Elías ya no fantaseaba con la idea de iniciar una nueva vida donde nadie le conociera. Ahora sabía que su sitio estaba allí, al lado de su madre, siempre sometida a la voluntad de Mercedes, siempre temerosa de las suspicacias de Sara. ¿Qué derecho tenían las demás a juzgarla? Veía a su madre como a un pequeño animal herido, incapaz de valerse por sí mismo. Si no se encargaba él de protegerla en el delicado e inestable equilibrio familiar, ¿quién lo haría? Desde el incendio del Corona y la prolongada depresión posterior, se sentía responsable de su felicidad, que en realidad consistía en muy poca cosa: ocultarle los desaguisados de Daniel, atenuar el afectuoso pero opresivo autoritarismo de Mercedes, proporcionarle un mínimo de paz y confianza. No le costaba ningún esfuerzo. De todos los Elías posibles, había elegido ser el que usaba la cojera para reírse de sí mismo. El menos vulnerable, por tanto, y también el que de forma más natural podía ejercer la generosidad. Claro que siempre se las arreglaba para sacar algo a cambio, y ahora gozaba de una impunidad absoluta tanto ante su madre como ante su abuela, quienes, hiciera lo que hiciera, no sólo no se lo reprochaban sino que acababan riéndole las gracias. Elías era, ya se sabe, un jaimito, y de alguien como él lo más grave que podía esperarse no pasaba de ser una simple chiquillada.

-¿Cuánto va a tardar ese café? –gritaba, repantingándose en el sofá del chalet-. ¡Qué desastre! ¡Cómo está el servicio!

-¡Te voy a dar yo a ti servicio! –gruñía Mercedes desde la cocina.

Con la Patochada estuvieron casi dos años dando vueltas por pequeños escenarios de pueblos y barrios y, aunque ganaron muy poco dinero, en algún momento llegaron a creer que podrían vivir del teatro. Cuando Elías empezó a rumiar el proyecto del musical sobre Carlos V, consiguió que su abuela y Felisa le llevaran a conocer el monasterio de Yuste. Él mismo se ocupó de llamar para reservar habitaciones en el parador de Jarandilla de la Vera, un viejo castillo en el que el propio emperador se había alojado mientras concluían las obras de acondicionamiento del monasterio. Con esa displicencia cómica y pomposa con que se refería a su madre o a su abuela como “el servicio”, hizo la reserva a nombre de “la Ilustrísima señora doña María de las Mercedes Campillo de Caro”. Y, dando por sentado que el recepcionista le seguía el juego, añadió:

-Doña Mercedes agradecería que tanto su habitación como la de su edecán fueran silenciosas y soleadas. Buenas tardes.

Cuando llegaron a Jarandilla después del largo viaje en el Dodge, se había olvidado por completo de la bromita. Salieron del coche. Elías aprovechó para estirar las piernas y echar un vistazo al exterior del edificio mientras Mercedes y Felisa se llevaban a Fosca a hacer sus necesidades. Apareció un mozo para cargar con el equipaje, y Elías le siguió por el pequeño puente que daba acceso al castillo. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que los empleados, ataviados con fantasmagóricas vestimentas regionales, habían formado dos largas filas, al final de las cuales aguardaba el que parecía ser el director del establecimiento. Éste, un hombre al que un abigarrado mapa de psoriasis le asomaba por el cuello, saludó con una leve inclinación de cabeza.

-Usted debe de ser el edecán. Sea bienvenido. Confío en que las habitaciones sean de su gusto –dijo, ceremonioso, y Elías le devolvió la reverencia.

¿Por quién demonios les habían tomado? ¿Por unos Grandes de España? Pasaron unos segundos, y Mercedes y Felisa, ojerosas, despeinadas, con la ropa arrugada, entraron tirando de la correa de la perra. Tras un instante de estupor, observaron con recelo las dos filas de sirvientes. Elías, carraspeando de forma ostentosa, improvisó un saludo protocolario que consistía más o menos en llevarse la mano al pecho y cabecear ligeramente hacia un lado. Para su sorpresa, muchos de los presentes le imitaron, y entonces se produjo un extraño hechizo. Dejando a Felisa atrás, Mercedes adoptó una pose de gran dama victoriana y, el busto erguido, la barbilla alta, la mirada puesta en algún punto alejado del mundo, avanzó decidida entre las dos filas de personas, repartiendo sonrisas a uno y otro lado. Su figura menuda parecía investida de una indiscutible majestad, y el propio director estaba tan impresionado que sólo acertó a decir:

-Hágame el honor, ilustrísima... –y, abrumado, los condujo personalmente a sus habitaciones en la parte noble del edificio.

Aquélla sería para siempre la “entrada triunfal”, una expresión que se incorporó al léxico de la familia para designar la llegada de cualquiera que hubiera levantado curiosidad o expectación o se hubiera hecho esperar más tiempo del previsto, y seguiría viva en sus conversaciones años después de la muerte de Mercedes. A partir de entonces, cada vez que alguien (fuera o no miembro de la familia y viniera o no a cuento) utilizaba esa expresión, Miriam o Daniel o Elías la completaba adoptando una actitud entre compungida y solícita y diciendo:

-Hágame el honor, ilustrísima...

Pero el viaje a Yuste también quedó grabado en la memoria familiar por la fractura de cadera por la que Mercedes hubo de ser trasladada a Talavera de la Reina e ingresada en el Hospital Nuestra Señora del Prado. La caída se produjo en la terraza del primer piso. Desde el principio, Elías había tenido algo así como el privilegio y la exclusiva de bañar a Fosca, y se enfadaba si la bañaban sin contar con él. La perra se dejaba hacer, intimidada y sumisa, y luego, para secarse, corría enloquecida de un lado para otro, salpicándolo todo, revolcándose en las alfombras, refrotándose con furia en los bajos del sofá. La bulla que acababa montándose hacía reír a Elías. Una noche, en el parador, mientras hacían tiempo para la cena, se la llevó a su habitación y aprovechó para bañarla. En cuanto la sacó de la bañera, la perra se sacudió el agua con violencia y escapó por la puerta, que había quedado entreabierta. Elías, riendo, la siguió por los pasillos y salones del primer piso. Mercedes y Felisa, en la terraza, los oyeron llegar y se levantaron para recibirles. Fosca pasó entre las piernas de Felisa y luego al lado de Mercedes, sin llegar siquiera a tocarla. Mercedes, no obstante, se tambaleó un poco, y para recuperar la estabilidad se agarró al respaldo de la silla más cercana, que resultó ser una mecedora. Fue una caída a cámara lenta. La mecedora se fue inclinando muy poco a poco y Mercedes iba como agachándose a la par, hasta que soltó la mano y la mecedora salió rebotada. Mercedes ni siquiera llegó a caerse del todo, porque paró el golpe con el brazo y quedó como recostada sobre un lado. Pero al instante supo que se había roto algún hueso, y su manera de decir que no podía levantarse y que la lesión podía ser grave fue exclamar:

-¡Qué tontería, cielo santo! ¡Qué tontería! –y Fosca, ajena a todo, proseguía con sus frenéticas carreras.

A la mañana siguiente, mientras los médicos trataban de reconstruirle la cadera con unos clavos, Felisa fue a la estación de Talavera a recoger a Miriam y a Sara. Elías permaneció todo ese tiempo en la sala de espera del hospital. Las circunstancias del accidente le habían provocado un intenso sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué no había tenido más cuidado? ¡Nada de eso habría ocurrido si no se hubiera dejado abierta la puerta de la habitación! Por primera vez en cinco años volvió a rezar, y le parecía que ahora sus oraciones tenían un sentido. No era lo mismo rogar por la salvación espiritual de la humanidad que pedir algo concreto, como el restablecimiento de la salud de su abuela. Cuando el Dodge llegó de la estación, el médico ya había comparecido para decir que todo había ido bien y que en tres o cuatro semanas Mercedes volvería a hacer vida normal. Elías salió a recibirlas con los ojos aún enrojecidos.

 

 

 

                 (Fragmento de la novela inédita La buena reputación)