Dejando de lado los libros dedicados al ensayo político, al ensayo feminista y los volúmenes  que recogen su peculiar experiencia como viajera atenta e infatigable, la obra literaria de Simone de Beauvoir (1908-1986) comprende dos géneros (las Memorias y la novela) que, a nuestro personal entender y en el caso de esta autora, no podemos revisar por separado ya que, al tiempo que se complementan, constituyen un mismo universo si no lingüístico sí ideológico, anecdótico y humano.

 

“Escribir siempre ha sido la gran preocupación de mi vida”, repitió Simone de Beauvoir en varias ocasiones. Al acabar sus estudios, mientras preparaba oposiciones y decidía empezar a escribir, anotó en su diario: “Mi vida sería una historia maravillosa que se volvería verdadera a medida que yo la fuera escribiendo. Conocerse a uno mismo sólo es posible narrándose uno mismo”. Y, de hecho, no hizo sino narrarse a sí misma y narrar su vida y su pensamiento: de un modo directo, dirigiéndose al lector abierta y sinceramente, en sus Memorias; y disfrazándolos con los recursos propios de la ficción, en sus novelas. Sin embargo, a pesar de este intento de disfrazar la realidad vivida y los personajes que la cruzaban, no existe en casi toda la obra narrativa de Simone de Beauvoir un tema, un argumento, una preocupación, una idea, un personaje importante, etc. De los que no hallemos copia exacta en sus Memorias. De ahí que, al hablar de la obra literaria de Simone de Beauvoir, se inevitable hablar de su vida. En realidad, su escritura y su vida son inseparables. Y no consideramos oportuno reprochárselo, como hicieron algunos críticos de su época, argumentando que tal fusión se debía a la falta de imaginación creativa, sino que nos inclinamos a considerar dicho paralelismo entre vida y obra como el producto lógico de la concepción que de la literatura tenía Simone de Beauvoir. “Hay que hablar del fracaso –escribió-, del escándalo, de la muerte, no para despertar a los lectores sino, al contrario, para intentar salvarlos de la desesperación… Una desgracia que encuentra las palabras para ser dicha ya no es una exclusión radical. El lenguaje nos reintegra a la comunidad humana”. Esta función del lenguaje, y por lo tanto de la palabra, implica una concepción de la literatura muy determinada y muy discutida, que los teóricos de los últimos veinte años han echado por los suelos, pero que fue esencial en las literaturas europeas durante los años que siguieron a la segunda guerra mundial. Una concepción de la literatura como medio de reintegrarse a la comunidad humana comportaba una valoración de los hechos humanos y de la realidad a los que el pensamiento y la palabra del escritor no podían, en absoluto, resultar ajenos y que conducía, directamente, a la militancia de la realidad, al compromiso ético, moral e intelectual.

 

En su histórico libro El segundo sexo, Simone de Beauvoir escribió: “La mujer no nace, se hace”, frase por la que se convirtió en el motor de toda la literatura feminista posterior. Del mismo modo, y parangoneando a nuestra autora, “el escritor no nace, se hace”. Y, en sus libros de Memorias, explica Simone de Beauvoir cómo se hace una escritora, cómo se va haciendo una escritora y cómo se van gestando los libros que esta escritora escribe. Aparte de esta cuestión esencial, estas Memorias constituyen un documento excepcional sobre una época, sobre unas gentes, sobre una generación legendaria y sobre las relaciones que estas gentes, y sobre todo la autora, establecían con el mundo. Se trata de un documento extraordinario destinado, creemos, a ser leído, durante mucho más tiempo del que sospechamos, por los practicantes de la sociología de la literatura, y, a la vez, es una obra literaria de gran magnitud escrita con una dinámica esencialmente narrativa que admite una lectura novelística. O quizá sería más exacto decir que la exige por el hecho de narrar historias, situaciones y anécdotas a partir de ideas, y por conseguir otorgar a los personajes reales, que atraviesan el relato, la fuerza propia que caracteriza a los personajes de las grandes obras de ficción. El talento narrativo de Simone de Beauvoir consigue, en sus Memorias, literaturizar la realidad por medio del lenguaje. En cambio, en sus novelas realiza la operación contraria, y quizá sea ésta la causa de que elementos argumentales, personajes e ideas no consigan despojarse por completo de la realidad anecdótica de la que el lenguaje las ha tomado prestadas. De ahí, nuestra personal preferencia por su obra memorialística.

 

El ciclo de Memorias de Simone de Beauvoir comprende Memorias de una joven formal (1958), La plenitud de la vida (1960), La fuerza de las cosas (1963), Final de cuentas (1972) y cabría añadir La ceremonia de los adioses, publicado después de la muerte de Jean Paul Sartre, en 1981.

 

El primer volumen, Memorias de una joven formal, abarca desde el nacimiento de la autora, en París, en el año 1908, hasta 1929, fecha en que ha terminado sus estudios de Filosofía, ha conocido a Sartre y se dispone a marchar a provincias para dar clases en un instituto. En esta primera entrega de lo que serían sus Memorias, Simone de Beauvoir retrata de manera espléndida su infancia y adolescencia, y analiza con profundidad casi escalofriante el mundo familiar, burgués, y las experiencias afectivas e intelectuales vividas hasta los veinte años. Los padres, Georges y Françoise de Beauvoir, de situación económica acomodada –que perderán- pertenecían, ambos, a familias de formación y vocación burguesa tradicional, y, por consiguiente, sus dos hijas estaban destinadas a ser burguesas, francesas y católicas. Hasta los diez, o doce años, Simone de Beauvoir estaba más o menos de acuerdo con este destino y gozaba de una infancia etéreamente feliz. La madre, fervorosa creyente, la educó religiosamente mientras el padre, muy aficionado a la literatura y al teatro, incentivaba la formación intelectual de la hija. Aunque, eso sí, dentro de un orden. Es decir, estimulaba su afición a los libros y al teatro, pero sólo le permitía leer los títulos que consideraba adecuados a la edad infantil., hecho que enfurecía a la adolescente Simone. Primera de la clase, en el colegio Desir, era la admiración de los padres y de toda la familia. Simone de Beauvoir se sentía, pues, satisfecha con la imagen que los adultos le daban de sí misma y de la imagen que ella tenía de sus mayores, a pesar de la insatisfacción que arrastraba desde sus primeros años: senegaba a ser tratada como una niña y consideraba que semejante trato limitaba su libertad. Y, ya sea para demostrar que era una persona adulta, ya sea debido a la curiosidad natural de los niños hacia su entorno, empieza a observar y a estudiar el mundo que la rodea. Escribe: “Leía libros pueriles; pero incluso esto me permitía entrever lo que interesaba por encima de todo: las posibles variaciones de la condición humana y de las que la gente mantiene entre sí”. La observación de los adultos la induce a pensar que ni el mundo ni el ser humano son tan perfectos y maravillosos como le han inculcado y se siente estafada. Son los años de la primera guerra europea y los posteriores a la contienda. El fanatismo de los franceses y el nacionalismo furibundo de su padre la aterran. La falta de libertad impuesta por la madre, controlando cuanto lee y piensa, crea en ella un sentimiento de rebeldía que ya no la abandonará nunca. Las injusticias que observa a su alrededor (pobreza, miseria, guerra, mentira, sumisión de personalidades débiles a las reglas autoritarias y absurdas impuestas por la sociedad, etc.) la conducen a dejar de creer en Dios, hecho que deberá ocultar a la madre creándole un sentimiento de culpa que rarifica las relaciones familiares y que arrastrará durante años. Empieza a rebelarse contra las costumbres y los valores burgueses que predominan en su entorno y, al final de una adolescencia tormentosa y torturante, acaba saliendo por las noches, a escondidas de los padres, para beber y emborracharse por los bares de Montparnasse en un intento típicamente adolescente de conocer el mundo que le ocultan. Tal sentimiento de rechazo hacia el universo reglamentado según las normas establecidas se acentuó vivamente a raíz de la historia de Zaza, una compañera del colegio Desir, por quien Simone de Beauvoir siente una adoración que pervivirá a lo largo de toda su vida. La familia de Zaza, más burguesa, más rica, más religiosa que la suya, es la fuente de la rebeldía adolescente y juvenil de Simone de Beauvoir. Juntas, Zaza y ella, planean un futuro de estudios, de viajes, de amigos comunes, de lecturas… La madre de Zaza, que conoce el ateísmo de Simone de Beauvoir y de su padre, hace cuanto puede para impedir la amistad de las jóvenes, para intentar que Zaza deje de estudiar y, sobre todo, para convencer a Zaza de que lo que debe hacer ella en la vida es conseguir un buen marido. Más tarde, cuando Simone de Beauvoir ya se ha graduado y conoce a Sartre, a Herbau y a otros amigos de la Sorbonne, Zaza se enamora de uno de ellos: Pradelle. La madrede Zaza impide las relaciones por considerar que el amigo de Sartre no es un buen partido para su hija y Zaza muere de unas fiebres médicamente inexplicables. Simone de Beauvoir vive la tragedia como un crimen cometido por la falsedad y el fanatismo de la burguesía. “La cultura burguesa –escribe- es promesa de un universo armónico en el que se puede gozar sin escrúpulos de los bienes de este mundo, garantiza valores seguros que se integran a nuestra existencia y proporcionan esplendor a una Idea. En nombre de esta idea, de estos valores, la burguesía mata”.

 

Simone de Beauvoir intentó escribir la historia de Zaza en repetidas ocasiones, pero, según sus propias palabras, nunca salió airosa de la empresa. En La plenitud de la vida, segundo volumen de sus Memorias, cuenta que viviendo ya en Rouen, en cuyo instituto da clases, escribe una primera novela, que rompe, donde narra la historia de Zaza. Después escribe los relatos Cuando predomina lo espiritual, que ella y Sartre dan por publicables, pero que el editor rechaza. Este libro no apareció hasta el año 1979 y contiene cinco novelas cortas en las que, leídas después de las Memorias, encontramos las experiencias más definitorias vividas hasta entonces, hasta los veinte años, por la autora. “Quería mostrar, a lo largo de historias privadas, lo que las superaba: la profusión de crímenes minúsculos y enormes que encubren los engaños espirituales”. En el primer relato describía cómo una amiga suya, Lisa, se marchitaba bajo el peso del misticismo y de las intrigas del Instituto Saint-Marie mientras una sensualidad reprimida la atormentaba sordamente. El segundo relato versa sobre la personalidad de una muchacha que conoció en Marsella: Renée encarna la relación que, en los juegos infantiles de la propia autora, existía entre el masoquismo y la piedad. Y a este tema le añade la historia de una tía suya, muy religiosa, que por las noches se hacía azotar por su marido. También en este relato satiriza los equipos sociales a los que perteneció en sus tiempos de estudiante utilizando un tono irónico, falsamente objetivo, con el que imitaba a John Dos Passos. La figura femenina del tercer relato es una profesora del Instituto donde Simone de Beauvoir ejercía la docencia, que falsifica su personalidad para mejorar su imagen ante dos alumnas que la admiran y a las que conduce al desastre. El cuarto es la inevitable historia de Zaza /que casi cuarenta años más tarde aún resucitaría en Las bellas imágenes, que sería su última novela), y la quinta narración es una sátira de su propia juventud, la infancia en el colegio Desir y las vivencias experimentadas a raíz de su crisis religiosa.

 

La plenitud de la vida, segundo volumen de las Memorias, está dividido en dos partes. La primera abarca desde 1929 a 1939, decenio durante el que la autora da clases de filosofía en los institutos de Tours, de Marsella y el de Rouen, mientras Sartre cumple con la misma profesión en Le Havre. Son los primeros tiempos de una relación que durará más de cincuenta años. A pesar de dedicarse a la enseñanza en diferentes ciudades, se ven cada semana. Viajan continuamente de Tours a Le Havre, o de Le Havre a Marsella, y pasan los días libres en París donde se encuentran con el grupo de amigos de Sartre, grupo al que Simone de Beauvoir se integra de inmediato y del que forman parte, entre otros, Raymond Aron, entonces socialista; Nizan, ya militante del Partido Comunista francés; Colette Audry, troskista; Pierre Paignez; Bost; Camille, ex amante de Sartre, actriz, pintora y dramaturga; Charles Dullin, el famoso director de teatro, etc. También es la época de apasionantes lecturas que marcan, de un modo u otro, la narrativa de Simone de Beauvoir. Aparte de las lecturas filosóficas que conducen a Sartre hacia la fenomenología, leen autores ingleses y norteamericanos: John Dos Passos, Faulkner, Hemingway, Whitman, Blake, Yeats, Sean O’Casey, Virginia Woolf, Henry James, Dreiser, Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Dashiel Hammet… Tanto Simone de Beauvoir como Sartre hallan en la gran corriente de la novela realista norteamericana una nueva manera de narrar mediante la utilización del diálogo y la voluntad, por parte del autor, de saber menos cosas y de pensar menos que los personajes desde cuyo punto de vista se narra la historia. Todo cuanto llega de Norteamérica (obras de los autores citados, cine, jazz, novela negra, canción…) les deslumbra aunque empiezan a sospechas que Estados Unidos no es el paraíso que Europa cree. Hay que tener en cuenta que, durante estos años, Simone de Beauvoir y Sartre viven aún de espaldas a la política. Conscientes de sus orígenes burgueses, se consideran intelectuales enfrentados a su propia clase social, una especie de intelectuales rebeldes, anarquizantes, que buscan el absoluto de la Bella, del Arte y de la Vida, con mayúsculas. Colocan la literatura y la filosofía en lo alto de un pedestal, como un medio para lograr crear un hombre nuevo, pero completamente al margen de los asuntos políticos. Hay que señalar, para hacerse una idea de cómo pensaban en aquel entonces, que en el año 36, cuando el Frente Popular ganó las elecciones, se congratularon sinceramente, pero ninguno de los dos había acudido a las urnas para votar. En realidad, empezaron a interesarse por la política al estallar la guerra civil española. Habían viajado por España, país que les maravilló, y se indignaron porque el gobierno francés, socialista, no enviaba armamento a los republicanos españoles mientras Alemania e Italia mandaban abundantes refuerzos en ayuda de los ejércitos franquistas. Corre el año 1936 y la amenaza de la expansión del nazismo aterra a gran parte de los amigos de Simone de Beavoir y a la izquierda francesa. Sin embargo, la escritora no cree que la guerra sea posible ni tampoco que el nazismo suponga un peligro real. Es Sartre quien se alarma y empieza a pensar que han vivido de espaldas a la realidad y que es absolutamente necesario adoptar alguna posición pragmática. Pero ya es tarde. Será la guerra (que Sartre pasa en el frente y en un campo de concentración, y Simone de Beauvoir en París, como explica en la segunda parte de La plenitud de la vida) la que les obligará a cambiar, radicalmente, el concepto que tenían de la literatura, del arte y del intelectual.

 

Pero, antes de adentrarnos en esta cuestión, volvamos a la primera parte de La plenitud de la vida. Viviendo en Rouen, Simone de Beauvoir conoce a una muchacha, Olga, que se convertirá en una de las protagonistas de su primera novela publicada, La invitada. Al iniciar sus relaciones, Simone de Beauvoir y Sartre establecen lo que ellos llaman un “pacto” que se proponen cumplir durante dos años y que, transcurridos esos dos años, renuevan con vistas a los próximos treinta. No se casarán ni tendrán hijos, ya que ninguno de los dos necesita complementarse con la imagen de una reencarnación que les represente sobre la tierra. Vivirán separados, con intención de no malograr su relación sometiéndola a la mediocridad que caracteriza la unión de las parejas burguesas; cada cual será libre de mantener relaciones con otras personas pero de manera que tales relaciones no destruyan, en ningún sentido, su unión. Terceras, e incluso cuartas personas, las hubo a lo largo de la vida de la pareja y, según los casos, aceptaban el pacto durante un tiempo más o menos largo: el que tardaban en comprobar que este “pacto” entre Simone de Beauvoir y Sartre era, en verdad, indestructible. La primera “tercera persona” de la historia fue Olga, a quien Simone de Beauvoir conoció en Rouen. A Olga, más tarde, sucedió Lise, de características tan similares como la situación que creaban: chica joven, incomprendida por la familia, inteligente, sin saber qué hacer en la vida pero dotada de una gran sensibilidad y con acentuado afán de conocimientos y poseedora de una clara vocación rebelde enfrentada a los valores burgueses, intima con Simone de Beauvoir que la protege, se la lleva a París, inicia una relación fuertemente afectiva con ella, que después se hace extensiva a Sartre. El “pacto” de libertades ha de mantenerse, pero la situación se torna cada vez más neurotizante. Es el argumento de La invitada, donde Simone de Beauvoir exagera, dentro del mundo y las reglas de la ficción, los sentimientos y controversias de este primer triángulo sentimental narrado en sus Memorias. Ni Olga era, en realidad (al menos en la realidad memorizada en La plenitud de la vida), tan compleja ni malintencionada como la Xavière de La invitada, ni Simone de Beauvoir, Françoise en la novela, llevó sus celos hasta el extremo de traicionar a Xavière y, finalmente, matarla.

 

Aparece, en esta novela, un tema muy característico de la obra de Simone de Beauvoir y del existencialismo: se trata de la problemática generada por el Otro como poseedor de la imagen de uno mismo y, por tanto, como testigo eterno de los actos que cometemos y de la interpretación que este Otro les da pudiendo alterar, con su mirada, nuestra conciencia y nuestra identidad. Para destruir esta imagen, creada en el conciencia del Otro, sólo hay una solución: la muerte del Otro, el crimen. En la novela, Pierre, el protagonista masculino, a quien la autora convierte en director de teatro, es una mezcla evidente de Sartre (la escritora pone en boca de Pierre frases de Sartre que se hicieron famosas) y de Dullin, el director de escena amigo de ambos. Por lo que a técnica narrativa se refiere, Simone de  Beauvoir pone en práctica los recursos antes citados al hablar de los autores norteamericanos: el escritor no sabe, respecto a lo que sucede en la novela, más que lo que sabe el protagonista desde cuyo punto de vista se desarrolla la narración, y el diálogo tiene una importancia esencial.

 

La fuerza de las cosas, el tercer volumen de las Memorias, empieza al término de la segunda guerra mundial y finaliza con el desenlace de la cuestión argelina que enfrentó a la izquierda francesa con el gobierno. Antes de terminar la guerra, Sartre lucha en la resistencia como miembro del grupo “Socialismo y  libertad”. Después de la contienda, a pesar del desprecio que el Partido Comunista Francés manifestaba contra los intelectuales de origen burgués, Sartre decide que, a fin de seguir una línea de acción política contraria a la del poder dominante, no hay más remedio que apoyar las propuestas comunistas. Dentro de esta línea de acción política e intelectual que tanto Sartre como Simone de Beauvoir ya no abandonarían nunca, a lo largo de toda su vida, entra la creación de una revista que tuvo una importancia capital para los intelectuales de izquierda de toda Europa durante más de veinte años: Temps modernes, cuyo primer consejo de redacción estuvo formado por Raymond Aron, Leiris, Merleau-Ponty, Albert Olliviers, Paulhan, Sartre y Simone de Beauvoir. Camus, que frecuentaba el grupo y que colaboró en la revista, no formó parte del consejo de redacción porque sus funciones como director del diario Combat se lo impedían.

 

Finalizada la guerra, Simone de Beauvoir publicó La sangre de los demás, novela sobre la resistencia que la crítica tachó de excesivamente moralista. Después siguió Todos los hombres son mortales, historia de Fosca, un hombre inmortal que nace en el siglo XIII, vive diversas etapas de la historia, conoce el esplendor y las intrigas de las cortes italianas del Renacimiento, las luchas religiosas que sacuden Europa posteriormente, es consejero de Carlos I, explora las costas del nuevo continente, reaparece bajo la figura de un noble francés, es conspirador republicano y, cuando la autora lo presenta al lector, es un ciudadano cualquiera del siglo XX. Fosca, en el siglo XIII, elige la inmortalidad para conseguir al gloria del reino de Carmona. Pero este privilegio, la inmortalidad, sólo le aporta la terrible capacidad de ver la destrucción de su país y el fracaso de todas las empresas que ve aparecer sobre la tierra con la intención de salvar y mejorar la humanidad, desde que nace hasta el siglo XX, y que siempre acaban en guerras, violencia y crueldad. La tesis de la novela se resume en la siguiente reflexión: “Fosca, el protagonista verifica que el universo no existe, sólo existen las individualidades. Es imposible hacer algo en favor de los hombres, los hombres sólo dependen de sí mismos y de sus actos”.

 

En 1954, Simone de Beauvoir obtuvo el prestigioso premio Goncourt con una de sus novelas más conocidas: Los mandarines. Se trata de un relato en clave que gira en torno a la ideología y a los problemas políticos de la intelectualidad francesa de la posguerra. Problemas que ocupan buena parte de La fuerza de las cosas y que, en esta obra de ficción, están representados y encarnados por las figuras de los dos protagonistas masculinos, Henry Perron y Dubreuil que no son sino Camus y Sartre, y la historia, alterada, de su amistad truncada. Henry Perron (Camus) es un escritor que dirige  un periódico (Combat, en la realidad, L’Espoir, en la novela), que ha luchado en la resistencia, contra el poder establecido, desde su diario independiente de izquierdas, y, ya cansado y sin vocación para la política activa, rechaza cualquier alianza con el Partido Comunista con el fin de lograr salvar la situación económica de su periódico y, también, colaborar en una línea de acción más efectiva. Vive continuamente tentado por volver al ejercicio de la literatura, actividad que considera muy por encima de la política. Dubreuil  (Sartre) mantiene la posición contraria: la lucha política no puede ser una actividad ajena a la literatura y, dada la situación, es preciso colaborar con el Partido Comunista como fuerza más representativa y activa de la oposición al mundo capitalista y burgués. A pesar de no estar de acuerdo con los hechos que están sucediendo en la URSS y que hacen referencia a la existencia de campos de trabajo donde reformar el pensamiento disidente. Un hecho que Sartre y sus compañeros de Temps modernes tienen conocimiento durante los años 50 y que dudan entre hacer público o silenciar. Esta polémica (que fue tan larga como dura) es trasladada por Simone de Beauvior a a Los mandarines. Naturalmente, Henry Perron (Camus) es partidario de publicr los informes que denuncian la existencia de campos de concentración en la URSS, mientras Dubreuil (Sartre), que condena esta realidad, no acepta, al principio, publicarlos para no favorecer, al atacar a la Unión Soviética y al Partido Comunista, a las fuerzas de la derecha y a los intereses ideológicos de los Estados Unidos. En Los mandarines, que se convirtió pronto en un best-seller, aparecían otros elementos argumentales que escandalizaron a la crítica: los personajes –escritores, pintores, intelectuales, gentes de tetro, etc.- se mueven por los ambientes nocturnos habituales de la vida cotidiana de Sartre, de Simone de Beauvoir y de sus amigos, beben, se emborrachan, tienen amantes que no ocultan a su pareja… representan una nueva moralidad que nunca, antes, había hecho acto de presencia en las páginas de la novela francesa. La propia Simone de Beauvoir (Anne, en la novela, casada con Dubreuil) narra su relación amorosa con el escritor norteamericano Nelson Algren (Lewis en la ficción).

 

La obra literaria de Simone de Beauvoir se complementa con Una muerte muy dulce (1962), sobrecogedor relato de la agonía y muerte de su madre; Las bellas imágenes (1966), un nuevo ataque contra las costumbres burguesas, y La mujer rota (1967). Quedan, aparte, los libros de viajes (sobre todo, los dedicados a Norteamérica, Rusia y China) y los de ensayo filosófico y político (El pensamiento político de la derecha), feminista (El segundo sexo) y el espléndido estudio dedicado a la tercera edad, La vejez, de los que sólo citamos los títulos por considerarlos objeto de análisis para otra ocasión que, a buen seguro, no ha de faltar. El tiempo nos irá acercando (a unos) y devolviendo (a otros) la obra total de esta autora para quien las voces críticas de los últimos decenios no fueron del todo justas.