Mi padre era ciego. Llevaba consigo un babuino amaestrado que había adquirido en cierta aldea de Aqba, la misma que viera mi alumbramiento y la muerte de mi madre, de quien conservaba una diadema de oro que alguna vez prometió no vender nunca. Cuando aún veía borrosamente, me adiestró en la acrobacia y el malabarismo. Recorríamos el mundo. A cambio de unas monedas, yo bailaba con el simio y hacía cabriolas en el aire. Mi padre contaba historias de asesinos y de reyes, de aparecidos o de licántropos, de tortugas parlantes y de ovejas que daban miel, y las iniciaba siempre de este mismo modo:

―Era el tiempo en que aún vivían los gigantes...

Fuese por el respeto que imponían sus ojos de ciego ―que semejaban dos grandes perlas incrustadas en su rostro―, fuese por el ardor que sabía prestar a sus palabras, lo cierto es que el gentío agrupado en la calle se comportaba siempre con munificencia y dejaba la escudilla de las limosnas llena a rebosar. Yo compraba frutas y carne fresca en los mercados, y mi padre lo devoraba todo a grandes bocados, urgido por una impaciencia que yo no alcanzaba a comprender, la misma que le hacía en ocasiones dormir de pie y que, durante años, nos llevó a recorrer tierras ignotas y naciones extrañas como si anduviéramos a la búsqueda de un destino secreto y nuestra condición fuese otra, en realidad, que la de simples vagabundos. Casi nunca hablaba mientras estábamos a solas, y su actitud hacia mí era tan adusta y distante que creía que no me tenía en mayor estima que al pobre babuino; imaginaba, incluso, que me achacaba la muerte de su esposa. Pero, una noche en que le había escanciado aguardiente de palma en una copa de madera tallada, me palpó el cabello con cariño y me dijo:

―Querido Tebaldo, eres lo único que me queda de tu madre.

Como lo viera más dispuesto a hablarme que en otras ocasiones, le pregunté cuál era el propósito que guiaba nuestros pasos. Él me respondió así:

―Vamos a la búsqueda de una ciudad que me fue revelada en un sueño.

No pude averiguar más, y tampoco creo que mi padre conociera mucho más acerca de esa ciudad soñada, pues dijo que no sabría que la habíamos encontrado hasta que nos halláramos en ella.

El mundo era nuestro hogar. En los años que abarcó mi infancia, atravesamos las estériles tierras del Norte, donde las hambrunas son frecuentes y no es rara la práctica del canibalismo. Recorrimos el país de los sunamitas, que adoran a un dios cuyos intestinos cuelgan hacia fuera, y cruzamos también el desierto de los aquenasíes, quienes construyen sus ciudades sobre la arena. Anduvimos entre los solimes del Cáucaso, que se tocan la cabeza con el despojo frontal de un caballo, y en Tanjore nos postramos ante el gigantesco toro de pórfido que representa a Siva, dios de la devastación. Yo no dejaba de admirarme de la sabiduría de mi padre, quien sabía hacerse entender en casi todas las lenguas, y que besaba por igual la cruz de los cristianos, la serpiente dúplice de los caduceos o la luna bicorne de los agarenos. Allá donde fuéramos, no era raro que personas principales del país le brindaran cobijo y protección, tal era la autoridad que de él dimanaba, pero mi padre se oponía siempre a semejantes honores, obcecado en la búsqueda de aquella ciudad quimérica.

Cada vez que llegábamos a un lugar nuevo, me hablaba así:

―Dime, Tebaldo, cómo son los edificios de esta ciudad.

Yo le describía lo mejor que podía los minaretes, las cúpulas, los castillos, las casas de mármol y estuco o las de adobe y tejavana. Él me escuchaba con gran atención, como si a través de mis palabras pudiese ver el paisaje a que habíamos arribado, e, invariablemente, terminaba por ladear la cabeza de un modo melancólico y decía:

―Tampoco es ésta, Tebaldo, tampoco es ésta.

Fue en Abisinia donde me hice hombre, a manos de una esclava búlgara de ojos verdes y labios del color del vino, cuyo rostro no han borrado de mi memoria ni el tiempo ni otras mujeres. Conforme crecía, iba germinando en mí el anhelo de abandonar aquella vida errante, de escoger un lugar entre tantos como hollaban nuestros pies y establecerme allí para siempre, hacerme labrador o carpintero, fundar una familia. Pero mi padre acallaba siempre mis protestas invocando los designios de la Providencia. Más que la fe, era la lástima que sentía por él, ciego y ya anciano, lo que me empujaba una vez más a reemprender nuestro camino.

―Dios ―me decía― no tiene prisa, porque para Él no existe el tiempo, pero ni tú ni yo somos dioses.

Habían transcurrido veintidós años desde mi nacimiento en Aqba, cuando una noche, dormidos al pie de una duna, mi padre me despertó súbitamente, susurrándome al oído que había escuchado el graznido de las gaviotas. Yo le hice ver que eso no era posible, puesto que nos encontrábamos muy lejos de la costa.

―Entonces ―dijo― la ciudad que buscamos está junto al mar.

Cuántas veces vi hundirse el sol sobre las aguas. Cuántas veces acarició el viento salobre mi rostro barbado. Recorrimos todos los puertos conocidos, los deltas, las bahías, los estuarios. En cierta ocasión, encontramos un colosal monstruo marino varado en la playa; cuando le describí su figura portentosa, mi padre me hizo saber que se trataba del Jasconio, el primero de todos los peces que nadaron en el mar. También fuimos testigos de pavorosos naufragios, y un navegante de Clazomene, a quien libré de morir ahogado, me entregó como pago por su vida dos monedas de oro ornadas con la figura de un jabalí alado. Comprendí que, si en esa ocasión y viéndome rico, no había cedido a la tentación de abandonar a mi padre, ya no lo haría nunca.

Había despedido la tórtola el largo invierno, cuando llegamos a las Columnas de Hércules. El sol meridional devoraba nuestros párpados. Mi padre había contraído una enfermedad que recubría su cuerpo de llagas hediondas, pero la certeza de que nos aproximábamos a nuestro destino lo sostenía en pie. Entre el trasiego del puerto de Gades dimos con un marinero llamado Lupicinio, un viejo parlanchín que le habló a mi padre de cierto archipiélago de islas que se extendía hacia Poniente. Él hizo entonces algo que yo nunca hubiera imaginado: de su zurrón extrajo la diadema de oro de mi madre, y se la ofreció al miserable estafador a cambio de su embarcación. El tal Lupicinio nos entregó un falucho que no tendría más de treinta codos de eslora; rehusó la posibilidad de embarcarse con nosotros, pero me enseñó, no sin desgana, los rudimentos de la navegación: cuándo arriar la vela ante vientos desfavorables, el modo de guiarse por las estrellas, o cómo anticipar la presencia de arrecifes. Dejamos al babuino en tierra, ya que estaba viejo y hubiera sido una boca más a la hora de repartir los víveres, y así, sin otra experiencia marinera que las lecciones apresuradas de Lupicinio, emprendimos el viaje.

Nunca una soledad mayor ha oprimido mi corazón. De día, el sol dejaba caer sus lágrimas candentes sobre nuestras cabezas y el azul del mar cegaba mis ojos. De noche, bajo el parpadeo de los astros y en el silencio más absoluto que imaginarse quepa, oía de tanto en tanto hablar a mi padre quien, en sueños, se lamentaba por la doble pérdida de la diadema y del babuino, al cual había llegado a querer casi como a un segundo hijo.

Habían transcurrido dos semanas cuando, una noche, escuchamos el aleteo de pájaros invisibles, y al alba distinguí una columna de humo sobre el horizonte. El viento del mar nos empujó hacia aquellas islas. Antes de que el sol alcanzara su cenit, desembarcamos en una playa con forma de hoz. Vimos nadadores surgiendo de la espuma, que pronto se arremolinaron en torno a nosotros, movidos por la curiosidad. Nos condujeron hasta su poblado, desnudos, reverberantes de sal por todo su cuerpo. Supimos que adoraban al fuego, del que se veían rescoldos en todas las esquinas. Las casas en que vivían eran muy pobres, pergeñadas torpemente con barro y cañaheja.

―Tampoco es ésta la ciudad que buscamos ―se dolió mi padre.

Parecía muy compungido y al borde de una muerte cierta, pero pareció revivir cuando uno de los isleños nos explicó, por medio de barboteos más propios de un mono que de un hombre, que más allá del archipiélago se levantaba una isla gigantesca cuyas ciudades habían sido conquistadas siglos atrás por las aguas.

Mi padre era ya una piltrafa balbuciente, devastado por los años de camino y por la enfermedad que lo consumía, pero encontró fuerzas para reanudar el viaje. Exhortó a los adoradores del fuego a que nos aprovisionaran de cocos y de pescado en salazón, y embarcamos con gran tristeza de ellos una mañana en que el cielo era de un azul purísimo. Durante los doce días de navegación que siguieron, temí tanto por la vida de mi padre como por mi propia suerte, pues nos aproximábamos a los confines del mundo conocido, donde habitan toda suerte de espantosas criaturas.

En el día treceno nos envolvió un resplandor amarillo, y avisté en lontananza un colosal volcán nacido de las aguas. ¡A qué rincón tan extraño del océano habíamos arribado! ¡Cuán exiguo debía de ser el número de hombres que habían contemplado alguna vez aquella nueva isla! Recé a todas las deidades que conocía, en todas las lenguas que había aprendido. A medida que nos aproximábamos, pude discernir que en sus orillas, sobre un istmo, se extendía una ciudad de ciclópea arquitectura, parcialmente sumergida en el mar. Al oír mis exclamaciones de asombro, mi padre farfulló:

―Dime cómo es esa ciudad que ves, Tebaldo. ¿Hay altas torres de basalto negro?

―Sí las hay ―contesté.

―¿Hay cúpulas doradas que reflejan la luz del sol? ¿Y un acueducto que la cruza de parte a parte?

―Así es, padre.

Se puso en pie y me abrazó trémulo, los ojos seniles llenos de lágrimas.

―Aquí es ―dijo.

Atracamos el falucho en lo que parecía una plaza porticada, hundida toda ella salvo en uno de sus flancos, pero nadie acudió a recibirnos. En vano recorrimos, dando fuertes voces, las calles que aún permanecían por encima del nivel del mar. Inútilmente esperamos que se agitara alguna sombra. Todo estaba desierto.

―¿Qué buscamos? ―pregunté a mi padre.

―En la parte alta de la ciudad ―dijo― tiene que haber un obelisco.

No tardé en divisarlo. Cuando llegamos junto a él, vi que toda su superficie estaba esculpida en bajorrelieve con dibujos y símbolos. Una de las escenas allí representadas mostraba a un hombre anciano, apoyado sobre un bastón, al que acompañaban un joven y un simio.

―Somos nosotros, padre ―dije con un estremecimiento.

Se acercó hasta el obelisco y palpó con manos temblorosas los signos que rodeaban las figuras, que para mí no eran otra cosa que incomprensibles jeroglíficos. Y así, lentamente, mientras la noche iba cayendo sobre la ciudad soñada, mientras la bóveda celeste se poblaba de constelaciones, mi padre fue leyendo en voz alta los pormenores de aquella estela antiquísima en la que estaba escrito mi destino, la razón por la que nací: repoblar la isla, reconstruir aquella ciudad perdida, devolverle su pasado esplendor.

Han pasado más de cuarenta años desde nuestro arribo a la legendaria Atlántida. Mi padre murió hace ya mucho tiempo. Restituí su cuerpo a la tierra, bajo un gran sicomoro cuyas ramas puedo ver ahora cimbrearse desde esta ventana: en realidad, nunca ha estado lejos de mí. Siguiendo sus consejos, fui acatando uno por uno los designios de la estela: regresé a la isla de los adoradores del fuego, los convencí para navegar hasta aquí con sus humildes balsas, les instruí en mi idioma y en todas las cosas útiles e inútiles que había aprendido a lo largo de mis viajes por el ancho orbe. Escogí a las mujeres menos abominables de entre ellos para que apagaran mi fuego en las largas noches de insomnio. Los nuevos colonos no tardaron en multiplicarse, como la avena o como las langostas, hasta ocupar la isla. Llenaron el silencio con sus voces, infamaron la pureza de la soledad con todos los vicios y vanidades del hombre.

Ahora, son miles o tal vez decenas de miles los súbditos que me veneran como a un dios viviente. He cumplido la misión que me fue asignada por extraños hados, sin llegar nunca a comprender su verdadero objeto; sin saber tampoco por qué fui yo, y no cualquier otro, el elegido. Tantas cosas se nos escapan... Ser conscientes de nuestra irremediable ignorancia: tal vez sea ésa una de las mayores fuentes del infortunio. Presiento (no sin alivio) que ya está cerca el fin. Mi primogénito, anheloso de usurpar un trono que yo nunca quise, camina en esta hora oscura por los corredores de palacio. Sé que lleva una daga oculta entre sus ropas. Según augura la inscripción, esta noche me entregará a las sombras. La espera se me hace interminable.