profesor en una universidad americana, dedicado a la estadística y a la teoría de las probabilidades, aquél que siempre había considerado la materia como un torbellino de colisiones azarosas, ha vivido los últimos años, a la deriva por las islas del Mediterráneo, una vida que “fomentaba ilusiones”. A causa de un coqueteo fatal con el mundo de las drogas, víctima de un chantaje, tendrá que volver a Irlanda en busca de dinero; pero su madre ha malvendido la colección de cuadros que constituía su patrimonio para pagar las deudas que dejó su padre. Tratando de seguir el rastro de las pinturas, se topa con una que le fascina en gran manera, un retrato holandés anónimo que intentará robar. En el curso de la sustracción, se cruza en su camino una joven criada, a la que secuestra y golpea hasta la muerte.

“It was incomprehensible. Even still, when I say I did it, I am not sure I know what I mean. Oh, do not mistake me. I have no wish to vacillate, to hum and haw and kick dead leaves over the evidence. I killed her, I admit it freely. And I know that if I were back there today I would do it again, not because I would want to, but because I would have no choice.”[17]

La segunda parte sigue las deambulaciones de Frederick por Dublín, guarecido en la casa de un viejo amigo que lo acoge sin preguntas, hasta que lo detiene la policía. Conmocionado, perplejo, en un  estado de desapego onírico, observa que ya no va a tener que fingir ante sí mismo que era lo que no era. Lo que no es óbice para que se sienta responsable de su acto: había destrozado una vida que era irreemplazable y que, de algún modo, tenía que ser reemplazada. Al final, el narrador convierte el texto en testimonio y lo entrega a un inspector para que lo guarde “con las otras ficciones”,  pues, “¿qué es la verdad?”, se pregunta. “Todo. Nada. Sólo la vergüenza”, se responde.            

El autor ha cultivado la agudeza y el humor negro especialmente en The Untouchable (1997), un “roman à clef” libremente basado en la figura de Anthony Blunt, el historiador de arte británico y espía soviético que se desenmascara, al tiempo que medita sobre la naturaleza de la traición, cuando examina la vacuidad de su vida. Y más recientemente, ha regresado al melodrama gótico existencial con Eclipse (2000) y Shroud (2002), donde vemos a un narrador en crisis, ajeno a sí mismo, perseguido por los “fantasmas” de sus recuerdos personales y la soledad, prisionero del pasado o atrapado en la impostura. Con su decimocuarta novela, El mar (The Sea, 2005), Banville ganó el prestigioso Man Booker Prize. En una reñida competición frente a otros cinco destacados, entre los que Julian Barnes era el favorito, se impuso este “magistral estudio del recuerdo del dolor, la memoria y el amor”. El texto, cargado de referencias literarias y analogías pictóricas, reclama un relato acerca del mar y la infancia, pero el narrador, como instancia reguladora de la omnisciencia, interrumpe al emisor con la historia de su esposa, y entonces el discurso, fragmentado e indirecto, o por medio del diálogo interiorizado, se transforma en un ensayo elegíaco sobre el fin de la inocencia y el principio del envejecimiento. La trama fluctúa constantemente entre el pasado y el presente; avanza, retrocede y da vueltas, marcando el itinerario de un viaje que realiza la memoria (o la conciencia) en pos de la pérdida y la muerte. El relator nos resulta familiar: contrariado por la imprecisión del lenguaje y la inexactitud de las reminiscencias, ve los episodios como un cuadro vivo, pero puede perder el hilo de la narración; con su visión limitada de la vida, se convierte en otro esteta a la deriva o, tal como él mismo se ve, “una persona de escaso talento y más escasa ambición, agrisada por los años, insegura y errante y que necesita consuelo y el efímero alivio del olvido que provoca el alcohol”. Es un historiador del arte que lleva mucho tiempo atascado en una monografía sobre Pierre Bonnard, el “nabí” intimista que, si bien anduvo fascinado por la perspectiva, pintaba el mundo absteniéndose de comentar la vida, pues evitaba toda revelación subjetiva en sus complejas composiciones, tanto narrativas como autobiográficas. Muy adecuado para un intermediario entre el emisor y la narración que, en un sueño, intenta redactar su testamento con una máquina de escribir a la que le falta la letra “I” (yo). Un erudito, ora sarcástico, ora lírico, que, cansado de la definición de los demás, siempre ha querido ser otra persona, y al que ahora no le gusta nada lo que otea en el espejo del cuarto de baño.

“El pasado late en mi interior como un segundo corazón”, confiesa Max Morden en el momento de iniciar su peregrinación mental, impulsado por una visión en la que su viaje nunca acaba, mientas que él no llega a ninguna parte, y no pasa nada. Perplejo, doliente y solitario tras el reciente fallecimiento de su esposa, encogido bajo el control de su hija única, busca en la bebida un anestésico emocional; con problemas de identidad, en otoño, es decir, fuera de temporada, decide volver al pueblo costero donde veraneó con sus padres hace más de cincuenta años, cuando tenía diez u once (no puede recordarlo con exactitud). Así que, intentando evadirse de una pérdida actual y con objeto de administrar sus efectos colaterales, va a enfrentarse a un trauma remoto cuando rememore aquel verano decisivo, durante el cual conoció a los “dioses” de la familia Grace y, con ellos, descubrió la amistad y el amor, si bien en aquella “extraña marea” afloró asimismo la incomunicación, la aflicción y la muerte. Así y todo, como en las novelas de Banville las cosas no son lo que parecen y por más que algunas imágenes se tornen presagios, el lector ha de esperar a que se descubra el enigma en un sorprendente clímax epifánico, al final de este viaje evocatorio. En cualquier caso, el narrador sólo ha buscado cobijo y redención, una liberación del presente intolerable; otra cosa es que haya logrado exorcizar sus fantasmas:

“To be concealed, protected, guarded, that is all I have ever truly wanted, to burrow down into a place of womby warmth and cower there, hidden from the sky’s indifferent gaze and the harsh air’s damagings, That is why the past is just such a retreat for me, I go there eagerly, rubbing my hands and shaking off the cold present and the colder future. And yet, what existence, really does it have, the past? After all, it is only what the present was, once, the present that is gone, no more than that. And yet.”[18]

Las últimas novelas publicadas hasta la fecha son The Infinities (2009) y Ancient Light (2012). La primera, otra vez alusiva y autorreferencial, está inspirada en el mito de Anfitrión, que el autor ya adaptó para la escena en el año 2000, a partir de una versión del alemán Heinrich von Kleist. Narrada por Hermes, presenta las travesuras de unos dioses griegos que interfieren con una familia reunida en torno al lecho de muerte de un matemático ilustre. En Antigua Luz, un viejo actor de teatro recuerda su primer amor de adolescente con la madre de su mejor amigo, veinte años mayor que él. De nuevo la forma confesional genera la doble trama habitual del presente frente al pasado, con objeto de cuestionar si hay alguna diferencia entre la memoria y la invención. Pero no podemos acabar el esbozo sin nombrar a Benjamin Black, el alter ego de Banville, su “oscuro hermano gemelo”, al que deriva la energía literaria que le sobra. Con este seudónimo ha publicado ocho novelas policiacas, la mayoría de ellas ambientadas en el Dublín de los años cincuenta y protagonizadas por Quirke, un patólogo solitario, bebedor y algo lerdo, pero caballeroso y tenaz, que aún cree en cierto tipo de justicia. La serie se inicia con una trama de tenebrosos intereses familiares, titulada El Secreto de Christine (Christine Falls, 2006), y se completa con La rubia de ojos negros (The Black-Eyed Blonde, 2014), en la que, a petición de los herederos de Raymond Chandler, se resucita al célebre detective Philip Marlowe.

Según ha manifiestado el autor, este nuevo rumbo literario es favorecido por la lectura de algunas obras de George Simenon, que no son las historias del comisario Maigret, sino esa narrativa denominada roman dur, una literatura existencial superior a la de Sartre o Camus. Advierte asimismo que, mientras John Banville puede escribir doscientas palabras al día, Benjamin Black llega hasta las dos mil en una mañana, algo que no se explica porque el primero componga con pluma estilográfica y el segundo, directamente en el ordenador, sino porque a aquél lo distingue la reflexión; a éste, la espontaneidad. Uno es el artista; el otro, el artesano. Así y todo, Black, citando al propio Chandler, aclara que le importa poco quién mata al mayordomo, pero le importa mucho el estilo.        

 

 

 

  



[1]              Seguimos varias entrevistas del novelista, principalmente la de Belinda McKeon, para The Paris Review <(http://www. theparisreview.org/interviews/5907/the-art-of-fiction-no-200-john-banville>; la de Juan J. Delaney, para La Nación <http://www.lanacion.com.ar/1030412-soy-un-poeta-que-escribe-en-prosa>, y la de Mark Sarvas para el blog The Elegant Variation <http://marksarvas.blogs.com/elegvar/the_john_banville_interview/>.

[2]              Rüdiger Imhof, John Banville. A Critical Introduction. Dublin: Wolfhound Press, 1989. Es la primera introducción crítica a las obras de Banville publicadas hasta la fecha, es decir, hasta Mefisto (1986). Se trata de una reflexión profunda en el entorno de la ficción irlandesa contemporánea, pero también en relación con la tradición literaria, la experimentación postmodernista y la sensibilidad artística.

[3]              Joseph McMinn, The Supreme Fictions of John Banville. Manchester and New York: Manchester University Press, 1999. En la introducción se relaciona la obra de Banville con la literatura irlandesa, europea y americana. El análisis de los textos, desde Long Lankin (1970) hasta The Untouchable (1997), se centra en el interés del autor por los sistemas de conocimiento y las formas de representación, haciendo especial hincapié en el uso de los cuadros como metáforas.    

[4]              Ingo Berensmeyer, John Banville: Fictions of Order. Heidelberg: Universitätsverlag C. WINTER, 2000. El estudio posterga las cuestiones de sucesión periódica o de construcciones taxonómicas y se dedica a las consideraciones teóricas de “autoridad”, “autoría” y “autenticidad”. Asimismo hace uso de las novelas para explorar las posibilidades de comunicación literaria en relación con el discurso científico y estético. 

[6]              John Banville, Birchwood, London: Granada, 1984, p. 12.

                “Imaginamos que recordamos las cosas como fueron, pero, en realidad, lo único que trasladamos al futuro son  fragmentos con los que reconstruimos un pasado totalmente ilusorio. La primera muerte que presenciamos siempre será un murmullo de voces por un pasillo y un reloj que se queda parado en la habitación oscura, y el final del amor se reduce a dos cigarrillos gastados en un platillo y una puerta blanca que se cierra”.

[7]              El poema se titula Notes Toward a Supreme Fiction (1942) y en él sostiene el vate de Pennsylvania que la realidad está cambiando constantemente y que la imaginación –la suprema ficción– es la mejor forma de comprender esa realidad variable. En ese contexto, el poeta ha de ofrecer una ficción que satisfaga, de la misma manera que, en otro tiempo, la creencia en una deidad personal procuró gozo espiritual. A su vez, esa ficción dispensa una fe por la que el ser humano puede vivir y morir.  

[8]              John Banville, Doctor Copernicus. London: Paladin Grafton Books, 1976, p. 13.

                “Cada cosa tenía un nombre, pero a pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que definían, a las cosas  no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas”. John Banville, Copérnico. Madrid: El País, 2005,  p. 11. Traducción de María Eugenia Ciocchini.

[9]              Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.32.

                “Allí fuera todo era absolutamente distinto, nada de lo que él conocía en la tierra podría igualar la prístina pureza que él imaginaba en los cielos, y cuando miraba hacia arriba en el azul infinito, más allá de la duda y el terror, contemplaba una embriagadora, maravillosa y majestuosa alegría”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 33.

[10]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.95.

                “Tendría que forjar una explicación de los fenómenos partiendo de la nada, o de casi nada,  juntando trozos y piezas destartalados. La enormidad del problema le producía pánico, pero sabía que debía intentar  resolverlo, pues su intención así se lo indicaba. Él se fiaba de su intuición, tenía que hacerlo, ya que era lo único con que contaba”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 105-106.

[11]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.128.

                “Le había parecido posible decir la verdad, ahora veía que todo lo que podían decirse eran palabras. El libro no hablaba del mundo, sino de sí mismo. Más de una vez cogió aquel horrible manuscrito dispuesto a tirarlo al fuego, pero no tuvo el valor para cometer aquel acto definitivo”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 142.

[12]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.220.

                “Mi libro no es ciencia, es solo un sueño; ni siquiera estoy seguro de que la ciencia sea posible. […] Sólo concebimos pensamientos que podemos expresar con palabras,  pero admitimos esta limitación con la idea, obstinadamente estúpida, de que las palabras significan más de lo que dicen. Es un bonito truco de magia que mantiene el engaño maravillosamente, hasta que llega el momento en que la verdad irrumpe con toda su fuerza ante nosotros”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 243.

[13]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.251.

                “Lo que importa es la forma de conocer. Conocemos el significado de una cosa en particular sólo si nos contentamos con percibirla en medio de otros significados; pues en cuanto intentamos separarla, todo su significado se desvanece. Ya ves, lo que cuenta no son las cosas, sino la interacción entre ellas y, por supuesto, los nombres…”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 279.

[14]             Vid. Rüdiger Imhof, pp. 74, 97. Es la necesidad de trascender los límites del lenguaje para acceder a la realidad de las cosas. Y como  indica Berensmeyer, el conflicto, ya expresado en los libros anteriores, radica en la incapacidad de llegar a la realidad sin el concurso de las creaciones ficcionales. Vid. Ingo Berensmeyer, p. 133.

[15]             Vid. Joseph McMinn, p. 103.

[16]             En 2012, mientras Banville era entrevistado en el Trinity College, pudo verse entre el público a Macarthur,  puesto en libertad poco tiempo antes. El escritor se fue nada más terminar la entrevista, pero el ex convicto se quedó al cóctel. 

[17]             John Banville, The Book of Evidence. London: Picador, 1998, p. 150.

                “Resultaba incomprensible. A pesar de todo, cuando digo lo hice no estoy seguro de a qué me refiero. No se me entienda mal. No es mi intención vacilar, titubear y arrojar hojas secas sobre las pruebas. La maté, lo reconozco libremente. Y sé que si hoy volviera a estar allí, volvería a hacerlo, no porque quisiera, sino porque no me quedaría otra opción”. John Banville, El libro de las pruebas. Barcelona: Anagrama, 2000, p. 164. Traducción de Horacio González Trejo. 

[18]             John Banville, The Sea. London: Picador, 2012, p. 60-61.

                “Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es lo único que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y, no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya”. John Banville, El mar. Barcelona: Anagrama, 2006. Traducción de Damián Alou.