Ugolino Stramini lleva uno de sus trajes de pata de gallo grises y ceñidos. Con la pata de gallo no transigía desde los tiempos del instituto: hasta al examen de reválida se presentó con ella. La consideraba un revestimiento que, estaba convencido, confería a su cuerpo de pequeño lebrel cincuentón un aspecto decoroso y ágil al mismo tiempo. Una agilidad, creía él, no muscular, no visible, sino sustancial.

—¡Agua, agua! ¡Agua del cielo!

—¡Empapados!

—¡Sumergidos!

Exclamaban tres hombres con batas blancas.

La pata de gallo asustada de Ugolino se derrumbó.

Perdió el contacto con la habitación, sintió que la luz opaca del día no conseguía calentarle y le pareció de repente como si no tuviera porvenir ante él ni pasado detrás.

Los tres lo miraban sin compasión y él flotaba en el resplandor que sigue al temporal: “Me siento como en un frente ocluido... ¡un frente ocluido! Y esos tres, ¿a qué están esperando?”

Miró por la ventana y vio con claridad el alto cúmulo castellano con sus torretas en lo alto: allí estaba, allí estaba  y él ni siquiera lo había mirado.

—Aire inestable y húmedo, profesor, ¡bien lo sabe usted! ¿No lo ve?

—¡Pequeñas torres, parecidas a las almenas de un castillo!

—¡Carácter tormentoso, hablando en plata, profesor!

Ugolino balbuceó alucinado:

—¡Altas temperaturas a nivel del suelo! ¡Lluvia, en una palabra!

Aquellas nubes almenadas no se alejaban, ni tampoco esos hombres en bata. Se puso colorado, con las manos amenazadoras por delante, la pata de gallo brilló y Ugolino gritó con su voz de roedor aunque con orgullo:

—De acuerdo, se ha equivocado, —empleó la tercera persona,— ¡el profesor Stramini se ha equivocado en pleno! Pronosticaba el clima desde hace veintiséis años, previsiones globales y previsiones específicas, condecorado por la WMO, citado en el Atlas Internacional de las Nubes, y citado más de una vez, pronosticador e intérprete! ¡Heliofanógrafos, anemómetros eléctricos y de placa oscilante, estaciones termométricas! Inútil, todo inútil, ¿es que el pasado ya no existe? ¿Que el obispo, el alcalde, el concejo municipal se han mojado? ¿Y qué? ¡Ya se secarán! —Gañidos más intensos:— ¿Y qué? ¿Es que queréis la esquela del profesor? ¡Os equivocáis, no lo conseguiréis!

—Llovía, profesor: veinte mil personas...

—Lluvias insistentes...

—Interminables y violentas: una desbandada...

Toda la sangre se le agolpó en la pata de gallo y en la cabeza, y Ugolino, transfigurado, gritó:

—¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Para vosotros, mi despacho ha de ser un santuario! ¡Nunca he dicho que fuera infalible! ¿Veinte mil personas? ¿Una desbandada? ¡Peor para ellos! Haber salido con un paraguas, como hago yo aunque luzca el sol: con un paraguas, ¿entendido? ¡Llevabais años esperando un error mío, mientras yo veía cada día vuestras burradas! Vamos... ¡Fuera de aquí!

Se quedó solo, sentado ante su escritorio, orientado hacia el ventanal y el cielo, sujetándose su minúscula cabeza entre las manos. Después miró aquellas nubes, que tenían ahora inocentes bordes dorados y un aspecto apacible, de color púrpura.

 

Ugolino Stramini era un meteorólogo solitario. Durante veintiséis años, tras su licenciatura en física, había proporcionado cada día los datos sobre el clima de las veinticuatro horas anteriores y pronosticado el de las veinticuatro siguientes, al principio desde la pequeña estación del Monte Tallone y después en estaciones cada vez más importantes. Siempre concentrado y siempre emocionado por el tiempo que hacía y por el que iba a hacer.

El curso de los años había hecho que Ugolino transformara su ciencia inexacta, por más que no dejase de ser una ciencia, en algo distinto.

Las nubes y el viento. Fueron precisamente el viento y las nubes los que le iniciaron a la nueva experiencia.

Del viento se había derivado la primera observación, de ese que desde el norte fustigaba una mañana Monte Tallone así como su nariz veleta. Estaba en la terraza y la tramontana le había obligado a replegarse sobre sí mismo para no disipar su calor. Con la espalda y con los hombros, advirtió, se habían replegado también el corazón y el humor. Más tarde, habían bastado los radiadores para que se desplegaran y abrieran de nuevo corazón, espalda, hombros, humor.

Algunos días más tarde, observando una tonalidad rosácea bajo las nubes medias iluminadas por el sol naciente, anotó que hacia oriente estaba sereno y el aire era pobre de humedad. Se tomó el pulso y notó cierta disminución. Las nubes se resquebrajaron y adoptaron la forma de un surtidor, estrías blancas que atravesaban el cielo limpio. Calculó la velocidad del viento en cotas altas: ciento cuarenta nudos, doscientos cuarenta kilómetros por hora. Pulso acelerado, espalda encorvada.

“Bah, ya se sabe que el clima nos influye, ¡menudo descubrimiento, Ugolino, menudo descubrimiento”

Pese a todo, empezó a registrar, junto a isobaras y milibares, la velocidad de su pulso. Después, con el tiempo, enriqueció las notas con la tensión de la sangre, añadió las variaciones del apetito y del humor según una escala ideada por él mismo, anotó sus reflejos y sus ganas de trabajar.

Pasaron los años. Los parámetros se multiplicaban, cada vez más difíciles de medir. Dio un metro a sus pesares, a sus pequeños —así los consideraba él— miedos y a los sentimientos. Y como hombre de ciencia dispuesto a sufrir por aquello en lo que creía, consignaba otros datos de su propio cuerpo sacándose diez centímetros cúbicos de sangre con cada nueva perturbación.

Conocía los límites de su propio trabajo. Sabía que ninguna medida humana es completamente exacta. Hasta su pascal, su unidad de medida, era aproximada. Qué pensar de las mediciones que realizaba él, un pobre pronosticadorcillo.

Siguió adelante y del individuo pasó a los grupos. De los grupos a la comunidad y, al borde de los cincuenta años, acabó considerando un paralelismo desmesurado entre la meteorología y la entera especie humana.

Nació así la climatología social.

Ugolino mantenía oculta esa ciencia suya, y seguía vistiéndose con sus trajes de pata de gallo algo raídos.

—¡Me he equivocado, Costante! ¡Como un pronosticador de televisión cualquiera! Más de veinte mil personas se han empapado... una parte enfermará... alguno, de los más débiles, tal vez muera...

Desde hacía casi once años, todas las tardes a las ocho, en la misma mesita redonda de mármol, se reunían en el Gran Café Onírico en el paseo de los Tilos y pedían algo tras una meditación silenciosa de diez minutos por lo menos.

Costante Verderame, tres años más joven que él, era amigo de Ugolino desde los tiempos de la universidad, y su amistad acídula había sobrevivido a los distintos caminos que tomaron ambos muchachos. Costante se había entregado —así lo decía él— a la literatura, y a sus cuarenta y siete años era asistente universitario en la cátedra de Literatura Medieval, donde sobre él se cernía dolorosamente la personalidad exuberante del profesor Domenico Sperlengo, quien solía presentarse siempre diciendo “¡Mucho gusto, Domenico Sperlengo, Catedrático!”, con la C grande, y si estaba Costante, lo presentaba también: “Aquí, mi ayudante”. Costante, con aquel “mi”, se sentía triturado.

Esmirriados ambos, Costante con cuerpo y cara de saltamontes miope, vestidos de la misma manera —los dos amigos guardaban en su guardarropa trajes de toda clase de grises— eran tan homogéneos que parecían hermanos, y de hecho los camareros jóvenes del Onírico creían que lo eran.

Eran de esos hombres que, solos aunque en pareja más aún, vistos los domingos por las aceras desiertas emanaban una tristeza urbana que no evocaban, sin embargo, en los días laborables, ocultos entre la multitud.

Costante empezaba a menudo la conversación diciendo que era una cosa muy complicada pero que por algún sitio había que empezar, pero esa vez fue directo al grano:

—¡Qué exagerado! ¡Tú, precisamente tú, dejarte arrastrar de esa manera! ¡Este té huele a lavanda! Y además, ¿no eres tú quien me ha explicado el número de ese fulano...?

—De Richardson... ¿y qué cambia eso?

—¿Es que de pronto te has olvidado de que se da una gran variabilidad en las cosas meteorológicas? Y acuérdate de que incluso el Sumo...

Ugolino estaba nervioso y la voz se le volvió aún más aguda:

—Ya sé, ya sé que incluso el Sumo se equivocó... pero contigo puedo ser sincero: ¿sabes qué hubiera sido suficiente? Bueno, pues hubiera sido suficiente con que yo mirara el cielo. Allí estaban las nubes castellanas aposta para advertirme... hubiera sido suficiente con un poco de humildad y con que levantara esta nariz inútil que siempre dejó que se deslice hacia abajo. Desde abajo llegan los malos olores.

Constante se encendió uno de los cinco cigarrillos acordados con el médico, miró fijamente a su amigo con uno de sus ojos laterales y se mostró alegre a su manera:

—Bah... la humildad es un disfraz del orgullo. Ugolino, estamos en la época de las enfermedades, todo nos lo recuerda, protejámonos. No debemos alegrarnos demasiado y no debemos apesadumbrarnos demasiado. Tendríamos que haber aprendido algo de equilibrio, ¿no? ¿Pues entonces? ¡Mejor, mucho mejor un error que una enfermedad!

Costante resultaba poco soportable y Ugolino prosiguió por su cuenta:

—Allí están todos, esperando un error. Después, cuando llega, entonces te ponen verde y se regocijan... Sí, regocijados estaban esos tres asnos...

Costante miró a lo lejos, donde solo veía sombras:

—Era yo un estudiante lleno de forúnculos cuando...

Ugolino se impacientó:

—Eras un estudiante lleno de forúnculos cuando descubriste que habías sido concebido para estudiar la poesía... ya lo sé, ya lo sé... pero ¿qué tendrá eso que ver con las nubes castellanas? Yo hablo de una cosa y tú de otra... ¡más nos valía sentarnos en mesas distintas!

Costante se convertía en un taladro, todas las veces era lo mismo:

—Canto vigésimo séptimo del Purgatorio: hacía pronósticos del tiempo él también, y sabía de dónde nacían el rayo y la nube... A propósito, ¿mañana hará buen tiempo?

—Hará buen tiempo.

—De modo que la falibilidad natural de un hombre no debe ser el metro del hombre mismo que...

Ugolino sabía cómo interrumpirlo. Si alguien empezaba a recitar versos, Costante tenía que completarlos a la fuerza, una fuerza que no dependía de él, como el movimiento reflejo de quien recibe un golpecito de martillo en la rodilla, por un automatismo. Mejor si los versos tenían rima. Por ello Ugolino hizo lo que hacía por lo general cuando ya no lo soportaba:

 

Mejor acudir con la cabeza rubia,

que una vez que fría yacía sobre la almohada,

te peinó con hermosas ondas el cabello...

 

Costante no opuso resistencia, dejó de golpe su razonamiento en el aire y completó con los ojos cerrados:

 

tu madre... despacio, para no hacerte daño.

 

Ugolino miró el reloj: eran las veinte horas. Sí, el té estaba ácido.

A aquellas horas el viento en la ciudad se alegraba —por lo demás Ugolino lo había dejado claro en un pequeño volumen de cincuenta páginas titulado Vientos y brisas costeras— y volver a casa andando fue agradable para los dos, cada uno siguiendo su propio camino.

Se despidieron como dos hermanas solteras después de un desacuerdo.

En casa, el pronosticador se comió el estofado preparado por la mujer que venía tres veces a la semana, anotó reflexiones sobre sus propios comportamientos durante la lluvia, escuchó un poco de música inquietante recomendada por su amigo y, no sereno en absoluto, se acostó. Antes, sin embargo, dobló a la perfección su traje de pata de gallo y sacó otro más ligero del armario. Para la mañana siguiente había previsto una coincidencia de elementos que, en pocas palabras, debían producir un bonito día templado. Con aquella pata de gallo fino sorprendería a todo el observatorio.

Durmió mal y la noche fue una sucesión de despertares, remordimientos y sueños nubosos.

Mentía:

—¡Qué bien me siento esta mañana! Estoy pletórico de salud desde que les canté las cuarenta ayer! ¡Me siento fuerte, con la sangre circulándome por todas partes! ¡Abramos las ventanas, doctora Gilda, aire y luz! ¡Ugolino Stramini no tiene nada que esconder! ¡Asnos, que no son más que unos asnos, sin tener ni siquiera las dotes de un buen asno!

Gilda Costabruna, de cuarenta y un años, la meteoróloga preferida del profesor Stramini, la heredera de sus conocimientos. A ella también le gustaba la pata de gallo gris.

Gilda y sus hermanos habían interrumpido una tradición familiar de fealdad y podía imaginarse uno, bajo el austero traje sastre, sus gracias de mujer. Cuando nació estuvo en un tris de ser fea pero, quién sabe cómo, se había constituido en ella un equilibrio de detalles que, sumados, la hacían atractiva. La piel cándida, alguna cana que no ocultaba, no usaba maquillaje y tendía a mimetizarse. Ugolino, doce años atrás, había comprendido que ella descendía de las once mil vírgenes prudentes. Sus relaciones no habían adquirido nunca una forma definida. Cada una de sus frases tenía por los menos dos explicaciones, aunque generalmente fueran más. A todos se les escapaba el significado de esos arabescos de sobreentendidos que, en cambio, para Ugolino, eran motivo de atención, esfuerzo y fatiga aunque, por encima de todo, la prueba de la energía de una relación que no se concluía nunca y se escabullía siempre.

 

—Profesor, la soledad, cuando se debe a una condición superior, es odiada por todos. Por ello estaban tan contentos esos asnos y rebuznaban con tanta fuerza. Pero también la soledad tiene sus excepciones, tiene que hacer excepciones.

Él se sobresaltó: “¿Qué diantres quiere decir esa historia de las excepciones a la soledad, por qué tendría que hacer excepciones? ¿Tengo que dejar de estar solo? ¿Eso es lo quiere decirme? ¿Y con quién debería pasar el tiempo?” e hizo un intento, desesperadamente amable:

—Desde hoy, llámeme Ugolino.

—Menudo tono... recuerde que la confianza no puede ser impuesta... no puedo llamarle Ugolino solo porque usted me lo ordene. Y además...

El pronosticador la miró fijamente  y se sujetó al escritorio concentrando todas sus fuerzas. Ella agudizó su mirada para confirmar su propia templanza.

—...y además, ¿cómo podría llamarle Ugolino hablándole de usted? Eso tendría tres consecuencias: habladurías y maledicencia...

—¿Y la tercera?

—El ridículo.

Él se metió las manos en los bolsillos y miró hacia el suelo:

—En efecto, podría tener usted razón. Hay una lógica, sin embargo, en mi propuesta, un motivo... Y además, disculpe, Gilda, ¿no sería peor si brutalmente...?

—¿Brutalmente? –ella se puso rígida sujetándose el cuello con una mano y apretando fuerte las rodillas.

—En realidad, brutalmente es como decir de repente... eso es ¿no sería peor si pasáramos de golpe al tuteo?

Callaron y se pusieron a mirar el horizonte, rosa aún a causa de la aurora. Eran los primeros en llegar al observatorio y los primeros en recoger, con una curiosidad inalterada desde hacía años, los datos recogidos en el curso de la noche. Permanecían solos durante una hora. Después, a las ocho, llegaban los demás, esos a quienes Gilda llamaba los buitres del pronóstico, a quienes, lo había jurado, jamás les proporcionaría alimento.

Aquella mañana, Ugolino estaba ansioso por llegar al heliofanógrafo. Lo orientó a la perfección, le dio cuerda para que el instrumento siguiera todo el arco del sol durante el día. Pero antes verificó las quemaduras en el papel del día precedente, que no había sido muy bueno... la lluvia inclusive... el obispo empapado... después, a las catorce horas, se despejaba y un precioso sol en el celo limpiado por el viento con unas cuantas nubes esbeltas.

“¡Hoy hará bueno, hará sin duda bueno! ¡Ugolino, este es el pronóstico de tu vida! ¡El pronóstico de los pronósticos! Si los cálculos son exactos y la tropopausa no te traiciona... y si tus observaciones de doce años sobre el carácter de Gilda no son erradas —y no lo son— ¡tú serás hoy un adivino feliz! Ella siente predilección por el noroeste y hoy es noroeste... a las catorce horas, como mucho a las quince... veintiocho grados... los milibares adecuados.”

Pensaba pellizcándose la barbilla. La pata de gallo ligera vibraba y resplandecía.

 

Más tarde, a las catorce horas, una vez verificadas las quemaduras del heliofanógrafo, tras haber regado las plantas de la terraza, llamó a Gilda por el interfono:

—Doctora Costabruna, ¿podría venir a mi despacho?

Ella llegó rápidamente y, como de costumbres, dejó la puerta entreabierta de un palmo y permaneció a un metro y medio del escritorio. Él lo notó todo esta vez también, pero habló intentando dar un único significado a sus palabras:

—Escuche, Gilda, voy a preguntarle una cosa de forma directa... me he preparado bien para hacerlo... no, no se preocupe, no la pondré en una situación violenta... sería lo último que quisiera...

—Dígame usted, profesor. —Se había sentado, unía las rodillas con fuerza y se tutelaba contra las situaciones violentas.

—Aquí no, aquí no. Es una conversación breve, no tema, pero no es para mantenerla aquí ni tampoco abajo en la cabinilla termométrica, y ni siquiera en la terraza del observatorio ni tampoco esta mañana. Me gustaría invitarla... —y aquí la solicitud, que tenía clara en el cerebro, se le complicó enmarañándosele en la boca y refunfuñó:— ...en definitiva, que me gustaría invitarle, siempre que, quede claro, no tuviera usted ningún compromiso previamente establecido y le apeteciera, durante un tiempo breve... si le gustaran las albondiguillas de pescado... y si no malentendiera el sentido y la finalidad, sobre todo la finalidad, eso es, la finalidad de esta propuesta, no una auténtica invitación, dese cuenta, sino...

Gilda hizo gala de un sentido práctico deslumbrante y apretando más aún las rodillas, dijo:

—¿Una invitación a cenar? ¿Albondiguillas de pescado?

—Sí, de merluza, —precisó Ugolino, estrangulado por el ovillo de palabras aún detenidas en la garganta.

—A mí no me gustan los primeros platos, están hechos para las personas famélicas y yo no las tolero.

—Tengo la impresión de que las albondiguillas son un segundo, doctora.

—Bien. Es el plato que yo prefiero... está en el centro de las comidas, es nutritivo y me satisface. Después, al final, no me gustaría entretenerme con pastelitos, almendritas ni café. ¿Me entiende, no?

—Solo albondiguillas, entonces. Tal vez podamos repetir —añadió, mirando al suelo. Con los ojos clavados en los hermosos tobillos blancos de Gilda, pensó que aquella mujer era realmente admirable: “Este razonamiento sobre los primeros y los segundos... un plato único, pero que le satisface... un plato único. ¿Qué significará?”

—De acuerdo, acepto, profesor Stramini. Tengo que hacer algunas llamadas telefónicas.

Se levantó, le dio la espalda y, casi en el umbral, pronunció una frase que él no comprendió, más oblicua de lo habitual:

—Resultará sorprendente calcular las reacciones, estoy segura.

Ugolino, ante su escritorio del instituto, saboreaba ya, a su manera, la tersa bóveda celeste y las nubes noctilucientes que había pronosticado. Para los demás solo era una bonita tarde y se preparaba a convertirse en una noche perfecta.

Gilda se había marchado a casa anticipadamente para prepararse. Ugolino sentía un escalofrío que le iba y le venía del corazón a las extremidades y de las extremidades hacia el corazón.  Gilda se estaba preparando para él.

Salió a la terraza, se colocó cara al viento, contempló el mar tremolante a causa de la luz, cerró los ojos y esperó para percibir el olor de los jazmines, de puntillas para notarlo mejor.

 

A pesar de las apariencias, Ugolino Stramini tenía un corazón tropical en cuyo interior las perturbaciones eran exageradas. A simple vista, es cierto, hacía pensar en carreteras asfaltadas, comunidades de vecinos o, como mucho, en jardines públicos. Sin embargo, en contraste con la cáscara que le había sido asignada y con la ropa que escogía, él se sentía del cielo y, cuando viajaba en avión, hubiera querido saltar afuera, correr por el aire y dejarse caer como una hoja en las aguas de un atolón y quedarse allí con papel y lápiz para prever el tiempo exótico durante toda su vida hasta el ciclón blanco definitivo.

 

Aquella mañana en la que había invitado a Gilda, enérgico a causa de una alta presión imprevista —aunque no para él—, había sudado emocionándose al hablar con ella de forma tan explícita; sin embargo, el viento seco del norte le había enjugado enseguida la piel y no haría, pensó, “el papel del hombre arrollado por el sistema neurovegetativo.” Hasta eso había previsto. Incluso la pata de gallo había resultado una elección feliz y además era una pata de gallo que lo iluminaba un poquito.

“Lo que a ella no le va es la prepotencia de los varones... aunque no es desde luego mi caso.” E hizo un memorando de sus propias virtudes: ni prepotente, ni posesivo, ni celoso, ni mezquino, ni arribista, ni incapaz de escuchar, ni en busca de otras mujeres. ¡Solo la quería a ella, con ese porte de cisne sobre el agua, con esas rodillas, sus manos blancas de novicia, sus labios sin pintar!

Dejo de oler los jazmines, volvió a poner los talones en el suelo y mirando el mar verde se entristeció de repente. Esas eran cosas que nunca le había dicho... ¡Y llevaba enamorado de ella nada menos que doce años!

Después, ansioso:

—¿Y si en cambio descubriera que todas esas elucubraciones nuestras, a fuerza de reenvíos y reenvíos, nos han salvado del hastío y del odio que un amor de doce años siembra? En definitiva, ¿cuánto hubiera durado un amor como el nuestro? ¡Anda que no he oído cosas sobre el amor!

Esa era, extrañamente, una cuestión que nunca se había planteado. Extraño realmente, porque la duración del amor, cuando uno se dispone a declararlo, es algo que hombres y mujeres por lo general procuran prever, y mucho más en su caso, puesto que el pronóstico, para él, lo era todo. Y sin embargo, nunca se lo había planteado, absorto como estaba en hacer preguntas y proporcionar respuestas a Gilda que tuvieran el mayor número de significados posibles.

Llevaba horas interrogándose sobre estas cosas, imaginándosela atareada, los cosméticos femeninos, por su casa en camisón —un día le había entrevisto el jaretón— cuando sonó el teléfono:

—¿El profesor Stramini, Ugo Stramini? Le paso con el comisario Ferfuzio.

“Dios mío” pensó sudando por segunda vez en el día: “El obispo empapado, ¡he aquí las consecuencias, aquí están! ¡Pero no permitiré que me estropeen este día!

La voz del policía parecía estar grabada en una cinta:

—Profesor, tengo que comunicarle una noticia y sé que no existe una manera justa para hacerlo, porque la noticia es injusta.

A Ugolino aquella le pareció la manera de hablar de Costante y no de un policía:

—Gilda Costabruna ha sido hallada cadáver. Nos ha avisado una vecina recelosa. Es necesario que hablemos. Parece ser que ha sido usted la última persona en ver con vida a la señorita Costabruna.

Ugolino lo entendió enseguida y no pidió que se lo repitiera, Contestó con un sí y añadió sin saber por qué:

—Discúlpeme, discúlpeme, tengo que preguntarle si está fría. ¿Gilda está ya fría?

Ferfuzio, en voz baja como un fiel en la iglesia, contestó:

—Lleva fría algunas horas.

Una vez colgado el auricular, se preguntó por qué no lloraba.

No sabía, a causa de su escasa práctica con la muerte, que el conocimiento y la percepción no son una misma cosa y que ambos procesos tienen tiempos diferentes. Había entendido, eso sí, que Gilda había muerto, pero no había realizado aún esa serie de conexiones que permiten comprender un acontecimiento hasta sus últimas consecuencias. Pensó en sus propios padres, vivos en el valle Piperina, entre las adelfas. Elaboró de inmediato en su cabeza una lista de sus consuelos: así el cuerpo y la mente se preparaban para el dolor.

Vertiginoso y sin peso recorrió el pasadizo que llevaba al despacho de Gilda.

Aleardo Tiragallo, uno de las tres batas blancas que la mañana anterior lo habían sometido a asedio a causa del obispo empapado, vio a Ugolino entrar en el despacho de la doctora Costabruna. Cerró la puerta a sus espaldas y, respirando como un hombre tras una carrera, se sentó ante el escritorio ordenado de ella.

En el bloque amarillo de las notas observó: Doctor Tartamella, 17 horas.

Cuando el comisario Ferfuzio entró, Ugolino había recuperado la compostura.

Fue un niño asimétrico el comisario Manlio Ferfuzio. Según iba creciendo, las asimetrías se habían ido acentuando y con la madurez se habían vuelto casi insoportables. Pero el investigador se había acostumbrado al estupor que suscitaban sus formas y así, tras sufrir hasta las lágrimas en su adolescencia y padecer cada vez menos después, había llegado a aceptar toda clase de manifestaciones ante su rostro descompuesto, reservándose el llegar hasta su interlocutor siguiendo la vía de las palabras, que escogía con puntillo.

Tampoco Ugolino pudo evitar un estremecimiento de asombro ante aquellos rasgos en desorden que se movieron para decirle:

—Profesor Stramini, he sabido que la doctora Costabruna era persona muy querida por usted, a la que tenía en muy alto concepto y que sentirá su añoranza. En cuanto a su actual flema, que sin duda no consigue explicarse, no se preocupe: es una reacción que la naturaleza nos concede ante el dolor, no dejando que lo sintamos todo de un golpe, es normal, en definitiva.

Extrañas aquellas expresiones en boca de un policía y más extrañas aún en una boca tan desarreglada. Al meteorólogo le parecieron realmente extrañas y agudizó su mirada:

—Querida es la palabra, exactamente esa, me era querida... y si le da usted a esa palabra otro significado, entonces se equivocará. Me era querida. No cavile en exceso sobre esa expresión.

El rostro cubista de Ferfuzio descompuso aún más sus propios sentimientos. En un punto podía leerse la compasión, en otro la duda y en otro, la turbación:

—Vamos, profesor, vamos, no sea tan espinoso... yo tengo que saber... saber es mi profesión y mi vocación también. Usted pronostica cosas no acaecidas, yo tengo que saber lo que ha ocurrido, siguiendo una lógica que es la común de la gente honrada.

Ugolino sintió un aleteo de alas en el pecho y una punzada en los ojos. Le pareció un presentimiento, pero un presentimiento tardío y que presentimiento, por lo tanto, no se podía llamar.

—¿Qué es lo que debe usted entender, comisario?

La cara de Ferfuzio se convirtió en un amasijo de escombros:

—Gilda Costabruna ha muerto en su bañera.

—¿Cómo?

—Un ataque, tal vez. Pero una vecina oyó un grito, mejor dicho, una exclamación: un largo ¡Noooo! La ventana del baño estaba abierta.

El pronosticador seguía manteniendo el control sobre sí mismo y no se lo explicaba. ¿Por qué no se retorcía? ¿Por qué no aullaba ante la idea de aquel baño que ella se estaba dando para él? Tal vez sí... era la anestesia concedida en el caso de un dolor excesivamente grande, y la propuesta del comisario no le pareció absurda: el policía le invitó a cenar.

Junto a las palabras, el de la comida era uno de los pocos caminos que Ferfuzio tenía a su disposición para llegar al corazón de alguien.

Una hora más tarde estaban quitándole la piel a una lubina, uno frente al otro, en una mesa del restaurante La Espina, donde el comisario era conocido y no suscitaba curiosidad entre los camareros.

—¿Sabe, profesor, cómo se distingue una langosta hembra de una langosta macho?

Ugolino estaba distraído y contestó tal y como hacía a ciertas preguntas de Costante:

—Depende. Si está entera lo creo posible, pero a pedazos, sobre una fuente, cocida y aliñada, lo considero arduo. Solo un fanfarrón podría alardear de conseguirlo. La única forma sería la de someter la langosta a examen antes de que acabe entre las manos de cocinero. Yo ya tengo dificultades para distinguir el sexo en el caso de algunos seres humanos, imagínese con langostas, erizos y caballitos de mar... por mí, podrían ser todos hermafroditas.

—Pues hay una manera: basta con conocerlas un poco.

Stramini no quiso replicar. Era evidente que aquella historia de la langosta tenía alguna finalidad y que Ferfuzio era un policía barroco.

—Verá, profesor, trabajé como guardián de faro cinco años, durante la universidad. En el faro estaba solo, tenía tiempo para estudiar y pescar. Con las nasas cogía langostas. Animales adormecidos, se diría, de inteligencia inferior a langostinos y bogavantes que parecen mucho más vivaces. Pero no es más que apariencia, créame: langostinos y bogavantes son superficiales y vanidosos.

Ugolino, callado, seguía sin explicarse por qué no sufría por Gilda y separando la carne de las espinas, mientras Ferfuzio proseguía:

—En definitiva, que, a fuerza de insistir, acabé por descubrir que las hembras de la langosta, de apariencia soñolienta, soñolientas no eran. Eran las más rápidas en conseguir alimento, eran ingeniosas para proteger a su prole y en el amor llegaban a ser sublimes. Atentas a los detalles, delicadas, sensuales y, lo que más me llamó la atención, discretas, excepcionalmente discretas, sin sombra siquiera de esa impudicia que tienen los animales, ¿me sigue?

El profesor Stramini notó en el bolsillo de la camisa la hojita que había cogido de la mesa de Gilda y se la tendió al comisario. Este la leyó:

—¿Es la escritura de la doctora?

—Yo diría que sí.

—¿Quién es ese Tartamella?

—No lo sé.

—Está escrito diecisiete horas. Son las ocho. Una cita a la que no ha acudido...

Ugolino mantenía la cabeza inclinada y la sentía arder:

—Antes de salir de mi despacho habló de unas llamadas que tenía que hacer... citas que anular, es lo más probable... íbamos a vernos... se lo había pedido después de doce años de indecisiones y ahora usted me dice, con un humorismo solo Dios sabe cuán fuera de lugar, que la doctora era como una langosta... ¿es eso lo quería decir, verdad?

Aquel fue el primer momento en el que sintió la ausencia de Gilda y la garra peluda del dolor lo golpeó, atenazándole el estómago con tal violencia que tuvo que levantarse de repente y correr hacia los servicios. La muerte no es amiga de alimentos.

Ferfuzio, en una parte de la cara, estaba consternado. Pero sabía que las cosas funcionaban así, gradualmente. Llamó al camarero, pagó y aguardó el regreso de Ugolino

Sin embargo, de los servicios no salía nadie. El comisario se acercó a la puerta y oyó sollozos infantiles y algunas arcadas.

 

 

 

 

(Este texto corresponde al primer capítulo del libro La loca bestialidad, de Giorgio Todde que, traducido por Carlos Gumpert, fue publicado por la editorial Siruela)