El gallardo buque “Tritón”, que más que de un astillero parecía salido de un instituto de belleza, seguía su crucero a los Campeonatos Mundiales de Atletismo, velando, materno, por la salud física y moral de los campeones nacionales.

Unas aguas plácidas y obsequiosas aceptaban la caricia de la quilla, sin vaivenes intempestivos. La luna llena añadía, aquella noche, al decorado de postal su romántica melancolía de Pierrot.

En el interior, el grupo de deportistas, vigilados por sus tutores musculares, se dedicaba a diversiones cándidas y limpias, llenas de risas esforzadamente juveniles y sanas. Era como un seminario de ejercicios corporales.

Ajeno a tanta potencia y tanto masaje, Eugenio Acuña, inspector de segunda, ocupaba un camarote de tercera. Como representante de la Ley, se consideraba que allí no representaba nada. En su austero recinto, se entretenía examinando unos papeles. Era como hojear sucesivos aburrimientos. Impacientes golpes en la puerta le sacaron de su falta de concentración.

-         Adelante.

Y apareció Gloria Argüelles. Era mucha, excesiva aparición. Un traje de noche de satén negro, sujeto a los hombros por inconsutiles tirillas, moldeaba y desmoldeaba con agilidad de caricias urgentes un cuerpo de orografía accesible, acogedora y elástica. De fisonomía atrevida y movimientos oferentes, se manifestaba como una mujer que se sentía cómoda y segura de su cuerpo.

El inspector conocía, gracias a observaciones diarias, casi invisibles, a todos los componentes de aquella agrupación de esculturas vivientes, esculpidas por el sacrificio y la voluntad de vencer. Las gimnastas femeninas mostraban su poderío en cuerpos de muñeca un poco cabezona. Por lo que Argüelles oía, diríase que hasta los cerebros iban llenándose de fibras musculares. En medio de aquella apoteosis de carne vigorosa y acrílicio ceñido, el inspector resultaba un intruso. Un funcionario gris, el cuerpo siempre oculto tras opacidades textiles, hombre sin podio posible en la vida, cuya visión podía resultar nocivamente depresiva. Los delitos eran totalmente ajenos a tanta luz.

Gloria era popular. La estrella refrescante. Una muchacha rica, bulliciosa, de inagotable jovialidad externa e imperceptible fatiga interna. Con su inteligencia piadosamente enmascarada, ejercía de musa, talismán, mascota humana o personificación premonitoria de lauros y medallas. Ella no era gimnasta, sólo hacía el ejercicio justo para ser atractiva. Se trataba de una inquieta viajadora en busca de algo.

- Señor inspector –dijo con severidad-, vengo a presentar una denuncia.

Acuña todavía era capaz de sobresaltarse ante una denuncia y, sobre todo, ante una mujer así.

- ¿De qué se trata?

- Me han robado un beso.

Ante tal despropósito sólo cabía, como contramedida, la gravedad.

- Siéntese, por favor...

Lo hizo con gracia. Cesaron las ondulaciones satinadas, pero el resultado fue peor. Al cruzar las piernas, y por la falda hendida, irrumpió en la estancia una pierna arrolladora. No necesitaba medias. Su luciente y bronceado epitelio de seda las suplía con ventaja. La rodilla redonda y brillante destellaba como un punto de luz que podía resultar hipnótico.

Argüelles puso sobre la mesa un bloc de notas, pulsó el bolígrafo. Y después de recuperar el aplomo:

- ¿Conoce al autor del delito?

Gloria quedó pensativa, algo enfurruñada. Proyectó el labio inferior con efectos obnubilantes...

- No, no lo conozco.

- Pero, ¿podrá reconocerlo, si lo ve?

Se enfurruñó más.

- Mire, inspector... Creo que le he molestado inútilmente. Me he precipitado. El mal humor... No creo que usted pueda prestarme ninguna ayuda.

- Pruebe...

- ¿Recuerda que al principiar el baile se ha producido un apagón?

- Sí. Exactamente de tres minutos y seis segundos.

- Ha sido entonces. Comprendo que sin ningún dato que aportar, mi reclamación es inútil. Será mejor que me vaya.

Un turbador perfume mezclado con alguna feromona llegó a la pituitaria de Acuña.

- ¡Espere!. No se vaya. El caso es perfectamente investigable.

- Me sorprende.

- Créame si le digo que soy brillantemente rutinario. Usted no gozaba de la vista pero, caramba, quedan aún cuatro sentidos más. Puede examinarlos.

Gloria parecía escéptica. Deslizó sus manos sobre los muslos como dispuesta a levantarse. El inspector profundizó. Su pensamiento fue más allá. Se dijo: “A tenor de la ropa exterior... ¡cómo será la ropa interior!

- ¿Quiere o no quiere descubrir al ladrón?

- Claro que quiero, pero...

- Entonces no tenga prisa. Conteste con calma a mi interrogatorio, y medite mis preguntas.

Gloria le asestó una sorprendida mirada verde, y se acomodó de nuevo en el silloncito. Argüelles no discernía si el barco se movía más que antes o era su cabeza.

- Veamos el oído. ¿Le dirigió alguna palabra? ¿Susurró algún... piropo?

- No. No dijo nada. Me besó, suspiró y basta. Ya puede ver que...

- ¡Calma! Nada de prisas. Sigamos con el tacto. ¿Hubo contacto físico?

Gloria miró al techo y meditó.

- ¡Sí! Hubo contacto. Contacto de pectorales.

- ¿Blando o duro?

- ¿Blando...?

- Tenemos que examinar todas las posibilidades. Podría tratarse de una mujer.

- ¡Oh! –exclamó Gloria, casi más halagada que sorprendida- No, no. Era un contacto plano y duro, pero no muscular.

- Entonces no era un pecho, era una pechera. Un esmoquin. Un esmoquin de persona demodé.

- ¡Admirable!. Creo que tiene razón. Sí, era una pechera.

- Sigamos. ¿Nada más sobre el tacto? ¿No la tomó por los hombros? ¿No la asió por la cintura?

- No me tocó.

Argüelles esbozó un gesto de asombro. Movió la cabeza.

- Qué tipos –susurró, apenado.

- Tiene razón. Abusar de la oscuridad es una puerilidad ridícula.

- Ya llegaremos a este punto, ya. Pero hemos de ceñirnos al método. Adelante. Gusto. ¿Percibió algún sabor peculiar?.

- Fue un beso breve, superficial, pero... –volvió a mirar el techo de donde parecían provenir sus recuerdos. El rayo verde alcanzó de nuevo gozosamente al inspector.

- Tabaco. Capté olor o sabor a tabaco... Tabaco, indudable.

- Bien, vamos muy bien. Me ha dado un detalle importante de sabor y olor. Detengámonos ahora en el olfato. Aparte del tabaco, ¿algo más que afectara sólo, digo sólo, al olfato?

Esta vez no fue necesario consultar el plafón. La lucidez llegó sola. Tras nueva descarga de sus mitológicos iris:

- ¡After shave!. Seguro. Olía a loción facial.

- ¿Marca reconocible?

- Por favor, señor Argüelles, no soy una catadora olfativa de lociones.

- Claro, claro –reconoció el inspector, indulgente-. Pero, ¿la reconocería si volviera a olerla?

- Sí, estoy segura.

- Excelente. Creo que tenemos una estupenda cosecha. Sigamos con la rutina.

Gloria cambió de posición, con nuevas e inquietantes ondas vestimentarias rompiendo sobre sus dulces promontorios corporales. Movió la pierna. El zapato, de atrevida inconsistencia dorada, ceñía pie y tobillo con astutas tirillas destellantes. Los tacones de aguja arqueaban el sabroso empeine. Aquel conjunto pédico suponía un despliegue de mórbida sensualidad que inducía al fetichismo.

Al llegar a este punto, Argüelles tocaba fondo. Se sentía cada vez más bajo, más calvo, más feo y más impresentable. Autocompasivo, movió la cabeza. Y se refugió en la profesionalidad.

- Veamos lo que tenemos hasta ahora. Primero: se trata de un sujeto masculino. Segundo: es fumador. Esto sólo ya restringe el círculo. Aquí los deportistas no fuman, para estar sanos, y los viejos no fuman porque ya están enfermos. Hemos de pensar, pues, en un hombre de mediana edad, ni deportista ni víctima aún de prescripciones médicas.

Gloria, admirada, asentía con la cabeza. A cada vaivén, la melenita morena y sedosa acariciaba de una manera perversa sus mejillas libres de maquillaje.

Después de tragar saliva y aclarar la voz, Argüelles prosiguió, doctoral:

- Tercero: tenemos una loción cuyo olor puede reconocerse.

- Sí, pero no pretenderá que vaya por los salones oliendo las mejillas de los hombres de mediana edad.

- No hay muchos, la verdad. Pero no pretendo tal cosa. Restrinjamos más aún.

Cuarto: lleva un esmoquin con pechera. ¿Cuántos tripulantes ha visto usted con pechera almidonada?

- Nueva visita al plafón.

- Ninguno

- ¡Vaya! –exclamó Argüelles, contrariado- No importa, tendremos que vigilar los esmóquines. De todos modos, este cuarto punto es decisivo. Nos habla de un hombre de mediana edad, conservador, anticuado o no demasiado rico.

- Puesto que lleva un esmoquin demodé, probablemente prestado.

- ¡Muy bien, Gloria! ¿Puedo llamarla así?

- Lo estaba esperando.

- Gracias. Sólo habrá uno así en todo el buque. Casi lo tenemos.

- No lo crea. Siento desanimarlo, pero ya no hay prevista fiesta de gala alguna de aquí al fin del viaje. De modo que adiós pechera.

Fue un golpe muy duro, pero Argüelles no se desmoronó.

- ¡Quinto! –exclamó algo irritado- El viajero tímido. Usted es observadora. ¿Se ha fijado en algún pasajero que la mire a hurtadillas, finja no verla y la adore en silencio?

- No siga, inspector...

- Eugenio, si no le importa. Lo primero que detecta una mujer es la presencia del admirador tímido. Es el personaje más apasionante. Suele ser el más inteligente y el más digno de ser atendido con afecto.

- ¿Lo ha detectado usted?

Gloria vaciló un momento.

- No estoy segura... No, no lo estoy. Ha conseguido usted un milagro deductivo, pero no hemos llegado a una conclusión.

Argüelles reflexionó. El caso se le escapaba de las manos. Gloria iba a escaparse de su vista. Las palmas de ella recorrían de nuevo los muslos. Mala señal. Desesperado, miró al plafón milagroso. Un corto silencio.

- ¡Espere!. No hemos terminado todavía. ¿Usted qué clase de satisfacción pretende?.

- Hombre, recuperar lo robado. Y que me den excusas.

- De acuerdo. Pero si usted no puede recuperar lo perdido de boca del ladrón, puede, al menos, obtener algo equivalente. Robe un beso a cualquiera que le parezca bien, y compense lo perdido. Vamos, digo yo.

- Me sorprende su consejo, la verdad. Esto sería un delito por mi parte.

- Sólo momentáneo. Si usted roba un beso sin valerse de apagones, ya verá como se lo devuelven de inmediato. Es más, eso puede iniciar un juego de robos y devoluciones mutuas sin duda apasionante.

- No me convence. Apropiación deshonesta. Lo que propone para contentarme sólo sería un pretexto para iniciar una aventura que no me apetece. No he visto en todo el pasaje a nadie que merezca esa distinción.

- ¿Entre tantos apolos?

- Precisamente. Los apolos no miran ni aman a una mujer, se miran y se aman a sí mismos. Las mujeres sólo son un espejo. Lo único que interesa es tener al ladrón ante mí y cambiar unas palabras.

Argüelles estaba derrotado. Su ingenio había naufragado. Las manos de ella recorrieron de nuevo los muslos. Se levantó. La escultura undívaga se mostró de nuevo en todo su esplendor.

El inspector se levantó también.

- Siento no poderla ayudar más. Hemos llegado muy lejos, pero...

- Vamos, vamos... Yo creo que no debe desanimarse. En realidad ha conducido muy bien la investigación hasta su desenlace definitivo.                               

- No me diga.

- Deje que resuma yo. Hombre de mediana edad, fumador, de recursos moderados, chapado a la antigua, con loción fácilmente reconocible y, sobre todo, tímido. Injustificadamente tímido.

- Bien resumido, pero...

- No me interrumpa. Tan tímido que ha tenido que servirse de una inteligente investigación para al fin delatarse a sí mismo sin, no obstante, declararse abiertamente. Qué delicioso medio parabólico. Usted es un hombre casi de mediana edad. Fumador. Aquí veo colillas en el cenicero. Que usa determinada loción, que aquí se huele como si hubiese fumigado la estancia.

- Pero, Gloria...

- Prosigo. Con esmoquin prestado, por alguien mayor, para este viaje que debe de ser el primero. Y tímido enamorado. ¡Y tan tímido!. Conste que es gracias a usted que ahora recuerdo haberlo entrevisto entre cortinas, no tanto vigilando al pasaje como espiándome a mí. Le diré, como remate, que no he contemplado en mi vida una impasibilidad más expresiva.

Después de esta tirada, ambos miraron al plafón.

- ¿Y puedo saber qué la ha traído aquí?

-  Una corazonada. Una vaga curiosidad. Conocer al pasajero enigmático... Ha sido usted el que gracias a sus sutiles conjeturas me ha conducido a usted. Me ha hecho evocar olores, sabores, durezas de almidón y timideces de escolar. Usted hablaba de sí mismo, la que deducía era yo.

- Así las cosas, creo que se impone el tú.

- No tan deprisa, la investigación no ha terminado. El tú vendrá después. Ahora pregunto yo. ¿Cómo es posible que no haya visto su formidable pechera?

- Pertenece a mi tío paterno –Gloria, satisfecha en su acierto, desnudó una sonrisa radiante como un beso-. No la vio porque no podía verla. Me indicaron que acudiera al baile vestido de etiqueta. Avergonzado, cumplí la orden. Avergonzado, claro, porque estaba usted. Mientras dudaba en mostrarme, ocurrieron dos cosas: usted pasaba cerca de la cortina que ocultaba mi vacilación, y al propio tiempo se apagó la luz. Fue un impulso irreprimible, del cual le diré que tengo tanta culpa yo por ser como soy como usted por ser como es. Fue un acto compulsivo. La besé. Luego, como un niño asustado, corrí a mi camarote, me cambié de ropa y mandé le baile al diablo. Nunca pensé que se le ocurriera venir con su insólita denuncia.

- Creo que ahora se impone el tú. Vine sólo por curiosidad. Intentaba provocarte con una denuncia desconcertante. Casi enseguida he adivinado la verdad, pero resultaba tan fascinante oírte razonar, y tan conmovedor contemplar cómo implorabas que no me fuera...

- ¿Y que hacemos ahora?

- No sé. Hace poco, me ofrecías una solución. Ahora que conozco al verdadero ladrón, puedo aceptarla. Me parece justo que pidas excusas y repongas lo  robado. Incluso podemos ensayar, sin deshonestas sustituciones, este juego que has mencionado de policías y ladrones.

Argüelles se levantó. Se sentía joven, alto, ondulado y seductor. Navegó, en pleno ilapso, hacia la isla del tesoro flotando sobre la ola del erotismo que nos está invadiendo.

- Este buque se mueve cada vez más –logró articular..

- El pobre sólo intenta colaborar.

Meses más tarde, decía Argüelles al comisario Sánchez Tello:

- La vida es, a veces, como un cuento. Imagine, si no, lo que puede ocurrirle a un inspector de segunda en un camarote de tercera, con una mujer de primra. ¿Cómo llamaría a eso?

-         La cuarta dimensión –sentenció el comisario.

 

UN GRAN ARTISTA DE LA PALABRA.- En diciembre del pasado año, nos dejó el gran narrador que se llamaba Esteban Padrós de Palacios. Turia había acogido en más de una ocasión textos padrosianos, y ahora ofrece el último que compuso quien quedará como uno de los más originales autores de cuentos en lengua castellana. Nacido en 1925, Barcelona, Esteban Padrós de Palacios desde su primer libro –Aljaba, 1958- se distinguió como escritor tan original como originales eran sus cuentos. Prosa espléndida en brillantez creativa que plasmaba una gran capacidad de imaginación creadora en relatos tan atractivos como de congruente final siempre sorpresivo. Estas cualidades se fueron manteniendo y magnificando en otros libros del autor: La lumbre y las tinieblas, 1966; Velatorio para vivos, 1977; Los que regresan, 1991; El gran usurpador, 1998; El pozo de los deseos, 1999; y Las extrañas veladas, 2002.

Siete títulos que comprenden una obra llevada a cabo con extrema exigencia literaria en la qu el ingenio se pone al servicio de los diversos aspectos de la humana condición, y cuyo lema general podría ser el “tanto en lo trágico como en lo cómico” de Shakespeare, así como aquello de Chesterton, según el cual “lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido y nada más”. En el más chesteroniano sentido pues, la obra de Esteban Padrós de Palacios se manifiesta en lo muy ameno de lo serio, y también en páginas –como las de “La cuarta dimensión”- en las que se complace y complace al lector con un “divertimento” más que avalado por el ingenio complaciente.

“La cuarta dimensión” es relato inédito, póstumo, que Esteban Padrós de Palacios se proponía ofrecer a Ana María Navales, que siempre acogió tan bien el quehacer padrosiano. Así lo acaba de demostrar, una vez más, la codirectora de Turia. Con este cuento se diría que Esteban Padrós de Palacios quiso como quien dice despedirse literariamente con una sonria en modo alguno incompatible con esa meditación acerca de la condición humana que es el conjunto del extraordinario trabajo de artista de la palabra que llevó a cabo.- ENRIQUE BADOSA