El Gran Café de Gijón es como una taberna de pueblo pero en fino, con grandes ventanales por donde asoman la jeta, en los veranos, los famosos y los que tienen ganas de serlo. Esta taberna ilustre navega entre militares, chulos roñosos, ciegos de vara en mano, travestís, modistos, cuentistas, ladrones de corbata, marchantes incultos, borrachos de prestigio y mil profesiones inclasificables. Al Café Gijón van los catetillos para ver de cerca las lumbreras del país, los actores, más pochos en verdad que por la tele, para olismear de reojo las rancias tertulias. Al Café Gijón van las ancianas para gastar su pensión en lentas meriendas, vestirse de colorines –en un sitio donde las apedrean- y untarse potingues rosados en sus mofletes de gelatina. Los chaperos hacen como que mean en los servicios, se acicalan la pringue del pelo, toman leche y engatusan a los maduros en la barra. Alfonso, el cerillero, renquea su reúma entre la cocina, los lavabos y el puestecillo con la radio colgada a la oreja. Una aguja inquietante, en la primera fila de mesas, controla desde la negrura de sus gafas la fácil alegría del imbécil. Cristino Mayo es más serio que un cólico de madrugada. Cristino Mayo odia a los mariquitillas que mueven el culín por el Gijón, no los puede ver y monta cirios propios de su edad gruñona, con la consiguiente escandalera de los afectados, que se ríen ante el oscuro escultor. Me cuenta José Lucas cómo uno de estos niñatos se acercó a Cristino para pedirle fuego –Cristino, como siempre, estaba fumando sus puritos negros-. Pero el señor artista, sin inmutarse, contestó: no tengo fuego. El mariquita, alucinado, se dio media vuelta sin dar crédito.

 

El Café Gijón es una taberna de pueblo donde todos se conocen, se critican, se alaban, odian, bendicen y maldicen, arreglan el país ante una taza pestosa repleta de colillas. Hay clanes, familias, separatas, juntatas, tribus, fronteras, policías y ladrones. El relumbrón y prestigio del Gran Café encubre la mediocridad de mucho pintor, poeta, escribidor, teatrero, que ventosea su aburrimiento al terciopelo rojo de las cultas sillas. Los pones a las puertas de sus casas, les tapas los ojos y a la media hora están roncando tras las ventanas del chiringuito de Recoletos. El Café Gijón es una droga. Da mono si no pasas por allí y estrangula la creatividad. Hay que ir a diario, o casi. A Pepe, el dueño, le viene como dios. Es un sebo hortera y suculento para un país mitómano, como dice Manuel Álvarez Ortega, el poeta solitario, en vida y en obra, de este antro de madera y mármol. Sólo el Banco sabe los cuartos que el señor Pepe amarra al cabo del día, porque el chorreo de gente no para desde que levantan la escotilla hasta que dan el cerrojazo con un corte de mangas los camareros.

 

Famosa por machacona después de mil años de citarla, reportajearla, retratarla y así hasta y pico de veces es la tertulia literaria de este café. Espigas como don Camilo antes de ser tonel académico, avispas gerardas de repentino talante y garcilasos anietados eran, entre otros sesos de brillo desigual, algunos de los comunión diaria en esta capilla de santones entrañables. Ya no no podemos oír la flauta niña y culta, chilloncilla, hiriente y espigarda de Enrique Azcoaga. Nos ha puesto los cuernos con otra tertulia, a la cual todos estamos invitados. Enrique, venenoso y cachondo, brillante prosa, olvidada, en las paredes de este Café. Enrique Azcoaga haciendo chistes con su muerte en un día de paseo. Caminábamos José Lucas, él y yo por Recoletos cuando empezó a llover. Y Enrique dijo: meteros las manos en el bolsillo, que llueve menos. Son teorías de la edad, ya próximo el ataúd. Era junio de 1984. Un año después, sin cumplirse, aquella gracia se cumplió. Sí se puede ver y oír a Ramón de Garciasol, grave y docto, catedrático en esta esquina de la Tierra donde venden café charlado, sosiego a los oídos. Algunas tardes baja, desde la calle Augusto Figueroa, Francisco García Pavón. Y se sienta, y escucha y mira este cuento de la vida, retrepado mansamente en la esquina del asiento. Vivaracho, pendiente, con la antena puesta, listo, enganchado por amor al tren antiguo con vocación de meteorito futurista, el pintor José Lucas, varias veces mentado en esta droga que se llama Gran Café de Gijón.

 

A esta droga acuden, también, una mollera calva, fresca y lúcida cola del naranjero Manuel Vicent; una barba brava y combativa como la de Álvaro de Luna; una rubia nueva como Blanca Andreu; yo que sé, mucha gente: Ramón Akal, el editor, Patricia Lanzaco, Ana María Navales par quedar con la gente. Francisco Umbral iba por allí hasta que alguien le quitó el resuello por no se qué artículo. Antonio Quirós, de pronto, también dejó de ir. El Café Gijón, de pronto, se aturdió sin sus cenas en esa primera fila. Fue Antonio Quirós quien me abrió la puerta de esta casa presentándome a la gente que había que conocer. En Londres moría este pintor montañés que contaba historias fantásticas, que nada tenían que ver con los apaños del arte. Antonio, el bigote de esparto y nicotina más creíble de las noches de Madrid.

 

Las tripas del Café son una catacumba de madera y alfombra roja, donde cuelgan sus vanidades los poetas y pintores que por aquí pasaron. Una  galería de famosos que, enmarcados, contemplan al personal llenado las barrigas con merluzas, vacas, calamares o potajes. Es el secreto lujoso de esta droga cara, vedada para los chulos, navajeros y borrachos sin título, para los artistillas con carpeta ilusionada bajo el sobaco. El Gran Café de Gijón es un gallinero histórico que estuvo a punto de llevarse entre las llamas, de haberse prendido la gasolina que alfombró sus suelos, las vísceras de las viejas con oros en la pechuga ajada, los riñones del contertulio ilustre, el cerebro carbonizado del escritor de moda, el pellejo del actor famoso y hasta el mismísimo pirómano que quería salvarse y salvar las almas de los descarriados en un acto de iluminación ígnea, pero el sonoro estacazo en el cráneo del iluminado, que propinó el camarero de turno, puso fin al harakiri colectivo y todo el país aplaudió la heroicidad. Después de unas horas el trajín de viejas, artistas, mariquitas selectos en busca de carne vallecana, solteronas con bolsos Loewe y poetas delicados era tan semejante a otros días que nadie se percató del tráfico de tila que entraba a la cocina para reanimar al héroe de la tarde. Todo había terminado. El Café Gijón era otra vez el gallinero cutre y refulgente de las tardes de modorra y somnolencia que siempre fue, el sitio de encuentro obligado, el primer pulso de la noche, la primera copa y el chismorreo viperino y verdulero.