Desde finales del siglo XIX, la construcción de la historia de la literatura española contemporánea se ha edificado en gran medida bajo el patrón rígido y alicorto de las generaciones, de tal manera que ha llegado a convertirse en una especie de doxa indiscutible la idea ampliamente extendida de que no hay pulso literario más allá de las estrechas fronteras que delimitan dichas generaciones. Ese modelo taxonómico de carácter selectivo y excluyente ha generado un escenario en el que no han encontrado ubicación poetas de muy distinto signo que —por no haber militado en su respectivo batallón generacional, por haber defendido unas poéticas à rebours de las consignas oficiales de su momento y/o por haber desarrollado trayectorias anómalas marcadas por la disidencia estética— no han sido convenientemente atendidos por una crítica literaria narcotizada por la inercia y la comodidad. Si dejamos ahora al margen a Antonio Gamoneda (reconocido en estos últimos años con los más importantes premios literarios), serían, entre otros muchos, los casos de Juan Larrea, Francisco Pino, Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, José María Fonollosa, Carlos Edmundo de Ory, Alfonso Canales, César Simón, José Antonio Rey del Corral, Aníbal Núñez e Ignacio Prat. En mi opinión, Julio Antonio Gómez también se encontraría entre ellos.

Julio Antonio Gómez Fraile nace en Zaragoza el sábado 27 de mayo de 1933. Es, pues, géminis, una circunstancia que puede explicar, en opinión del propio poeta, una compleja y “doble personalidad” que le llevó a crearse multitud de máscaras con las que se desdoblaba en sucesivas e interminables identidades y tras las que se ocultaba un carácter lúdico, inconformista, vulnerable y al mismo tiempo nunca satisfecho de sí mismo, una personalidad que, como cualquier otra, comenzó a fraguarse en la infancia, en un momento en que el joven Julio Antonio se vio obligado a reaccionar con gestos de rechazo y repulsa hacia unos congéneres cuyos comportamientos estaban en gran medida orientados por la fuerza, la violencia y la hombría mal entendida.

Julio Antonio Gómez tuvo dos domicilios en Zaragoza. Con sus padres (Arturo Gómez Moreno y Luisa Fraile) y sus dos hermanos (Arturo Isidro Sebastián, que falleció muy pronto, y Luis) vivió en el barrio de San José (Calle del Doce de octubre, 42); posteriormente se trasladaría, ya solo, a Tenor Fleta, 115-117, domicilio que pude visitar a comienzos de los noventa gracias a la amabilidad de María Crespo (fue Antón Castro quien me facilitó el contacto), ama de llaves del poeta, y donde tuve oportunidad de consultar la documentación personal del poeta allí conservada —cartas, pasaportes, manuscritos de sus obras, contratos de edición, recortes de prensa, etc.— y la modesta pero interesante y variada biblioteca que reunió en su domicilio zaragozano, en donde encontré obras sobre música, cine, filosofía, homosexualidad y, entre otras muchas, títulos de Léo Ferré (a quien pudo escuchar en París y cuya poesía le marcó intensamente), Rimbaud, Verlaine (los tres en francés), Quevedo, Santa Teresa, Unamuno, Freud, Aleixandre, J. Guillén, Quasimodo, Camus, Lezama Lima y Raymond Queneau (no sabemos, debido a la vida itinerante que llevó durante gran parte de su vida, cuántos libros se quedarían por el camino en París, Tánger, Las Palmas de Gran Canaria). La personalidad exageradamente extravertida, dicharachera, desprendida y noble de J. A. Gómez (en esto coinciden los testimonios de todos aquellos que le conocieron) hizo que su casa fuera durante muchos domingos centro de reunión e improvisada tertulia generosamente abastecida de comida y bebida por la que pasaron numerosos amigos y compañeros en diversos proyectos literarios (R. Salas, G. Gúdel, I. Ciordia, M. Rotellar, R. Tello, etc.). Pero junto a esa cara luminosa y radiante, había otro rostro umbroso, caldeado por una cierta perversidad, una voz tocada en ocasiones por la crueldad y la maledicencia.

Tras haber superado, en sus propias palabras, “un bachillerato muy accidentado”, J. A. Gómez —gracias a la situación económica relativamente desahogada de su familia y al entusiasmo por aprender (solo aquello que más le interesaba, habría sin embargo que añadir)— tuvo la oportunidad —sin realizar estudios universitarios— de adquirir una considerable formación cultural de tipo autodidacta en ciertas áreas de las humanidades: literatura contemporánea, música, cine, fotografía, dibujo, idiomas (francés, alemán, inglés; por una carta a José María Aguirre —apud Gómez, 1989—, sabemos incluso que intentó, en 1962, una traducción de The Waste Land, de Thomas Stearns Eliot).

Aunque pasó los últimos años de su vida en Las Palmas de Gran Canaria, donde es muy probable que desarrollara cierta actividad poética, desconocida en cualquier caso hasta el momento, la vida de J. A. Gómez, al igual que ocurrirá con su poesía, está ligada principalmente a tres ciudades: Zaragoza, París y Tánger (Saldaña, 1993). En esas tres ciudades experimentó momentos de plenitud y de una intensa desolación, y esa vida itinerante condicionó de una manera decisiva su poesía, que se presenta, a partir de cierto momento, como el testimonio de un sujeto errante condenado a vagar sin tregua por escenarios urbanos en busca de su alma gemela. Llega un momento en que Zaragoza —que había representado hasta ese instante la alegría existencial, la aventura cómplice de la amistad y la ejecución de proyectos literarios— se vuelve irrespirable, convirtiéndose en el comadreo, la amargura, la canalla infame y la mezquindad, el confinamiento y la cárcel, la ciudad donde la muerte llegó a imperar a sus anchas con su negación hipócrita de la vida, la ruina y la miseria de un panorama desolador con el que el poeta quiso romper definitivamente. “Zaragoza amarilla”, poema incluido en Acerca de las trampas, muestra con claridad meridiana la distancia con que J. A. Gómez dibuja los ritos y los rasgos característicos de una ciudad que ya no siente como suya y la desazón que su memoria le provoca:

 

Hay edades como penínsulas de sombra,

tiempos lejanos con sienes inquietantes y colmillos dispuestos,

órbitas habitadas por fantasmas, catedrales construidas

con un sudor-silencio gris, amontonando piedras

que huelen siempre a muerte…

así eras tú, ciudad como mujer acostada sin tersura

ni anillos,

sucia de luces pardas que salpicaba el santo ebro avaricioso,

[…]

bajo el montón harapiento de tus vestidos cenizosos,

ausente

de todo cuanto tenga el poder de la vida:

[…]

una tremenda oscuridad

cayó de pronto agrietando las murallas

y el coso se enramó de procesiones

como venas urgentes,

soterradas algarabías triunfalistas

con los ojos pintarrajeados de un violento violeta

escandalosamente funerario.

todo lejos.

 

Aunque ya había cruzado la frontera con anterioridad en varias ocasiones, será en 1967 cuando París se convierta en un revulsivo importante en su vida y en su obra (allí compartió momentos decisivos con amigos íntimos como José María Alfonso o Joaquín Alcón y allí fue donde, probablemente por primera vez en su vida, conoció el sabor amargo de la soledad y la penuria económica). A la estancia en la capital francesa debemos algunos de los más extraños y sugerentes poemas que escribiera (“La vida no se repite nunca”, “Drugstore”). A pesar de llevar en el bolsillo cartas de recomendación de Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya o Antonio Buero Vallejo, su vida allí no resultó nada fácil. Trabajó en el servicio de limpieza del Banco de Indochina, situado en el Boulevard Haussmann, de contable en La Candelaria, un restaurante español enclavado en el Barrio Latino. En fin, como el gran vitalista que siempre supo ser, y al decir de ese otro gran poeta contemporáneo, J. A. Gómez también vino a llevarse la vida por delante, y así no reparó gastos ni esfuerzos y tan pronto se ganaba el pan fregando escaleras como derrochaba mil francos nuevos en solo una noche. En todo caso, París representó una victoria vital sobre la “zaragozana gusanera”, supuso una especie de renacimiento espiritual, tal como se desprende de la relación epistolar que cruzó con su amigo Luciano Gracia, uno de los poquísimos contactos que mantuvo con su ciudad natal.

La orientación de sus viajes cambia a partir de los setenta. Su presencia en Zaragoza, después de dos detenciones con sus consiguientes estancias en la prisión de Torrero, resultaba más que complicada. Su brújula particular señala ahora el Sur, Marruecos, una tierra en la que ya había pasado varias temporadas y que recordaba con agrado. En la primavera de 1973 —después de recibir su parte de la herencia familiar— se ausenta definitivamente de Zaragoza y se instala en Tánger (adquiere una casa en el número 9 de la Rue Chorfa D´Ouazzan), desde donde lleva a cabo constantes viajes por la geografía marroquí. Allí pudo conocer y tratar al escritor Mohammed Choukri (el autor de El pan desnudo), preparar una antología de poesía española contemporánea vertida al árabe (adquirió conocimientos de dariya), traducir algunas canciones de José Antonio Labordeta e interesarse muy vivamente por la cultura y la historia islámicas (como podemos comprobar, son evidentes los paralelismos entre los itinerarios seguidos por J. A. Gómez y por Juan Goytisolo). Allí continuó con su labor editorial y escribió un libro de poesía, El fuego de la historia, con el que ganó en 1977 el Premio Marruecos convocado por el diario homónimo para libros en español. Todo parece indicar que en ese lugar encontró, si no la felicidad, por lo menos la paz, la calma y la tranquilidad que en Zaragoza no había disfrutado.

Sin embargo, 1977 marca un punto de inflexión en su vida; es el comienzo de una despedida anunciada desde hace tiempo. Los pocos lazos que mantenía con Zaragoza se rompen casi definitivamente. Por otra parte, algún hecho grave y penoso debió de ocurrir en su vida como para abandonar el paraíso marroquí en el que parecía haber encontrado su locus amoenus en este mundo y trasladarse, a finales de 1979, a Las Palmas de Gran Canaria, donde de nuevo volvió a llevar una vida marcada por la inestabilidad económica y la precariedad emocional y afectiva (trabajó de contable en un local de prostitución denominado Flamingo, donde asimismo disponía de una pequeña habitación que acogía sus noches aletargadas por el frío, la soledad y el desamor). La isla adonde fue a buscar puerto iba ya solo a reservarle la trampa definitiva.  J. A. Gómez falleció de un paro cardíaco en la capital canaria poco antes de cumplir los cincuenta y cinco años de edad, el 20 de abril de 1988. Tras su muerte, Antón Castro, uno de sus grandes valedores, editó parte de la correspondencia epistolar (apud Gómez, 1989), Antonio Pérez Lasheras (1992) dedicó una intensa atención a su obra, yo mismo publiqué un ensayo sobre su poesía (Saldaña, 1994) y, recientemente, la revista El Alambique (en su núm. 3, mayo-octubre 2011, coordinado por Ángel Guinda) ha dedicado un homenaje colectivo al autor de Acerca de las trampas.

Julio Antonio Gómez mantuvo a lo largo de unos cuantos años una considerable actividad editorial. Al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos importantes proyectos literarios: una revista de nombre mozartiano, Papageno (recuperada en edición facsimilar en 1991 por A. Pérez Lasheras), y una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos. Aunque contó con la ayuda de unos pocos y entusiastas amigos (G. Gúdel, L. Gracia, J. Alcón, E. Valdivia), lo cierto es que ambos proyectos (revista y colección poética) fueron consecuencia de la tenacidad y el esfuerzo de nuestro autor, quien se entregó a estos trabajos con una generosidad y una dedicación infinitas. El primer número de la revista, misceláneo, ve la luz en la primavera de 1958 y en él pueden leerse, entre otras, colaboraciones de D. Alonso, G. Diego, A. Buero Vallejo, L. de Luis, M. Pinillos, M. Labordeta, A. Fernández Molina, Á. Crespo, J. A. Labordeta y J. A. Bardem (con el guion de la secuencia 29 de su película La venganza, todavía no estrenada en aquel momento). El segundo, y último, número apareció en el invierno de 1960 y en él se publicó exclusivamente Oficina de horizonte, esa suerte de representación dramatizada con que Miguel Labordeta dio forma a su poética. Como sucede con muchas otras revistas literarias aparecidas durante esos años, hay en Papageno una ausencia de programa teórico y editorial definido, una independencia económica del poder institucional y un resultado artístico complejo y desigual.

Fuendetodos fue la niña de sus ojos, la colección de poesía en la que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse, de una manera impresionante. Cansado de ver aparecer y desaparecer aventuras editoriales caracterizadas por el amiguismo y la limitación de miras, se propuso una empresa de más alto vuelo, con mayores pretensiones, un considerable nivel técnico y tipográfico, apoyada en una línea editorial de calidad y una buena distribución tanto en España como en el extranjero, donde insistentemente andaba buscando suscripciones entre estudiantes, profesores e intelectuales. La colección encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y en el lapso de cinco años publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quiere valorar los logros de una colección única en el conjunto de la edición poética española contemporánea).

La primera entrega, Los soliloquios, de M. Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos libros, títulos de L. Gracia (Hablan los días, 1969), R. de Garciasol (Los que viven por sus manos), J. A. Gómez (Acerca de las trampas), V. Aleixandre (Mundo a solas), L. de Luis (Con los cinco sentidos), B. de Otero (Mientras), con quien mantuvo algunas diferencias derivadas del proceso editorial, todos ellos en 1970. Cantar y callar, de J. A. Labordeta, La mano en el sol, de M. de Codes, y Campos semánticos, de G. Celaya, en 1971. En 1972 vieron la luz otros cinco libros: Obras completas, de M. Labordeta, La soledad distinta, de J. Giménez Arnau, Luz sonreída, Goya, amarga luz, de I. M. Gil, Segundo abril, de L. Rosales, y A flor de labio, de A. Gastón. Por último, de 1973 son Sola en la sala, de G. Fuertes, y Tribulatorio, de J. A. Labordeta. Estos fueron los dieciocho libros que finalmente se publicaron. Hubo otros proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de C. E. de Ory, Jorge Urrutia, Carmen Conde, Salvador Espriu, Félix Grande, Luis Jiménez Martos, José María Aguirre, Jacinto Luis Guereña, etc. Son numerosos los testimonios que indican la importancia que tuvo la colección en la vida de J. A. Gómez, quien se revela en todo momento —incluso en los más delicados, como los que pudo pasar en la cárcel— como un editor pulcro, riguroso y exigente, obsesionado por alcanzar el mejor resultado posible, a pesar de los obstáculos que con frecuencia imponían la censura o las dificultades económicas, atento a los más mínimos detalles de edición. Su entrega es absoluta y sin reservas desde el comienzo y son constantes sus desvelos por airear la colección en los ambientes académicos (de ahí sus contactos con F. Ynduráin, J. M. Aguirre, J. M. Blecua, R. Gullón, J. O. Jiménez). En todo caso, y atendiendo a la nómina de autores que publicaron en la colección, cabe decir que J. A. Gómez corrió pocos riesgos y procuró jugar siempre sobre seguro, tratando de integrar la poesía aragonesa (los Labordeta, L. Gracia, él mismo) en el conjunto de la española, seleccionando en la mayor parte de las ocasiones a autores que ya contaban con un prestigio adquirido y una posición más o menos consolidada en el canon poético del momento (y cuando apostó por autores más o menos jóvenes, poco conocidos —los casos de M. de Codes o J. Giménez Arnau—, lo cierto es que esa apuesta no tuvo continuidad por parte de los propios poetas).

La obra poética de J. A. Gómez consta de los siguientes títulos: Los negros (escrito en torno a 1955, presentado al Premio Doncel de Oro en 1959, publicado post mortem), Las islas y los puertos (en realidad, una plaquette con tan solo cuatro sonetos aparecida a finales de 1958 en edición limitada a cargo del autor), El Cantar de los Cantares (1959), Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (1960), Acerca de las trampas (1970), en rigor, la única obra con entidad de libro que publicó en vida, y El fuego de la historia, Premio Marruecos 1977, texto del que solo conocemos los nueve poemas que editó A. Castro en el volumen que recoge parte de la correspondencia epistolar de J. A. Gómez (1989). Además de estos libros, es autor de una obra teatral titulada La edad definitiva, escrita hacia 1957, programada para estrenarse el sábado 5 de diciembre de 1959 (en el último momento, la censura retiró el permiso para la representación), se publicó por primera vez en las “Galeradas” de Andalán (núm. 371, 1-15 de enero de 1983), una obra que guarda alguna relación con Oficina de horizonte, el drama de M. Labordeta que se había estrenado dos años antes, en 1955. Con título procedente del poema “Visitación a Gabriel Miró”, de Gerardo Diego, se trata de una pieza de teatro breve que reúne como fondo los temas del suicidio y la voluntad. Próxima en su concepción del fenómeno dramático al teatro del absurdo, presenta la paradoja de encontrar en la muerte la salida que la vida niega al protagonista, de hallar en la renuncia la respuesta de todos los interrogantes.

Aunque con proyecciones en otros ámbitos y con implicaciones de escritores y artistas de procedencia muy diversa, J. A. Gómez desarrolló una trayectoria literaria —como autor, editor o impulsor de diferentes iniciativas— vinculada a su ciudad natal a lo largo de, aproximadamente, veinte años, desde 1955 hasta 1975, y, a pesar de la diferencia de edad que le separaba de Manuel Pinillos (1914-1989) y M. Labordeta (1921-1969), asumió con ellos una cierta labor de animación y liderazgo en muchas de las actividades desarrolladas en el entorno de lo que representó el café Niké. Nuestro poeta sentía devoción y admiración por M. Labordeta, con quien mantuvo una relación marcada por la complicidad y la auténtica camaradería, de quien también pudo aprender esa tendencia hacia la maledicencia, el retorcimiento expresivo y la perversión lingüística y de quien sin duda tomó el gusto por la crítica áspera y la sátira mordaz.

La poesía de J. A. Gómez, a contracorriente de las tendencias más aplaudidas por la crítica en cada momento, alcanzó ese difícil punto de equilibrio entre lo que habitualmente conocemos como fondo y forma, contenido y expresión, mensaje y elaboración artística, qué y cómo, una poesía que, sin renunciar a expresar ese lastre existencial complejo que fue siempre característico del poeta moderno, se presenta como una escritura sombría, condicionada en gran parte por la clase de amor que revela (de tipo homoerótico), difícil y poco gratificante en primeras y superficiales lecturas, reflejo de una personalidad que nunca encajó entre los modelos sociales más o menos admitidos. Perdido el que habría de ser su primer libro (y del que solo conservamos su título, Privilegio de lo grave), Los negros muestra los primeros hallazgos de un poeta escasamente comprometido con su trabajo, preocupado más por la denuncia de la perversidad del mundo y por redimir a la humanidad de las injusticias que la golpean que por alcanzar una voz poética personal, un registro propio. Mal entendida la consigna aleixandrina (formulada y difundida luego por Bousoño) sobre la comunicación poética, todo parece indicar que J. A. Gómez se vio a sí mismo en sus inicios más cerca del docere que del delectare, como una especie de voz de los sin voz, alguien llamado a reinstaurar a través de la poesía un determinado y perdido orden de justicia social. Sin embargo, esto no duró mucho tiempo pues enseguida cobró importancia en su obra la idea de la poesía como exploración de diferentes realidades, la poesía como posibilidad de generar otro tipo de conocimiento.

Sin duda alguna, su primer gran libro literario, escrito con la conciencia de un escritor enfrentado a la tradición (según la consigna eliotiana), es El Cantar de los Cantares, en donde sigue el conocido poema atribuido a Salomón, con los personajes del libro bíblico, situados ahora en escenarios actuales. Se trata de un texto del que se han hecho numerosas versiones; en la tradición literaria del español, además de la poesía epitalámica y las continuadas paráfrasis que algunos autores de la mística hicieron del texto original (sobre todo, San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual), las más relevantes son las de Fray Luis de León y Benito Arias Montano. Este libro introduce dos notas que aparecerán con frecuencia en su obra poética posterior: la primera, de naturaleza temática, alude al amor y al erotismo como contenidos esenciales del discurso poético; la segunda es la utilización del superlativo como un rasgo destacado de expresividad, ya desde el mismo título, El Cantar de los Cantares, es decir, el canto por antonomasia. Esboza tópicos temáticos (la pasión amorosa, la humanización de una naturaleza fuertemente sensualizada, la inevitabilidad de la muerte) que desarrollará en libros posteriores; introduce símbolos y temas simbólicos (el vino, el mar, el sueño) que han adquirido cierta continuidad en su poesía, rasgos que proporcionan al libro un aire de familia en el conjunto de su producción. Sin embargo, al presentarse dividido en cantos en los que intervienen distintos personajes (la amada, el amado, el coro), ensaya una estructura de poema dramático que no volverá a utilizar en el resto de su obra, y, sobre todo, dada la intensa sensualidad que envuelve al poema (en realidad, de eso se trata, de un único poema dividido en cantos), supone la manifestación más contundente de imaginería verbal y plasticidad lírica de entre toda la poesía que publicó su autor.

Con una tirada de tan solo doscientos ejemplares, en 1960 se publicó el primer, y único, número de la colección Papageno, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (el libro que mayor fortuna ha tenido pues se ha reeditado en dos ocasiones: en 1993, en la Institución Fernando el Católico, y en 2011, en Los libros del Señor James, en ambos casos con introducción de A. Pérez Lasheras). Dividido en cuatro libros formado cada uno de ellos por un solo poema, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (repárese, de nuevo, en el superlativo) presenta la particularidad de ser la única obra publicada por J. A. Gómez que ofrece sus páginas numeradas. Si desde un punto de vista espacial o geográfico, Los negros y El Cantar de los Cantares eran libros ligados a la naturaleza (la selva, el jardín), con esta obra —que representa en cierto sentido la plenitud de un ciclo poético, la depuración y perfección de una técnica expresiva ensayada en sus entregas anteriores— inaugura su gran poesía de la ciudad, que culminará en Acerca de las trampas. Poesía urbana dotada de una inquietante belleza es, a pesar de la nota de humor introducida en el título, una composición amarga que sume al lector en una honda pesadumbre. Y con la entrada de la ciudad se produce también la incorporación de un nuevo personaje poemático con una amplia presencia en la poesía desde los inicios de la modernidad: la masa, la muchedumbre, la multitud, situación que hará que el protagonista del discurso poético, sin llegar a desaparecer, se disuelva en un complejo escenario en el que el yo lírico ha perdido algo de entidad en favor de ese otro personaje sin rostro que es el personaje colectivo. Así, la presencia de los gorilas ha de interpretarse como un síntoma deshumanizador y está íntimamente ligada a la de la masa (el público, la gente) como elemento característico de la vida urbana. Muy probablemente, se trata de un rasgo heredado de M. Labordeta, quien ya había utilizado los gorilas (u otros animales pertenecientes a su tronco común: monos, chimpancés, orangutanes) en diversas ocasiones y con parecidos propósitos: criticar procesos de deshumanización y despersonalización, reprobar modelos de adocenamiento colectivo.

Con Acerca de las trampas (1970) alcanza el volumen más compacto y consistente de su obra. Recapitulación y síntesis de su producción literaria entre 1960 y 1970, es su gran libro de madurez existencial y expresiva, materializado en una expresión al mismo tiempo compleja y depurada gracias, en buena medida, al enorme revulsivo que supusieron sus diversas estancias parisinas, tanto en los aspectos relacionados con la canalización de sus afectos y emociones como en los vinculados con la destilación de su técnica poética. Voz de voces, aquí encontramos los temas que siempre le interesaron (el amor, a menudo insatisfecho, el desarraigo existencial de quien no pudo encontrar jamás su locus, el odio cainita del perseguido y la coacción de la multitud, el anhelo de una vida plena y la presencia serena y raras veces amenazante de la muerte), tratados sin ningún pudor, con una honestidad y una valentía radicales (en ocasiones también con una visceralidad no suficientemente filtrada por el tamiz de la escritura) y configurando así un universo poético poliédrico y polifónico. El libro se abre con un durísimo y desolador poema que cumple las funciones de poética, “Prólogo para un silencio interminable”, título en el que aparece una de las palabras clave en la escritura de J. A. Gómez: “silencio”. En 1970, cuando aparece esta obra, habían transcurrido diez años desde la anterior, y —con la excepción de una parte de El fuego de la historia (publicada en el diario Marruecos en 1977)— pasarían otros dieciocho, hasta su muerte en 1988, de igual forma. Esto quiere decir que en veintiocho años solo publicó este libro, hecho que lleva a concluir que ese silencio, como indica el título del poema, fue en efecto interminable, la plasmación de una realidad. El silencio, un campo semántico recurrente a lo largo de toda su escritura, funciona aquí como un balance de resultados poéticos, metáfora final de una palabra enterrada en el desierto de la afonía. Quien al principio del poema (vv. 1-3) ignora no solo la identidad de los destinatarios sino también la razón de la existencia de su poesía,

 

Con humildad escribo

la delirante arquitectura en reposo de mi poesía,

para qué, para quién,

al final del mismo (vv. 41-43), pertrechado de sabiduría y experiencia, se dará cumplida respuesta:

Tal pudo ser para nada ni nadie

al preguntarme ahora por los límites hondos de la pena

en el ruedo insensato de esta insultante eternidad baldía.

 

Este poema adelanta algunos temas que reaparecerán posteriormente: la ciudad (Zaragoza, París), el país (España), el amor, critica la pasión española por el juego (“en un país con alma de naipe”, v. 9), la incansable persecución a que es sometido por los guardianes de la moral y el orden público (“la desesperación nocturna del asfalto que espía/irrevocables sufrimientos, agónico-girar-molino-corazón”, vv. 14-15), la hipocresía y la caridad mal entendidas (“casas y cartapacios hartos de sopas y de misas”, v. 22), la crueldad y la ignominia, en fin, de un sistema social que primero tortura a sus disidentes y luego los bendice (“tapias de adobe civil a quienes a tiros arrancaron las camisas/para cubrirlas luego con casullas de sangre”, vv. 25-26).

Zaragoza, ya ha sido anotado, es un motivo central en esta poesía, en este libro y en otros lugares. Aparece, por ejemplo, en “Geografía”, poema recogido en un folleto titulado Seminario de Poesía y publicado en 1970 por el Departamento de Literatura Española de la Universidad de Zaragoza (la publicación es reflejo de una sesión poética celebrada en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza el 17 de abril de 1970 en la que se leyeron poemas de M. Labordeta —en esa fecha ya fallecido—, L. Gracia y J. A. Gómez). En esta ocasión, la ciudad es descrita con una inusitada crueldad (explicable probablemente a partir de ciertas experiencias personales), contemplada como símbolo de la desesperación, el confinamiento, la muerte, la venganza y la miseria moral, con una mirada muy próxima a esa otra con la que Cernuda contempla España desde el destierro, y ello a pesar de que el zaragozano no sintiera especial predilección por el autor de Ocnos, tal como se desprende de la lectura del ensayo España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60 (Gómez, 1968). El dolor ha dejado paso al rencor:

 

Zaragoza limita al Norte con la Desesperación

asomada a los crujientes secanos que buscan grandes puertas

para escapar al insulto de los Paradores de Turismo.

[…]

Zaragoza limita al Sur con las arpilleras rotas de los Presidios

balanceadas por el aliento de los castigados a celdas,

[…]

Zaragoza limita al Este con la ira del viento

que aún no ha conseguido borrar los nidos de ametralladoras,

[…]

Zaragoza limita al Oeste con la indiferencia de los campanarios,

[…]

Zaragoza limita con toda limitación, con el frío y las voces

de las esquinas custodiadas por los tercos vendedores de Iguales,

únicas voces permitidas, únicos gritos

golpeando las calles, únicos

y ciegos.

Ciegos.

Abrid los ojos.

 

Ahondando en la línea inaugurada en Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, la poesía de Acerca de las trampas, íntimamente ligada al palpitar de la ciudad, contempla el alcohol como un elemento revelador y característico de ese escenario, un escenario que es dinámico y cambiante, donde se suceden el día y la noche, la alegría y la tristeza, el placer y el dolor, la abundancia y la pobreza, el sueño y la vigilia, el contacto y la ausencia, un escenario por el que circulan variopintos y singulares personajes que protagonizan diferentes acciones. Así, el alcohol alcanzará un significado u otro en función del estado de zozobra, plenitud, gracia, insatisfacción, alegría, etc., que se refleje en el poema-

Probablemente sea el amoroso el registro expresivo en el que J. A. Gómez alcanzó mayor solvencia y calidad literarias (Saldaña, 1998). Su poesía, en este campo semántico, raras veces se resuelve en un punto de equilibrio; sometida a un acusado estado de ansiedad casi siempre insatisfecho, la tensión en la que se encuentran amante y amado —víctima y verdugo de una misma representación dialéctica— es una de sus características peculiares. En la mayoría de las ocasiones, la voz del protagonista del enunciado (a quien identificamos inevitablemente con J. A. Gómez) es la del enamorado abandonado que trata de consolarse de la pérdida de su amante. En todo caso, una lectura atenta del libro nos muestra que las dos grandes unidades temáticas que lo conforman, el ser social y el ser amoroso, difícilmente se dan aisladas, sino que elementos procedentes de la poesía cívica tiñen la poesía amorosa y, al contrario, elementos tomados de la poesía amorosa entran a formar parte de poemas sociales; por otro lado, la retórica amorosa aparece frecuentemente salpicada de elementos propios de la arquitectura urbana (murallas, puertos, playas, faros, evacuatorios, estatuas, muros, túneles, etc.) y elementos cívicos, aunque presentados con un considerable ropaje metafórico, como “libertad del firmamento”, “tierra sufriente”, “torrentes secos”, “polvorientos olivos de plata”, etc.

Julio Antonio Gómez es un caso aparte en la historia de la poesía española de su tiempo. Aunque aragonés de nacimiento, sus lecturas y amistades foráneas, su educación y formación cosmopolitas, sus cada vez más frecuentes, prolongadas y hasta definitivas estancias en otros lugares, su despegue de lo que podríamos presentar como rasgos característicos de un cierto imaginario poético aragonés contemporáneo (parquedad expresiva, primacía del contenido, déficit de recursos plásticos, desatención formal) y su elaboración de una poesía del color y del sonido, pletórica de imágenes, metáforas y símbolos, sensual y apasionada hasta la extenuación, vibrante y musical, todos esos elementos hacen de él un poeta en clara progresión ascendente que culmina su trayectoria con la redacción de un libro singular, Acerca de las trampas, condensación y cenit de su poética, un libro repleto de aciertos expresivos que, sin embargo, fue escandalosamente silenciado por el establishment de la crítica literaria en el momento de su aparición, preocupado más en aquel instante por consolidar otro tipo de poética. Sin embargo, nuestro poeta parece que aprendió la lección: sin renunciar jamás a la carga dramática, el humanismo, la sinceridad, el componente vital, la experiencia y la autenticidad (elementos que solo pueden conducir al patetismo, dirían otros) como fuentes de una poesía desigual y discontinua, supo dotarla en ocasiones de un armazón retórico bien construido, consistente, con una renovada y a veces compleja y retorcida sintaxis, unas técnicas expresivas cercanas unas veces al surrealismo, otras al expresionismo, y configurando con todo ello un escenario discursivo muy condensado de signos, significados y significaciones. Julio Antonio Gómez aprendió la lección y al final se convirtió en un jugador que hizo de las trampas de la vida la materia con la que pudo tejer los hilos de unos cuantos poemas memorables.

 

Referencias bibliográficas

Gómez, Julio Antonio (s. f.). Los negros, ejemplar mecanografiado [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

_____(1959). El Cantar de los Cantares, Zaragoza, ed. del autor.

_____(1960). Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, Zaragoza, col. Papageno, 1.

_____(1968). España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60, ejemplar manuscrito [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

­_____(1970). Acerca de las trampas, Zaragoza, Ediciones Javalambre, col. Fuendetodos, 4.

_____(1989). El corazón desbordado (epistolario), ed. de A. Castro, Zaragoza, Olifante.

Pérez Lasheras, Antonio (1992). Una pasión sombría: vida y obra de Julio Antonio Gómez, 2 vols, Zaragoza, Diputación de Zaragoza.

Saldaña, Alfredo (1993). “Zaragoza, París, Tánger: notas para una geografía poética de Julio Antonio Gómez”, Alazet, 5, 151-163. 

_____(1994). Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.

_____(1998). “En la hora secreta de la dicha: la poesía amorosa de Julio Antonio Gómez”, A. Pérez Lasheras y A. Saldaña, eds., El desierto sacudido (Actas del Curso Poesía aragonesa contemporánea), Zaragoza, Diputación General de Aragón, 181-196.