También en lo que ambiguamente entendemos como ámbito literario ejerce su labor demoledora el paso del tiempo. Se ha dicho, a menudo, que éste se convierte en el definitivo juez de prestigios y valores. Desaparecido el autor en 1975, la obra de Salvador Espriu ha permanecido a merced de la crítica de las nuevas promociones, al vaivén de las estéticas. No es el tiempo, por consiguiente, el factor que deteriora o afianza una obra, sino la capacidad de ésta para coincidir con los gustos estéticos de quienes le suceden. Una obra aferrada sólo a su propia circunstancia, incapaz de suscitar el interés de otras promociones, acaba convirtiéndose en simple rareza bibliográfica. Pero, ¿cuánto tiempo se requiere hasta percibir la definitiva ubicación de una obra en ese frío, casi siempre, Partenón que se califica como repertorio “clásico”? ¿Puede entenderse como suficiente el paso de una década a la hora de formular una revisión que parece imprescindible? Y convendría cuestionar al respecto si la fecha de la muerte de un autor ha de significar el inicio de este purgatorio al que parece destinada cualquier producción estética o intelectual; si en algunos autores el proceso se ha iniciado ya con anterioridad, durante su misma existencia. Ya en la década de los setenta la obra espriuana había sido contestada por la neovanguardia catalana. La sombra de J.V. Foix resultaba quizás más alargada para las promociones que buscaban los modelos útiles de lo que se entendía como postmodernidad en la tradición poética catalana.

A la poesía de Espriu le perjudicaban seriamente dos circunstancias: haberse convertido en el poeta más popular de su tiempo y haber sido la figura poética emblemática del compromiso o de la “resistencia” antifranquista. En marzo de 1966, por ejemplo, coincidíamos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, tras haber sido sitiados por la policía durante tres días en el Convento de los PP. Capuchinos de Sarriá. Se trataba entonces de la fundación de un Sindicato Democrático de Estudiantes en Barcelona, en cuyo acto intervinieron, entre otros intelectuales y artistas, Jordi Rubio i Balaguer, Tàpies, Joan Oliver, Carlos Barral, Maria Aurèlia Capmany, José Agustín Goytisolo, Agustín García Calvo y Manuel Sacristán, entre un etcétera no excesivamente amplio. Debido a su salud, ya delicada entonces, la permanencia del poeta en los despachos policiales fue breve, aunque fue sancionado con una fuerte multa gubernativa, que había de corresponder a su ya destacada consideración. La primera transición postfranquista significó no sólo descartar las responsabilidades políticas o culturales del pasado sino, tal vez sin adquirir plena consciencia de ello, entender también como un lastre nombre y estéticas que habían de recordarnos silencios, renuncias y hasta culpabilidades.

Salvador Espriu había sido revestido en los últimos años de su vida de muchos honores en el ámbito de una literatura que había pasado de la lucha por la mera supervivencia a ocupar su lógico destino natural. Sus poemas, a través de cantautores como Raimon, se habían difundido hasta más allá de su ámbito propio. Con no poco sentido del humor el poeta refería que algunos admiradores, al conocerle, le preguntaban si era él, en efecto, el letrista de aquellas canciones. Ampliamente traducido, su obra pasó también a las aulas convirtiéndose en parte de la enseñanza obligatoria, en el ámbito de la antigua Segunda Enseñanza, de la literatura catalana. Pero su proyección había de resultar problemática porque, a diferencia de otros escritores catalanes, su estética personal, heredada de las escuelas simbolistas, carecía de discípulos naturales o de escuela. Con una obra de mucha menor dimensión, por ejemplo, la poesía de Gabriel Ferrater (1922-1972) dejó muchos más discípulos y seguidores. Ingresaba también en los fríos ámbitos universitarios e investigadores. Pero su poesía resultaba difícil, requería de un cierto esfuerzo intelectual, resultaba ambigua para algunos celadores políticos y hasta demoledora. La poesía fue para Salvador Espriu tan sólo una faceta de su labor creadora (aunque determinante y central), ya que, desde la década de los años treinta, conformó junto a Josep Pla y Josep Mª de Sagarra, el esfuerzo de dos promociones que habrían de conseguir, junto a E. d'Ors y Joaquim Ruyra, la prosa catalana de mayor ambición del siglo. Ni siquiera los admiradores de Espriu fueron en su tiempo suficientemente conscientes del valor de sus textos en prosa, integrados en el diseño de un mundo propio, a los que habría que volver. Tampoco el teatro le resultó ajenao. Su obra de mayor éxito fue Ronda de mort a Sinera, que estrenó y pulbicó en 1978, dirigida por Ricard Salvat e interpretada por una joven, entonces, actriz, Nuria Espert. Sin embargo, la obra fundamental, desde la perspectiva de un teatro innovador, fue Primera Història d'Esther (publicada en 1948, cuando la mera suposición de un teatro en lengua catalana podía parecer utópica, aunque fue representada en 1957). Reducir la obra de Salvador Espriu a su poesía, como se ha hecho tan a menudo, significa prescindir de zonas relevantes de su producción.

La vocación literariade Salvador Espriu se forja en la aulas de la Universitat Autònoma de Barcelona, en la que ingresó en 1930 para cursar estudios de Derecho y de Historia Antigua. Un crucero por el Mediterráneo, junto a un grupo de compañeros y profesores, que realizó en 1933, visitando Grecia, Palestina y Egipto, habrá de constituir el dato más emblemático de una vida dedicada a la literatura, labor que compartió con el trabajo en las oficinas de una mutua privada de seguros médicos. Era hijo de un notario y nació en la población gerundense de Santa Coloma de Farners, aunque su infancia transcurrió entre Barcelona (donde cursó el Bachillerato) y Arenys de Mar (la Sinera de su obra). Sus primeras obras, en prosa, fueron Israel (1929, en castellano), El doctor Rip (1931) y Laia (1932). En su prólogo, fechado el 18 de setiembre de 1978, daba cuenta de los orígenes de aquella su primera novela corta: “En 1930, cuando no había cumplido diecisiete años y estaba terminando el bachillerato escribí El doctor Rip. En aquel tiempo era muy leído un prolífico humorista gallego, que se producía en castellano, Wenceslao Fernández Flórez. Caído durante mucho tiempo en el olvido, como suele suceder en Sepharad, Konilosia, Alfaranja y por todo el país, cuando los escritores, buenos y malos, se mueren, creo que ahora se intenta, como pasa, por ejemplo con Blasco Ibáñez, ponerlo otra vez en circulación”.

“Si no me equivoco, en una de sus obras, Los que no fuimos a la guerra, Fernández Flórez afirma, de un modo u otro, que todos los temas novelísticos ya ha sido tratados, excepto la experiencia íntima y las reflexiones de un canceroso. Con el atrevimiento y la inconsciencia típicas de mi poca edad, decidí, cuando iniciaba el aprendizaje inagotable de escritor, que intentaría llenar ese vacío. No sabía ni un ápice del catalán gramatical. No lo había aprendido porque nadie, durante la dictadura de Primo de Rivera, nos lo había enseñado. Pero el instinto me llevó a escribir, a tientas, en mi lengua, hablada siempre en mi casa, en mi familia, el yerro que subtitulé, con ufana modestia, novela”[1] La extensa cita nos ha de permitir adentrarnos en los orígenes de la labor de un escritor que calificará el conjunto de su obra como Años de aprendizaje. Será su padre, según relata, quien hará las oportunas gestiones para que Carles Soldevila escriba el prólogo a la primera edición del libro y ejerza de maestro de ceremonias en el acto de presentación del novel. Y será también su padre quien financie la edición de aquella novela corta que revisará en 1972 y   publicará reformada seis años más tarde. Ésta no ha de ser la única coincidencia econ la obra y hasta con la biografía del argentino Jorge Luis Borges. Durante casi treinta años aquella obra inicial había sido borrada de su producción, según afirma en palabras casi textuales. También, como Borges, Espriu someterá su producción a constantes revisiones. Ariadna al laberint grotesc, por ejemplo, finaliza no sólo con las oportunas fechas de su composición, 1934-1935, sino con las de sus correciones: “Revisada en Sinera, agosto 1949 – julio 1964. Y en Lavinia, octubre 1967 – julio 1974, diciembre 1980 – julio 1984”. Los lectores de Espriu saben ya que Sinera esconde generalmente el nombre de Arenys de Mar y Lavinia el de Barcelona.

Al inicio de la guerra civil había publicado, además, una colección de relatos, Aspectes (1934) y la ya mencionada Ariadna al laberint grotesc (1935) y Miratge a Citerea, también en el mismo año. Ya en plena contienda aparecerá Letizia i altres proses y escribirá, en 1939, en la Barcelona ocupada, aunque antes de que finalizara la guerra, Antígona, que vería la luz en 1955 y se estrenaría en los escenarios en fecha aún más tardía, en 1958. Sin lugar a dudas, la obra de Salvador Espriu había de resultar determinada por la experiencia de la guerra civil. No volverá a publicar hasta 1946, Cementiri de Sinera, ya un libro de poemas, fechado entre marzo de 1944 y mayo de 1945, aunque alguna de sus composiciones, “Dansa grotesca de la morte”, aparezca fechada en octubre de 1934 (otra fecha histórica catalana emblemática). Los esquemas simbólicos que atraviesan la obra de Espriu, plenos de resonancias bíblicas, han de servirle al poeta para reflejar una dramática realidad: la desaparición de una Cataluña de preguerra y, en consencuencia, la inicial persecución por parte de las nuevas fuerzas políticas de cualquier signo de catalanidad, en especial de la lengua, tan determinante para cualquier escritor. Se trata, por consiguiente, de una doble muerte cívica, a la que se añadirá la desaparición de sus padres. El mundo familiar de Espriu, forjado de recuerdos, simbolizará el más amplio de una Cataluña liberal, reconocible, que tan sólo, con incontables esfuerzos, podrá mantenerse viva en pequeños cenáculos, en los que la mera expresión en catalán ha de significar un signo de esperanza. Espriu calificó también el conjunto de su obra como “una meditación de la muerte” proclamando tal vez la continuidad de la tradicional “meditatio mortis”, aunque ello no debe entenderse como una calificación monotemática. Habría de contribuir a una nueva deformación interpretativa la aparición, en 1960, de La pell de brau  que, para la literatura catalana, supondrá el equivalente, pese a sus considerables diferencias, de Pido la paz y la palabra (1955), de Blas de Otero.

A mi entender, la consideración de la obra de Espriu debe emprenderse desde sus primeras experiencias en prosa en las que convergen un haz de influencias diversas, desde los libros bíblicos y los textos egipcios antiguos hasta los esperpentos valleinclanescos y el aliento de la tragedia griega que puede advertirse también muy tempranamente. En el prólogo de 1934 de Miratge a Citerea revela sus probables fuentes: “¿Precedentes? ¿Influencias? Apresurémonos a facilitar la labor del crítico. Carlota la protagonista ha leído a Barbey, Wilde, D'Annunzio, Valle, algo (no mucho) de Cocteau”. También en las palabras introductorias a Ariadna descubriremos algunas de las claves que se había propuesto el entonces joven Espriu a la luz de quien acaba de revisarlo en 1974: “un hombre joven de veintiún años, no demasiado complaciente consigo mismo y muy duro con los demás, empezó a escribir este pequeño libro. Un hombre viejo de sesenta y un años, nada complaciente consigo mismo y que procura, de lejos, comprender a los demás, quizás lo ha terminado. Quizás (...). En este pequeño libro se apagaron, poco a poco y de forma sistemática, todos los ecos del noucentisme y del postnoucentisme que en algún lugar se hubiesen podido señalar. Si en el léxico y en la sintaxis alguno queda, es porque se utiliza con un retintín grotesco (…) En el pequeño libro del que antes se hablaba, además de algunos diálogos y monólogos, estrambóticos y extravagantes pero no gratuitos, hay algún gitanismo y muy pocos neologismos y extensiones semánticas, y el vocabulario y el discurso se someten, no sin una refrenada rebeldía, a las listas y a las leyes dictadas o codificadas por el Institut d'Estudis Catalans, algunas de cuyas imperativas reglas tendrán que irse revisando y modificando paulatinamente. Nos encontramos hoy entre los dos fuegos de la más paralítica rigidez purista y del más irresponsable e inadmisible patués. Quizá habría que insistir en buscar, entre uno y otro extremo, el equilibrio de un término medio”. En estas líneas advertimos las esenciales fórmulas creativas de su poética. Espriu proclama su intención de evadirse de la estética de la generación que le precedió, la que se califica como “noucentista”. Para ello propone una auténtica reconversión del lenguaje que, aunque “normalizado”, incorporará gitanismos y expresiones populares, acentuando de este modo su expresionismo y su decantación humorística, que se traduce en farsa, próxima al tratamiento específico de “lo grotesco” expresionista. Elegirá inicialmente la prosa, porque la literatura catalana anterior estuvo integrada por poetas, más reconocidos por la crítica.

El cultivo de la narración ha de resultar casi una excepción hasta el extremo de que Carles Riba se preguntaba provocativamente por la inexistencia del género novela en su promoción. Los relatos de Ariadna encierran lo fundamental del mundo más característicamente espriuano: una esperpéntica y ácida visión de la realidad a través de personajes que se diseñan como marionetas, las que más tarde cobrarán vida en su obra teatral. Allí podemos descubrir al “filósofo” Crisanto Bautista Mestres, quien descubre, para remediar la pobreza, que ha de convenirle saciar la vanidad de sus coetáneos. Sus lemas “Piense con pureza” y “Sois los mejores” le convierten en “académico (…), consejero del Banco nacional, diputado a Cortes, presidente del Patronato de Indios Descalzos y profesor de Grafología Caractereológica en la Universidad”. Aquí aparecerá ya Salom, el erudito local (“erudito y estúpido”) de Lavinia, quien recita sin éxito en “Barrios bajos”: “Esta es la ciudad de la perfecta belleza, la admiración de toda la tierra”. También, desde su producción primera, Doctor Rip, la muerte habrá de planear sobre el conjunto de seres que pueblan sus relatos. En “Tópico” es el cruel accidente de un trabajador de la industria y su temprana muerte lo que le permite ironizar sobre “el tópico del obrero honrado”. Y en “El país moribundo” identifica su “pobre y viejo país”, alabado ditirámbicamente, con un ahogado en el puerto. Los periodistas se limitarán a mandar un telegrama a las agencias: “¿Qué dice? Viejo país ahogado ayer aguas puerto. No se ha identificado cadáver. ¿Caramba, el país se murió, ¡viva! Tenemos incluso un país que se nos muere. Veamos, queremos más detalles. Aquel día las redacciones trabajaron de un modo febril y compensaron con creces la cotidiana penuria económica editorial: por lo menos se vendieron unos cincuenta periódicos en nuestra lengua, en esa lengua que con tan delicado amor han llamado después, inteligiblemente, vernácula”. El uso simbólico de las referencias a la Cataluña de su época son más que evidentes, incluida la preocupación por la supervivencia que habremos de ver en Espriu y en los escritores catalanes en los difíciles años de la dictadura franquista.

Ya en el primero de sus libros poéticos, Cementiri de Sinera, redescubriremos algunos de los grandes temas que habíamos advertido en sus prosas anteriores. Josep Mª Castellet los redujo a “la muerte, la patria, el recuerdo, el paso del tiempo, el cansancio, la soledad, Dios” y, en paralelo, sus habituales símbolos: “abril, los cipreses, las arañas, las barcas, los ojos de un ciego, la niebla, las nubes, la lluvia, el viento, los caballos, la arena, el mármol, el mar, el jardín”. La lista no es completa, aunque revela el proceso poético que se iniciará con este título emblemático, en el que sumará dos elementos fundamentales: los espacios elegidos (una Sinera que es, en ocasiones, el espacio local, el del paraíso de la infancia, también el más amplio, el de Cataluña); así como el cementerio, el espacio específico de la muerte. El camino de la interiorización, que habrá de operarse paralelamente, es una oscura vía, por la que han de desfilar los fantasmas, los miedos, las angustias personales. Uno de sus ejes simbólicos será, como en la obra de Borges, el laberinto, alegoría de la vida humana y, a la vez, el eslabón que enlaza la obra espriuana con la más antigua cultura helena. Explícitamente aparecerá en el título de Final del laberint (1955), considerado por la crítica como el más oscuro poemario de Espriu, junto a Llibre de Sinera, publicado por vez primera en Obra poética (1963). En el primer poema de Les cançons d'Ariadna (1949), libro que Espriu situará como pórtico de su producción poética, utiliza ya el tema del laberinto: “No hi ha laberint més clar”. El cuarto poema del libro, titulado “Barallade dos cecs captaires”, sitúa en primer plano otro tema fundamental: el de la ceguera, en esta ocasión, inspirada en una escena goyesca, esperpéntica, la de dos ciegos que se combaten con tremendos garrotes: “S'escometen tots dos, / garrots enlaire: / fericitat atroç / de brotonsaures”. Ecos de la frecuentada mitología egipcia figuran también en “Barca osiríaca”: “Barquer de l'etern viatge, / deixa'm amb tu reposar”. Pero tras estos dos grandes temas recurrentes planea la conciencia de la muerte, expresa en “Malalt”, desde la fórmula de la canción popular: “I la mort vindrà / -diuen les puntaires- / un dilluns proper, / a la matinada” e incluso figurará en el título de otro de los poemas de la serie, “Dansa grotesca de la mort”. Pero será Salom (alter ego ocasional de Espriu) quien en el poema titulado Petites cobres d'entenebrats asumirá el pesimismo del presente y la muerte como esperanza final: “Em dic Salom, fill de Sinera. / Contemplo el buit, mirant enrera. / I, temps enllà, tan sols m'espera / desert, tristor d'hora darrera”.

En Cementiri de Sinera (1946), el primero de los libros poéticos publicados por Espriu -tras once años de silencio- combina la desolación interior con un paisaje que pasa a convertirse en una proyección del cementerio, principal núcleo significante: “Quina petita pàtria / encercla el cementiri! / Aquesta mar, Sinera, / turons de pins i vinya, / pols de rials. No estimo / res més, excepte l'ombra / viatgera d'un núvol / i el lent record dels dies / que són passats per sempre” (II). Advertimos ya la densidad de la más honda poesía de Espriu, quien ha interiorizado el drama histórico, situándolo en un paisaje propio. Este cementerio, tierra de muertos, no será El cementerio marino, de Paul Valéry, aunque comparta con él el mar y el ambiente mediterráneo, sino la identificación con una conciencia de derrota que es, a la vez, cívica y personal. El poema XXVI de la serie, revelador en el sentido de conjugar lo familiar con lo personal, puede relacionarse con el conocido, aunque más retórico, poema “El remordimiento”, de Jorge Luis Borges, publicado treinta años más tarde, en su libro La moneda de hierro (1976). Situar los dos textos en paralelo nos permite advertir, una vez más, las coincidencias temáticas, ciertas afinidades que venimos reiterando: “No lluito més. Et deixo / el seplucre vastíssim / que fou terra dels pares, / somni, sentit. Em moro, / perquè no sé com viure” // He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer. No he sido / Feliz. Que los glaciares del olvido / Me arrastren y me pierdan, despiadados. / Mis padres me engendraron para el juego / Arriesgado y hermoso de la vida /.../ Me legaron valor. No fui valiente. / No me abandona. Siempre está a mi lado / La sombra de haber sido un desdichado”. Les Hores (1952), dividido en tres partes, debe entenderse, asimismo, como una nueva reflexión, con variaciones, sobre la muerte. La primera está dedicada al poeta de su promoción e íntimo amigo B. Roselló-Porcel, fallecido el 5 de oenero de 1938; la segunda a su madre, que murió el 1 de julio de 1950; la tercera -un guiño más que significativo- a Salom (su alter ego). Espriu acompaña el nombre de una fecha significativa (18-VII-1936); es decir, el día del comienzo de la guerra civil española.

También el libro que publicará en el mismo año, Mrs. Death, mantiene la reflexión, que pasa de lo individual a lo colectivo, sobre la muerte. En el poema “El Governador”, por ejemplo, encierra en cuatro versos emblemáticos el pesimismo colectivo: “Habitem en sepulcres, / entenebrats, mirant-nos / dintre 'nostre, en un somni / que no retorna l'alba”. Será, sin embargo, en El caminant i el mur (1954) donde la voz poética de Salvador Espriu alcance sus mejores resonancias. Como hemos venido apuntando, la poesía espriuana, asentada en una estética simbolista, viene asegurando sus elementos sin apenas introducir nuevos temas. Su mundo revelado es aparentemente el del paisaje de Sinera, pero el conjunto de signos identificativos que lo fundamentan, alejado de cualquier rasgo urbano, ha de convertirse en las llaves que permiten adentrarnos en la desolación interior. En la segunda parte del libro, titulada “Cançons de la roda del temps”, descubriremos algunas de las más felices composiciones del poeta, quien utilizará la sencillez aparente de la canción para convertirla en eficaz vehículo de la pura lírica: “Mur de la nit: a penes / la remor d'unes ales / enllà de l'aire, somni / ja presoner. Camino / seguit de prop per passos / en la neu” (“Cançó de la mort callada”). En la tercera parte, “El Minotaure i Teseu” la canción se convierte en un cántico y el poeta se identifica, una vez más, con el pueblo de Israel. Los elementos bíblicos, presentes ya desde su primera obra juvenil, se acentúan. El pueblo elegido y perseguido es, naturalmente, Cataluña. Allí figurará, entre otros, el magnífico “Assaig de càntic en el temple” que habrá de convertirse en uno de los poemas más emblemáticos de la época. La estructura paralelística, la abundancia de adjetivos precisos, definitivos, configuran una dolorosa y entrañable relación entre el poeta y su “tierra / patria”: “Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / … / Car sóc també molt covard i salvatge / i estimo a més amb un / deseperat dolor / aquesta meva pobra, / bruta, trista, dissortada pàtria”. Cabe entenderlo como el hilo que ha de conducirnos hasta La pell de brau.

Una simbología muy elemental, en todo caso, ha de permitirle introducirnos en un paisaje (que es interior) de íntimas resonancias: “Oh, sobretot estima la sagrada / vida de l'arbre i la remor del vent / a les branques que s'alcen vers la llum!” (“Llibre dels morts”). El árbol, en efecto, aparecerá con frecuencia como un signo de vida, como la presencia, en el invierno, de una vida secreta. La presencia de símbolos como el viento o la luz, mencionados en los tres versos antes citados, proceden de la simbología mística, de la que Espriu no se alejará nunca y constituyen las referencias habituales a las que tenderá progresivamente el poeta en sus últimas obras. Explícita será esta decantación en Final del laberint mediante las citas expresas, al comienzo del libro, publicado en 1955, del Maesro Eckehart y Nicolás de Cusa. Si, como apuntamos, una parte de Les Hores estaba dedicado a su madre, el presente figura dedicado a su padre con la indicación precisa de la fecha de su muerte: 30-IV-1940. El laberinto de ha transformado ahora, en el poema II, en “la casa del hacha del relámpago”, sin puertas ni ventanas, en una visión o pesadilla atormentada. Al final de los pasillos escucha el poeta, que avanza a ciegas, un llanto desolador. Y tan sólo, cuando comprueba que la sangre “es escampada amb ira per la roja tenebra” se justifica como un “home sencer” y de él puede brotar una canción. La poesía (“clares paraules”) nace, por consiguiente, desde una presión interna que se convierte en un difícil sistema comunicativo. Es frecuente la imagen de la noche, de la oscuridad, de tan rica tradición mística. El poeta es un mendigo, un ciego, un solitario, un labrador que labora su tierra -el lenguaje- a la búsqueda de las misteriosas palabras que han de convertirse en canción (XV). Así lo manifiesta el poema XVI, por ejemplo, de la serie: “Treballo durament / en àrides paraules. / S'agosta la cancçó. / quan provo d'entonar-la”. Introduce su propia imagen retenida en el espejo, busca la unidad de los contrarios, se adentra en la consideración de la nada.

La pell de brau resulta, sin embargo, una reflexión moral y política sobre la España de finales de los años cincuenta, formada por pueblos que se desconocen y se expresan en diversas lenguas. Sepharad (España) se nos ofrece como la piel extendida del toro, según se indica en el primero de los poemas de la serie. Resulta también un canto de árido  dolor y un clamor de esperanza. Rechaza cualquier rastro de odio y, en consecuencia, viene a coincidir en un claro compromiso personal con el programa que planteaban las fuerzas democráticas clandestinas y el entonces perseguido partido comunista: las tesis de la llamada “reconciliación nacional”, que habría de servir para superar el franquismo. Versos como “Fes que siguin segurs el ponts del diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills” responden a esta intencionalidad. El nuevo libro de Espriu se mantiene, sin embargo, dentro de los límites del mundo ya diseñado anteriormente, de rasgos claramente bíblicos: el recuerdo del templo derruido, las lamentaciones frente al muro, la Golah, el ídolo que se identifica con el mal, el agua como bien reparador, etc. Se combinan las canciones con poemas de mayor amplitud. Se alternan la ironía y el expresionismo con claves líricas o reflexivas. En el poema XXV, sirviéndose de las fórmulas simbólicas que apreciábamos en su obra anterior, reclama el fin del miedo: “Amb la cançó bastim en la foscor / alter portes de somni, a recer d'aquest torb. / Ve per la nit remor de moltes fonts: / anem tancat les portes a la por”. El canto a la libertad se sxplicita en el poema XXXVIII: “Escolta, Sepharad: els homes no poden ser / si no són lliures. / Que sàpiga Sepharad que no podrem mai ser / si no som lliures. / I credi la veu de tot el poble: Amén”.

Llibre de Sinera incluye composiciones fechadas entre 1959 y 1962. Espriu mantuvo siempre una concepción unitaria del libro poético concediendo particular significación al número y a la secuencia de los poemas. Mantiene el desgarro habitual, los ciegos protagonistas: “Al vell orb preguntava l'esglai / si el meu poble tindra demà. / I la boca sense llavis començà / la riota que no para mai” (VIII). Los sesenta poemas del libro constituyen una manifestación evidente de la plenitud del poeta que acentúa ligeramente la oscuridad de algunas imágenes. Per al llibre de salms d'aquests vells cecs (1967) lo forman cuarenta poemas de estructura circular y de tres únicos versos, inspirados en los haikais, que sintetizan fórmulas expresivas, actitudes, simples descripciones o referencias a elementos de sus obras anteriores. Tampoco faltan rasgos de reflexión moral o intuiciones.

Algunos poemas de Setmana Santa (1971) figuraban ya en la primera edición de Poesia  (1968), aunque fechados en 1962. En su edición definitiva resulta una reelaboración del mito de la Pasión impregnado de elementos míticos judíos. Formes i paraules (1975), ilustrado con fotografías del escultor Apel.les Fenosa, va más allá del siempre difícil paso de un arte a otro, sobre los temas del artista. Los poemas adquieren el carácter de una autónoma reflexión metafísica, inspirada en el mito del retorno a Ulises.

Una relectura de la obra de Salvador  Espriu ha de servir para despejar cualquier crítica fácil, sentada en los prejuicios o propiciada desde estéticas antagónicas. Resultaría incongruente demandar a la poesía espriuana lo que ésta nunca se propuso. Esta consideración, sin embargo, no debe entenderse como la defensa de una obra que, según hemos apreciado, se defiende sobradamente por sí misma. Salvador Espriu sigue siendo, a los diez años de su desaparición física, una de las voces más inquietantes, críticas y originales de la lírica peninsular de nuestro siglo. Su mundo cerrado, críptico en ocasiones, emblemático, cruel, pesimista y, a la vez esperanzado, obsesivo, cíclico y recurrente, espiritual, discurre a través de vetas poéticas complementarias. Su riqueza de vocabulario, sus ritmos propios del cancionero popular, su versatilidad métrica a la vista están. Pasado el primer purgatorio que ha de soportar cualquier obra literaria, todo parece propiciar el asentamiento definitivo de su obra, aunque resulte imprescindible una reposada revisión crítica.



[1]    Los textos en prosa se citan en sus traducciones castellanas de la edición de sus Obras Completas. Fundación Banco Exterior / Edicions del Mall. Barcelona, 1985, en cuatro volúmenes. Los textos poéticos he preferido mantenerlos en su  lengua original.