Son muchos los momentos de las historias de Miguel Delibes en que la naturaleza parece ponerse a hablar de igual a igual con los personajes. En El camino, por ejemplo, podemos leer este fragmento: Si La Mica se au­sentaba del pueblo, el valle se ensombrecía a los ojos de Da­niel, el Mochuelo, y parecía que el cielo y la tierra se tornasen yermos, amenazantes y gri­ses. Pero cuando ella regresaba, todo tomaba otro aspecto y otro color, se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más incitante el verde de los prados y hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bar­dales, una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía, en­tonces, como un portentoso re­nacimiento del valle, una acen­tuación exhaustiva de sus posibilidades, aromas, tonali­dades y rumores peculiares. En una palabra, como si en aquel valle no hubiera ya otro sol que los ojos de La Mica y otra brisa que el viento de sus palabras. Daniel ve las cosas transfiguradas por el senti­miento amoroso, y su mirada es una celebración de la vida.

 

Todos los grandes persona­jes de Delibes tienen un modo de mirar las cosas atento, concienzudo e in­saciable (El camino). Esa mirada es la del niño protagonista de Las ratas. El Nini, el chiquillo, sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un cente­nar de seres vivos. Le bastaba agacharse para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las co­madrejas, el erizo o el alcara­ván. Una mirada que sólo pue­de nacer de una atención extrema, de un conoci­miento que no remite al mundo de las ideas, sino al de los senti­mientos: un conocimiento entrañado.

 

Sólo entonces la naturaleza se ofrece a cuantos saben me­recerla. El paisaje en las nove­las de Delibes es siempre natu­raleza que se ofrece. Hay que responder a esa llamada, conseguir que se quiebre la racha de escasez (La caza de la perdiz roja). Porque la naturaleza, ante los ojos de quien no se detiene a escucharla, es un lugar indiferente, desierto, un lugar sin voz. Así suele ver el campo el hombre de la ciudad, así lo ve Columba, en Las ratas, que no soportando la mo­notonía del pueblo sólo piensa en marcharse. Para la Colum­ba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chas­quido frenético del chotaca­bras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, ni. el seco ladrido del búho rival.


El aprendizaje básico es aprender a mirar. Un aprendizaje que los libros no pueden ofrecer (ni El Nini ni Daniel necesitan ir a la escuela) y que sólo puede darse como ciencia infusa. Ante los grandes personajes de Delibes tenemos la sensación de que han recibido un don inexplicable. Su figura remite a la de los san­tos porque su saber no es interesado, y porque su vida se da en continuidad con las otras criaturas del mundo. Son niños -Daniel, El Nini-, o idiotas -Azarías-, o en todo caso seres que conservan un resto de inocencia, una parte no contami­nada, libre de culpa, un segmento aún activo de esa naturaleza adánica que se hace patente en su franciscanismo, en la relación que tienen con los anima­les. A Pa­cífico, en Las guerras de nues­tros antepasados, no le pican las abejas; El Nini cría y domes­tica un zorrito; y Azarías, en Los santos inocentes, consigue que una grajilla baje a comer a sus manos. El Nini entre los hombres del pueblo es como Jesús entre los doctores, y la abuela Benilde, en Las gue­rras de nuestros antepasados, por días y en algunos sitios tiene corona. Hay en todos ellos una relación de continuidad con la naturaleza, de cuyo cuer­po se diría que no han termina­do de desgajarse del todo. Pacífico sufre si se podan los árboles, tiene tiritonas cuan­do en el camueso se anuncian la aparición de las primeras yemas; y el tío Ratero, en Las ratas, se niega a abandonar su cueva y a cambiarla por una ca­sa. La cueva que le hace igual a las ratas de agua, los animales de los que vive, y donde constituye su familia, cuyo callado misterio quedará fijado en nuestra memoria en estas líneas inolvidables en las que Delibes rinde tributo a todas las Sagradas Familias del mundo del mito: Mata­ba la llama, pero dejaba la brasa y al tibio calor del rescoldo dormían los tres sobre la paja; el niño en el regazo del hombre, la perra en el regazo del niño y, mientras el zorrito fue otro compañero. el zorro en el rega­zo de la perra.


La figura de estos inocentes, de estos desposeídos, no es leja­na de la del cazador. Todos ellos tienen una relación de honda comunicación con su medio. Todos le conocen íntimamente, llegan por momentos a confun­dirse con él; y todos obtienen de esa relación un sentimiento de familiaridad y plenitud. Nos reía­mos a carcajadas como dos men­guados. Era por doña Flora y por la media liebre y por el cielo azul intenso. y por el campo abierto a lo largo y a lo ancho y por nuestras fuertes pisadas pa­ra recorrerlo (Diario de un cazador). Esta risa es también la de El Nini ante las camadas de las liebres, y expresa un sentimiento de complicidad con el mundo. Porque tanto para El Nini como para Lorenzo, el cazador, el mundo está abier­to, es el ámbito de la posibilidad renovada, infinita, jovial. Distin­guía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; co­nocía con detalle sus costum­bres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que, de haberlo deseado, habría aprendido a vo­lar (El camino). Germán, el Tiñoso, busca sin saberlo transformarse en un pájaro, y El Nini y Pacífico claman por una metamorfo­sis que les permita confundirse con lo que ven. El mundo para ellos es un solo cuerpo. La boca de Anita (Diario de un cazador) es una nidada de besos, y la gotita que cuelga de la nariz del Barbas (La caza de la perdiz roja) se confunde con una gota de rocío. El diente del Bisa (Las guerras de nuestros antepasados) ha­cía cuej-cuej-cuej, como las ga­viotas reidoras de la charca, y los pelos de la barba del Barbas, salpicados por su propia saliva, brillan como los tallos trunca­dos de los rastrojos.

 

Pero la naturaleza también es conflicto, destrucción. Delibes conoce dema­siado bien al ser humano como para ignorar una verdad así. Por eso sus personajes nun­ca responden a la imagen del buen salva­je. La vida es para ellos  lucha, pérdida constante. No se rebe­lan contra la muerte. La muerte irrumpe en sus vidas como un fenómeno na­tural, que todo lo trastorna, como un pedrisco o un nublado ante cuya ley no cabe hacer nada. La muerte del hombre no es distinta de la de los anima­les. El suicidio del jabalí, en Las guerras de nuestros antepasados, es equivalente al de la abuela Benilda, que de hecho induce; y la muerte de su mila­na lleva a Azarías al asesinato. Los personajes de Delibes no retroceden ante la brutalidad de las cosas. El universo es para ellos un conflicto de contrarios -una guerra de todo contra todo- donde todas las fuerzas son extremas y excesivas. El Nini no se escandaliza por­que el Ratero mate a un mucha­cho, por una simple cuestión de competencia; Pacífico asesina al hermano de su novia sin otro motivo aparente que el de la territoriedad; y Tochano en un arranque dispara contra su pe­rro sin más, por pura rabia. Este lado brutal, ciego, que no acierta a expresar sino descontento, de­sazón ante el mundo y la vida misma, constituye el corazón mismo de la una de las novelas menos conocidas de Delibes El Tesoro. En ella, un grupo de arqueólogos acude a clasificar un hallazgo arqueológico  y deben enfrentarse a la oposición que su llegada provoca en las gentes del pueblo. El tesoro no es para estas gentes una mera colección de piezas arqueológicas, meros signos de tiempos pretéritos; ni siquiera un valor de cambio, traducible a una cuenta banca­ria. Es un centro, un lugar privilegiado de comu­nicación cósmica, de regenera­ción. Es desde esta perspectiva desde la que hay que entender la negativa de los campesinos, dirigidos por el Pa­po (que por cierto cojea, como Edipo), a que les arrebaten esa riqueza. La pérdida sería irreparable, ya que en el mundo del mito es gracias a esos tesoros ocultos, que la vida, la fertilidad de los campos y de los animales, esté asegu­rada.

 

Es el propio Delibes, por bo­ca del alcalde del pueblo, el que nos da la clave de una interpre­tación así. Hágase car­go, señor. Es la fiebre del oro. Esa presencia del oro, de las pepitas, también aparecía en Las guerras de nuestros ante­pasados, e incluso, en la forma de un billete de lotería, en el Diario de un cazador, y es una obsesión en la mente del alcalde y de Lorenzo. Obse­sión por la existencia de una riqueza oculta, que se ofrecerá de una sola vez, como una cosecha inagotable. La idea de acceder al mundo de la abundancia alude a la edad de oro, a la existencia de un reino donde todos los deseos serán satisfechos.

 

El hallazgo del tesoro es, en suma, el encuentro con lo valioso, con aquello capaz de dar sentido a las cosas. Es el mismo encuentro del cazador con sus piezas lumino­sas, vibrantes; y el de los enamorados, cuyos cuerpos en el amor son semejantes a esos cuerpos claros y pausaditos de la caza, ante los que no es posi­ble reprimirse. Una ganga vi­no a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba tan reposada que le vi a la perfección el colla­rón y las timoneras picudas (Diario de un cazador). ¿No ve así, con esa claridad, el enamo­rado al ser que quiere, la madre a su niño pequeño? El caza­dor caza porque no puede repri­mirse, y luego se come su pieza; y el acto amoroso termina tam­bién con un banquete. La pági­na más hermosa de El tesoro es precisamente la descripción de el Papo comiéndose una pera. Recostó en la muleta todo el peso de su cuerpo y, con la mano izquierda, extrajo del morral de cazador que portaba, una pera, que miró y remiró varias veces, antes de arrancar­le el rabillo y clavarle en el pezón la uña negra y larga de su pulgar. Parsimoniosamente desgajó un pedazo y se lo llevó a la boca. Sus pausados ademanes denotaban el mismo regodeo que el del gato ante el ratón acosado. No es fácil leer estas líneas sin sentir una mezcla de turbación y respeto. Sentimos al Papo en pose­sión de una sabiduría oculta, de una aptitud no contaminada pa­ra distinguir esa pulpa y hacerla suya, como cuando viendo el reguerillo de zumo que le corre por la mano se la lleva a la boca para chupársela. Su brutalidad, su rencor, es de pronto delicadeza. ¡Qué dife­rencia entre esta escena y la de los arqueólogos clasificando el tesoro en la caja del banco! La escena de la pera contiene todas las contradicciones de la vida, que es brutal y delicada, vibrante y abyecta, luminosa y oscura a la vez. Sí, el Papo es el heredero natural de los dueños del tesoro, y es a los seres como él a quienes pertenece verdaderamente, como posibi­lidad, como fábula.

 

El Tesoro es una reescritura del Diario. En ambas novelas se nombra una pasión absorbente -la arqueolo­gía en Gero, la caza en Lorenzo- que lleva a sus protagonistas a la naturaleza, y en ambas hay un conflicto amoroso que se resuelve en la última página. La mirada del cazador no es sin embargo la del arqueólogo. La del arqueólogo busca ratificar un saber pre­vio, la naturaleza es para él un palimpsesto que debe des­cifrar. La mirada del cazador es ardiente, la del cuerpo que actúa, que arriesga. El arqueólogo habla para clasificar, para definir; el cazador es como Adán, un creador de lenguaje. Constata lo que ve, y sus nombres son una respuesta a la incitación constante y diversa de las cosas. El mundo de Delibes es más próxi­mo en esto al de Antonio Ma­chado que al de Jorge Guillén, en cuya obra hay siempre un yo que se entusiasma, que se arrebata, que se mira a sí mismo, en una suerte de encendido narcisis­mo. A Delibes y a Machado les basta con asombrarse. El asombro que lleva al nombre, al simple acto de señalar y de decir mira. El asombro de Azarías declarando interminablemente el nombre de su amor, milana bonita, milana bonita, el asombro que lleva a una suerte de tartamu­deo inconsciente a la propia prosa de Delibes, que se repite, que vuelve a decir lo mismo, que se articula sobre frases, palabras ya escri­tas, en una suerte de imposibili­dad de desapego, de persisten­cia del hechizo.

 

La reali­dad también aquí, como en la obra de Machado, mezclándose con los sueños. No hay cosifica­ción del paisaje, que vibra, que inexplicablemente se ofrece co­mo algo casi irreal, hecho de la materia de los sue­ños. Ahora veo a la madre don­de antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Cora­zón iluminado. Pero cuando la madre se afanaba en silencio, no la veía, ni sabía que en sus movimientos había un sentido práctico. No ver lo que no hay, en una suerte de delirio de la subjetividad, sino ver donde an­tes no se veía. Ver el mundo en los dos planos, el de la presencia y el de la transfiguración.

 

El descendi­miento de la milana, en Los santos inocentes, la re­surrección del niño del Mele en el Diario de un cazador, el pájaro muerto junto al cadáver del Tiñoso en El camino, son algunos ejemplos de lo que acabo de decir. En las novelas de  Delibes siempre hay un momento en que la historia se transforma en Misterio. Es curioso que todos estos momentos nos lleguen de mano de  los desposeídos. En la obra de Miguel Delibes siempre ha habido una mirada compasiva hacia el otro. Es una mirada que guarda en su interior la eterna  pregunta por el sentido de las cosas, como si nuestra pobre vida sólo pudiera encontrar justificación en ese encuentro con los demás. Es esto lo que sucede en las últimas páginas de El hereje, cuando en uno de las escenas más conmovedoras  de nuestra literatura, Minervina aparece para acompañar a Cipriano, su antiguo niño, hasta la hoguera, en un gesto que viene a decirnos que si bien la muerte no puede evitarse la misión del hombre es hacer, como pedía Quevedo, de su propia vida  polvo enamorado.

 

Jorge Luis Borges dijo que hay dos tipos de narradores, los que todo lo basan en la expresión, y los que poseen el arte de la alusión y la sugerencia. Miguel Delibes pertenece sin duda a este segundo grupo. Es un escritor realista, pero no se limita a pasear un espejo por un camino, como pedía Stendhal (cosa, por otra parte, que tampoco hizo él), aunque muchas veces pueda parecerlo. Es verdad que nos muestra en sus libros un mundo definido y concreto, el campo castellano, su explotación y su miseria, o la pequeña y mezquina vida de las provincias españolas durante el franquismo, pero sólo para llevarnos a un instante de apertura, de revelación de otra verdad. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de encantamiento. Y la obra de Delibes está salpicada de ellos. Es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que le hace ser el gran escritor que es.

 

En un cuento de I. B. Singer, dos muchachos judíos, quieren huir del gueto de Varsovia. El muchacho consigue una vela, y la encienden para celebrar una de sus fiestas. Y, animados por el poder de esa luz, que despierta en ellos una fuerza  y una esperanza nuevas, emprenden la huida y logran burlar el cerco de sus verdugos y escapar de la muerte. En La mortaja también el niño protagonista encuentra una luz así, la luz que desprende una luciérnaga. El cuento es terrible, pues nos enfrenta al egoísmo y la mezquindad de los hombres, pero el niño encuentra gracias  a esa luciérnaga, como los niños del cuento de Singer, la fuerza para enfrentarse a la muerte de su padre y a la miseria que le rodea. Y al terminar de leer el relato algo nos dice que está preparado para enfrentarse a los problemas de la vida. Ese diálogo entre la belleza y la pena que según Rilke es la realidad más honda del corazón humano, constituye el centro de la obra de Delibes.