José Antonio Labordeta (Zaragoza, 1957-2010) tuvo una actividad incesante a lo largo de toda su vida, en muchos momentos vinculada a la literatura. Desde sus primeros contactos con la escritura (principalmente, con la poesía, desde, al menos 1945, cuando contaba con diez años, pero también con pequeños cuadros teatrales y relatos después) hasta los últimos libros aparecidos en editoriales de tirada nacional, la literatura ha sido su actividad más constante. Pero, como sabemos, hubo otras facetas que le fueron ocupando a lo largo de su vida: primero, la de profesor de Geografía, Historia e Historia del arte, desde los años turolenses (1964-1970) hasta que pidió la excedencia del cuerpo de Catedráticos de Enseñanza Media en 1985; en segundo lugar, estaría su faceta de cantante, que le llevó a grabar unos veinte discos y participar en cientos de conciertos, en Aragón y en el resto de España, pero también en Suecia, Francia o Alemania (en ella, también habría que contar la labor de creación: letras y músicas); en tercero, habría que mencionar al hombre público y al político (en esta última faceta, desde 1999, como diputado en las Cortes de Aragón y, del año 2000 al 2008, como diputado del Congreso en Madrid. pero antes como candidato del PSA, del PCA y de IU); en cuatro lugar, y por último, habría que mencionar otras actividades. como actor, director y adaptador de obras de teatro, crítico literario y conferenciante, realizador de televisión, presentador de televisión y entrevistador, etc. Es decir, todo un mundo de tareas relacionadas, más o menos, las unas con las otras, pero que nos presentan a una persona sin descanso y con una capacidad de adaptarse a múltiples circunstancias.

Pues bien de todo este mundo, la actividad que le ha acompañado durante más tiempo ha sido la literatura. Labordeta ha sido, ante todo, un escritor y un lector, y ha realizado ambos trabajos con entrega y entusiasmo. Y, entre todos los géneros en que ha desarrollado esta actividad literaria, el poético es, desde mi punto de vista, el más representativo y personal: en él nació a la literatura y fue el último que ejercitó. Curiosamente, es, al mismo tiempo, el menos conocido, en parte porque sus primeros libros aparecieron en editoriales de difusión muy limitada y tuvieron escasa distribución, en parte también porque la poesía sigue siendo la cenicienta literaria (apenas tiene lectores y económicamente es ruinosa tanto para el editor como para el creador). Es evidente que el aspecto como escritor más conocido es el de autor de libros de memorias, especialmente, los dos últimos en los que cuenta su experiencia en el Congreso de los Diputados y el dedicado a su enfermedad (Regular, gracias a Dios, 2010). De los trescientos ejemplares que se editaron de su primera obra poética (Sucede el pensamiento, 1959, editado por la revista que él mismo dirigía), que fueron regalados por el autor a sus amigos y poco más, a las decenas de miles de los libros aparecidos en Círculo de Lectores y en Ediciones B (Memorias de un beduino, 2009, incluso tuvo varias reediciones) hay evidentemente un abismo. Después de la poesía vendría la narrativa. Sus Cuentos de San Cayetano, 2004, han tenido una buena acogida en Aragón, y ha gozado de varias reediciones en la zaragozana editorial Xordica; En el remolino, 2007, ha sido editada en Anagrama, una de las editoriales de este género más prestigiosas. Aparte quedarían, lógicamente, la labor como articulista (en el diario Lucha de Teruel, en Aragón Exprés, El Día, Diario 16 Aragón, antes en Andalán, después en El Periódico de Aragón o en Público), cuyos escritos tienen la virtud de llegar a muchos más lectores. De esta labor como articulista, debería rescatarse alguna serie, como la denominada «El dedo en el ojo», aparecida en Andalán, entre 1972 y 1976, firmada por Polonio Royo Alsina, en la que desarrolla las mejores artes del periodismo literario en la línea de un Larra.

Sin embargo, y a pesar de ser minoritario, considero que es en la poesía donde José Antonio se sentía más libre, más auténtico, más a su aire. La poesía ha sido su más fiel refugio contra la soledad y contra los aconteceres cotidianos. De hecho, siguió escribiendo poesía hasta el momento de su fallecimiento, y dejó varias libretas con poesía inédita, si bien no revisada ni corregida, lo que hace que, en la mayoría de los casos, haya que considerar estos poemas meros bosquejos o borradores. La poesía representa, de alguna manera, su voz más íntima, su mirada menos mediatizada, más tímida, menos prejuiciada y más inocente.

La poética de José Antonio Labordeta se refleja, aunque sea de forma diversa, en todos sus escritos. La narrativa indaga en temas semejantes a la poesía, ya sea la violencia y sus causas, o el miedo y la opresión como motor de los comportamientos humanos (En el remolino); ya sea la búsqueda de una infancia que se pierde entre calles con olor a orina, prostitutas, frutas y verduras, gritos y muertos en el Ebro (Cuentos de San Cayetano). Los libros de viaje nos darán cuenta de un narrador que imposta una voz distante, pero a la vez cercana, en tercera persona en ocasiones, que oculta la inmensa ternura que siente ante paisajes y personajes. En los libros memorialísticos, el estilo es mucho más cercano, socarrón y directo. Siempre hay en ellos una mirada compasiva, aunque dura a veces ―pero también tierna―, sobre el pasado. Y la amistad (Los amigos contados) como una constante y un objetivo, como un obejetivo y un camino para seguir caminado, aunque no se sepa la razón. La escritura se entiende como una mirada atrás para permitir recuperar episodios, sucesos, sentimientos, olores, incluso, del pasado y poder recrear de esta manera un tiempo ido y apenas percibido, como si solo a través de este ejercicio se pudiera ser consciente de haberlo vivido.

Como dice el primer título de poesía que publicó, Sucede el pensamiento, y esta actividad mental, esta actividad intelectual pone en marcha la memoria y, con ella, surge el recuerdo que aviva las imágenes recreadas. No hay lucha, apenas acción; la inanidad es la nota dominante en una literatura que surge como ejercicio del intelecto, en el descanso del combate diario que es existir; hay descripción, reflexión sobre miradas y sobre lo que el ojo retiene en la retina, de ahí que la poesía se torne introspectiva y que se revista de un velo de malancolía y de nostalgia por lo que nunca vuelve; de ahí también que busque ―como su hermano Miguel― en los espejos, en los armarios, pero ya no tratando de encontrar la identidad propia, el yo fragmentado, sucesivo y desaparecido, sino elementos materiales que le remitan al recuerdo, a otro tiempo recreado. A partir de este título se fueron sucediendo otros, con retrasos en la publicación en ocasiones y problemas con la censura (de forma que algunos libros de poemas salieron incompletos): La sonatas (1965), Cantar y callar (1971), Treinta y cinco veces uno (1972), Tribulatorio (1973), Poemas y Canciones (1976), Método de lectura (1985), Jardín de la memoria (1985), Diario de un náufrago (1988) y Monegros (1994). Aparte algún conjunto de poemas o composiciones sueltas aparecidos en revistas, entre los que destaca el titulado «Foto de familia», publicado en la revista Rolde en 2007.

José Antonio comentó en más de una ocasión que el verdadero poeta es el que construye, desde las palabras y su imaginación, auténticos mundos. Y arguía, con cierta nostalgia, que su hermano Miguel sí que era un poeta genial, único, pero que él, como poeta, solo narraba la realidad, su realidad recreada, contaba el mundo que veía, el mundo que sentía o que intuía. La diferencia estriba en ser poeta que reconstruye el mundo a través de imágenes o no. José Antonio prefirió otras maneras que se avenían mejor a su pensamiento: sobre todo fundir el paisaje con sus gentes.

En fin, para terminar, con esta «voz melancólica y añorante», de «expresión simbolista en que mundo y vivencia personal se enfrentan»,[1] hay que comentar que la poesía de José Antonio Labordeta es, quizá, entre todas sus actividades culturales la que nos muestra mejor su compromiso personal y vital con una realidad contradictoria: un mundo sin posible comunicación que conduce, inevitablemente, a una gran angustia existencial, de la que surge, como necesario equilibrio mental, la esperanza a través de la transformación (más personal que social, más profunda que coyuntural) de todos y cada uno de nosotros. El escepticismo labordetiano —impuesto por un fatal lastre de marginalidad— termina desconfiando tanto de las ideas como de los hombres que pretenden llevarlas a efecto, porque el ser político tiende, necesariamente, a la corrupción moral. Y de esto sabe mucho José Antonio. La transformación social no vendrá por la sustitución de unos nombres por otros, sino por la solidaridad cósmica con el paisaje, con sus gentes, con la vida. Él, como nadie, supo captar la tristeza y la desolación de quien tiene que abandonar sus raíces.

El sentimiento se hace universal; nadie como él ha definido el contraste de esta tierra entre la esperanza y el desasosiego, entre la utopía y la desesperación (las canciones «Ya ves» y »Somos» son un buen ejemplo).

Voy a incluir dos poemas inéditos. El primero fue desestimado del original que inicialmente se tituló Hablando por hablar y que, finalmente, fue publicado como Cantar y callar (que incluía poesía y letras de canciones, además de un disco con cuatro temas); el segundo se incluía en el autógrafo de Treinta y cinco veces uno, un libro concebido como un homenaje a su hermano Miguel, que tuvo muchos retrasos por culpa de la censura y que fue publicado con, al menos, dos poemas, menos de los que inicialmente componían el poemario. El primero habla de la vista desde la catedral de la vieja ciudad en la que nací; la segunda de ese Teruel que tanto ayudó a construir desde la dura tarea de hacer que sus gentes creyeran en él y en sus posibilidades a través de la educación y la instrucción.


Jaca[2]

 

Se hizo el silencio Dios. Se hizo el silencio

sobre la propia piedra:

graníticas miradas, desde el atrio sombrío,

nos contemplan. Rudo es el campanario

que hacia Oroel ―esa quilla de dioses desterrados―

alza, melancólico, su canto.

(Aquí el llanto del hombre

no te abruma). (Lo que sí te estremece

es el amplio horizonte

que se llama Francia).


San Julián. (El barrio)[3]

 

Aquí nace la yedra

sobre el muro.

Sobre el muro

crece el barro, la arcilla

y el niño entristecido por la tarde.

Aquí crecen las madres

a la puesta del sol

al tiempo que se arañan

desde el monte cercano

unas borrajas raquíticas y pobres

para hacerse entender

por campesinos.

Se canta al sol,

al yeso, a los pájaros lejanos

y a la nube mudéjar

que sobre su pedestal

seguirá los mojones de casas

surgidas de la tierra

como grumos. Luego, cuando anochece,

las pobres luminarias ciudadanas

atesoran los ojos de los perros,

hortelanos batidos en la grieta.

Y en el silencio

nadie recuerda ya

el nombre de aquel viejo

que por primera vez

aró las enramadas, los barros,

y levantó del suelo

estas pobres y tristes masadas.



[1]      Rosendo Tello, «Introducción» a Orejudín, Zaragoza, DGA, 199, p. 52.

[2]      Este poema formaba parte inicialmente del libro Cantar y callar (Zaragoza, colección Fuendetodos, 1972), que se tituló, en sus primeras versiones, Hablando por hablar.

[3]      Incluido en el autógrafo de Treinta y cinco veces cinco y marcado con un interrogante, por lo que se desechó de la versión definitiva. Fechado en Teruel, el 11-12-29.