La consagración como gran escritor parece haberle llegado a Chirbes tras la publicación de sus dos últimas novelas: Crematorio (2007) y En la orilla (2013), con las que ha obtenido –entre otros- el Premio de la Crítica. La primera apuntaba a una grave crisis económica y moral que, todavía larvada, estaba a punto de estallar, mientras que la segunda no hacía más que confirmar y completar el certero diagnóstico. Antes nos había proporcionado obras de indudable valor, desde la prometedora primera novela corta, Mimoun (1988), hasta el díptico formado por otras dos piezas de semejante intensidad: La buena letra (1992) y Los disparos del cazador (1994), o la novela generacional que es Los viejos amigos (2003), aunque todas ellas posean una notable entidad. De lo que se trataba, en suma, era de dejar constancia de setenta años de historia española, de lo público y lo privado, de la educación sentimental y la política, los negocios y la intimidad, destacando una serie de hechos que gran parte de la sociedad española, encabezada por los dirigentes políticos, parecía haber olvidado. No olvidemos que para Chirbes, como para Balzac, la novela consiste en contar la vida privada de las naciones, frase que nuestro autor ha recordado en más de una ocasión[1]. Por tanto, nos hallamos ante un empeño narrativo que podría encuadrarse muy bien en la tradición de los Episodios nacionales, uno de esos grandes relatos que abarcan toda una época, a pesar de que los teóricos de la posmodernidad nos hubieran anunciado no sólo su fin sino su falta de sentido.

            Rafael Chirbes nació en 1949, en Tavernes de la Valldigna, un pueblo de Valencia situado en la comarca de la Safor. La suya era una familia obrera en un mundo de calculadores campesinos, como él mismo nos ha recordado, vinculada a Denia (“el Mediterráneo de mi infancia fue el de Denia”), donde vivía el abuelo. Quizá porque su padre, peón de vías y obras, murió cuando él tenía 4 años. Su madre trabajaba de guardabarreras y tras la guerra fue depurada. En una de las entrevistas que ha concedido, confesaba que su infancia estuvo llena de miedos y pudores. Cuando Rafael contaba sólo 8 años lo enviaron a estudiar a un colegio de huérfanos de ferroviarios, primero en Ávila y luego en León, como le ocurre a Rafael del Moral, el personaje de La larga marcha. Después, estuvo interno en Salamanca, donde sus compañeros solían ser hijos de la burguesía local, rompiendo con la igualdad que imperaba en las anteriores instituciones escolares. El radical cambio de paisaje y de clima, el frío seco de Ávila y el húmedo de León, y la separación de su familia, le resultó en parte trágico pero también excitante, como él mismo ha explicado. Este temprano alejamiento supuso además un cambio de lengua, pues el castellano se convirtió en su vehículo de cultura, al margen de que la lengua familiar hubiera sido siempre el valenciano.

            Los estudios universitarios los realiza Chirbes en Madrid, licenciándose en Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense. Durante esos años forma parte de un grupo de estudiantes de izquierdas denominado `El Seminario´, en el que también participan el que luego sería crítico literario y editor, Constantino Bértolo, el editor y articulista Manuel Rodríguez Rivero y Ana Puértolas, periodista de viajes, hermana de la escritora y musa del grupo. Pero en 1973, tras realizar el servicio militar, trabaja en diversas librerías de Madrid, hasta que en 1977 es contratado en Fez como profesor de Lengua e Historia española. Allí permanecerá dos años y de aquella experiencia surgirá Mimoun, cuyo narrador comparte algunas de las experiencias del autor. Cuando en 1979 regresa a España, colabora en diversas revistas del grupo Z, residiendo tanto en Madrid como en Barcelona, hasta que en 1982 un contrato en El Ideal Gallego lo traslada a La Coruña. Su siguiente trabajo periodístico lo lleva a La Gaceta Ilustrada, pero en 1984 entra a formar parte de la revista Sobremesa, donde permanece hasta el 2007 escribiendo reportajes sobre vinos y ciudades, de donde provienen sus libros Mediterráneos (1997), en el que recorre ciudades como Creta, Estambul, Lyon, Venecia, Alejandría o Roma, que es otra manera de reencontrase con sus orígenes, “el mar color de vino de Homero”; y El viajero sedentario. En Ciudades (2004) nos cuenta sus viajes por metrópolis de todo el mundo, como Pekín o Leningrado. Durante estos años cultivó, además, la crítica literaria en las revistas Ozono y Reseña, en donde coincide con el crítico Santos Alonso, defensor temprano y constante del valor de su obra.

            Tras desempeñar varios oficios en diversas ciudades, a las citadas habría que añadir París, abandona definitivamente Madrid para instalarse en Valverde de Burguillos (Badajoz). En una entrevista que en 1992 le concede a Sofía Flórez, ésta le pregunta por qué se ha alejado de la capital, a lo que Chirbes responde: Madrid “es una ciudad donde trepas o te hundes, y sin ganas de inclinarme por ninguna de las dos perspectivas” se va a vivir a Extremadura y encuentra tiempo para escribir, aunque “tampoco se soluciona nada con irse”. En un momento dado regresa definitivamente a Beniarbeig (Alicante), donde sigue viviendo. Si bien debido a su trabajo como periodista y escritor ha recorrido numerosos países, tras hacer balance reconoce que no se cansa de volver a Valencia, París, Roma, Nápoles, Salamanca y Fez.

            Chirbes confiesa escribir desde siempre, pues ya a los 5 años compuso un cuento, aunque comenzase a publicar tarde. Así, cuando en 1988 aparece Mimoun tiene en su haber otra novela, Las fronteras de África, que ha permanecido inédita. En aquella fecha ya empezaba a ser conocido en el mundo de las letras por sus trabajos de periodista y crítico literario. Tenía entonces 39 años y se identificaba con aquellos que Haro Tecglen denominó la generación bífida con motivo de la muerte de su hijo Eduardo Haro Ibars, aun cuando Chirbes no fuera de los que se acomodaron al poder, ni tampoco de los que se autodestruyeron, pues se ganó la vida como redactor y periodista, mientras iba componiendo poco a poco sus novelas, alejado de festejos literarios y sin gozar apenas de éxito, más allá del respeto de unos pocos lectores y de unos críticos que apostaron por su obra, hasta la publicación de Crematorio (2007), su definitivo reconocimiento en calidad de narrador imprescindible.   

            Con Mimoun fue finalista del Premio Herralde, que concede la editorial Anagrama, el mismo año que lo obtuvo Vicente Molina Foix con La quincena soviética. Cuenta la aventura que emprende un hombre que abandona Madrid en busca de paraísos perdidos, instalándose en Marruecos, donde consigue una modesta plaza de profesor en un instituto de Fez, mientras vive en el pequeño pueblo que da título al libro, cuyo nombre real es Oulad Mimoun, fuera de las rutas turísticas, con el fin de obtener la tranquilidad que necesita para escribir una obra literaria. Pero su experiencia se convierte en un descenso a los infiernos en los que Manuel, el protagonista, un personaje tan perplejo como indeciso y carente de voluntad, se enfanga en el alcohol y en las esporádicas relaciones sexuales, a veces colectivas, que mantiene con hombres y mujeres, con prostitutas. 

            Las expectativas de Manuel, en fin, no se cumplen, pues apenas consigue escribir, y finalmente tiene que abandonar la urbe, tras el miedo que le produce la muerte de un amigo francés, poeta, quien aparece muerto, quizás asesinado, y las amenazas que recibe. Lejos del fulgor y el cosmopolitismo con que se nos suele pintar Tánger, aquí Marruecos aparece como un lugar inhóspito y misterioso, repleto de tipos obsesionados con el sexo y el alcohol, más en la línea de Mohamed Chukri o Gean Genet que en la de Paul Bowles, muy lejos de aquel paraíso con el que Manuel había soñado. La novela corta, escrita en un lenguaje descarnado, aunque a rachas de un lirismo contenido, en el que no sólo el léxico francés sino el árabe gozan de una presencia singular, está plagada de antihéroes, ya se trate de profesores, ya de criadas, policías, poetas o campesinos. Pero, además, la ciudad, el paisaje y el clima, árido y lluvioso, también adquieren su parcela de protagonismo junto con los espacios cerrados, sean éstos casas o tabernas cochambrosas.

            En la lucha final (1991), su siguiente obra, encontramos cambios significativos, pues abandona el relato lineal, se vale de un protagonista coral y utiliza diversos materiales para construir la narración, tales como testimonios, los dos monólogos con que concluye la primera parte, las páginas del diario de Ricardo, fechado entre 1984-1986, con el que arranca la segunda, y las primeras páginas de la novela de éste. Quizá sea hoy su novela menos valorada, aunque suponga un paso importante en su trayectoria narrativa al indicar el camino que seguirá. Aquí se vale de la perspectiva múltiple, si bien destacan tres personajes: Carlos, con casa en la Moraleja, es el más acaudalado, solo y el que tiene más miedo del grupo; Amelia, asesora en una editorial, se revelará muy ambiciosa, una mujer rubia de 40 años que odia el capitalismo pero disfruta todo lo que puede de sus ventajas, “una muñeca rusa que esconde siempre a otra Amelia”; y Ricardo Alcántara es un farsante acorralado tanto en su faceta de hombre, siendo homosexual engatusa a Amelia, como en la de escritor, puesto que plagia.

            La novela está contada por un narrador innominado, amante actual de Amelia, de quien sabemos que es un escritor algo más joven que el resto de los personajes, a quienes observa y oye en sus testimonios con una cierta distancia para poder narrar su historia, que se convertirá en su segunda obra, lo que un posmoderno de hoy tacharía de novela reportaje. El desarrollo de la trama sigue la reconstrucción de los principales avatares del grupo de amigos, quienes en la universidad habían formado parte de grupúsculos de extrema izquierda. A los personajes citados habría que añadir: Pedro Ruibal, escritor y amante fracasado; José Bardón, de 43 años, catedrático de literatura y autor de éxito, de origen humilde, y Concha, su nueva esposa; Brines, un galerista de arte, bisexual, que trabaja para Carlos, pues ambos fueron pilaristas; Brull, amigo de Carlos, funcionario de la Comunidad Europea en Bruselas; y Santiago, el auténtico marginal, un camello que se ha prostituido y cuyo papel en la novela es el de “vengador del orgullo social que detectaba en ellos”, en los miembros del grupo. Todos bullen en esta pequeña colmena y quieren medrar, o al menos mantener sus posiciones, si bien el regreso de Ricardo trastoca el orden establecido.

Esta narración posee componentes líricos y metaliterarios, al proponer una serie de reflexiones sobre el éxito y el fracaso artísticos, el poder del mercado, etc.; al tiempo que confronta diversos modelos de escritor, aunque todos ellos terminen revelándose como un chasco en distinto grado. El narrador se vale, en fin, de sus testimonios, de una polifonía de voces distintas que se complementan, para componer la novela. Lo que Chirbes muestra, en suma, son varios fraudes, ejemplificados en la transformación ideológica de unos individuos que salieron del franquismo siendo rebeldes y acabaron vampirizados por el poder, adoptando una moral pragmática e hipócrita. Pero también rememora la educación sentimental de una generación: la amistad, el sexo, el amor y la atracción irracional, junto con la ingestión de alcohol, de cocaína y heroína con que trafican Ricardo y Santiago. La novela tiene algo de rompecabezas, de relato policíaco, en donde el misterioso narrador actúa a la manera de un detective, al indagar sobre unos hechos que pivotan sobre las consecuencias que trajeron consigo el regreso a Madrid de Ricardo y Silvia, y después el asesinato de Carlos, aun cuando ya no fueran aquellos viejos amigos de antaño.

            Así, al concluir el relato conocemos cómo se ha producido la toma de conciencia de que: “En esta época una clase social solo puede entrar en otra a punta de navaja”. La acción transcurre en el Madrid de los años 80, una ciudad con poco espacio para el idealismo. La estructura resulta atípica y sorprendente, organizada en tres partes desiguales, compuestas por 108, 44 y 21 páginas, respectivamente, y un breve epílogo. Aunque el título de la novela provenga de la letra de la Internacional (“Agrupémonos todos,/ en la lucha final”)[2], tal vez –en esta ocasión- quiera indicarnos que la batalla que libran los personajes sea por adaptarse y triunfar dentro del sistema político y social imperante (gobierna el PSOE), no en favor de la igualitaria revolución comunista, que también fue un fiasco, y no menor, a pesar de sus intenciones iniciales. En fin, podríamos concluir que en la elección misma del cuadro de Otto Dix que aparece en la cubierta del libro, conocido como “Tríptico de la gran ciudad” o “Metrópolis” (1927-1928), se hallan las intenciones fundamentales del autor. Se trata de un retablo profano, de una danza de la muerte que nos muestra el mundo escindido de la República de Weimar años antes de la ascensión de Hitler, las diversiones de los locos años veinte y el disfrute de las nuevas músicas y bailes, mientras asoma todavía la miseria que dejó tras sí la Gran Guerra. Otra de las novedades de esta novela consiste en que se cita por primera vez al pintor Francis Bacon (pp. 11 y 182), quien reaparecerá en distintas obras del autor.    

            Sus dos siguientes narraciones, La buena letra (1992) y Los disparos del cazador (1994), publicadas de forma independiente en su momento, fueron recibidas como el haz y el envés de una historia semejante contada en un mismo género, la novela corta de Mimoun, que no volvería a utilizar. En el 2013, Chirbes ratifica el sentido de aquel vínculo editándolas juntas en un solo volumen en forma de díptico, bajo el título de Pecados originales (edición por la que cito), y encabezándolas con un sustancioso prólogo, en donde afirma: “Sobre todo, quería dejar constancia de eso: de la tremenda ilegalidad sobre la que se asentaba cuanto estábamos construyendo” (p. 9). No en vano, en La buena letra Chirbes les proporciona voz por primera vez a los vencidos en la guerra civil. Ana, la narradora y protagonista, es una anciana que toma la palabra para contarle a Manuel, su hijo, convertido en un desclasado y tosco negociante, la trágica historia de la familia, con el propósito de que entienda por qué se niega a vender la casa en que ha transcurrido gran parte de su existencia, y en donde sus descendientes pretenden construir un edificio nuevo con que enriquecerse. Sin embargo, Ana recuerda y escribe también para ordenar y entender su pasado, los años de la República, la guerra y las primeras décadas de la postguerra (“años de frío y oscuridad”), y dejar constancia del sufrimiento de los suyos, de su lucha por la supervivencia, del ansia de venganza que trajo consigo la Victoria. Su hijo, en cambio, coetáneo del autor, necesita olvidar el pasado familiar para poder relacionarse con los vencedores y medrar a su amparo, de ahí que no entienda la vinculación de su progenitora con aquella vieja vivienda, el valor que posee como símbolo de su identidad y memoria.

            El relato se compone de un monodiálogo de la narradora y protagonista formado por 55 brevísimos capítulos (a partir del décimo noveno van adelgazándose), con las trazas de una confesión laica, de un testimonio que adopta la forma de un balance vital. De este modo, lo que Ana cuenta es la historia de esas trágicas décadas en Bovra, un topónimo inventado que sitúa en la región valenciana, el cual reaparecerá en otras obras posteriores. A este propósito, Chirbes baraja a la perfección la historia general, el mezquino franquismo del lugar y la deslealtad familiar, esto es, cómo dos hermanos republicanos, Tomás Císcar, el marido de Ana, un calzonazos, y Antonio, miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas, fueron encarcelados, siendo el último condenado a muerte. Pero cuando a Antonio le conmutan la pena y regresa al pueblo, una vez casados Tomás y Ana, su extraña actitud acaba trastocando las relaciones familiares. No en vano, se siente atraído por su cuñada, y ella –aunque de manera discreta- tampoco se muestra del todo indiferente. La aparición de Isabel, una criada que ha trabajado en Londres y peca de delirios de grandeza, quien se casa con Antonio, supone una nueva vuelta de tuerca en las relaciones turbias que mantienen todos ellos, pues este matrimonio abusa de la generosidad de los suyos, e incluso acaba medrando junto a los vencedores e ignorando a sus cuñados, que les habían ayudado cuando más lo necesitaban.

            Casi todos los estudiosos que se han ocupado de esta obra han llamado la atención sobre su forma, los intensos y breves capítulos, y acerca de un estilo literario sustentado en la fragmentación del relato, en la elipsis, junto a la importancia que tiene el fraseo propio de la narración oral, a lo que habría que añadir una cierta vinculación con los dramas rurales, en la estela de Lorca. La novela, en su esencia, apela al presente, a aquellos primeros años noventa en que el país se creía Jauja, olvidándose de lo que realmente era, y sobre todo de dónde veníamos. La novedad mayor estriba en la acertada supresión del último capítulo de la novela, según el cual “el tiempo acaba ejerciendo cierta forma de justicia (…), acaba poniendo las cosas en su sitio”. Diez años después el autor considera semejante idea “una filosofía inaceptable, por engañosa”, habida cuenta de que el tiempo agranda las injusticias.

            De Los disparos del cazador (1994) podría decirse que constituye el envés de su anterior novela corta, al mostrar el mundo de la postguerra desde el punto de vista de Carlos Císcar, un constructor arribista que ha traicionado a los suyos. Su padre es un maestro represaliado, pero él se casa en 1945 con Eva Romeu, heredera de un empresario franquista. Dado que su hijo Manuel, educado en Francia, se avergüenza de sus logros, Carlos deposita sus esperanzas en Roberto, el nieto. Este relato se presenta como el diario que escribe el narrador durante el año olímpico de 1992, ya en la vejez y una vez viudo, para dejar constancia de su vida y, además, rebatir la versión escrita por Manuel en un cuaderno que ha encontrado fisgoneando, del que sólo conocemos breves fragmentos, suficientes para que dudemos de la versión única impuesta por el narrador. No en vano, Carlos se hace rico con negocios fraudulentos durante el franquismo y presume de haber tenido dos amantes, cuyas relaciones cuenta a veces con detalle. En suma se trata de un conflicto triple, al ser tres las generaciones en danza: la de los padres de Eva y Carlos; la suya propia y la de sus hijos. Así, Císcar cuenta desde la soledad, la decrepitud y el fracaso, con la conciencia de haberse equivocado en lo que más apreciaba. El tono en que narra, reconoce el autor, es “de desolación absoluta, de no esperar nada, si bien posee el orgullo de estar `contando´”. En la novela se plantean los temas principales a los que se enfrentó su generación, como ha apuntado Chirbes, en un momento en que el poder cambiaba de manos, con la certeza de que no hubo entonces nadie inocente y de que todo ascenso social se produce traicionando a los predecesores; la conciencia de una falsa modernización y su necesidad de olvidar.  

            Aquí vuelve a abordar la cuestión de la clase social, de la educación, los gustos y las formas de vida, que es lo que separa al advenedizo Carlos, hombre sin sustancia, y a su amigo y cómplice en los negocios, el zafio Jaime Ort, de Eva y Manuel. Si para Ana, en La buena letra, el recuerdo de la historia familiar es casi el único legado que puede dejar a su hijo; Císcar, en cambio, necesita justificarse, edulcorar los recuerdos. Los temas de la novela son, en definitiva, la ambición, la carencia de amor y el deseo, junto a la muerte, la vejez y sus lacras, mientras el triunfo económico y social trae consigo el fracaso familiar. El título, la referencia a esos disparos, símbolo de crueldad, remite al sentido último de esta nouvelle, pues Carlos, un depredador amante de la caza como tantos otros personajes de Chirbes, se siente frustrado al comprobar que sus cínicos descendientes se han beneficiado económicamente de sus actividades fraudulentas, aunque ahora finjan haber olvidado su procedencia. En 1999, La buena letra y La larga marcha recibieron en Alemania el Premio SWR/Die Bestenliste (La mejor lista), convocado por una cadena de radio y concedido por un jurado de prestigiosos críticos, por el que recibió algo más de 10.200 euros.  

            En La larga marcha (1996) la narración no es ya en primera persona, sino en tercera, una tercera persona compasiva, como la ha denominado el autor, tras concederles voz a los distintos personajes. Estamos ante otra novela coral. ¿Por qué este cambio con respecto a sus obras anteriores? Según confiesa, intentaba crear tensión y emoción literaria relatando en tercera persona pero sin creerse Dios, como solía ocurrirles a los narradores del XIX, convencido de que tampoco ellos podrían transformar el mundo con sus obras. La novela cuenta la historia de dos generaciones: la de los padres y sus hijos; la vida cumplida de los primeros y el acceso a la madurez de los segundos. Mientras los mayores habían vivido la guerra y sus consecuencias, la Victoria; sus descendientes padecen los estertores del franquismo, y si aquellos aspiran a sobrevivir, los más jóvenes albergan esperanzas de libertad. La segunda parte, además, adopta las hechuras de una novela de formación, pues nos relata cómo se forma la sensibilidad de una generación, sus gustos, lecturas e inquietudes. La trama arranca en un pueblo de Galicia, durante 1948, mostrándonos un cuadro alegórico a partir del retrato de tres generaciones de la familia Amado y el nacimiento de un niño, Carmelo, y concluye a comienzos de los 70 con su detención, la de aquellos seis jóvenes que componían la célula de Alternativa Comunista.  

            Tanto el título del conjunto como el de las dos partes debe leerse en clave irónica, pues esa larga marcha (o “gigantesca ola” que genera la revolución) hacia la democracia, en alusión a una de las disparatadas empresas auspiciadas por el presidente Mao, parece dirigirse a ninguna parte, hacia la nada. Así sucedería también con “La batalla del Ebro” y “La joven guardia”. No en vano, el primer título remite a la confrontación decisiva de la Guerra Civil –son varios los personajes que luchan en el frente de Aragón- y que supuso el principio del fin de la República (se desarrolló entre julio y noviembre de 1938), mientras que el segundo se refiere al himno de las organizaciones juveniles comunistas, cuyo estribillo rezaba: “Es la lucha final que comienza/ la revancha de los que ansían pan;/ en la revolución que está en marcha/ los esclavos el triunfo alcanzarán”. Chirbes ha afirmado que el libro podría haberse titulado Padres e hijos, como la obra de Turguéniev.  

            Esta es, por tanto, una novela de personajes, la historia fragmentaria de siete familias, con sus correspondientes protagonistas: los Amado, campesinos gallegos, su hijo Carmelo; los Vidal, el padre era peón ferroviario en Bovra, Valencia, cuya historia procede de La buena letra; Del Moral, un limpiabotas que había hecho la guerra con Franco, residente en Salamanca, y que acaba arrojándose a las vías del tren, y sus dos hijos, uno de ellos, José Luis, estudiará en un internado en León, donde coincide con Raúl Vidal, trasunto del autor; Vicente Tabarca, quien practica abortos, un médico republicano represaliado que había estado condenado a muerte, el cual en dos ocasiones tendrá que sacrificar su dignidad para sobrevivir, y sus dos hijas, Alicia y Helena, muy distintas entre sí; Coronado, vendedor ambulante y estraperlista en Madrid; los hermanos Roberto y Gloria Seseña, aristócratas madrileños arruinados, por lo que ella se casará con Ramón Giner, un arribista; y, por último, José Pulido, jornalero andaluz. En la primera parte, pues, el autor presenta a los personajes, su historia y problemas durante la postguerra, tales como el desarraigo, el fracaso de sus expectativas o las concesiones que tienen que hacer para sobrevivir, de modo que a veces se proyectan –así le ocurre a Vicente Tabarca- como sombras, fantasmas  e incluso cadáveres. 

            La segunda parte, en cambio, transcurre en Madrid y está protagonizada por sus descendientes, quienes acaban relacionándose, compartiendo incluso carrera, piso, tertulia y sobre todo destino. Chirbes rompe con el mito de la dos Españas desde el momento en que vencedores y vencidos, trabajadores y burgueses, sufren las consecuencias de la guerra. Todo ello se presenta a través de una narración realista, aunque se valga de símbolos como el pantano, las manos, los perros o los nombres de los personajes, con el fin de insuflarle profundidad a la historia. El estilo es resultado de lo que se quiere contar, pues compone la trama mediante secuencias y ritmos, prescindiendo del punto y aparte, para que funcionen los capítulos como si de poemas se tratara, apostando por un tipo de narración, cercano a los relatos orales, en el que la música interna pueda llegar a sostener el conjunto, según ha confesado el autor.

El cuadro de Juan Genovés que aparece en la cubierta, un artista que no sólo comparte poética con Chirbes sino que también ha declarado su simpatía por quienes sufren la historia, titulado de forma elocuente “Punto de mira II” (1966), está estrechamente relacionado con el contenido de la novela y su mismo título, pues en él observamos a unos personajes que se dirigen, como ha comentado el pintor, “hacia cualquier espacio donde haya un poco de armonía, donde haya un ideal de justicia”. Nos encontramos, pues, con una circunferencia de aspecto lunar, efecto reforzado por las sombras que la envuelven, inscrita en un cuadrado de fondo negro que hace las veces de marco, en donde se distingue a una multitud despersonalizada –semejan hormigas– que parece correr hacia la derecha –quizá se trate de una huida sin rumbo cierto–, todo lo cual es visto a través de un punto de mira, un teleobjetivo o una cámara de vigilancia a la manera orwelliana, como si esa muchedumbre se alejara de alguien que la acosa y amenaza... Asimismo, la circunferencia aparece dividida en cuatro partes, a la manera de una cuartilla que ha sido plegada y desplegada dejando en ella sus marcas. Se trata, en suma, de un cuadro monocromo, conceptual, que posee una clara dimensión alegórica, en donde una masa de gente anónima huye[3]. Acaso el sentido último del libro se complete un poco más si sabemos que Chirbes se lo dedicó a cinco compañeros de su época universitaria.

            Dos hechos extraliterarios vinieron a condicionar la recepción de esta novela; por un lado, la polémica entre diversos críticos y escritores españoles; y por otro, los elogios que le dedicaron en el prestigioso programa de televisión alemán Literarisches Quartett, en 1998, dirigido por el crítico Marcel Reich-Ranicki, con el consiguiente éxito de ventas. El paso del tiempo no ha hecho más que subrayar lo gratuito del alegato del crítico que inició el debate, pues la novela de Chirbes se entiende mucho mejor en el contexto de la evolución experimentada por la sociedad y la narrativa española de las últimas décadas, así como del conjunto de la obra de nuestro autor.

            La acción de La caída de Madrid (2000) transcurre durante un tiempo reducido, entre las 6 de la mañana y las 8 de la noche del 19 de noviembre de 1975, el día anterior a la muerte de Franco. Se trata de otra novela coral, en donde se cuenta la historia de tres generaciones de personajes, en tanto el narrador les va cediendo la voz y el lector va adquiriendo una visión múltiple y contradictoria de aquel momento; los miedos y expectativas que este suceso supuso para unos y otros, ya fueran partidarios o enemigos del régimen, junto a sus respectivas historias personales. Por un lado, la trama gira en torno a la familia de José Ricart, partidarios todos ellos –aunque con matices- del franquismo, excepto Quini, el nieto más joven, cuyo patriarca, un empresario vinculado al régimen, se dispone a celebrar su 75 cumpleaños. Estrechamente vinculado a Ricart, aparece el más temido comisario de la brigada político social, Maximino Arroyo. Por el contrario, entre los miembros de la oposición podemos distinguir tanto a estudiantes de distinta condición social como a los miembros de una célula de obreros, unos militantes del PCE y otros de Vanguardia Revolucionaria, quienes forman el comando que intenta sabotear el metro, y el tránsfuga Taboada; aparte de los profesores y artistas: Juan Bartos y esposa, la pintora Ada Dutruel, y Chacón, el escritor y profesor regresado del exilio, trasunto de Max Aub.

            En un momento dado descubrimos cierta interrelación entre los personajes que componen los distintos grupos. De todo este entramado de intereses da cuenta la novela de Chirbes: del cúmulo de contradicciones acaecido en estos años clave en que el poder parecía a punto de cambiar de manos. En la novela se plantean cuestiones fundamentales: la serie expectativas que genera la inminente muerte del dictador; el origen de las fortunas que se gestaron durante el franquismo, producto de la corrupción; la conciencia de que está empezando a desaparecer la España de la que Ricart y Maxi han formado parte; los métodos que utiliza la policía política; la formación intelectual de los estudiantes, y las ideas y actividades contra el régimen de los grupos que componen la oposición. Se muestra también las tensiones que se generan entre las familias adeptas al régimen, y las disensiones entre la oposición; además de la vinculación del patriarca con su esposa, Amelia, enferma de Alzheimer, y de Maximino con su esposa y amante, la prostituta Lina; en suma, los amores de los jóvenes y los deseos de los adultos.

Uno de los mayores aciertos de esta obra consiste en dejarnos oír hablar, explicarse, a los distintos personajes: el abuelo Ricart; su esposa enferma, delirando; su impagable nuera Olga Albizu; el tosco policía Maxi; el charlatán Taboada; la boba Margarita, toda muslos y rodillas; el ingenuo Lucio y el irresponsable Quini. Casi al final de la novela, Quini se pregunta quién es y qué quiere ser. El caso es que si la narración se inicia con las cuitas de José Ricart por el anuncio de la inminente muerte del dictador, concluye con la detención de los militantes izquierdistas. El título de la novela, por tanto, no creo que se refiera a la caída de una ciudad (aunque juegue con títulos memorables que aluden a la caída de Constantinopla, el imperio romano o Leningrado), sino al de la célula revolucionaria, al concluir con la detención de Lucio, tras contarnos la tortura y el asesinato de otros militantes.

            En Chirbes la reflexión teórica y la práctica narrativa aparecen estrecha y coherentemente unidas, por lo que todas las preguntas que se formula (por qué y para quién se escribe; cuál es el papel de la novela en estos tiempos tumultuosos), adquieren cumplida respuesta en sus narraciones. Los ensayos recogidos tanto en El novelista perplejo (2002) como en Por cuenta propia. Leer y escribir (2010), resultan imprescindibles en este sentido. De ahí que nuestro autor no sea más que un novelista perplejo (la suya es la perplejidad del que no sabe y utiliza la novela para investigar y conocer), quien, sin embargo, conoce lo que debería ser hoy una novela, además de su propia tradición narrativa.

            Voy a detenerme algo menos en sus tres últimas novelas, tras dedicarles unos análisis recientemente[4], a saber: Los viejos amigos (2003), la cual completa una trilogía compuesta por La larga marcha y La caída de Madrid, a la que habría que añadir En la lucha final; todas ellas publicadas en la misma editorial entre 1991 y el 2003, con el empeño de reescribir la historia de las últimas décadas y de luchar contra el olvido generalizado y la lectura complaciente de algunos periodistas, políticos e historiadores. Lo que él ha denominado “esa larga traición llamada transición”. Recordemos, no obstante, que en dicha empresa no ha andado solo, y que otros autores lo han precedido o acompañado; por ejemplo, Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán, Esther Tusquets, Juan José Millás, Manuel Vicent, José María Merino, Manuel Longares, José Antonio Gabriel y Galán, Mariano Antolín Rato, Mercedes Soriano, Belén Gopegui e Isaac Rosa.

Uno de los empeños principales de Chirbes ha consistido en relatar la evolución ideológica de su propia generación, de aquellos jóvenes revolucionarios de los años sesenta que acabaron apoyando una falsa modernización y adaptándose al sistema. Algunos de esos impostores son precisamente los protagonistas de Los viejos amigos. Su realismo, en estas últimas obras, es del mismo tipo que ha defendido el pintor Francis Bacon: “un intento de capturar la apariencia junto con el cúmulo de sensaciones que esa apariencia excita en mí”. En esta ocasión, el narrador convoca a un grupo de viejos amigos a una cena en Madrid. Treinta años antes estos mismos personajes habían llegado de la periferia a la conquista de la capital, formando parte de una célula comunista. El tiempo ha causado estragos en sus vidas y aquellos que lograron sobrevivir se han convertido en un pálido reflejo de quienes desearon ser. En esta técnica de contraste entre lo que anhelaban y lo que son, entre las ideas que defendían y la vida que han acabado asumiendo, se sustenta pues la novela.

            Según van tomando la palabra tenemos la sensación de que se han convertido en voces sin alma, en seres capaces de explicar lo inexplicable, de justificar lo injustificable. Todos ellos tienen sus razones: algunas les sirven para sobrevivir en un medio adverso y como lo importante es seguir viviendo, ya sólo sienten apego por el dinero. Las mujeres se nos presentan como víctimas, aunque los hijos, “cachorros herederos genéticos de una generación famélica”, no lo son menos después de tanto desbarajuste. Así, Pau se convierte en un yonqui sin que su padre se entere, mientras que Lalo y Juanjo, hermanos gemelos, han venido a ser una repetición grotesca de lo que fue Guzmán, su padre.

Con estos mimbres, una vez comprendido que “la vida es lo más fácil de entregar; que el día a día es lo difícil, lo que quema, lo que lo convierte todo en nada”, el desenlace de esta nueva noche de Walpurgis no podía revelarse complaciente. A la resaca espiritual se añade la degradación corporal (esa caldera hirviente del estómago, en el centro), el peso de la edad como metáfora de la degradación moral. Todas estas conductas podrían sintetizarse en una frase de la novela: “Ya nadie hacía lo que creía que tenía que hacer. Mantenerse, tener criterio, había empezado a ser una forma de intolerancia”. Ésta no es una novela de personajes individualizados. Por el contrario, Chirbes pretende mostrarnos arquetipos al servicio de unas tesis claramente expuestas; que sus novelas no resbalen sobre la piel de su tiempo e impacten en el núcleo mismo de la sociedad. O lo que es igual, que la novela vuelva a ser otra vez el vehículo adecuado para una lectura crítica de la Historia. No en vano, a los personajes se les reprocha que quisieran olvidar, “curarse con la medicina del olvido, en vez de aprender con el purgante de la memoria”.

            Crematorio (2007), tal como ocurre con los retratos de Lucien Freud, debería apestar a carne descompuesta. No en balde, la narración arranca y concluye con la contemplación del cadáver de Matías Bertomeu, muerto de cirrosis a los sesenta y pocos años, excusa que utiliza el autor para reactivar la memoria del resto de los personajes. Todas estas novelas contemporáneas, compuestas por Chirbes a la manera galdosina, oscilan entre la tradición literaria y la vida, entre el pasado inmediato y el presente, y vienen poniendo en solfa, con atrevida lucidez, la conducta, el lenguaje, los valores morales y la casi inverosímil capacidad de adaptación al medio de los miembros de una generación, la suya propia -“una generación de vampiros”-, y sucesivas, de todos aquellos que desde los años sesenta se enfrentaron u opusieron al franquismo. Tan exhaustos debieron de quedar por el esfuerzo que terminaron adoptando las mismas muecas y retóricas del poder. En fin, la elección para la cubierta del libro de un detalle de un cuadro de Hannah Höch me parece un acierto.

            En trece capítulos sin numerar, y una coda final, el autor muestra la trayectoria de un grupo humano y de sus adláteres, “el zoológico de la familia Bertomeu”, compuesta por tres generaciones, padres hijos y nietos, aunque el protagonismo de estos últimos (Ernesto, Miriam o Félix) sea episódico. Así, la novela está protagonizada, en esencia, por los hermanos Rubén y Matías, presente el primero y ausente el segundo; aquél se ha enriquecido como constructor, mientras éste, un típico exrevolucionario, acababa convirtiéndose en un ecologista solitario. El autor se vale de un narrador omnisciente que va cediendo la voz a los personajes, mostrándonos, mediante el estilo indirecto libre, sus razones o sinrazones. Del contraste y la confrontación de todas estas voces, debe valerse el lector para poder juzgar los acontecimientos e ideas que se pongan en juego. Así, el perspectivismo, la variedad de puntos de vista, la polifonía de voces constituye el fundamento último de este relato, en el que cada cual se muestra y explica desde su propia psicología, en absoluta libertad, como no podía ser menos.

            El título de la obra remite, en primera instancia, al holocausto, a la destrucción casi absoluta, arbitraria e interesada, a la carne chamuscada y, en contraposición, a lo que de purificador pueda tener el fuego. Se refiere también al destino último del cadáver de Matías, así como al del resto de los personajes: desde el constructor Rubén, que debe acabar su existencia junto a la boba y se supone que maciza Mónica (una variante discreta de Irina, la joven puta rusa), “el moscardón atrapado por la planta carnívora”, quien cuando concluye la historia está casi a punto de darle un descendiente varón; hasta el joven Ernesto, el tiburoncito de la familia, que anda perdido entre USA y México, cuando fallece su padre, Matías. El título alude, además, a cómo todos ellos han acabado triturando las ideas en las que alguna vez creyeron. La acción transcurre en un espacio inventado, Misent, lugar que, como Benalda, la montaña en la que habita Matías, podría localizarse en la costa levantina. Se ocupa la narración de lo privado y lo público; de lo sentimental y lo laboral, sin olvidarse nunca de la sociedad, y en una perspectiva no sólo española, sino también europea, e incluso mundial. Así, en el desenlace se afirma que la construcción es la mejor metáfora del capitalismo, y que la cocaína (Collado, los mafiosos rusos y la joven Miriam la consumen) la construcción y el capitalismo en su fase última se hallan estrechamente unidos. La confrontación de ideas que surgen en los monodiálogos de los diferentes protagonistas estallará hasta tal punto que cada una de ellas se opondrá y reafirmará en contraposición a las de los demás.

            Resultan fundamentales los capítulos 1º, 5º y 13º, estratégicamente situados, en donde impera el punto de vista de Rubén. En el primero, monodialoga con el hermano muerto y en el último, con su hija Silvia. El constructor es, sin duda, el personaje con más aristas, el más sugestivo y complejo; también el más coherente, el que muestra menos dobleces. De joven tuvo veleidades intelectuales, fundando con sus amigos Montoliu y Brouard un taller artístico, soñando con aunar pintura, literatura y arquitectura, a la manera de la mítica Bauhaus. Y, sin embargo, como ocurre en tantas otras ocasiones, de todas aquellas inquietudes apenas si quedó nada, pues Rubén se enriqueció pronto con la droga, blanqueando sus negocios en la construcción. En el quinto capítulo y en el decimotercero, las reflexiones y la confesión, lúcida y patética, que Federico dedica a la vida y a la literatura (“soy representante de una generación sombría”), son fundamentales; en una novela en la que Juan, partidario del realismo literario, escribe un libro entre biográfico y ensayístico sobre Federico Brouard. Por lo demás, toda la narración aparece trufada de referencias a la arquitectura, la pintura, la literatura y la música como una manera de establecer y señalar el alma de un tiempo, los gustos y la educación sentimental de una época. 

            En verdad, lo que resulta significativo no es sólo que ponga en solfa unas conductas morales, sino también todo un discurso, una retórica, sea de derechas o de izquierdas, sostenida en un lenguaje manido. Es más, Chirbes no se centra en la crítica obvia al capitalismo salvaje, o en la más facilona aún, al PP y sus adláteres, sino que la emprende, sobre todo, con quienes había compartido inquietudes y proyectos, sin duda porque le afecta, seguramente al esperar más de ellos. De este modo, Rubén, el constructor enriquecido, quien en una visión simplista podría parecer el peor de todos, es el más coherente, si no el menos dañino, pues ni utiliza la doble moral, ni finge ser lo que no es, ni se vale del doble lenguaje que emplean los demás. En alguna ocasión se pone sentencioso, como si el autor se sirviera de él para expresar su opinión, de la misma forma que otras veces se vale de Federico.  

            No menos protagonismo alcanza el paso del tiempo, “la rata que se lo come todo”, como ocurre en numerosas novelas contemporáneas. No en vano, a lo largo de la narración se repasan las edades del hombre: desde la madre de los Bertomeu, que anda por los 94 años, hasta los jóvenes bisnietos. En historias de este tipo, sin duda, no puede haber héroes, sólo villanos y bobos, y apenas ninguno se salva. Todos sufren, porque según se recuerda en la novela, sólo los malvados padecen, al ser los héroes “animalitos saludables”. Chirbes los ha diseccionado sin que por ello le tiemble el pulso, sajando el alma y la carne de sus criaturas, para mostrarnos la podredumbre, el fracaso de una generación, su corrupción e impostura, junto con la inoperancia de un discurso y de unas prácticas vitales que han inundado el país de vanos valores, y eso por no hablar de la herencia que nos han ido dejando; unos descendientes, estos –en general- con escasas aspiraciones. Lo que viene contando Rafael Chirbes, en fin, es que tras liquidar aquellas viejas ideas, seguimos esperando que aparezcan otras nuevas con las que poder medirnos, pues sólo los muy tontorrones creen que esos valores sean los que trajo consigo el pensamiento débil, la inocua posmodernidad, o las transformaciones electrónicas de estas últimas décadas.

Como el resto de la literatura de Rafael Chirbes, Crematorio es un ejemplo más de que la ficción, la novela, cuando posee la complejidad necesaria, puede ayudarnos a comprender mejor el pasado cercano, nuestro confuso presente; el alma y el aliento de los tiempos que vivimos. También nos permite observar mejor los hilos de la trama que compone el gran teatro del mundo, la distancia cada vez mayor entre las ideas y su puesta en práctica (Andrés Fernández de Andrada, autor de la Epístola moral a Fabio, había exaltado a aquel que “iguala con la vida el pensamiento”; mientras que Federico Brouard reconoce: “hago en la vida lo que condeno en los libros”), a comprender mejor la conducta de las personas, tal y como enseñó Marx a todos los que quisieron aprenderlo y han optado por no olvidarlo.

El autor viene sometiendo a la sociedad española a un proceso semejante al que los expresionistas, entre ellos Otto Dix (a quien se cita en la narración), aplicaron a la alemana tras la primera guerra mundial. Así, después de treinta años de democracia, o desde la última década del franquismo, si nos situamos algo más atrás, no hay lugar para tanta complacencia, ni esperanza, en una sociedad que ha transformado sus sueños de cambio en un empeño sistemático por destruirlo todo (ahora le toca el turno al paisaje), por sacarle partido económico hasta al último palmo de terreno; una ciudadanía que vive de la mera apariencia, de la gesticulación, sin que se atisben por ahora indicios de cambio alguno. Si nos situamos en el plano de lo privado, el pensamiento de la novela podría resumirse en la siguiente sentencia: “no hay vida que pueda vivirse de forma armónica”. Rafael Chirbes ha acabado resultando uno de los más sagaces herederos de nuestra mejor tradición narrativa, la que proviene nada menos que de Galdós, Valle-Inclán, Baroja y Max Aub, como los cronistas que fueron del tiempo que les tocó vivir. Aunque quizá de quien más cerca se sienta sea del lúcido Miguel Espinosa, quien en una fecha temprana denunció la existencia burguesa cargada de apariencia y gesticulación. En fin, no parece mala compañía, aunque resulte algo exótica en contraste con tanto narrador español pseudocosmopolita y snob. Lo que más aprecio en las novelas de Chirbes es cómo ha logrado aunar pensamiento y estilo, sustancia y forma, en una prosa depurada, mediante una visión distinta y acerada.

En su última novela, titulada En la orilla (2013), con la que ha vuelto a obtener el Premio de la Crítica, aborda la actual crisis, que no ha resultado sólo económica, sino también social y ética. Así, muestra cómo se fue gestando la debacle y de qué forma ha ido afectándonos. La acción transcurre en Olba, un pequeño pueblo cercano a Benidorm, durante el 2010. Sirviéndose de la primera y la tercera persona, el estilo indirecto libre y el monólogo, además de diversas voces que van tomando la palabra, nos ofrece un fresco variado y completo: un microcosmos representativo del conjunto del país. A pesar de que la narración tenga mucho de coral, el peso recae sobre Esteban, un hombre de 70 años cuya ebanistería y negocios inmobiliarios acaban de irse al garete, dejando en el paro a los trabajadores. La novela está compuesta por las reflexiones del protagonista, si bien se presentan contrastadas por los puntos de vista de diversos allegados. Esteban rememora un pasado común para comprender la historia personal, familiar y social; los fantasmas que componen una existencia. Y no está mal recordar aquí que para el autor “la Historia es pura carnicería”. De igual modo, a lo largo de estas cavilaciones hacen su aparición las distintas edades del hombre, aunque se ocupe sobre todo de la muerte, de los numerosos contratiempos que acarrea la vejez, la degradación del cuerpo (“como los cuerpos, las ilusiones mueren y apestan”), y del poder destructor del dinero, motivos todos ellos recurrentes en su obra. Por lo que se refiere al tratamiento del cuerpo, a su envejecimiento y podredumbre, ésta se nutre también de la pintura de Francis Bacon y Lucien Freud, como en su anterior producción.

            El protagonista, al igual que algunos personajes de Robert Musil o Álvaro Pombo, es un hombre sin atributos ni sustancia, hasta el punto de que en un momento dado afirma: “soy un esclavo en busca de amo”. Ni quiso ser escultor de joven, ni ha sentido interés alguno, a diferencia de su padre, por el oficio de carpintero, sólo quería vivir... Y en el terreno de los sentimientos, a pesar de que nunca ha llegado a sentir aprecio por su progenitor, a quien tacha de “oscuro murciélago”, ambos han terminado compartiendo sus vidas, y él cuidándolo. Ni siquiera tuvo fortuna con las mujeres, pues las más cercanas se alejaron de él: ni con Leonor, que triunfa como cocinera Michelín, tras casarse con Francisco, periodista y escritor, su mejor amigo, pero a quien no estima (en algunos aspectos, alter ego del autor); ni tampoco con Liliana, la criada colombiana que atiende a Esteban y a su padre, a la que despide porque ya no puede pagarle, y cuya voz, a veces zumbona, aporta los toques de humor más sobresalientes en la narración. Pero, aunque no sea necesario buscarle antecedentes nobles, sí me gustaría recordar que el lector avezado que es Chirbes reutiliza con sagacidad nuestra tradición literaria, haciéndola suya, sobre todo el motivo calderoniano de la existencia como representación teatral; y en el logrado desenlace, el tema del ubi sunt, remedando las coplas de Jorge Manrique.

Chirbes nos proporciona una visión crítica, pesimista, incluso corrosiva, pero también lúcida, de la condición humana, como antes lo hicieron Miguel Espinosa o Thomas Bernhard: de los perversos mecanismos que rigen el funcionamiento de la sociedad, del triunfo y del fracaso; y de las relaciones personales: de la lucha que mantenemos con la familia, los amigos y los subordinados. O de cómo el mundo aparece gobernado por los pecados capitales: la avaricia, la ira, la lujuria y la gula sobre todo. Por todo lo cual podría emparentarse la narración con la pintura de El Bosco o con algunas obras de Brecht y Kurt Weill. No sorprende, por tanto, que el texto aparezca salpimentado con frases entre lapidarias y sentenciosas, del tipo: “La vida es sucia, el placer y el dolor sudan, excretan, huelen”; “no hay hombre que no sea un malcosido saco de porquería”... Esta obra es una buena muestra de las infinitas y todavía inexploradas posibilidades del realismo, aquí una estética con ribetes expresionistas que echa mano de lo simbólico cuando lo considera adecuado, tal y como ocurre en el tratamiento que se le da al pantano fangoso, próximo a Olba. Además, Chirbes, como casi todos los grandes escritores, cuestiona los usos espurios del idioma, la lucha entre “el lenguaje ideológico que oculta y el enunciativo que desnuda”. En la orilla es una gran novela que no deberían dejar de leer quienes quieran entender mejor el terrorífico arranque del siglo XXI, un tiempo sin dioses, plagado de trepas y seres corruptos, en el que el capitalismo financiero, con la complicidad de los gobiernos conservadores y la pasividad de los socialdemócratas, ha ido acabando con el estado de bienestar. 



[1]. Cf. Rafael Chirbes, “El disfraz de las mentiras”, El Sol, 13 de marzo de 1992.

[2]. En “La joven guardia”, himno francés de las juventudes comunistas, de 1910, adoptado por sus camaradas españoles, se alude también a la lucha final.    

[3]. En la primera parte de La caída de Madrid, en el noveno capítulo, Chirbes, por medio de un personaje llamado Taboada, un abogado demagogo que cambia de chaqueta a lo largo de la narración, se refiere a este cuadro de Genovés en una conversación que mantiene con el obrero Lucio, con quien comparte célula: “Tú y los de tu clase habéis trabajado para que yo tenga un pasado. Con el tiempo seréis un ejército de hormigas sobre la superficie de la luna. ¿Has visto esos cuadros de tu excamarada Genovés [Lucio ha abandonado el PCE para alistarse en un grupo denominado Vanguardia Revolucionaria]? ¿Esas multitudes que son sólo puntos negros que parece que corren en determinada dirección o que se dispersan? Sois vosotros. Vosotros, esa desbandada de silenciosos microbios vistos desde una lente. Nosotros contaremos de qué escapabais y hacia dónde corríais” (p. 155). Lo que Chirbes muestra es que en la actividad clandestina revolucionaria unos hablan y otros actúan, y mientras que éstos arriesgan su vida, los primeros teorizan y consiguen que los obreros acaben desempeñando en la historia el papel que los intelectuales han decidido atribuirles.

[4]. Vid. “¡Sombras..., nada más! Primera lectura de Los viejos amigos y Crematorio, de Rafael Chirbes”, en Augusta López Bernasocchi y José Manuel López de Abiada, eds., La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes, Verbum, Madrid, 2011, pp. 478-488; y “Podredumbre”, El País. Babelia, 2 de marzo del 2013.  Reseña de En la orilla.