El archipiélago de San Kildán en realidad no son islas; son enormes picachos agudos y rocas quebradas que emergen del mar. Y en torno, como aletas dorsales de tiburones gigantes, cortantes arrecifes y puntiagudas estacas.

Están partidas a tajo; cortadas a pico. No tienen árboles. Ni siquiera arbustos. Ni yerba. Ni musgo. Son piedra desnuda.

Sólo Hirta es una isla. Y ocupa el centro del archipiélago. En una exigua bahía se encuentran un minúsculo puerto y el poblado.

Lo formaban un puñado apiñado de primitivas pallozas con cuerpo irregular de grandes piedras y techo cónico cubierto con tierra, trenzado con yerbas y paja.

A veces tormentas horribles arrasaban Hirta. Durante una semana las olas sumergían la isla saltando por encima de los farallones de la costa Entonces las gentes se guarecían en cuevas excavadas al efecto en las rocas blandas del picacho más alto. Esto ocurría en el otoño.

Durante el invierno de octubre a marzo nevaba y helaba hasta el extremo de que la pequeña comunidad encontraba dificultades para enterrar en el suelo helado los perros, las ovejas y las personas que morían entonces.

En San Kildán, unos centenares de hombres, quizás otros tantos perros, unos millares de ovejas y miles y miles de pájaros fueron desde siempre todos y los únicos seres vivos importantes.

Los sankildanos carecían de religión. De lo contrario los pájaros hubieran sido dioses. Cientos, miles, millones de dioses.

Porque con el deshielo, al final del invierno, avanzado abril, empezaban a llegar a las rocas de las islas bandadas de aves. Bandadas de gaviotas, bandadas de láridos, bandadas de fulmares, bandadas de argénteas. Millones de pájaros.

Los primeros en llegar iban ocupando los huecos de las rocas, las grietas de los riscos, las rendijas de los acantilados. Sus graznidos roncos ahogaban el fragor de las olas y la nube de sus cuerpos en bandadas oscurecía el sol. Iban de paso. Pero durante la primavera y el verano anidaban todos.

Merced a ellos sobrevivió la raza humana siglo tras siglo en aquel inhóspito archipiélago. Sin apenas tierra que cultivar, sin poder hacerse a la mar ni pescar, con sólo algunas ovejas salvajes que, acosadas por el hombre, se refugiaban en las crestas inaccesibles de los acantilados. Durante más de mil años no se consumió otro alimento en San Kildán que huevos y carne de gaviotas y láridos.

Eran celtas. Hablaban gaélico y no lo sabían escribir.

Acaso hubiera habido seres humanos antes, pero los actuales sankildanos descendían de las tribus celtas que se establecieron allí hacia el siglo IX. Y apenas si cambió hasta nuestros días la composición.

Desde tiempos remotos aquellas islas perdidas en el océano tenían dueño. Eran del clan MacLeod, señores de un imperio insular en el norte de Escocia.

Y durante siglos, una vez al año, por el verano, estuvo llegando puntual al archipiélago, primero el arcediano, luego el recaudador, a percibir el tributo de lanas y plumas que el Señor de turno, en su libre voluntad, había tenido a bien establecerles.

Nunca habían visto un árbol. Ni cerdos, ni gallinas, ni abejas, ni ratas. Desconocían la escritura, el dinero, los amos y la religión. No se recordaban en San Kildán ni guerras, ni robos, ni crímenes desde hacía siglos.

El tipo medio de la gente en San Kildán era bajo, nervudo y consistente. Ellos, indefectiblemente, con gruesa gorra de paño sobre el cabello revuelto y ralo negro que se prolongaba en anchas patillas románticas, bigote grueso y recias barbas. Siempre chaleco grueso de paño pardo, camisa gruesa de paño blanco y pantalón grueso de paño negro. Con botas o descalzos. Las manos grandes, deformadas.

Ellas, pañuelo negro a la cabeza y el pelo liso lacio dejado caer a ambos lados desde la raya en el centro de la frente. Sobre los hombros un chal de lana. Y rebeca de lana, sobre halda, saya y delantal de paño. Negros. Gruesos zapatos o botas negros. Y las manos menudas, blancas, de amasar el pan de centeno, de hilar o de tejer.

El rostro sereno de ellas y de ellos transmitía la paz resignada de estar mirando durante siglos a un mar imposible y un cielo adverso. Y casi sonreían.

La medida de la justicia para estas gentes era, simplemente, la igualdad. Después de un día entero cazando gaviotas se contaban los pájaros cobrados y se distribuían en tantas partes iguales como habitantes. No importaba que fueran mujeres o niños, ancianos o enfermos. O que, por cualquier causa, alguno no hubiera podido salir a cazar.

 

Jorge IV de Escocia decretó que las Islas Hébridas pasaran a sus dominios. Pero excluyó el archipiélago de San Kildán. Porque, al estar tan remoto, no podía garantizar el bienintencionado monarca que aquellas gentes se beneficiaran de su protección.

Daba igual. Los sankildanos no se enteraron.

En cambio, cuando en tiempos más recientes el Parlamento de Inglaterra creó una Comisión que redactara una Ley para Territorios Pobres, fueron los señores parlamentarios comisionados quienes no se enteraron de que existía San Kildán.

Para que aquello no volviera a repetirse, el Gobierno de Su Majestad mandó hacer el censo en Hirta.

Afortunadamente, a pesar de estar censados, nunca pagaron impuestos. Por la sencilla razón de que el Departamento de Tasas no consideró rentable mandar recaudadores hasta allí.

Para entonces la Iglesia de Escocia había construido en el poblado un templo y una casa rectoral para los reverendos.

Los sankildanos fueron acostumbrados a asistir a la iglesia una vez al día. Menos los sábados y los domingos, que iban dos.

Los sermones del cura John MacKay duraban hasta tres horas, interrumpidos por algunos intervalos de cánticos. Hablaba siempre del infierno, del fuego y de la condena horrible de los pecadores. Afortunadamente, el ministro evangelista que le sucedió —reverendo MacLachlan— y su esposa prestaron mayor atención a la enseñanza de los niños y adultos, a la higiene, a la alimentación y a introducir nuevas formas de actividad económica (criar gallinas, ordenar las ovejas, cultivar algunas hortalizas...) para que los sankildanos pudieran vivir mejor.

Pero el estilo de vida de los aborígenes, hasta entonces regido sólo por el viento y las mareas, empezó a estar dirigido por las obligaciones diarias de asistir a las funciones del culto.

Ya para aquel tiempo el Parlamento inglés dictó la primera ley del mundo sobre protección de animales. Y a petición de un grupo de parlamentarios se le añadió un subtítulo en que se consignaba que aquellas prescripciones no se aplicarían en el archipiélago de San Kildán en lo concerniente a gaviotas y láridos, dada la importancia de estas aves en la dieta de sus habitantes.

Los sankildanos, afectados por tan humanitaria clausula de la británica legislación, nunca se enteraron. Siguieron cazando sus pájaros como siempre, ignorantes por completo de que ahora lo hacían con todos los pronunciamientos favorables de la ley del Gobierno de Su Graciosa Majestad.

El 17 de junio de 1876 el navío austríaco "Petri Dubsovacki" encalló en Hirta.

Tres tripulantes y el capitán fueron acogidos en la casa del reverendo. Seis más, por turno, en las de los demás. Se habían quedado sin ropa en el naufragio y los sankildanos les dejaron sus chaquetas de asistir al culto los domingos.

Un día descubrió el capitán que en el techo de algunas pallozas había entramados de cañas. Le dijeron que solían recogerlas en la arena de junto a la bahía. Dedujo de ello que las corrientes del Atlántico debían arrastrarlas hasta allí desde la tierra firme. Y pensó, en buena lógica, que las mismas corrientes podrían encargarse de hacer llegar objetos a tierra firme.

El 29 de enero de 1877, los austríacos, aprovechando que soplaba el viento del noroeste, echaron a la mar un mensaje informando de su existencia en Hirta. Iba dentro de un tronco de madera vaciado sobre el que, a modo de vela, flotaba al aire la vejiga hinchada de una oveja muerta.

Un pescador encontró el artilugio, embarrancado en la arena de la costa de Rosshire, mes y medio después. Y a poco llegaba a San Kildán el vapor "Jackal" a recoger a los náufragos.

Este hecho impresionó vivamente a los sankildanos. Desde entonces, y durante cincuenta años, un sistema así fue el único método de correo de los habitantes en Hirta.

Muchos de aquellos mensajes, llevados por las corrientes, se perdían. Pero, afortunadamente, entre las gentes ricas de las costas de Escocia se extendió la fiebre de coleccionar mensajes de San Kildán.

A los niños de San Kildán, en cuanto podían aprenderlo, se les enseñaba a trepar por las rocas escarpadas de los acantilados para buscar nidos de pájaros.

John Ross, que una vez visitó Hirta, cuenta que la primera imagen de seres vivos que descubrió cuando su barco se aproximaba a la isla fue la de un sankildano y su hijo, de apenas ocho o diez años, encaramados en la cumbre de un farallón de rocas cortado a pico sobre el mar.

El padre llevaba colgados a la cintura decenas de pájaros ya muertos. Y el chaval, sujeto con una cuerda, trepaba por grietas que hubieran sido estrechas para pasar un gato. Un momento desapareció detrás de la cornisa. Y cuando volvió a aparecer traía una docena de crías vivas, que aleteaban y se revolvían picoteándole en la cabeza, la cara, los hombros, las manos. Un paso en falso y hubiera ido a estrellarse contra la superficie encrespada del mar desde ochenta pies de altura.

Tras siglos y generaciones de hacer lo mismo, los sankildanos tenían ya los pies adaptados para encaramarse por los acantilados. Los tobillos de los hombres eran de un grosor doble del normal. Y los dedos, prensibles, podían engarzarse en los salientes más ligeros de las rocas.

Durante todo el año la comunidad entera estaba pendiente de la cosecha de aves.

Más aún que en Hirta, los pájaros anidaban en los islotes y estacas deshabitados y distantes. Esto hacía imprescindible algún tipo de embarcación para llegar hasta ellos a recoger la cosecha y transportarla. Hubo siempre en San Kildán, por ello, una pequeña barca, un bote de remos. Al comenzar el invierno, sacada a tierra, se marcaban sobre las tablas tantas secciones cuantas eran las familias. Y cada una se responsabilizaba de que su parte estuviera en perfecto estado para cuando llegara el tiempo de la cosecha.

El patrón de algún bajel que hallara, tiempo atrás, abrigo en Hirta proporcionó a los sankildanos unas gruesas cuerdas y unas varas largas con que ayudarse en las faenas de la recolección. Se guardaban celosamente depositadas en las pallozas; y cada cabeza de familia velaba porque estuvieran constantemente cubiertas con sebo de ave que las preservara de la humedad.

Con el comienzo del deshielo los hombres recorrían trepando los acantilados. Quitaban el agua retenida en los huecos de las rocas donde semanas después vendrían a anidar las aves migratorias. Ponían yerba seca y plumas para facilitar la confección de los nidos y evitar el deterioro de los huevos. Cortaban las veredas por donde pudieran encaramarse los perros o las ovejas, para que no estorbaran la puesta y la cría de los pájaros. Y confirmaban que seguían en buen estado los salientes de las rocas donde engarzarían los lazos de las cuerdas para poder trepar.

A finales de febrero solían aparecer ya los primeros bandos de gaviotas. Su carne suministraba alimentación fresca a la comunidad tras la dieta pobre de un invierno prolongado.

En abril anidaban en las rocas las argénteas. Pero apenas si se extraían de sus nidos algunos cientos de huevos para la consumición de cada día. Era mejor esperar que aparecieran las crías. Porque su carne podía conservarse.

Finalmente, en junio y julio llegaban nuevas familias de pájaros de especies diferentes.

Y así, los ritmos diversos de llegada, de puesta y de cría permitían a los isleños disfrutar de carne tierna, de huevos y de carne adulta al mismo tiempo.

Simultáneamente se preparaba en las pallozas, hervida con sal y yerbas aromáticas, la carne en conserva para las estaciones crudas, cuando todo lo demás que comer escaseara o faltara.

Hasta 1.500 piezas en una jornada podían llegar a recoger los sankildanos durante los buenos tiempos: y aún podían seleccionar entre los pájaros que cazaban las especies que tenían la mejor carne. Durante los buenos tiempos.

Las expediciones se repetían durante varias semanas. Los niños y los ancianos, mientras tanto, desplumaban los pájaros. Todo en San Kildán se llenaba de plumas: el aire, la orilla del mar, el poblado, las calles, las casas, las herramientas, los vestidos, el pelo, las barbas, las manos. Plumas todo. Plumas grandes, plumas pequeñas, plumón, plumas blancas, plumas grises, negras, plumas flotando en el mar, plumas arrastradas por los aires, pegadas a las rocas, en la barca, en el morro de los perros, por todas partes plumas, plumas, plumas, plumas.

En los buenos tiempos las plumas no servían para nada. Pero en los últimos años, antes de la evacuación los sankildanos que no podían pagarle en lana a Sir MacLeod la renta anual le entregaban sacos con las plumas más finas para hacer colchones, cojines o almohadas.

Dicen que, cocida, la carne de aquellos pájaros, que era blanca, tenía sabor a buey. Los huevos, en cambio, siempre se comieron crudos en San Kildán. Menos en los últimos tiempos. En los últimos tiempos, cuando ya eran más frecuentes las visitas de barcos, solían guardarse algunos cocidos. Los visitantes se los llevaban de recuerdo y para decorarlos. A cambio les daban harina, azúcar o sal.

Nada tiene, pues, de extraño, que finalmente John MacCallum, propietario del vapor "Dunnara Castle", anunciara por nueve libras y a todo confort un viaje de diez días "a las románticas islas del Oeste y al solitario, remoto y misterioso archipiélago de San Kildán".

En las advertencias para el protocolo de llegada se decía: "pasarán ustedes entre dos filas de indígenas a lo largo de un sendero. A un lado estarán los hombres. Al otro las mujeres. Deben dar la mano a derecha y a izquierda a todo el que se encuentren. No se preocupen del ejército de perros que les ladrarán al pasar; su ladrido es más molesto que su mordedura".

Con el tiempo, las visitas de viajeros, investigadores y curiosos se hicieron regulares entre julio y agosto. Así que los sankildanos descubrieron pronto que podían ganarse unos peniques trasbordando en el bote de remos la gente a la costa desde los barcos, que no podían arribar a la bahía. El beneficio era, como todo hasta entonces, para la comunidad.

Ya en tierra, les ofrecían huevos cocidos para decorar, conservas de gaviota, bufandas de paño, calcetines de lana o las pocas cosas que poseían y que a los visitantes les pudieran interesar.

Pero aquella gente era muy rara. ¡Pues no venían pidiendo que se les reservaran cáscaras de huevos de las 548 especies de pájaros que los periódicos decían que anidaban en San Kildán!

El flujo estable de los visitantes llegó a cambiar el sentido de su economía. Descubrieron el dinero; el que ingresaban, aunque escaso, les permitía adquirir alimentos, harina, sal, leña, tabaco, caramelos.

Progresivamente se fue abandonando la dedicación exclusiva a la cosecha de los pájaros. Y año tras año disminuían alarmantemente las capturas.

Pero a su vez las nuevas fuentes de ingresos no podían ser ni regulares ni seguras. Porque estaban sujetas al estado del tiempo, del viento y del mar. Tres elementos contra los cuales se había organizado con éxito la vida en Hirta desde siglos; y ante los cuales ahora empezaban a sentirse desarmados los sankildanos.

El principal problema que hubo siempre en San Kildán fue el número de habitantes. Cuando superaban los cien, iban bien las cosas. Pero iban mal si descendían de ese número. O si había más hembras que varones.

En varias ocasiones las epidemias pusieron a la comunidad entera al borde de la extinción.

En 1664 una epidemia de lepra diezmó la comunidad. Quedaron 180 personas en Hirta. En 1758 una epidemia de viruela redujo la población a ochenta y ocho habitantes. De los cuales sólo 30 eran varones.

No había cementerio en San Kildán; ni se ponían cruces sobre las tumbas. Sólo se rodeaba de grandes piedras la tierra removida para evitar que escarbaran las gaviotas y los perros rebuscaran los restos.

En 1844 una nueva peste arrebató 17 cabezas de familia y dejó 26 huérfanos. No había azadas con que cavar las tumbas. Así que con los husos de hilar se excavaron dos fosas para enterrar los cuerpos muertos.

En 1852 treinta y seis sankildanos emigraron a Australia. Quedaron setenta.

Nunca se había visto una cosa así. La escena de la despedida de los que quedaron fue patética.

En 1877 había 2 varones en edad de casar y 12 mujeres. Y el verdadero problema no estaba en que las mozas se fueran a quedar para vestir santos, sino en que sólo había dos mozos para cazar pájaros y dar de comer a la comunidad.

1911 fue un año de fuertes galernas en el mar de San Kildán y apenas llegaron barcos en varios meses a las islas. Los sankildanos, por primera vez, pasaron hambre. Cuando se supo en tierra firme, el periódico "Daily Mirror" organizó una expedición con provisiones para ayudarles. Volvieron impresionados. Tanto que el propio periódico lanzó una campaña de sensibilización de la opinión pública: ¡había que evitar que aquello se repitiera!

Para entonces los habitantes de San Kildán habían quedado reducidos a 73; 17 de ellos abandonaron Hirta en los años siguientes a la primera guerra mundial.

La vida en Hirta no fue nunca fácil. Pero durante un millar de años había sido posible.

Ahora los isleños, seriamente mermados en su número, encontraban angustiosamente difícil el mero subsistir.

Durante la cosecha ya no se hacía ninguna selección, ningún rechazo: cualquier pájaro vivo que se pusiera al alcance de la mano era bueno.

Aquel año les fue imposible a los sankildanos, diezmados, envejecidos y enfermos, cazar más de 300 de aquellas aves que, sin embargo, seguían llegando por millares cada primavera a llenar las rocas con su algarabía y sus nidos.

En San Kildán se empezó a depender, para vivir, de las ayudas que les quisieran enviar de tierra firme.

Aquellas gentes se hallaban perplejas ante la ineficacia de sus esfuerzos para siquiera poder sobrevivir:

—¡Las islas son igual, el mar es el mismo y los pájaros siguen viniendo! ¿Por qué no podemos seguir viviendo aquí como nuestros antepasados?

Pero en su fuero interno, con resignada amargura, ya habían decidido abandonar al mar, al viento y a los pájaros las islas que durante siglos fueron su tierra.

Por primera vez en más de mil años se habló en San Kildán de evacuación.

¿Y el gobierno? ¿qué pensaba, si pensaba algo, el gobierno inglés?

El Departamento escocés de la Salud envió a Hirta a una enfermera, la señorita Guillermina Barclay. Les ayudó mucho y los sankildanos la querían.

Ella fue quien decidió que ya no se juntarían más cada domingo en la iglesia, húmeda y fría. En adelante se reunirían en su propia casa, más confortable, junto a la chimenea, a tomar té caliente con pastas.

Aquella tarde de abril de 1930 se hablaba poco en la reunión. En la cabeza de todos pesaba el mismo pensamiento. Pero era como si se hubieran puesto de acuerdo para no hablar de ello.

Por fin alguien se atrevió a preguntar:

—¿Y usted qué piensa de la evacuación. Miss Barclay?

—.... San Kildán ha llegado al límite de sus posibilidades.

El silencio se hizo tan angustioso que la enfermera se sintió obligada a seguir hablando.

—Puedo aseguraros que me resultará fácil conseguir los recursos para la evacuación. Y una casa en tierra firme para cada familia. Y un puesto de trabajo.

Nadie reaccionó. Ni levantaron la vista del fuego.

—Yo puedo garantizároslo. Pero sois vosotros los que habréis de decidir.

Cuando se despidieron para volver a sus casas no se atrevían a mirarse y se dispersaron en silencio. En el cobijo de cada palloza se prolongó el nudo en la garganta de aquel silencio. Sólo los niños pudieron dormir aquella noche.

También en la Secretaría de Estado para los Asuntos de Escocia se hablaba de San Kildán. Se habían recibido informes sobre el hambre del invierno pasado. Y se sabía que andaba revuelta la opinión pública inglesa a causa de aquello.

Al domingo siguiente, en Hirta, volvieron a juntarse todos en casa de miss Barclay. Y mientras se oía en el silencio hervir el agua para hacer el té, aquel anciano estrechó entre sus manos las de la enfermera que le alargaba la taza y sólo acertó a decir entrecortado:

—Es el final, miss Barclay, Ninguno sabemos cómo seguir. Nadie sabe qué hacer.

Aquella noche, en el papel cuadriculado de un cuaderno de escuela, se le escribió una carta al Gobierno de su Majestad:

"Nosotros, los abajo firmantes, nativos del archipiélago de San Kildán, respetuosamente elevamos nuestra súplica de que nos ayuden a abandonar nuestras islas este año y a encontrar casa y trabajo en tierra firme.

Durante años, los brazos para trabajar han ido disminuyendo y hoy la población de Hirta ha quedado reducida a 36.

Podemos llevar con nosotros algunos muebles, pero ni siquiera tenemos recursos con que costear la evacuación.

Agradeceríamos que no nos separaran, sino que pudiéramos vivir en la misma comunidad. Y que los trabajos que se nos buscara estuvieran relacionados con lo que desde tiempos inmemoriales nuestro pueblo ha venido haciendo y nosotros sabemos hacer.

Pero si esto no es posible, estaremos contentos con la solución que ese Gobierno de su Majestad tenga a bien asignarnos, que por lo menos nos ayude a sobrevivir".

Firmaban la carta todos los adultos. Finley Gillies y Mary MacQueen, que no sabían escribir, hicieron una cruz.

Aún estuvo la carta guardada dos meses en espera de algún barco que pudiera llevarla.

En Westminster aquella petición no traía más que engorros molestos.

¿Una evacuación? ¡Demasiado gasto!, decían los funcionarios. ¿Cómo se justificará ante los contribuyentes?

Aquello sentaría un precedente y llegarían peticiones parecidas desde todos los puntos del imperio.

¿Se tenía seguridad de lo que decían sobre que el descenso de la producción se debiera a la pérdida de brazos para trabajar? La indolencia y la pereza son frecuentes en este tipo de sociedades.

Habría que confirmar que la solicitud de evacuación era unánime y que no se había ejercido coacción contra los posibles partidarios de permanecer.

Sí, a algunos podría encontrárseles ocupación, pero en general serían una carga para cualquier municipio donde se asentaran.

¿Y quieren vivir juntos, que se les busque trabajo y en lo mismo que saben hacer? ¿No sería mejor convencerles —¡y ayudarles, por supuesto!— de que se quedaran allí?

Con esta última decisión fueron enviados dos oficiales a San Kildán.

Acompañados de los hombres, recorrieron la isla. Visitaron familia por familia.

Cuando volvieron a la palloza de la enfermera Barclay le comentaron: ¡Es increíble! Se tenía que haber evacuado ya a estas gentes hace mucho tiempo!

Así que, de común acuerdo, redactaron un informe en el que trataron de encontrar una razón que pareciera definitiva a su Gobierno.

En Westminster, tras esto, hicieron algunos cálculos. En los cinco últimos años San Kildán había costado al Gobierno 2.388 libras. La parte mayor correspondía al Departamento de Salud con 1.642 libras. El Departamento de Educación reconocía que sólo había gastado en Hirta 453 libras. Agricultura 82 libras. Y Correos 211.

Pero estaba claro que, en conjunto, el mantenimiento de la población en Hirta resultaría en adelante más gravoso al contribuyente que la evacuación.

Y empezaron los preparativos.

Un nuevo funcionario, subsecretario de Estado, llegó el 11 de junio a Hirta para vencer las últimas reticencias si las hubiera. El Señor Tom Jobston explicó claramente las condiciones:

—Como había algunos sankildanos que no podrían valerse por sí solos, no deberían ser peso para ninguna institución. Se harían cargo de ellos quienes sí podían trabajar.

—A éstos el Gobierno les garantizaba el trabajo. Pero si necesitaran cualquier otro tipo de asistencia sería costeada con la venta de objetos de su mobiliario. Hacer una excepción con ellos sentaría un precedente peligroso entre su vecindario en tierra firme.

—Se trataría de lograr que vivieran todos juntos. Y que su trabajo tuviera relación con lo que venían haciendo en la isla. Pero no había plena garantía de conseguirlo. Y el Estado no se comprometía a ello.

—No se concedería ningún tipo de exención de tributos en función del estado de necesidad, pues eso llevaría a favorecer la pasividad para el trabajo y a crear en ellos la conciencia de ser una clase subsidiaria permanente y distinta.

El señor Tom Jobston fijó para el último fin de semana del mes de agosto la fecha de la Evacuación.

Cuando se empezó a correr la noticia, en Inglaterra se alzaron primero voces indignadas.

—¡No a la evacuación!

—¡El Gobierno, que antes no les ayudó, ahora arranca de sus tierras a los sankildanos!

—¡Allí al menos, a su manera, son felices!

—¡Con lo hermoso que es aquello! Ahora sin gente, perderá interés.

—Tenemos ya aquí demasiada población para que encima nos traigan bocas nuevas. ¡No a la evacuación!

"The Scotsman" publicaba un artículo de John Matthieson, ecologista y geógrafo. Decía:

"Que viva gente en Hirta no es, evidentemente, imprescindible para el Reino Unido. Y tampoco aporta riqueza el archipiélago. Pero San Kildán es un lugar sagrado en la historia emocional de nuestro pueblo, con la tristeza batiendo sus costas y la soledad golpeando la orilla de sus gentes".

"The Oban Times" consideraba "intolerable que se haya dejado llegar a tal estado de abandono a una tierra que ha sido capaz de mantener a toda una comunidad en los buenos y en los malos tiempos".

—Nos dicen que han solicitado ellos mismos el traslado en el ejercicio libre de sus derechos. ¿Pero gente que vive tan alejada tiene elementos de juicio para elegir libremente?

Los sankildanos estuvieron por completo ajenos a esta marejada en contra de su traslado.

Algunos meses después, Mary MacBride recordaba que el pensamiento de que en tierra firme les esperaban con los brazos abiertos les había ayudado poderosamente a sobrellevar la amargura de los últimos días.

Sir MacLeod, el propietario de las Islas, hizo también sus cuentas.

Calculó que aquel rincón de sus dominios le venía produciendo una media de 37 libras al año.

Los isleños le debían 537 libras con 17 chelines y 4 peniques. Y no había ninguna esperanza de que pudieran llegar a pagárselos.

Así que Sir MacLeod llegó también a la conclusión de que la Evacuación era buena. Acaso el Estado podría reembolsarle parte o la totalidad de la deuda. O autorizarle a gravarla sobre la venta de los objetos de los sankildanos o sobre el rendimiento de su trabajo una vez instalados.

De lo único que se ocupó Sir MacLeod fue de escribir al Presidente de la Secretaría de Estado:

"Antes de que la evacuación se lleve a efecto, el Departamento que usted dirige necesita asegurarse de que cada vecino renuncia formalmente a todo tipo de propiedad o pertenencia sobre cualquier cosa en la isla.

Sin esta renuncia expresa podría ser que alguno de los evacuados se sienta tentado posteriormente a regresar. Lo cual sería contrario a la finalidad que usted mismo persigue. Este punto es, pues, de la máxima importancia para su Departamento".

Semanas antes de la evacuación, la enfermera indicaba en su informe cómo, puesto que iban a romper con su pasado, querían hacerlo del todo. No querían, pues, trabajar como renteros para nadie. Ni que les llevaran a otra isla.

Se prefirió inicialmente asignarles casa y trabajo en explotaciones del propio Estado. Los 8 varones en condiciones de poder trabajar se ocuparían en la Comisión para la Conservación y la Repoblación de los bosques.

Trabajarían en los montes de Arttonnich. Y tendrían la vivienda en Argyll. El Departamento de Salud se comprometía a proporcionarles bicicletas. Una condición se les impondría: que si fallaban en el trabajo, la Comisión podría prescindir de sus servicios.

Más dudas albergaba la Secretaría de Estado a la hora de fijarles la remuneración por el trabajo. ¿Qué criterio seguir? ¿De acuerdo con lo legalmente establecido? ¿En función de sus necesidades? ¿O sería preferible dejarlo fluctuar según los rendimientos?

La Comisión nombrada especialmente para resolver este asunto dictaminó el 21 de julio que "si es posible, no se mencione ante ellos una cifra precisa como sueldo. Págueseles una suma razonable en el comienzo. De acuerdo con la situación normal de trabajadores en prueba.

Como es de prever que durante los primeros días traerán alguna reserva de dinero, puede esperarse dos semanas en hacerles llegar la primera paga.

Debe evitarse hacer el juego a la idea que pudieran albergar sobre que podrían vivir al abrigo del Estado".

Se habían previsto también soluciones a los casos concretos más graves.

Finlay MacQueen no quería seguir viviendo con nadie de su familia. Ni recogerse en un Asilo para Pobres. Así que los días de vida que le quedaran podía acabarlos en la casa de Neil Ferguson o en la de Annie Gillies.

Finlay Gillies, en cambio, más viejo, sí que pasaría a un Asilo a pesar de su resistencia. Su deplorable estado —era el sankildano más viejo— no permitía otra alternativa.

¿Y las viudas? Había cinco en Hirta cuando la evacuación.

"La señora MacDonald iría con sus hijos. La señora MacQueen podría tener su propia casita, cerca de los MacKinnos. Y ganarse, hilando, lo poco que iba a necesitar. La viuda MacGillies sería más feliz viviendo con su hermana. Y las otras dos podrían repartirse con algún familiar".

A los sankildanos se les iba informando y consultando sobre estas decisiones. Pero les resultaba imposible entender el significado de los ofrecimientos que se les trasmitían.

A medida que se acercaban los días finales se agolpaban en su espíritu los sentimientos: la tristeza, la duda, la suspicacia, el miedo.

A finales de julio el Departamento de Agricultura envió dos pastores especializados, con perros, a recoger las ovejas que se habían de vender para cubrir los costos del traslado. Nadie supo decirles el número de las que poseían.

Se les había dicho que recibirían una libra por cabeza. Pero a última hora el Departamento tuvo sus dudas sobre si no sería demasiado. "Las ovejas estas son tan salvajes que tienen las patas cansadas. Deberían considerarse satisfechos los dueños si se les da 50 chelines por cada una", informaban los pastores.

Por su parte, las autoridades veterinarias exigieron que fueran vacunadas antes de embarcarlas. El costo de la vacuna, por supuesto, se deduciría de esos 50 chelines. Eran en total 667 libras. Y del valor total aún hubo de deducirse la paga de los pastores y la alimentación de los perros.

Concluida su misión, los pastores informaron a la superioridad que "en nuestra opinión estas gentes serán una carga inútil dondequiera que vayan". Se basaban para afirmarlo en que los sankildanos, cuando supieron que tenían que pagarles, no les ayudaron demasiado a recoger las ovejas.

Otro problema para el Gobierno: a última hora al alcalde de Argyll se le ocurre dar cuenta de que los vecinos se resistían a recibirlos.

Esta vez la Secretaría de Estado se indignó. Y mandó una carta —durísima, dijeron— a Argyll que en resumen decía: pase que carezcáis de generosidad; pero resulta intolerable que no tengáis confianza en el Estado. Bien, la Secretaría abonará al Municipio la parte correspondiente por los servicios a prestar a los nuevos habitantes.

(Por cierto que nunca pagaron. Así que el municipio no prestó servicio alguno a los sankildanos. O en la versión oficial: el Municipio no prestó servicio alguno a los sankildanos; así que la Secretaría no pagó.)

La enfermera Guillermina informaba que sería necesario conseguir camas, colchones, mesas y sillas. El Departamento intentó conseguirlas de diferentes Fundaciones piadosas e Institutos de caridad. Fue imposible. Todos exigían rellenar papeles demostrativos de extrema necesidad. Y los sankildanos tenían ovejas.

En los últimos años muchas personas se habían preocupado por las gentes de San Kildán. Acaso algunas estuvieran dispuestas ahora a colaborar en colocarlos.

Esto pensaba el Gobierno. Y decidió hacer pública la oferta. Sólo dos personas respondieron. Una enfermera que había pasado algún tiempo en San Kildán recogió a un niño huérfano.

Y la Condesa de Warwick ofreció un puesto de trabajo como pastor en su finca del condado de Essex para el joven más fuerte de San Kildán. Había oído esta señora que las ovejas en San Kildán tenían cuatro cuernos y quería criar en su finca aquella raza. Cuando supo que sólo tenían dos, retiró su oferta.

Escasos días antes de iniciarse la evacuación, el Departamento del Tesoro dio una orden tajante: que la operación se hiciera al más bajo costo.

Cuatro días antes de la evacuación, la Secretaría de Estado para Asuntos de Escocia convocó a todos los sankildanos a una reunión última y solemne. Tenían que firmar la aceptación de todas las condiciones que el Gobierno señalaba.

Christine MacQueen, de ochenta años, fue la última en hacerlo. Cuando estampó bajo su nombre la cruz con que firmaba se volvió lentamente hacia los suyos. Recorrió despacio aquellos rostros que atenazaban a la vez la inquietud, el miedo y la tristeza. Todos la miraban. Y sólo acertó a balbucir: "Que Dios...", antes de echarse a llorar


EL FINAL

Eran las 7 de la tarde del viernes 30 de agosto de 1930, cuando los 36 sankildanos sobrevivientes desembarcaban en Lochline.

Sólo llevaban consigo lo que pudieron transportar con las manos. El resto —enseres y ovejas— llegarían a Oban un día después en otro barco.

El puerto estaba a rebosar de gente que había salido a verlos. Periodistas y fotógrafos ocupaban las primeras filas.

Los sankildanos miraban desde cubierta y no entendían nada.

Mientras el vapor ganaba el muelle, la gritería convertía en zozobra su inquietud.

Cuando bajó el portón de desembarco, aturdidos, no se atrevían a salir. Fue preciso que Miss Barclay, con un niño en los brazos, descendiera a tierra para que la siguieran.

En el muelle, apretados entre sí mientras el gentío en silencio los observaba, no acertaban a echar a andar. Los ancianos se azaraban. Las mujeres se tapaban la cara. Los niños se agarraban a los pantalones y las faldas asustados. Por fin avanzaron hasta los coches que los aguardaban, entre dos filas de gente que cuchicheaban, les señalaban, les tocaban la ropa y la cabeza y les hacían preguntas para ver cómo hablaban.

Los llevaron a presencia del Jefe de la Comisión de Bosques. Se les concedió unos días para descansar y conocer la ciudad. La mayoría de ellos, sin embargo, aprovecharon para ir a Oban al día siguiente a ver cómo vendían sus ovejas.

Allí, mudos entre la gente, intentando no darse a notar, contemplaron cómo los funcionarios malvendían aquellos animales.

Y por la tarde, cuando volvían a casa, el desasosiego les impedía preguntar cuándo percibirían su parte de aquel dinero.

 

* * *

 

Los primeros meses fueron muy duros para los sankildanos.

Se les hacía extraño en casa el agua corriente. Los niños se asustaban de los caballos y de las bicicletas. Los viejos se quejaban del reuma por tener que subir las escaleras.

Y se les hacía el vacío en la vecindad.

Un pastor que tuvo que ausentarse de casa tres días colocó ostensiblemente en la puerta cadenas y cerrojos. Y un viejo colgó un cartel de la fachada de su casa: "No quiero vecinos mendigos y zánganos".

Vivían dispersos. Los hombres pasaban los días enteros en el campo. Y cada vez los llevaban a tajos más distantes.

Las mujeres y los ancianos apenas salían de casa. Algún domingo, a los oficios religiosos.

Los niños, en las escuelas, se adaptaban mejor. Pero ninguno pasó de la enseñanza elemental. Y durante mucho tiempo fue imposible convencerlos de que si se herían tenían que ir a ver al médico.

La enfermera Barclay visitaba regularmente cada familia. Y hasta consiguió juntarlos a todos el día de navidad. Se quejaban de que no se les había concedido lo que se les prometió. Que tenían los trabajos lejos. Que estaban dispersos. Que existían diferencias entre la gente. Que había que comprarlo todo. Que había que pagar el carbón, las rentas, los colegios y los impuestos.

Cuando Miss Barclay hizo llegar estas cosas al Jefe de la Comisión de Bosques le dijeron que aquellas gentes parecían algo desagradecidas. Sólo sabían pedir. Quizá fuera que ella misma se lo había pintado todo demasiado bonito para convencerles de que abandonaran Hirta. Y que en cuanto a pagar, no tenían demasiado derecho a quejarse, pues al cabo de tres meses no habían pagado nada; lo adeudaban todo.

 

En la primavera de 1931 la mayor parte de ellos habían solicitado volver a San Kildán.

Los dueños de la naviera que organizaba los viajes a Hirta cada verano les animaba a que regresasen. Hasta les ofrecía aumentar el precio por transportar turistas del barco a tierra firme en el bote de remos.

Se llegó a plantear la posibilidad de una reocupación parcial de la isla durante el verano. Pero se opuso tajantemente sir Reginald MacLeod.

Sólo Finlay MacGuillies y Neil Ferguson obtuvieron permiso para faltar dos meses al trabajo y traer de las cosas que dejaron lo que les encargaran todos.

La excitación les dominaba cuando desembarcaron en la bahía. Subieron corriendo hasta las pallozas. Pero la tripulación de los cargueros de paso lo habían saqueado todo: las puertas, los utensilios, la ropa, los telares... Lo que no se habían llevado estaba destrozado por los suelos y empezaba a pudrirse de humedad a la intemperie.

Aquel verano aumentaron los visitantes. Y MacLeod consiguió de la Secretaría para Escocia que Neil Ferguson permaneciera en Hirta como vigilante jurado.

Un comerciante de Glasgow le proporcionó un matasellos sin valor postal. Fue un éxito. Miles de postales franqueadas en Hirta se distribuyeron en Glasgow entre los coleccionistas.

Neil Ferguson aún cazó algunos pájaros y los puso en sal para llevarlos con él a la vuelta y distribuirlos entre los sankildanos.

 

En 1934 MacLeod decidió vender la isla que poseyó seis siglos su familia en propiedad. Porque no le rentaba.

La compró Earl of Dumfries, un acaudalado gentleman que hacía tiempo acariciaba el proyecto de dedicarse a la ornitología. Pondría en San Kildán un observatorio privado. Y construiría una casa para su familia y un puñado de amigos.

Earl contrató a Neil Ferguson como guarda. Le arregló una palloza y le encargó que adecentara algunas más.

 

En 1936 volvieron a Hirta algunos sankildanos. Los trajo el nuevo propietario para que tejieran allí unos lienzos de paño con lana de ovejas de Saoay, que Earl pensaba regalar a Jorge IV.

 

En 1939 estalló la segunda guerra mundial.

Por primera vez en siglos de historia cuatro sankildanos fueron llamados a filas en el Ejército y tres en la Armada.

Ninguno murió. Dos fueron heridos. Y uno permaneció prisionero de los alemanes hasta 1946.

 

En 1940 murió, en Ponty-field, Finlay Gillies. "el abuelo de San Kildán", le llamaba la prensa.

Aquel mismo año falleció igualmente la mujer de Neil Ferguson senior.

Y John MacDonald murió también, en la Enfermería Real de Inverness.

 

En 1957 habían muerto 13 de los 36 sankildanos evacuados.

Desde este año ninguno de los 23 restantes volvió más a San Kildán. Y progresivamente ya todos se han ido muriendo.

He dicho mal, viven dos.

Y en 1971, uno de ellos, Lachland MacDonald, todavía volvió a Hirta.

No quedaban más que escombros de las casas de su infancia. Y lloró delante de las piedras que fueron su palloza. Cuando volvió a tierra firme prefirió quedarse solo con sus recuerdos.

Y sólo pide que le dejen vivir en paz.

Porque todavía vive en algún lugar desconocido de Inglaterra.

En los pequeños hoteles de las calles en torno a Victoria Station se albergan muchos de los viajeros que visitan Londres. En uno de ellos trabaja Malcom MacDonald. Vive en una casa con jardín en el municipio de Word-worth. Acepta la desaparición de su pueblo y de su raza.

—Sólo quiero, un día, poder volver a San Kildán a morirme allí y a que me entierren.

(Ignora Malcolm McDonald que eso, hoy, es ya absolutamente imposible).

Hoy San Kildán es una ultramoderna base militar de seguimiento de misiles.

En 1955 el Gobierno inglés acordó invertir 20 millones de libras en la construcción de una base militar.

Entonces designaron San Kildán.

Para estas fechas —1956— había muerto Earl Dumfries, elevado a quinto Marqués de Brunte. Y había testado que sus islas se convirtieran en Reserva Natural. No lo permitió el Gobierno, que había decidido en el sentido expuesto. Y en consecuencia, en mayo de 1957 estableció en Hirta un radar.

En julio llegaba a la bahía el primer cargamento de material militar. Y 300 hombres.

En noviembre quedaba inaugurada la carretera, portento de ingeniería, que desde el mar llegaba, a 1.200 pies de altura, hasta el pico de Mullach Mor, donde las cuevas de cuando las tormentas.

Y cuando al final del otoño se fueron los últimos pájaros, las ruinas del viejo poblado de Hirta se habían convertido en una moderna ciudad de casas sólidas y avanzadas comodidades.

En 1969 el Ministerio de Defensa realizó fuertes inversiones para mejorar las instalaciones de San Kildán. Cuarteles, calles, casas, estación de energía con gasoil, cámaras frigoríficas con capacidad de reserva para comidas precocinadas durante seis meses.

El presupuesto para la base de San Kildán se cifró en un millón de libras para preparar la guerra donde durante siglos se ignoró hasta la palabra con que se designa tamaña barbaridad.

El mando militar ha favorecido los estudios sobre el ciclo vital de las ovejas salvajes de Saoay. Y sobre la evolución del número y las costumbres de los pájaros a los cincuenta años de que los sankildanos dejaran de matarlos.

Y sigue la vida en Hirta.

Porque lo que hasta aquí se ha contado no ha sido el final de la historia de San Kildán, sino el de los hombres que desde más de mil años lo habitaron.