Conversamos  en un salón de la Residencia de Estudiantes de Madrid. Sus muros aún guardan el recuerdo de aquella simbiosis entre ciencia y humanidades, al abrigo de la Institución Libre de Enseñanza. José Ramón Sánchez Ron nos ha querido convocar en esta colina de los chopos que, además de a Lorca, Dalí y Buñuel, acogió a Juan Negrín, Severo Ochoa, Luís Calandre y otros investigadores de primera. Es Doctor en Física y catedrático de Historia de la Ciencia, por lo tanto lo primero es pedirle que nos aclare nuestra dependencia de la física, de la química o de la biología. Algo difícil de concretar. ” La física domina nuestra civilización. Pero yo, que soy físico, a veces digo que la historia me ha hecho mejor, me ha purificado, me ha hecho más consciente y más sabio. Así he podido apreciar que esa ciencia omnipresente que es la química, está en el aire que respiramos, los alimentos, los medicamentos, los vestidos. De manera que somos química y la química y la física están íntimamente relacionadas”.

 

- Hablemos de interdisciplinariedad, que es la idea a la que usted ha dedicado más atención en los últimos años. ¿Podemos definirla como una nueva Ilustración que nos retrotrae, incluso, al hombre renacentista?

 

- Ese es su espíritu.  En el libro  La nueva ilustración. Ciencia, tecnología y humanidades en un mundo interdisciplinar  defiendo que se debería fomentar una cultura en la que grupos de especialistas se formasen con el fin de comprender mejor la naturaleza, y que colaborasen entre ellos. No es sólo un programa deseable, sino una necesidad para comprender mejor, avanzar en la ciencia y la tecnología. Todos los científicos son especialistas, dominan una parte de su especialidad, pero la naturaleza no es así. Es una  y nosotros la hemos parcelado. Aparte de esta necesidad para avanzar en el conocimiento científico y tecnológico deberíamos recuperar ese espíritu de Leonardo, de los mejores ilustrados, de tratar de formarse. Cualquier persona debería intentar crearse una visión del mundo que no estuviera escorada a  una disciplina.

 

- A este concepto de interdisciplinariedad usted llega después de abordar el de mestizaje, y de recorrer tres siglos distintos: el XIX, XX y XXI. ¿Qué  define a cada uno de ellos, desde el punto de vista de la ciencia y la cultura?

 

- El XIX fue  un siglo maravilloso para la ciencia y la técnica, es el siglo del electromagnetismo de Faraday y Maxwell, que cambió nuestras vidas. Yo suelo decir en mis clases que ahora no nos sorprendemos cuando,  con los  ordenadores o teléfonos móviles, somos capaces de enviar cantidades extraordinarias de información, casi instantáneamente.  Pero cualitativamente hay que destacar  lo que significó el establecimiento   del primer cable telegráfico  submarino en 1986 que unió Europa y Estados Unidos. En el mejor de los casos, enviar y recibir información podía suponer un periodo de un mes.  Y cuando se estableció ese primer cable telegráfico transatlántico,  aunque se podían enviar pocas palabras  y eran muy caras, se consiguió establecer un diálogo. A partir de entonces el planeta se cubre de redes telegráficas que no solo cumplen misiones sociales sino también políticas. El XIX  es también el siglo de Darwin. A partir de él no nos podemos mirar de la misma manera. El XIX  lleva la ciencia, recupera aquello que de una manera primitiva, en el siglo XV ó XVI, estaba más unido  a la ciencia y la técnica,  las relaciona de manera mucho más estrecha, al mismo tiempo que se avanza en el plano del conocimiento fundamental. Se siembran las semillas de lo que serán las grandes revoluciones de la primera mitad del siglo XX, con el descubrimiento de los rayos x. En 1896 se descubre la radiactividad. Sin darse cuenta, hacía falta la física cuántica, los nuevos materiales. Un siglo en el que los científicos se convierten en trabajadores que ganan su salario frente al concepto de  científico  más elitista.

 

  José Manuel Sánchez Ron deja su pasión por el  siglo XIX para adentrarnos en el XX, al que ha denominado el siglo de la ciencia, “sin  ella no se puede comprender la sociedad, la historia. Los historiadores, cuando producen esas monografías donde todo pivota en torno a la política o la economía, no se dan cuenta de que aquello que ha transformado el mundo es la ciencia, las dos guerras mundiales y la guerra fría, que hay que leerlas en clave política y en clave científico-tecnológica, sobre todo la II Guerra Mundial. No se puede comprender la segunda mitad del XX  sin la energía nuclear, algo esencial en las relaciones  internacionales, aunque algo atenuada por la desaparición de la Unión Soviética. Es una revolución científica que tiene sus pies en la  física cuántica. El electromagnetismo es la otra revolución. En diciembre de 1999  la revista Time eligió a Einstein como el personaje del siglo, y eso quiere  decir algo. El  descubrimiento, en  1953, de la estructura del ADN, la molécula de la herencia, marca un punto que luego en 1970 se desarrolla con las técnicas del ADN, algo muy importante. Y el XXI: es pronto para decir cómo será este siglo en el que moriremos, pero creo que será el de la biomedicina y la interdisciplinariedad.”

 

    El físico e historiador de la ciencia  retrocede al siglo pasado para destacar otro momento que nos afecta, dice,  a lo más íntimo. Recuerda el sentimiento  que le origina explicárselo a los jóvenes, hablarles del Universo. “Cuando se lo digo a mis alumnos  no pierdo la emoción. Hasta la década de los  20 no quedó claro que la Vía Láctea no agota todo el Universo, que hay otras unidades, otras galaxias. Hasta 1929-30, y eso si que fue una sorpresa,  no se descubrió que el Universo se expande, y que por consiguiente parece que hubo un momento, hace 13.600 millones de años que se produjo el Big bang, la gran explosión. Esa idea que algunas religiones aceptaron con alegría rápidamente, ese descubrimiento es algo que hay que tener en cuenta cuando cada uno de nosotros intente construir una visión del mundo.  Luego hemos ido descubriendo objetos en el Universo que siempre han atraído nuestra atención. Entonces comprendemos  que los primeros homínidos ya se hacían preguntas.”

 

-¿En las mejores bibliotecas de nuestro país están Galileo y Darwin al lado de Cervantes y Shakespeare?

 

-No están pero deberían estarlo.  Yo dirijo una colección de clásicos de la ciencia y la tecnología en la editorial Crítica. Esa colección se inauguró con un titulo, El canon científico. Hay muchos cánones literarios, pero cánones científicos prácticamente ninguno  y en esas listas que nunca fallan de los 100 libros más importantes aparecen muy pocos volúmenes científicos. Encontramos a  Darwin con  El  origen de las especies, Galileo, Newton, pero se acabó la lista.   Uno de mis sueños sería que, a través de algún mecenas, esos libros  se ofrecieran a las bibliotecas de los institutos de enseñanza media, normalmente mal dotadas, para que no faltara un ejemplar de la Celestina, y las obra de Cervantes, Shakespeare, pero al lado de esos clásicos estuvieran  Galileo, Newton, Einstein y muchos más. Soy consciente de que  no por estar  en las bibliotecas se van a leer. Pero no todo el mundo ha leído el Quijote.  Yo soy de la opinión de que los libros, aunque no los leamos, nos hablan. Ojearlos ya nos hacen mejores.  La cultura no es sólo la cultura literaria y humanística, o incluso filosófica y científica; y existe una gran ignorancia y prejuicio en torno a eso. El origen de las especies, de Darwin, es un libro que cualquiera, no sólo puede sino que debe leer.  Galileo no sólo es un ejercicio  de buena literatura, sino de retórica, en los diálogos de sus tres personajes Sagrado, Simplicio  y Salvati. Son libros  que no exigen de un conocimiento técnico avanzado para comprenderlos.

 

- Ha hecho referencia a su faceta docente. En alguna ocasión ha dicho que Darwin está  más vigente que Homero. ¿Cree que el problema de la ciencia en España, la falta de arraigo, de resultados y desarrollo comienza en la educación y también en esa disociación entre ciencias y letras? ¿Podemos contrastar la pugna entre ciencias y letras, con la ausencia del latín en el bachillerato?

 

- No me gusta plantearlo como una pugna.  Por supuesto Darwin y Homero, Homero y Maxwell,  son necesarios sin duda alguna. Ahora  bien, es más necesario Darwin, y sobre todo Maxwell que Homero. Estamos hablando metafóricamente. Homero  nos enseña la vida  y tenemos oportunidades constantemente de acceder a esa literatura, a  esas historias creadas, imaginadas, buenas o malas, que nos sirven para vivir otras vidas. El problema de la ciencia es que no está integrada  en la cultura de nuestro país. La enseñanza secundaria es especialmente importante para la cultura científica. Me parece que, todavía, es más fuerte la enseñanza en humanidades  que en ciencias. Algún compañero de la Real Academia española  es un paladín de la permanencia  del  latín y el griego  en la enseñanza secundaria. Yo recuerdo que disfruté mucho con el latín, pero la cuestión es, ¿cuánto puede absorber un currículum razonable? No hay que prescindir de la historia, la lengua o la literatura, pero no hay que prescindir jamás de las matemáticas, la física o la química.  Obsérvese que en esta jerarquización no he incluido el latín o el griego que le hacen a uno mejor, pero lo que  no puede ser desde mi punto de vista, es que los alumnos salgan de la enseñanza media sin tener unas bases mínimas de matemáticas, física y química. Ésa es la cultura de nuestro tiempo, y algo imprescindible para el ser humano.

     Llegados a  este punto tenemos que hablar de la situación de la ciencia en España, que José Manuel Sánchez Ron  califica de “problema histórico”. Y que se resume en una frase: la necesidad de producir mejor ciencia.” La ciencia no  es solo cultura, es un instrumento para generar riqueza. Hay otra pata de la silla que cojea, que es la industria. La investigación científica no se puede alimentar sólo de los centros, la mayor parte públicos, o de la universidad.  Necesita del estímulo y también de puestos de trabajo de la industria, que sea sensible  e interesada  en lo que ahora llamamos I+D.

 

- El I+D para usted es incluso una cuestión de Estado. Debería plantearse un pacto de Estado.

 

- Sí, absolutamente. En todas las elecciones la cuestión del I+D+I figura en los planes y propuestas de los dos partidos mayoritarios. Parecía que les interesaba. En la segunda legislatura de Aznar se creó un Ministerio de Ciencia y Tecnología, que fracasó. En el segundo mandato de Rodríguez Zapatero se ha creado un Ministerio de Ciencia e Innovación, que parece  una buena idea, pero los partidos quieren buscar la diferenciación y renuevan el discurso cada cuatro años. Hace mucho tiempo que debía haberse establecido un pacto de Estado, porque esto tarda en fructificar, en producir resultados competitivos y en ciencia, en este I+D, para generar riqueza a través del conocimiento, lo importante es ser el primero, no vale el segundo puesto.

 

- ¿La Administración cuenta con los científicos a la hora de asesorarse?

 

-  La verdad es que no. Yo  he estudiado en alguno de mis libros, como El poder de la ciencia, la relación de Estados Unidos con los científicos. Y allí hay comités, que se crearon hace ya muchas décadas, para asesorar  al presidente y al Congreso. En España  es posible que haya algunos asesores del Gobierno,  pero por lo que yo sé no está establecido. En  el Parlamento tampoco, y esto, insisto, es como si no existieran economistas que al menos ilustrasen, informasen y tratasen de influir en las políticas económicas. La ciencia no es sólo cultura, es economía, es un futuro mejor. Desde ese punto de vista, la presencia de gente con formación científica en los gobiernos o parlamentos de nuestro país es escasa. Ha sido escasa, no digo que inexistente pero se acerca.

 

-Los poderes públicos desarrollan iniciativas para recuperar a científicos que protagonizaron lo que se conoce como fuga de cerebros. Usted no está completamente de acuerdo, ¿por qué?

 

-Lo explicaba en un artículo en El País titulado Juventud, maldito tesoro. No, no estoy de acuerdo, aunque  con matices. Fichar gente capaz es importante, eso  Felipe II y los ilustrados lo sabían muy bien,  los clubes de futbol  también. Aunque si se trata de recuperar cerebros hay que tener en cuenta que pueden ser científicos magníficos pero ya han dado de sí todo lo mejor que podían. Y eso no es un buen negocio, porque se trata de crear. Alguno de estos científicos pueden darnos  conocimientos y relaciones, pero eso no es tan importante. En el mundo actual las relaciones ya son fáciles de obtener.

 

-¿Desde su punto de vista sería más rentable localizar jóvenes?

 

-Exacto, ésa es la idea. Eso sí, que produzcan ahora, no sólo que organicen.  El ejemplo está en  la Universidad de Cambridge que dio un puesto muy importante a un científico, un físico muy joven que todavía no había dado todo de lo que era capaz. Eso es lo difícil, apostar por un científico que tiene un premio Nobel o ha sido reconocido eso lo puede hacer cualquiera, puede ser bueno y es cuestión de dinero y de facilidades. Como se ha visto recientemente en un centro nacional de investigaciones biomédicas, se ha ofrecido el puesto a científicos buenos del extranjero, y no sólo es cuestión de dinero. Lo importante, lo difícil es buscar  jóvenes talentos de futuro, españoles o no. Yo sostengo que sería bueno dar la oportunidad también a jóvenes científicos.  Creo  que estamos malgastando una o dos generaciones de jóvenes científicos mucho mejor formados que en el pasado. Las próximas generaciones, por el desencanto, no serán tan buenas.

 

     A José Manuel Sánchez Ron no le gusta que le califiquen de “divulgador”. Pese a que tal denominación aparece una y otra vez asociada a su persona. Por ejemplo, el jurado del  Premio Internacional Jovellanos lo considera el español que más ha hecho por divulgar los contenidos de  la ciencia. Comprende la buena intención de quien utiliza el término, pero dice que  fue científico, y físico, aunque la mayor parte de su carrera  ha pretendido ser  un historiador. “Y como tal pretendo que se entienda lo que explico y escribirlo  de la manera más bella posible. Entiendo al divulgador, dirijo una colección que es de divulgación, la colección Dracon 2 de Crítica. Pero para mí la idea de la historia  no es sólo contar algo por contarlo es con un fin: para influir en el presente y sobre todo en el futuro, orientar el futuro. Eso tiene una carga de ensayo también. Algunas de las partes de mis libros son de ensayo, la historia a veces se mezcla con el ensayo. Por eso no me gusta que me presenten habitualmente como divulgador. A veces más en serio que en broma, digo: “hombre, no le llaman divulgador  a Miguel Artola, el gran historiador, que se entiende todo lo que cuenta y ¿por qué a mí, si se me entiende, no  me llaman historiador?   Mi ideal de profesional al que no  renuncio es: que quiero ser mejor historiador.”

 

     Al mencionar su  faceta de académico le cambia el semblante, claro que se siente a gusto entre los encargados de fijar la lengua española. Se sienta en el sillón G que debía haber ocupado José Hierro, al que calificó en su discurso de ingreso como  “uno de esos raros alquimistas que conocen el secreto de la transmutación del resentimiento en generosidad para con los demás”.

 

-Sí, fue muy emocionante. En el discurso inaugural hay que hacer una pequeña necrológica  de aquel académico al que has sucedido.  Y como José Hierro  no llegó a leer su discurso, no hizo la necrológica de José María de Areilza. Yo tuve que hacer la de los dos. A José María  de Areilza tenemos mucho que agradecerle, se fue construyendo en dos regímenes políticos muy diferentes a los que sirvió con lealtad.  José Hierro era un hombre bueno comprometido y un poeta de  la poesía que a mí realmente me llega como por cierto, la de Ángel González, al que tuve el privilegio de conocer en la Academia, de ser su compañero. Un momento tan especial como ese, entrar en la Academia, no estaba  en mis planes de futuro y recordar algunos poemas de José Hierro fue un valor añadido que no tiene precio.

 

-Usted ha definido a la Real Academia con una frase muy hermosa: la casa de la vida, vida que se expresa y condensa en palabras.  Y añade que un diccionario no es sino vida en su esencia más pura. ¿Qué sería de la ciencia sin la lengua y de la lengua sin la ciencia?

 

(Suspira para sopesar sus palabras. Una pequeña pausa, un respiro.)

 

 -Podría sobrevivir. Uno  de los grandes libros de  ciencia, Los elementos de Euclides, durante generaciones  fue utilizado para enseñar matemáticas en Gran Bretaña. Es un libro que tiene una relación con la palabra  muy primitiva. Allí  lo que manda es la lógica, la demostración, los  axiomas y teoremas, pero su relación con el idioma no es lo mejor.  Ciencia creo que es aquello que tiene relación con la naturaleza, para mí es  el requisito, la ciencia supone  sistemas lógicos con capacidad de predicción, implica algo que tiene que ver con la realidad.  Pero la matemática crea mundos que parecen no tener correlato con la realidad.  Aunque  no pasa nada por decir que la matemática es también una ciencia. Es, digamos, la ciencia más pura, y en este aspecto,  la teoría de la Relatividad General, la teoría de la gravitación que Einstein culminó en 1915 la expliqué durante muchos años  cuando era físico. Yo suelo decir, no sé leer un pentagrama, no sé leer música, pero sé muy bien que  aquellos que  pueden leer la Novena Sinfonía,  la reproducen  en su mente y se emocionan. Yo puedo leer las fórmulas de la relatividad general y conmoverme también, pero la relación con el lenguaje no aparece.  La ciencia,  como instrumento técnico y exclusivo para mejorar o empeorar a veces el mundo,  no puede estar nunca de espaldas al lenguaje. Lo que yo sostengo es que no basta con la educación, con enseñar,  sino que hay que conmover. Si no conmueves con las palabras,  las ideas y las metáforas que construyes,  entonces la ciencia continuará siendo un elemento extraño en la vida de la mayor parte de las personas. Eso es una tragedia, porque la ciencia es aquello que  nos hace más libres, no más felices. Aquellos que, como yo, se consideran darwinianos probablemente encontrarán más difícil tener una visión trascendente de la vida. Darte cuenta de eso, tener esa convicción, no te hace más feliz, porque todos tenemos  los mismos problemas, pero sí te hace más digno y más libre. La dignidad y la libertad es algo que debemos buscar para todas las personas.

 

- Podemos decir por tanto que usted está en la Academia como defensor de la lengua en relación a la ciencia y como  defensor de la lengua en tanto que factor de libertad.

 

--Sí, claro. La libertad junto con la compasión y la justicia, es algo que desde luego debemos buscar en un mundo en el que ya sabemos que no somos libres, es un ansia, es un fin inalcanzable.  Pero esas ansias y esos modelos son los que nos hacen mejores y más dignos. No pretendo convertirme en el paladín de la libertad a través de las palabras, pero procuro no olvidar que la lengua no es un instrumento con el que uno juega  produciendo construcciones hermosas o analizando su estructura o tratando de  velar por su pureza, sino que también es algo consustancial, que nos hace humanos.  Vargas Llosa dice que es aquello  que nos hace  más plenamente humanos. SI hay algo que nos distinguió y nos permitió sobrevivir sobre otros homínidos es la facultad de la palabra, que además está íntimamente asociada a esa capacidad simbólica.

 

Cuando  nos despedimos de José Manuel Sánchez Ron empieza a caer la tarde sobre la Residencia de Estudiantes. Atrás han quedado el jardín de las adelfas, diseñado por Juan Ramón, y el canalillo que ya no corre libre por los jardines sino soterrado, aunque se mantenga, como vestigio del que recordaba Alberti, un tramo a guisa de estanque. Ciencia, lenguaje y libertad; nos llevamos  esos tres conceptos de la charla con José Ramón Sánchez Ron que dan sentido a las palabras que pronunció el 19 de octubre de 2003 al ingresar en la Academia: “no conozco mejor servicio a la lengua que el de utilizarla en defensa de la libertad”.