Llegué tardíamente a la obra de Benjamín Jarnés. De joven rechacé sus textos por el sambenito de deshumanizados que, no siempre con justicia, pendía de ellos. Era un momento en el que yo buscaba la voz comprometida, como se decía entonces, de los exiliados republicanos y no alardes de intelectualismo exquisito. Gracias al préstamo de un amigo bibliófilo había intentado disfrutar con Viviana y Merlín, pero tras conocer la traición de Mosén Millán a Paco el del Molino y la angustia del Campo de los Almendros no vi en el juguete artúrico de Jarnés la defensa de la pasión amorosa que allí subyace sino un ejercicio vacuo de cultura elitista. Intenté con más éxito –y mayor madurez—la comprensión del escritor durante  mis años en Nueva York. Con fiebre obsesiva de coleccionista, que recordada hoy me llena de cierta extrañeza, adquiría yo libros con la pretensión de crear una gran biblioteca hispánica en el Instituto Cervantes de esa ciudad. Había descubierto los fondos sin fondo de la librería de Eliseo Torres que, como un trasatlántico encallado en el Bronx y tripulado solo por papel, parecía el escenario de un sueño de Borges: la cueva de Ali Babá de todos los tesoros literarios de nuestra lengua. El gallego Eliseo marcaba su mercancía con precios que respondían a un criterio más caprichoso que comercial, de forma que una novela de Baroja en Alianza costaba veinte dólares y solo cinco la primera edición de esa misma obra. Así que por muy poco desembolso de las arcas del Instituto gran parte de la producción jarnesiana  anterior a la guerra civil pasó de las cavernas del Bronx a unas estanterías que en esos años se extendían en el octavo piso de un rascacielos de la calle 42 de Manhattan. Y en aquellas ediciones de Espasa-Calpe, la Revista de Occidente, la Gaceta Literaria, me reconcilié con mi paisano Jarnés.

            Acabo de releer las dos novelas—El convidado de papel, Lo rojo y lo azul—que más huella me dejaron. No es fortuito que sobre ambas se cierna la sombra amistosa de Stendhal, el escritor decimonónico que Jarnés más admiraba. El título de la segunda alude al pensamiento revolucionario y al color del uniforme de paseo del ejército español, pero también, obviamente, a Rojo y negro y, si la novela del aragonés especifica desde la portada su Homenaje a Stendhal, habría que añadir que la fuente de inspiración, o de identificación, no es cualquier personaje sino esencialmente Julián Sorel. En el prólogo a una reedición moderna de esta novela, Francisco Ayala asegura que Jarnés no se identificaba con la personalidad de Sorel sino con sus circunstancias. Con ello podía referirse a los cursos de Jarnés en el seminario y a su breve experiencia como tutor de niños de padres acomodados; con Henri Beyle le unía la carrera militar (no es sorprendente, pues, que en el epílogo de El hombre de los medios abrazos, de 1932, donde Samuel Ros reúne en la celebración de una boda grotesca a toda la plana mayor y menor de la cultura de la época, se mencione a Benjamín Jarnés como “gloriosamente anclado en la literatura después de las fugas del seminario y el cuartel”). Pero hay otros elementos sorelianos menos evidentes.

            Como recordará el lector de El convidado de papel, el sintagma titular se refiere a las lecturas non sanctas que los seminaristas realizan a escondidas de sus profesores, entre ellas Rojo y negro que los dos protagonistas se intercambian con recomendación de gran interés a pesar de su “sequedad de estilo”. También Sorel en el libro de Stendhal ocultaba un convidado de papel que en su caso se traducía en un retrato de Napoleón, símbolo para su propietario de los valores opuestos al clericalismo reaccionario de la Restauración que padecía en carne propia. El miedo a que un registro descubriera las piezas prohibidas es similar en los personajes de ambas novelas. Que se ven obligados a otros teatros, otros disimulos. El desparpajo con que Julio Aznar (alter ego de Jarnés pero solo a medias en este libro, como veremos) se desenvuelve en medio de la opresión del seminario, contrasta con el apocamiento y temores de su amigo Adolfo. Es sabido que Aznar, como el Antoine Doinel de Truffaut, crecerá y protagonizará varias novelas posteriores de Jarnés e incluso firmará la última de ellas, Constelación de Friné. Pero creo que es un error considerar que encarna por completo la personalidad y vivencias del escritor en El Convidado sin tener en cuenta al mucho más acobardado Adolfo, décimo séptimo hijo de una familia numerosa (exactamente igual que Jarnés) y, si no doble especular de Julio, sí con toda certeza su complementario. Es posible rastrear otras semejanzas del autor, no solo de sus criaturas de ficción, con el héroe, o antihéroe, de Stendhal. Sorel es un infiltrado en un mundo al que no pertenece y sospecho que alguna vez Jarnés se sintió, ya que no infiltrado social, algo así como un arribista intelectual. Este chico de pueblo que se educó en un seminario donde, como era muy inteligente, aprovechó una formación humanística clásica, pasó de escribir una hagiografía de su hermano cura –Mosén Pedro—a la publicación más rigurosa y à la page del momento, Revista de Occidente, y del compañerismo con los muchachos a los que la pobreza, más que la vocación, había encarrilado hacia el sacerdocio, a codearse con Ortega y Gasset y los grandes de las letras españolas. Pero le quedó un resentimiento de desclasado O al menos cierto resentimiento discierno en la descalificación generacional de los poetas del 27, con quienes más de un rasgo tenía en común y a los que sin embargo llamó hijos de familias bien, que era como rebajarlos al papel de señoritos con pruritos líricos (y algo señoritos eran, para ser justos, pero su obra trascendía la adscripción pequeñoburguesa o burguesa a secas).

            Mención aparte merece el tratamiento de lo amoroso. Julián Sorel planifica la conquista de Madame Renal con el propósito de demostrarse su superioridad y sangre fría, pero en el desarrollo de su proyecto acaba enamorándose de la madre de sus tutelados. Adolfo --¿una referencia a la novela del tocayo Constant?—mantiene una relación con su cuñada Eulalia a la que hace pasar por hermana suya para facilitar las visitas al internado. Adolfo se siente culpable, a diferencia de Sorel y de Julio, a quien la perspectiva futura de la sotana no impide los amores mercenarios. En la novela siguiente Julio recordará de su periodo seminarista que “la mujer era para mí un tema de retórica escolar. O un aborto del infierno”. No es esa la impresión que transmite El convidado de papel; la culpa no ha sido obstáculo para que Adolfo goce de su amante y Julio se nos presenta liberado desde el principio de todo escrúpulo represivo en materia erótica. Si el amor es motor de las acciones en la obra de Stendhal, para Jarnés es el equivalente de la plena realización humana y, quizá por las torturas que podemos imaginar en el adolescente que estudiaba para cantar misa, la eliminación de la pacata moral católica se manifiesta en un tono reivindicativo de afirmación del cuerpo que, mal que le pese, lo aproxima a ciertos poetas contemporáneos suyos por los que no experimentaba simpatía. En Lo rojo y lo azul afirma que ”no se comienza a amar a la humanidad mientras no se logra ver desnuda, en soledad, a una linda mujer”, maximalismo ingenuo pero de apabullante sinceridad de ex-seminarista.

            Lo rojo y lo azul, que comienza y termina en la capital de provincia Augusta, es probablemente la novela menos deshumanizada, por seguir utilizando la contaminante terminología orteguiana, de las que escribió Jarnés. Aunque el autor no se resite a la tentación de los fuegos artificiales del ingenio, como en la descripción de las notas musicales a base de metáforas, asociaciones culturalistas y ensayos de greguerías (a cuyo inventor tampoco apreciaba Jarnés demasiado), encontramos alguna declaración de principios, con ciertos ecos freudianos, que mal se compagina con la asepsia de la pureza artística: “De sobra conocemos todos que la más bella construcción mental descansa en la premisa inflamada de un ímpetu carnal, en una pasión, en un vicio, en un vil contacto con la tierra”. De hecho, Julio Aznar descubre en estas páginas la capacidad de indignarse con la injusticia y la voluntad para involucrarse en la lucha social violenta, bien que se detendrá antes de dar los pasos definitivos. Inspirada en el fallido levantamiento anarquista del Cuartel del Carmen de Zaragoza en enero de 1920, el relato entrevera varias historias de amor igualmente fracasadas con la progresiva toma de conciencia política del protagonista. Si hacemos caso a su autor cuando afirma que ”suele ser la novela una biografía embozada, cuando no una desnuda autobiografía”, Lo rojo y lo azul refleja el debate interno de Jarnés en relación a los acontecimientos de la vida española, puesto que damos por descontado que no participó, ni siquiera durante sus preparativos, en el intento de sublevación cuartelera. El planteamiento moral en torno a la legitimidad de la violencia, aun cuando mueran inocentes, no queda resuelto por el mensaje de las palabras finales –“que aquel que no pueda gozar de una libre e intensa vida se encadene odiando”--, que sin duda irritarían, cuando menos, a quienes vivían en circunstancias que imposibilitaban de raíz esa vida intensa y libre. Igual que Fabrizio del Dongo –hemos cambiado de héroe stendhaliano—no llega a saber qué es una verdadera batalla a pesar de su presencia en Waterloo, Julio reacciona con un desmayo ante la propia impotencia para detonar la rebelión de cuyo desastre no será testigo.

            “Sé que el dolor está detrás de todo”, declara Julio Aznar en alguna página de la novela, y enseguida añade que solo siente “aquella parte del dolor que da a la armonía”. Esa determinación optimista choca con un momento anterior en el que el narrador acepta que el hambre, “el hambre verdadero, no reconoce más fascinación que el pan”. Creo que la dialéctica entre la aspiración a la armonía y la aplastante realidad del “hambre” –de las desigualdades, de la miseria de los oprimidos—obtiene en Jarnés la resignada síntesis que Arturo, otro desdoblamiento de Aznar, le aconseja a su amigo: que se conforme con hacer feliz a alguien ya que es imposible hacer felices a todos. Pero no quiero abandonar estas novelas en esa nota conformista. Jarnés es uno de los primeros narradores españoles en mencionar la inserción de las salas de cine en el paisaje urbano –dedicó al cine un espléndido volumen de ensayos, Cita de ensueños (1936)--, la novedad de las bandas de jazz y el derecho de la mujer a una sexualidad libre y satisfactoria, tan apartada de las ñoñeces de las clases conservadoras como de la caricatura de los relatos sicalípticos, de tanto éxito en su tiempo.  Por eso quiero terminar evocando el final de El convidado de papel: Julio  ha huido del seminario y su estimulante recorrido por el centro de la ciudad –“lejos de todos los museos de espíritus, lejos de los yertos laboratorios de almas”--, el encuentro con una mujer sobre el puente del río y una especie de alucinación erótica confirman el vitalismo que todavía nos engancha a la obra de Jarnés. Nadie ignora que esa ciudad moderna, Augusta, es Zaragoza y sabemos qué río observa Julio Aznar cuando conoce a la mujer soñada. Julián Sorel había llegado al Ebro.