Capítulo uno

1988

Unos pequeños árboles habían atacado los cimientos de la casa de mis padres. Tan solo eran unas plántulas con un par de tiesas y vigorosas hojas. Aun así, los tallos de los retoños habían conseguido deslizarse por las delgadas grietas de las tablillas decorativas y marrones, que cubrían los bloques de cemento. Habían crecido dentro del muro invisible y no resultaba nada fácil arrancarlos. Mi padre se limpió la frente con la palma de la mano y maldijo su resistencia. Yo utilizaba una vieja y oxidada horquilla para dientes de león con el mango astillado; él blandía un largo y fino atizador de hierro para chimenea, que probablemente resultaba más perjudicial que beneficioso. A medida que mi padre taladraba la tierra a ciegas, allí donde intuía que podían haber penetrado las raíces, seguramente realizaba en el mortero oportunos agujeros para los pimpollos del próximo año.

Cada vez que yo lograba desenterrar algún arbolillo a duras penas, lo colocaba a mi lado, como si fuera un trofeo, en la estrecha acera que rodeaba la casa. Había brotes de fresnos, olmos, arces, arces americanos e incluso una catalpa de buen tamaño, que mi padre guardó en un tarro de helado y regó, pensando que podría encontrarle un sitio para replantarla. A mí me parecía un milagro que esos minúsculos árboles hubieran sobrevivido al invierno de Dakota del Norte. Habían recibido agua, desde luego, pero escasa luz y apenas unas migajas de tierra. Aun así, cada semilla había logrado enterrar y afianzar una raíz en lo más hondo, así como asomar fuera un zarcillo.

Mi padre se enderezó y estiró la espalda dolorida.

—Ya es suficiente —anunció, aunque solía ser un perfeccionista.

Yo era reacio a parar, sin embargo, y después de que entrara en casa para llamar por teléfono a mi madre, que había acudido a la oficina a buscar una carpeta, seguí  escarbando las ocultas raíces. Mi padre no volvió a salir y pensé que debía de haberse acostado para echarse una siesta, como ahora acostumbraba. Uno podría pensar que yo, un muchacho de trece años con mejores cosas que hacer, dejaría entonces de trabajar, pero  fue  al contrario. Conforme fue avanzando la tarde y la quietud y el silencio se fueron

apoderando de la reserva, me parecía cada vez más importante exterminar a cada uno de estos invasores hasta el extremo de la raíz, donde se concentraba todo el crecimiento vital. Y también me parecía importante hacerlo con precisa meticulosidad, al contrario de tantas tareas que había realizado de forma chapucera. Todavía hoy me sorprende el esmero tan riguroso que mostré. Hundía la horquilla de hierro lo más cerca que podía a lo largo del brote con forma de ramilla. Cada diminuto árbol requería su propia y particular estrategia. Resultaba casi imposible no seccionar la planta antes de extraerla intacta de su tenaz escondrijo.

Desistí al fin; estaba leyendo y tomándome un vaso de agua fresca en la cocina cuando mi padre se levantó de la siesta y apareció, desorientado y bostezando. Yo había entrado a hurtadillas en su despacho y había cogido el libro de derecho que mi padre llamaba «La Biblia». El Manual de la Ley Federal India de Felix S. Cohen. Mi padre lo había heredado de su padre; la cubierta de color rojo óxido estaba arañada y el largo lomo cuarteado, y en cada página aparecían anotaciones escritas a mano. Yo intentaba familiarizarme con la antigua lengua y las constantes notas a pie de página. Mi padre, o mi abuelo, había garabateado un signo de exclamación en la página 38, junto al caso escrito en cursiva, que naturalmente también había despertado mi interés: Estados Unidos contra ciento sesenta litros de whisky. Supongo que uno de ellos debió de pensar que ese título era ridículo, al igual que yo. No obstante, estaba analizando la idea, puesta en evidencia en otros casos y reforzada en este, de que nuestros tratados con el Gobierno parecían ser tratados firmados con naciones extranjeras. Que la grandeur y la fuerza de las que hablaba mi Mooshum no se habían perdido por completo, ya que permanecían protegidas por la ley, al menos hasta cierto punto, que yo me proponía conocer.

A pesar de su importancia, el manual de Cohen no era un libro plúmbeo y, cuando mi padre apareció, lo escondí rápidamente en el regazo debajo de la mesa. Mi padre se lamió los labios resecos y se puso a dar vueltas en busca del olor a comida, tal vez, el ruido de cacharros, el tintineo de vasos o el sonido de unos pasos. Lo que me dijo me sorprendió, aunque aparentemente sus palabras sonaron intrascendentes.

— ¿Dónde está tu madre?

Su voz era ronca y áspera. Deslicé el libro en otra silla, me levanté y le di mi vaso de agua. Lo apuró de un trago. No repitió esas palabras, pero ambos nos quedamos mirándonos fijamente de un modo que me pareció adulto en cierta medida, como si él supiera que con mi lectura yo me había introducido en su mundo. Me sostuvo la mirada hasta que yo bajé los ojos. La verdad es que yo acababa de cumplir trece años. Dos meses atrás, tenía doce.

— ¿Trabajando? —respondí, para romper su mirada.

Yo daba por sentado que él sabía dónde estaba, que había obtenido esa información con una llamada telefónica. En realidad, yo sabía que no estaba trabajando. Ella había contestado a una llamada de teléfono y después me había dicho que iba a la oficina a buscar un par de carpetas. Como especialista del registro tribal, seguramente estaría dándole vueltas a alguna solicitud que había recibido. Era domingo; de ahí tanto secretismo. El tiempo detenido del domingo por la tarde. Aunque hubiese acudido a la casa de su hermana Clemence para hacerle una visita después, mamá debería de estar ya de vuelta para preparar la cena. Ambos lo sabíamos. Las mujeres no son conscientes del enorme valor que otorgan los hombres a la regularidad de sus hábitos. Metabolizamos sus idas y venidas en nuestros cuerpos y sus ritmos en nuestros huesos. Nuestro pulso acompasa el suyo, y como siempre en las tardes del fin de semana, aguardamos a que mi madre nos marque inexorablemente el paso del tiempo hasta la noche.

Por lo que su ausencia detuvo el tiempo.

— ¿Qué   hacemos?  —preguntamos   al   unísono,   algo   que   resultó   de    nuevo desazonador.

Pero al verme nervioso, mi padre, al menos, tomó las riendas de la situación.

— Vamos  a  por  ella —dijo.  E  incluso  en  ese  momento,   mientras   me  ponía   la cazadora, me alegraba de que se mostrara tan decidido: «a por ella», no solo buscarla, ni salir en su busca. Saldríamos y la encontraríamos.

— Habrá  tenido  un pinchazo —razonó—. Seguramente llevó a alguien a casa y tuvo un pinchazo. Estas malditas carreteras. Caminaremos hasta la casa de tu tío para que nos deje el coche e iremos a por ella.

«A por ella» otra vez. Caminé a su lado. Andaba con paso ligero y todavía vigoroso una vez que se ponía en marcha.

        Se había hecho abogado y después juez, y también se había casado ya mayor. También yo supuse una sorpresa para mi madre. Mi viejo Mooshum me llamaba «Ups»; era el apodo que me había puesto, y por desgracia, a otros miembros de la familia les hizo gracia. Por ello, a veces me llaman Ups hasta el día de hoy. Bajamos la colina hasta la casa de mis tíos —una casa verde claro del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, protegida por unos chopos y cuyos aspecto y categoría habían sido mejorados con tres pequeños abetos azules. Mooshum también vivía allí, en una eterna neblina. Todos nos sentíamos orgullosos de su extraordinaria longevidad. Era un anciano, pero todavía cuidaba activamente del jardín. Tras los esfuerzos realizados, se acostaba en un catre —un amasijo de palos— junto a la ventana para descansar, echaba unas cabezadas, a veces emitiendo unos roncos chisporroteos que seguramente eran risotadas.

Cuando mi padre explicó a Clemence y a Edward que mi madre había sufrido un pinchazo y que necesitábamos su coche, como si de verdad fuera sabedor del supuesto pinchazo, casi me eché a reír. Parecía haberse convencido a sí mismo de la verdad de su conjetura.

Salimos del camino de acceso marcha atrás en el Chevrolet de mi tío y nos dirigimos a las oficinas tribales. Dimos una vuelta completa al aparcamiento. Vacío. Las ventanas estaban a oscuras. Tras salir marcha atrás de la entrada, giramos a la derecha.

— Seguro que ha ido a Hoopdance —dijo mi padre—. Necesitaría algo para la cena. Tal vez quería darnos alguna sorpresa, Joe.

Soy el segundo Antone Bazil Coutts, pero me pelearía con cualquiera que añadiera un número a mi nombre. O me llamara Bazil. Decidí llamarme Joe al cumplir seis años. A los ocho, me di cuenta de que había elegido el nombre de Joseph, el padre de mi padre, el abuelo al que nunca conocí salvo por las inscripciones en los libros de páginas amarillentas y de cubiertas de cuero cuarteadas. Dejó en herencia varias estanterías repletas de estas antiguallas. Me molestaba no tener un nombre totalmente inédito para distinguirme del tedioso linaje de los Coutts —hombres responsables y rectos, incluso improvisados y desenvueltos héroes, que bebían tranquilamente, fumaban algún que otro puro, conducían un coche razonable y solo mostraban su valía al casarse con mujeres más inteligentes. Yo me veía diferente, aunque todavía no sabía en qué. Incluso en ese momento, aplacando mi angustia mientras partíamos en busca de mi madre, que había ido a la tienda de comestibles —nada más, seguramente nada más—, fui consciente de que lo que estaba sucediendo era algo fuera de lo normal. Una madre desaparecida. Algo que no

le ocurría al hijo de un juez, ni siquiera a uno que viviera en una reserva. De un modo impreciso, esperaba que algo ocurriera.

Yo era ese tipo de muchacho que se pasaba los domingos por la tarde arrancando de cuajo arbolitos de los cimientos de la casa de sus padres. Tendría que haberme rendido a la ineluctable evidencia de que ese sería el tipo de persona en que me convertiría al final, pero no dejaba de luchar contra esa perspectiva. Sin embargo, cuando digo que deseaba que ocurriera algo, no me refiero a nada malo, sino tan solo a algo. Un acontecimiento excepcional. La observación de algo singular. Ganar al bingo, aunque los domingos no eran días para jugar al bingo y habría sido totalmente anómalo para mi madre ir a jugar. Eso era lo que yo deseaba, no obstante: algo fuera de lo normal. Nada más.

A mitad de camino a Hoopdance, caí en la cuenta de que la tienda de comestibles cerraba los domingos.

— ¡Pero claro!

Mi padre estiró el mentón y apretó el volante con las manos. Tenía un perfil que parecía indio en un cartel de cine y romano en una moneda. Había cierto estoicismo clásico en su nariz aguileña y su mandíbula. Siguió conduciendo, porque —sostuvo— quizá a ella también se le había olvidado que era domingo. Fue entonces cuando nos cruzamos con ella. ¡Allí mismo! Pasó zumbando por el carril contrario, absorta, superando el límite de velocidad, ansiosa por volver a casa con nosotros. ¡Pero ahí estábamos nosotros! Nos echamos a reír ante su gesto tenso mientras dábamos media vuelta en la carretera estatal y nos pusimos a seguirla, pisándole los talones.

—Está loca —se echó a reír mi padre, aliviado—. Lo ves, ya te lo dije yo.

Se le olvidó. Se fue a la tienda y olvidó que estaba cerrada. Ahora estará furiosa por haber malgastado gasolina. ¡Ay, Geraldine!

Había adoración, asombro y un tono divertido en la voz de mi padre cuando pronunció esas palabras. «¡Ay, Geraldine!» En tan solo esas dos palabras quedaba claro que amaba y siempre había amado a mi madre. Nunca había dejado de agradecer que ella se hubiera casado con él y, además, que en el mismo paquete, le hubiera dado un hijo cuando había empezado a pensar que sería el último de su linaje.

Ay, Geraldine.

Sacudió la cabeza con una amplia sonrisa mientras conducía, y ya todo estaba bien, más que bien. Ahora podíamos admitir que la inusual ausencia de mi madre nos había preocupado. Podíamos tomar una repentina y nueva conciencia de lo mucho que valorábamos el carácter sagrado de nuestra pequeña rutina cotidiana. Por muy alocado que me viera a mí mismo reflejado en el espejo, en mi mente valoraba tales placeres corrientes.

Así que ahora nos tocaba a nosotros preocuparla a ella. Un poquito nada más, dijo mi padre, solo para que probara un poco de su propia medicina. Nos tomamos nuestro tiempo para llevar el coche de vuelta a casa de Clemence y subir la colina a pie, anticipando esta vez la indignada pregunta de mi madre: «¿Dónde estabais?» Ya me la estaba imaginando con los puños cerrados y los brazos en jarras. Su sonrisa a punto de asomar detrás de su ceño fruncido. No tardaría en reír en cuanto oyera la historia.

Recorrimos el camino de tierra de la entrada, donde mi madre había plantado los brotes de pensamientos que había cultivado en cartones de leche, y que ahora lo bordeaban formando una estricta hilera. Los había sacado pronto. La única flor capaz de soportar una helada. A medida que nos acercábamos por el camino, advertimos que permanecía dentro del coche. Sentada en el asiento del conductor ante el panel blanco que conformaba la puerta del garaje. Mi padre echó a correr. Yo también lo vi en la postura de su cuerpo: una contracción y una rigidez, algo que estaba mal. Cuando llegó al coche, abrió la puerta del conductor. Mi madre tenía las manos aferradas al volante y la mirada vacía clavada en el horizonte, como la habíamos visto cuando nos cruzamos con ella en dirección contraria, de camino a Hoopdance. Habíamos advertido esa mirada fija y nos había hecho gracia entonces. «¡Estará furiosa por haber malgastado gasolina!»

Yo me hallaba justo detrás de mi padre. Incluso en ese momento tenía cuidado de no pisar las hojas festoneadas y los capullos de los pensamientos. Colocó sus manos en las de ella y, con delicadeza, fue despegando sus dedos del volante. Sosteniéndola por los codos, la levantó fuera del coche y la sujetó mientras ella se giraba hacia él, todavía encorvada con la forma del asiento del coche. Se desplomó sobre él, con la mirada ausente, sin verme. Había vómito por toda la parte delantera de su vestido, y su falda y la lona gris del asiento del coche estaban empapados de su sangre oscura.

—Ve a casa de Clemence —dijo mi padre—. Ve y diles que me llevo a tu madre a urgencias a Hoopdance. Diles que vayan.

Con una mano, abrió la puerta del asiento trasero y, después, como si se tratase de algún espantoso baile, condujo a mamá hasta la esquina del asiento y, muy despacio, la tendió allí. La ayudó a ponerse de costado. Ella se mantenía callada, aunque se humedeció los labios partidos y ensangrentados con la punta de la lengua. Vi cómo parpadeó, frunciendo el ceño. Su cara comenzaba a hincharse. Di la vuelta al coche y subí a su lado. Le levanté la cabeza y deslicé una pierna debajo. Me senté a su lado, sosteniéndola por el hombro con el brazo. Tiritaba con un temblor continuo, como si hubiesen encendido un interruptor en su interior. Desprendía un fuerte olor, a vómito y a algo más, como gasolina o queroseno.

— Te dejaré allí arriba —dijo mi padre, mientras daba marcha atrás y hacía chirriar los neumáticos.

— No, yo también voy. Tengo que sujetarla. Llamaremos desde el hospital.

Casi nunca había desafiado a mi padre ni con palabras ni con hechos. Pero ni siquiera nos dimos cuenta de ello. Ya habíamos intercambiado esa mirada, extraña, como entre dos hombres adultos, y yo no había estado preparado. Pero aquello no importaba. Sujetaba ahora a mi madre firmemente en el asiento trasero del coche. Me había manchado con su sangre. Extendí la mano en la luna trasera y extraje una vieja colcha de cuadros, que guardábamos allí. Tiritaba de tal forma que temí que fuera a romperse en mil

pedazos.

— Rápido, papá.

— De acuerdo —respondió.

Y salimos volando. Aceleró el coche hasta ponerlo a ciento cincuenta. Volamos.

 

(La novela La casa redonda, de Louise Erdrich, que obtuvo en EE. UU. el National Book Award 2012 en la categoría de ficción, será próximamente publicada por la editorial Siruela)