Tengo sed. Me has quitado las praderas del norte,

regadas por arroyos de respeto y cariño.

Tengo frío. Te has ido con el sur de mi alcoba,

dejándome las huellas de tu hielo en mi cuerpo.

No sé qué hacer. La vida me parece una tumba

donde me has enterrado viva, una oscuridad

irrespirable, un túnel sin salida, una muerte

prolongada, el vacío, la ausencia, el desamparo.

Me siento tan vencida por tu odio, tan débil,

tan aterrorizada y tan inexistente,

que no puedo llorar, ni llamar por teléfono

a mis padres (que acaso me dirían: “Aguanta,

que por algo naciste mujer”), ni hacerle señas

a la vecina desde la ventana. Me quedo 

acurrucada en un rincón del dormitorio

esperando que vuelvas y sigas arrasando

con gestos de desprecio, con golpes y con gritos

aquel campo de amor que cultivamos juntos.