José António Duro, más conocido como José Duro, “el olvidado de los olvidados”, −como le definiera el periodista Mayer Garção en su libro Os esquecidos−, nació en la coqueta ciudad de Portalegre, Alto Alentejo, Portugal, el 22 de octubre de 1875, y murió en Lisboa una gélida mañana de enero de 1899, cuando contaba apenas 23 años. Su breve vida estuvo totalmente marcada por los estragos de la tuberculosis, dolencia que contrajo a edad temprana y que dejó igual huella tanto en su carácter solitario y sombrío como en su obra poética, impregnada de referencias a su enfermedad, a los oscuros mundos del esoterismo, la prostitución, el tedio, la desesperación por su estado de salud y la consciencia de una muerte inminente; ya en 1895, en su poema más precoz, un soneto con claras influencias de Antero de Quental titulado Morte, José Duro no duda en presentarse al mundo literario con todo su dolor y toda su decadencia, constantes que marcarán, salvo escasas excepciones, el resto de su brevísima obra.

 

No todo es sufrimiento y queja en la obra de José Duro; en su primer libro, Flores, una plaquette publicada en Portalegre en 1896, Duro da aún algunas muestras de frescura y de amor por la sencilla vida de campo que tan bien conocía; sin embargo, tras su marcha a Lisboa, donde ingresará en la Escola Politécnica, comenzará a frecuentar tertulias literarias y a interesarse por la poesía de Charles Baudelaire −sin duda su mayor influencia extranjera−, así como por la obra de poetas portugueses decadentistas como Antero de Quental, António Nobre o Cesário Verde, influenciados a su vez por la larguísima sombra del vate francés. Todo ello, unido al progresivo avance de su enfermedad, irá a desembocar en su segundo y último libro, radicalmente titulado Fel (“Hiel”), inédito hasta la fecha en lengua castellana y del que presentamos varios poemas traducidos a continuación. Fel, publicado apenas tres semanas antes de su muerte, y cerrado con un largo y magnífico poema titulado Doente, es una suerte de trágico testamento, un patético diario de sus últimos días, un lúcido testimonio que aún es considerado, a pesar de su escasa difusión en la actualidad, como la concretización más pesimista de las corrientes decadentistas de su tiempo en lengua portuguesa. No en vano el propio Fernando Pessoa llegó, en su juventud, a definirse como su deudor: aunque sólo sea por ello, démosle una penúltima oportunidad al triste destino de José Duro, a quien las Parcas no dudaron ni un segundo en llevarse muchísimo antes de tiempo. De su tiempo. 

 

MUERTE 

 

Oh muerte, ve a buscar la rabia consagrada

con que matas al mal y creas nuevos seres…

Oh muerte, ve deprisa y tráeme los poderes,

me canso de vivir, quiero estar en la nada…

 

Escurre de mi boca esta voz que aún murmura,

y arráncame del pecho el corazón exangüe,

que yo he darte a cambio los restos de mi sangre

para el negro festín de tus hambres oscuras…

 

Oh Santa que yo adoro, Virgen de mirar triste,

bendita seas tú, oh muerte inexorable,

llorando por el mundo desde que el mundo existe…

 

Dame de tu licor, quiero beber sin tino…

¡que vivo abandonado y soy un miserable

errando por la Vida, en busca de mí mismo! 

 

DOLOR SUPREMO 

 

Donde quiera que ponga mis ojos malheridos,

−me he acostumbrado a ver el mal en todas partes−

no me topo con nada que no vaya a dañarte,

oh mi pobre alma ciega, hermana de tullidos.

 

Pasión de un Viernes Santo repleto de cuidados,

el Libro de Ezequiel… Voluntad de llorarte…

¡Y no tener siquiera llanto para lavarte

estas manchas de Hiel, hijas de mil pecados!

 

¡Ay de aquel que no llora por haber olvidado

cómo se ha de invocar la lágrima en el ojo

en la penosa hora que precisamos de ella!

 

Pero es mucho más triste aquel que mira al Cielo

esperando que Dios le libre del abrojo

y sólo ve la luz de pálidas estrellas…

 

 TEDIO

 

Ando a veces estúpido y me siento incapaz

de encontrar una rima o producir un verso;

y me hago de mí mismo la idea de un perverso

capaz de apuñalar hasta a la luz del gas.

 

Me incomoda el Color, la sangre del Poniente,

−un rojo Waterloo del que es sol Bonaparte−;

y no entiendo, Mujer, cómo puedo aún amarte

si tengo rabia, mucha, contra toda la gente.

 

Donde alcanza la vista alargo mi mirar,

y me creo que existe alguna mancha oscura

que lágrimas de Llanto jamás van a lavar…

 

¡Extraña concepción! Abarco el mundo todo,

y en cada estrella veo la misma lama impura,

¡y en cada boca roja el mismo impuro lodo!

  

EN BUSCA

 

Los ojos pongo en mí, igual que ante un extraño,

y lloro al notarme tan otro, tan cambiado…

Sin desvelar la causa, el íntimo cuidado

que sufro de mi mal −el mal del que provengo.

 

Ya no soy aquel Yo de aquel tiempo pasado,

Pastor de ilusiones, olvidé mi rebaño,

nada sé de mi amor, la salud se ha perdido,

y vivir sin salud es sufrir duplicado.

 

Mi alma me la rasgó el trágico Disgusto

en silvas de abandono, en un atardecer,

cuando el azul comienza a diluirse en astros…

 

Y al borde del camino, a lo lejos, muy lejos,

como un mendigo solo, como un sombrío monje

marcha mi corazón en busca de sus rastros…


ENFERMO (estrofas finales)

 

Pero en vano medito, y es en vano que sueño:

mi corazón murió, mi alma está casi muerta…

Se marchita en el cráneo la linda flor del Sueño,

y oigo llegar la Muerte, siniestra, hasta mi puerta…

 

Ya sufrí demasiado, me cansa el sufrimiento,

y por mayor desgracia, y por mayor tormento,

¡llego a pensar que tengo −estúpido recuerdo−

un alma de poeta y un poco de talento!

 

¡El dolor que me mata es moral, y aun es físico!

¿De qué me sirve ahora albergar esperanzas,

si no puedo besar a los trémulos niños,

pues afluye a mis labios este tóxico tísico?

 

¡Y me muero tan joven! Hace apenas un mes

Le pregunté al Doctor: −¿Y bien? −Yo he de curarle

Pero ya no me importa, quiero morir, dejadme…

Que morir es dormir… Dormir… Soñar tal vez…

 

Por eso iré a soñar debajo de un ciprés,

ajeno a la quimera de ideales perversos…

¡El poeta no muere, aunque parezca agreste

su propia inspiración, y sean tristes sus versos!