Yo te hablo con naturalidad,

como se le habla a un árbol o a un arroyo.

 

En este inevitable

declinar de las horas, junto la enredadera

perseverante de los muros que he cuidado,

que me han visto crecer,

me protejo con el mantillo de las palabras.

 

No escribo como el hombre

que lee en las entrañas de los pájaros,

sino como el que a solas reconoce el dolor en el dolor,

la muerte, en la inocente negación de la vida.

 

Digo cielo ceniza,

pero es el cielo rojo de los atardeceres de los puertos

y de los arrabales, el amarillo azul de los establos

en el momento antes de las anunciaciones.

 

Varado como estoy en este viejo

corazón sin medida, conozco los caminos,

los bosques encalados de la noche,

la lámpara de alcohol

en las habitaciones que ha rondado la muerte.

 

No sabes lo que duele una hoguera encendida

en el amanecer de los suburbios,

la nieve apelmazada de los cuartos

en el blanco de la mañana.

 

Vivo en una casa atravesada por los árboles

en el bosquecillo de las ideas,

atravesada por el grito de las mujeres

que cuidan del ganado

en el horizonte de las ciudades,

por la algarabía de los niños

que golpean con sus manos los cartones del cielo.

 

Soy el hombre que usa,

para los pensamientos compartidos,

las palabras de la privacidad;

alguien atemperado por la noche

que ha elegido la sombra de una nube

o la sombra de un árbol para reconciliarse con los suyos.

 

Una palabra es siempre

tributaria de otra y, ambas, hijas

de la necesidad, de la carencia, del anhelo.

 

Hasta que cada uno asuma su relámpago

y se haga visible en una noche

que se ha vuelto infinita, mi lentitud es sólo

una antigua esperanza matizada

por la melancolía de la costumbre.