Esta historia empieza con una escritora ante la pantalla de su ordenador. Le han pedido que escriba un texto y ese es su oficio, un encargo así no debería incomodarla. Pero, ¡ay!, le han solicitado un cuento hermoso, una historia bonita y para la escritora “narración bonita” es un oxímoron, una contradicción en los términos o, así lo siente ella, una falsedad, una mentira. La escritora es una mujer llena de manías y prejuicios: le desagradan los finales felices, detesta a los autores que hablan de sí mismos en tercera persona, como si fueran jugadores o entrenadores de fútbol… Esa fastidiosa escritora soy yo, Clara, como sin duda habéis adivinado.

 

En los momentos difíciles de la vida hay quien se encomienda a Dios, a la Vírgen, a Alá, a Jehová, a Zeus, Afrodita o Neptuno; yo siempre recurro a Chéjov, al viejo Antón, mi escritor favorito. ¿Qué haría Chéjov en mi situación?, me pregunto, buscando una salida, una orientación. A diferencia de otros grandes de la literatura rusa del sXIX, Antón Chéjov no era de familia noble; su abuelo había sido esclavo, su padre, un tendero sin suerte cuyo negocio quebró. Empezó a escribir para ganar dinero con el fin de sufragar sus estudios de medicina y ayudar a su numerosa e improductiva familia. Firmaba sus primeros cuentos con un seudónimo porque esas narraciones de tono humorístico, escritas apresuradamente, le avergonzaban. Y un día recibió una carta del mayor crítico literario ruso de la época, Dmitry Grigorovich; en ella, el insigne hombre de letras ponderaba su talento, se confesaba seguidor suyo y le alentaba a no desperdiciar su don, esa chispa de genio; en resumen, le encarecía que se tomara en serio el oficio de escritor, ces’t à dire, que escribiera historias serias. Esa carta fue un regalo inesperado para Chéjov y también un espaldarazo, una señal: cambió su destino. A partir de entonces empezó a firmar sus narraciones con su propio nombre y abandonó la vena cómica para abordar otro tipo de historias, esos cuentos imperecederos en los que el escritor ruso ahonda en los conflictos y contradicciones de la naturaleza humana como nadie hizo antes. Antón Chéjov no sólo fue un inmenso escritor, también una buena persona; fundó hospitales, escuelas, bibliotecas, atendió como médico, sin cobrarles, a centenares de campesinos pobres… Era lo más parecido a un santo laico que quepa imaginar, pero nunca escribió sobre ello, nunca hizo alarde de sus buenas obras, ni pergeñó una historia hermosa y conmovedora sobre un joven escritor al que la carta de reconocimiento y apoyo de un viejo maestro infunde una nueva confianza en sí mismo y en sus capacidades, transformando su vida; no hizo nada de eso, sino que publicó, una tras otra, con fertilidad asombrosa, historias tristes. Se lo reprochaban sus amigos, sus lectores: usted, le decían, es un hombre alegre, optimista, ¿por qué escribe siempre esas historias tristes? Él esbozaba una sonrisa benévola, distraída, y se encogía de hombros, como diciendo, la vida es triste, no puedo hacer otra cosa.

 

De forma que en esta encrucijada, Chéjov no me sirve. Fiel discípula suya, yo también sostengo con fervor que para ser literaria una historia tiene que ser, si no triste y desoladora, sí un punto melancólica, nostálgica, desesperanzada. Y sin embargo…

 

Y sin embargo, a veces en la vida una tropieza con historias hermosas, conmovedoras, que cargan sobre sus espaldas con esos adjetivos detestables, ñoños, apropiados para las fábulas morales de los libros de autoayuda, del todo incompatibles, ya lo hemos dicho, con la verdadera literatura. Pero allí están. Son reales, han sucedido. ¿Qué hacemos con ellas? ¿No son dignas de relatarse porque no cantan desventuras?

 

Me viene a la memoria una de esas historias. Me tropecé con ella en el curso de mi investigación sobre la última guerra de los Balcanes, a la que dediqué tres años. (Chéjov, hombre generoso y pródigo en todo, también en consejos a escritores bisoños, recomendaba escribir sobre lo conocido, lección que no he seguido en mi última novela, “La hija del Este”. Los maestros están para escucharlos y luego desobedecerlos.) Es la historia de la Haggadah de Sarajevo.

 

La Haggadah (palabra que en hebreo significa narración), es un libro religioso judío que se lee en la noche del Pésaj, la Pascua judía, cuando las familias hebreas se reúnen para celebrar la liberación y salida del pueblo de Israel de Egipto. Hay distintas versiones de la Haggadah, pero todas contienen bendiciones, cánticos y textos del Libro del Éxodo. Cualquier familia judía que se precie tiene su ejemplar de la Haggadah. Allá por el año 1350, un escriba de bella caligrafía, ayudado por algún primoroso ilustrador, o ilustradores, culminó una obra única, prodigiosa, una Haggadah manuscrita en lengua sefardita, en el ladino que ya casi ha desaparecido. Para su confección se empleó piel de becerro blanqueada y las ilustraciones se hicieron en oro y cobre. Tiene 142 páginas, de las cuales 34 son ilustraciones, miniaturas. La fecha y la autoría de la obra son un misterio, propicio a conjeturas; hay una certidumbre, no obstante: esa Haggadah procede de España, del antiguo Reino de Aragón, probablemente del barrio judío, o call, de mi ciudad, Barcelona; un escudo de la misma figura en ella, así como dos escudos de armas en los márgenes inferiores, uno con una rosa y el otro con un ala, lo que hace suponer a los expertos que ese libro exquisito fue un regalo de bodas para los hijos de las familias Shoshán (rosa en hebreo) y Elezar (Ala en hebreo), quienes con su enlace sellaban la unión de dos de las estirpes más distinguidas de la comunidad judía de Barcelona. Los entendidos especulan con la posibilidad de que algún cristiano participara en la elaboración del manuscrito, pues la religión judía prohíbe la representación de figuras humanas y en las ilustraciones del libro abundan esas imágenes prohibidas: ¡Adán y Eva desnudos!, ¡hebreos de la época del rey David ataviados con las ropas propias de los cortesanos de la España medieval! Todo muy irregular, desde el punto de vista de la ortodoxia judaica. Ese librito único encierra otros portentos, como globos terráqueos, esa herejía por la que Giordano Bruno fue quemado vivo 200 años más tarde. Fue un regalo muy bien recibido, manchas de vino y agua en las páginas de pergamino atestiguan su uso, se brinda y se bebe en la cena del Pesaj… La convivencia feliz de las tres culturas y las tres religiones, cristiana, hebrea y musulmana, no había de durar mucho: en el año aciago de 1492, ese mismo año en el que Colón descubrió América, los muy católicos reyes de España, Isabel y Fernando, decretaron la expulsión de los judíos.

 

Y la Haggadah viajó con sus atribulados dueños; otra expulsión, otro éxodo. Quiere la leyenda que recalara en Portugal y que en 1497, cuando ese infame invento español, la Santa Inquisición, se propagó a ese reino, manos precavidas la enterraron para salvarla de los autos de fe. Años después fue exhumada de entre las raíces de un olivo y vendida a una familia judía, la cual se la llevaría a Roma o a Venecia; la suerte la acompañó en el exilio: en 1609, el inquisidor Vistorini estampó el nihil obstat en sus páginas y la autorizó con su firma, librándola de nuevo de la furia purgadora del Santo Oficio. Nuestro inquieto libro prosigue su periplo y llega a Sarajevo, cuando esta ciudad todavía se hallaba bajo el imperio otomano. No pudo encontrar mejor destino, Sarajevo, la pequeña Jerusalén, era una ciudad multiétnica en la que convivían las tres religiones del Libro, la cristiana (católicos croatas y ortodoxos serbios), la musulmana y también la judía, pues a mediados del sXVI se asentaron en ella numerosos judíos sefarditas expulsados de España (quién sabe si algún descendiente de aquellos Shosha o Elazar que fueron sus primeros dueños…) Una noche del año 1894 la familia Cohen celebra en Sarajevo la Pascua hebrea. El joven Josef, el primogénito, llamado a perpetuar la tradición familiar y a ejercer de médico, lee con voz temblorosa, llena de emoción, los conocidos versos de la Haggadah: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed… Los conoce de memoria y esa Haggadah tan manoseada forma parte de su existencia desde que le alcanza el recuerdo. Aquella madrugada sale de su casa, furtivo y silencioso como un ladrón; lleva consigo la Haggadah. Josef Cohen no quiere ser médico, la sola visión de una gota de sangre le produce náuseas; tampoco desea casarse con una joven de la comunidad sefardita de Sarajevo y pasar el resto de su existencia en esa ciudad; él ha urdido para sí otro destino, sueña con ser actor y triunfar en los escenarios de Viena, Praga o Budapest. Ofrece la Haggadah a la Benevolencija, una sociedad humanitaria y cultural establecida por la comunidad sefardita de Sarajevo, la cual lo adquiere por el precio de 150 Kruna. Josef Cohen no volverá a Sarajevo, ni sabrá nunca más de su familia, en cuanto a su carrera artística… Podéis imaginar lo que queráis, Josef, mi Josef, es maleable, como todos los personajes de ficción; del verdadero Josef, el hombre de carne y hueso que a finales del sXIX vendió el libro judío, nada se sabe, quienes lo conocieron han muerto hace mucho tiempo y con ellos sus recuerdos.

 

Lo primero que hicieron los ufanos nuevos propietarios de la valiosa Haggadah fue enviarla a Viena para su valoración por expertos. Y al punto se arrepintieron. ¿Y si no nos la devuelven? La rapacidad de los amantes de las antigüedades en el SXIX es conocida, las magníficas colecciones del Louvre, el British Museum o el Pérgamo de Berlín, dan fe de ella. Pero la Haggadah regresó a Sarajevo veinte años más tarde, algo decrépita y desmejorada, aliviada del peso de sus ribetes de oro y plata por dedos codiciosos. La visita a Viena no fue en vano, la Haggadah de Sarajevo adquirió renombre. Conscientes de ello, los sucesivos directores del Museo Arqueológico de Sarajevo fueron precavidos. Ese libro preciado nunca se exhibió, fue guardado bajo llave en un lugar seguro y únicamente podía ser consultado por los elegidos. Se ocultaba al público, pero todo el mundo sabía de su existencia. Cuando las fuerzas alemanas entraron en Sarajevo en 1942, el general alemán Johann Fortner se dirigió de inmediato al museo de la ciudad y exigió la entrega del manuscrito a su director, el croata y, por tanto, aliado, Jozo Patricevic.

 

-¡Qué extraña coincidencia! Hace menos de una hora ha venido un oficial alemán y se lo ha llevado- dijo, sorprendido, Patricevic.

 

Fortner quiso saber el nombre del compañero de armas que se le había adelantado y el director del museo repuso que no le había parecido prudente preguntárselo.

 

El general se tragó el embuste. Tras su marcha, el director y el custodio del museo, el musulmán Dervis Korkut, urdieron un plan para poner el libro a salvo. Esa misma noche, el intrépido Korkut desafió la luna traicionera y las patrullas alemanas y, campo a través, con la Haggadah oculta entre sus ropas, se la llevó a una aldea, en la falda de la montaña de Bjelasnica, y con la ayuda del imán la enterró bajo el suelo de la mezquita. O eso dice la tradición.

Tras la derrota alemana y la liberación de Bosnia, la Haggadah volvió al museo, que tenía un nombre nuevo: Museo Nacional. Centenares de miles de judíos perecieron en Jasenovac, Auschwitz, Gradiska, Jadovno y otros campos de concentración establecidos por los nazis y sus aliados croatas en el territorio de lo que pasó a llamarse República Federal Socialista de Yugoslavia, pero nuestra Haggadah sobrevivió.

 

Pasan los años, las décadas, muere Tito, se desmorona Yugoslavia. Una gran exposición de arte sefardita se prepara en Madrid para conmemorar, en 1992, el 500 aniversario de la expulsión de los judíos de España. La Haggadah de Sarajevo estaba llamada a ser la estrella de esa efeméride, pero la guerra de Croacia en 1991 impulsó al museo de Madrid a pedir un seguro por 7 millones de dólares.  Los organizadores tuvieron que desistir de su propósito, el libro se quedó en Sarajevo y junto con la ciudad, su ciudad, aguardó la nueva guerra, que estalló en abril de 1992. Durante el prolongado asedio de Sarajevo, sus habitantes desatendieron sus antiguas ocupaciones por un nuevo y absorbente empeño: sobrevivir. Pero cuando el Museo Nacional de Sarajevo se convirtió en objetivo del fuego serbio, su director, el musulmán Enver Imamovic, cambió de prioridad. Se las apañó para persuadir a un par de policías para que le acompañaran al museo bajo una lluvia de granadas y morteros. El jefe de policía le preguntó si el libro que quería rescatar era tan valioso como una vida humana e Imamovic, imperturbable, le contestó que sí. A velocidad suicida circularon por las calles vacías de la ciudad sitiada, consiguieron entrar en el museo y perdieron horas deambulando por sus pasadizos y sótanos hasta dar con la caja fuerte donde se guardaba el libro. Uno de los policías, experto en cerraduras, logró abrirla, y con el manuscrito protegido por sus cuerpos salieron de nuevo al exterior y otra vez sortearon balas, bombas, morteros, hasta depositar la Haggadah en la bóveda blindada del banco central. Y así fue como un puñado de bosnios musulmanes arriesgaron sus vidas por un libro judío.

 

En la guerra de Bosnia perecieron más de 100.000 personas, varios millones de habitantes fueron desplazados de sus casas, de sus pueblos y aldeas, la biblioteca de Sarajevo fue incendiada, ardió durante días y con ella dos millones de libros, pero la Haggadah, nuestra Haggadah, no.

 

Tras la guerra, rumores malévolos extendieron la especie de que el gobierno musulmán la había vendido para comprar armas. El Presidente Izetbegovic quiso desmentir esos infundios y ordenó trasladar el libro a la sinagoga de Sarajevo, para su exhibición al público durante la Pascua judía. Indignado, Imamovic, presentó su dimisión. No podía aceptar que aquel manuscrito, que apreciaba más que su propia vida, fuera expuesto a quién sabe que nuevos azares por la fanfarronería temeraria de un político. Fue una premonición; la Haggadah tuvo que afrontar un nuevo peligro por causa de la incuria y mala voluntad de un gobierno. Bosnia- Herzegovina  es un país imposible, los acuerdos de Dayton, que sellaron la paz en 1995, son un remiendo; no se ha creado un ministerio de cultura, ni institución que haga sus funciones, no hay interés político en preservar el legado cultural común y el Museo Nacional, privado de fondos y apoyo oficial, tras una larga agonía, cerró sus puertas el pasado año. Sus gestores no podían pagar la electricidad, el gas, ni la seguridad. Los 65 empleados del museo trabajaron sin sueldo, sin aire acondicionado, sin calefacción, durante un año entero, aguardando un milagro que impidiera el cierre. En octubre del 2011 se reunieron todos por última vez en torno a la fuente del jardín botánico, en el recinto de la institución, arrojaron al agua una moneda y formularon el deseo compartido de que el museo pudiera abrirse de nuevo. Antes de abandonar el edificio clavaron un letrero en sus recias puertas de madera con la leyenda “Cerrado” y luego se fueron a sus casas, mucho de ellos llorando.

 

Estudiantes de Sarajevo se encadenaron a los pilares del edificio, en una protesta desesperada a la que puso término la policía. Los aguerridos jóvenes dejaron una bandera en el museo, con un mensaje dirigido al gobierno de Bosnia-Herzegovina: “¡Deberíais avergonzaros!”

 

¿Y la Haggada, nuestra Haggadah?

 

El museo Metropolitan de Nueva York ofreció darle hospedaje durante tres años, pero una oscura “Comisión para la preservación de los monumentos nacionales”, el organismo gubernamental del que depende la Haggadah, condicionó la salida del libro a una hipotética resolución de la incertidumbre legal del museo, de modo que la Haggadah se halla en el limbo, ese misterioso no lugar en el que penan o levitan los muertos inocentes. El antiguo director del museo, Imamovic, teme que la UNESCO acabe por incautarse del manuscrito, pues tiene la misión y la facultad de velar por las obras de arte de relieve internacional en riesgo de destrucción o pérdida, a no ser…

 

A no ser que la fortuna, la baraka, o la divina providencia que nunca han abandonado a la Haggadah en sus ajetreados seis siglos de existencia, vuelvan a manifestarse bajo la forma de otro individuo anónimo, un eslabón más en esa cadena de gestos solidarios que ha logrado preservarla durante tanto tiempo, quien logre rescatarla de ese limbo jurídico y la devuelva a la vida, porque a diferencia de otros objetos y artefactos construidos por el hombre, que son perecederos, los libros nunca mueren, renacen cada vez que alguien los abre, pasa sus páginas, lee: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed…