En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, que ahora comienza, que hemos titulado “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias –e incluso romances–, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Serán tres los finales nuevos e inesperados que ofreceremos en cada entrega, de tres historias, cada una de tiempos diversos y de naturalezas distintas. Es nuestro deseo que disfruten del experimento, ideado, finalmente, para lectores de publicaciones tan sólidas como esta, en tiempos tan líquidos –e incluso gaseosos– como estos.

***

1

¿Por qué comenzar con la Odisea esta serie de finales alternativos de historias y relatos que han constituido una parte del canon occidental o del castellano? Parece obvio, y lo es; la Odisea es, en el imaginario de la inmensa mayoría, el relato fundacional, junto con la Iliada, de nuestra cultura; pero es que, además, en lo que se refiere a mi memoria personal, como lector, la Odisea  me devuelve a mi juventud, a mi etapa de estudiante de Filología en la Universidad Autónoma de Madrid, allá por los finales del franquismo y el inicio de la Transición, cuando nos ejercitábamos en su traducción, y quedó grabada en mi mente su metáfora inicial, la primera de nuestras grandes metáforas, suave y hermosa, con la Aurora acariciando el mundo con sus dedos rosados. Y, luego, con el paso del tiempo, con más años, con más lecturas y experiencia de la vida, espero, el reconocimiento de la peripecia de Ulises, como el primero de los modelos poéticos de peripecia humana, antes de la otra gran peripecia cervantina.

He aquí, pues, el final que ahora, al cabo del tiempo, de la experiencia de las cosas y de la relectura apasionada de su historia, me hubiese gustado leer.

 

Odisea, de Homero

(Ulises añora a Calipso)

… Dio un grito terrible el que paciente había sufrido, el divino Ulises, y dio un salto de águila voladora en las alturas. En ese momento, el Cronida arrojó su rayo ardiente justo delante de la de ojos radiantes, hija de poderoso padre, que sin dilación se dirigió a Ulises: «Hijo de Laertes, de linaje divino, Ulises, rico en artimañas, contente, abandona este combate de iguales, no sea que el Cronida se irrite contigo, el que todo lo ve, Zeus.» Así habló Atenea; y él obedeció y se alegró de ello. Y Palas Atenea, la hija de Zeus, el protector, con la voz y el cuerpo de Mentor, estableció entre ellos un acuerdo de paz eterna…

Y la paz, como el amor y la paciencia de Penélope, eran tan amables y vino tan preñada de ventura y de dones, que a todos satisfacían, pero no al hijo de Laertes, pues en su interior se había instalado una inquietud porfiada y constante; y, cuando se cumplían tres años justos de su regreso, mientras contemplaba, desde la ventana de la cámara real, el mar, una fría madrugada, Ulises sintió como un pinchazo interior, como una intensa comezón del espíritu, que no era fruto del relente matutino.

Hacía tiempo que le sucedía, al amanecer o en los dulces atardeceres de Ítaca, sobre todo, cuando estaba solo y su mirada vagaba sin rumbo, como una imparable corriente, por el paisaje o por el cielo, o por los recuerdos del tiempo transcurrido desde la toma de Troya hasta la llegada a su reino, y por la venganza cumplida, al llegar, y por el reencuentro con Penélope y con Telémaco, el hijo dilecto y devoto como su madre, y con todos los suyos. Era un ansia y un deseo invencible.

Y así fue como en esa fría madrugada se decidió finalmente; volvió su rostro hacia la penumbra del dormitorio real, apenas iluminada por el hacha encendida; en cuyo lecho, cubierta de suaves lienzos y de pieles, dormía su esposa, la mujer que le había sido fiel durante veinte años, que se había guardado a ella misma y a su casa, y que había preservado, con su tenacidad e ingenio, para él el dominio sobre los hombres, las bestias y las tierras de su reino… Y, por primera vez, desde su llegada fue consciente del devastador paso del tiempo por su piel, por sus pechos y por sus caderas. Contempló el cuerpo envejecido, y el desasosiego y la comezón interior fueron ya insoportables, pues veía como los estragos del tiempo también se habían cebado en su piel y en sus músculos.

Durante unos instantes, lucharon dentro de él los deseos enfrentados que batallaban en su alma, era una lucha sin cuartel; ideó mil tretas y mil arbitrios sólo propios de la mente de Ulises, el astuto; pero no encontró ninguna solución que le evitase el dolor y la angustia que sentía, la imagen seductora y atractiva de Calipso se le hacía aún más vívida y material con cada astucia ideada; su poder de atracción se agrandaba, a medida que era más consciente de su propia decadencia, y el deseo de volver a su lado, a sus brazos torneados, a su piel suave, a sus senos tersos y redondos, al olvido, a la paz y al bienestar de Ogigia, la isla de baños y playas apacibles, fue ya irresistible.

Cerró los ojos, aspiró la brisa fresca de ese instante en que el alba se anunciaba ya en la noche; esa hora en la que los sueños y los deseos aún son posibles, se adentró en la penumbra, tomó su espada y su daga, la capa y las sandalias y con el sigilo de un ladrón recorrió los pasillos, las estancias y los pasadizos más apartados y secretos del palacio; solo al doblar la cumbre que le ocultaría, ahora sí, ya para siempre su casa, volvió su vista y a punto estuvo de regresar al dormitorio, junto a Penélope aún dormida, pero Calipso le llamó de nuevo desde su lejano retiro en el mar océano; sacudió su cabeza en un gesto instintivo de reproche, chocó sus puños cerrados y bajó la falda del collado hacia la playa, en donde la embarcación esperaba lista para la partida, como siempre.

Las olas acariciaban la línea elegante de su quilla; despertó a tres de sus hombres más fieles y les dijo:

− Despertad, el deseo y el hastío me reclaman… Seré inmortal…

 

2

La fuerza de la sangre, la enigmática novelita de Cervantes siempre me produjo una desagradable incomodidad, hasta que, con los años también, por una serie de circunstancias, comprendí, por fin, su endiablado doble final[1], que le daba pleno sentido y me reconciliaba con ella y, en parte, con el mismo Cervantes. La he elegido, en segundo lugar, así, pues, no solo por ser de quien es, sino porque el enigmático sentido de esta novelita me persiguió durante años hasta que descubrí, justamente, la importancia de leer con atención el final de las historias.

 

La fuerza de la sangre, de Miguel de Cervantes

(muy breve)

… Llegóse, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre descendencia que en Toledo dejaron, y agora viven, estos dos venturosos desposados, que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos, permitido todo por el cielo y por la fuerza de la sangre, que vio derramada en el suelo el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico. Aunque dicen que, en aquel silencio fúnebre y sepulcral de aquel caserón a oscuras, a veces, se escucha el callado y desesperado sollozo de una mujer que recuerda cada noche, en lo más recóndito, la de su violación…

 

 

3

El tercero de los finales lo he elegido en homenaje a Ana María Navales, amante estudiosa y admiradora de la obra de la gran Virginia Woolf, y vinculada, de un modo indeleble, a la memoria de TURIA; compañera de vida, además, de un buen amigo fiel y entrañable, bueno entre los buenos, en el buen sentido de la palabra, Juan Domínguez Lasierra… Sin contar que Las olas es una de las más conocidas novelas de la Woolf, en donde sigue la estela de Joyce, pero de un modo muy suyo, dentro y fuera, a un tiempo, del cerco impuesto por las visibles e invisibles verjas de Bloomsbury.

 

Las olas, de Virginia Woolf

(al fin Percival)

 

… como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra ti me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!»

Las olas rompían en la playa.

«… Oh, Susan, qué magnífico escudriñamiento es todo del alma de los seres normales», dice, al fin, Percival, desde la muerte, «y de los seres especiales, a pesar del miedo, querida Rhoda. Y qué lejos del alma de los trabajadores y de los tenderos, ¿eh, Jinny? Cuánta energía e intensa belleza gastada en mi inútil invención, amado Neville; y qué derroche imperdonable sería depreciarla, esa facilidad para la invención y para las palabras, ¿no es así, Bernard? Aunque nos dé rabia y nos embargue la desazón, sobre todo por ti, Louis…»

»Al fin, yo no soy más que una invención vuestra, como las olas y como los amaneceres y los atardeceres que se supone que vivimos juntos… En realidad, solo apetito, estupefacción y palabras; y también el vaticinio de la Muerte…

 

 



[1]
                        [1] “La fuerza de la sangre, Beyond a reasonable doubt: la cuestión del doble final”.  Verba Hispanica: anuario del Departamento de la Lengua y Literatura Españolas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Ljubljana, Nº. 2, 1992, págs. 71-78.