A ritmo de endecasílabos y heptasílabos mayoritariamente blancos, este reciente libro de Jesús García Calderón, Las visitas de Caronte, descubre desde sus primeros compases una voz doliente y contenida en la que al potenciar en su primer poema la importancia del “tú” (seguramente la ausenca de la madre) se individualiza la soledad del protagonista lírico, abandonado y triste en el mundo sin ese asidero materno. Con rapidez, ya en el segundo poema “Meditación de Caronte” se advierte la presencia del barquero del Hades para centrar las reflexiones en el mundo de la muerte, al que las almas se entregan “... sin temor, sin voz, sin equipaje”. Es esta alusión al viaje definitivo la que impulsa igualmente al protagonista a pensar en el que se realiza por la vida, y a ver el mar como algo misterioso, anhelado y necesario para la existencia. Esta parece deambular sin rumbo apenas se aleja de la infancia, que deja su rastro imborrable en la biografía de ese protagonista azotado por la inclemencia: “Mi vida de interior se hizo pequeña / y despertó mi alma / y me quebró la calma para siempre”. Es esta pequeñez un motivo más para la reflexión filosófica sobre el existir, que en “Certeza” -composición, por cierto, tan bien medida, ágil y musical- se tiñe de toda la dolida tradición manriqueña (“No es después de morir, es al nacer / cuando Caronte impulsa / la pértiga primera entre las aguas”) y a la vez de la contundente convicción vital de Calderón de la Barca, pues se nos dice que “Y al morir despertamos / de aquel sueño ligero de la vida / que ha llegado al origen del olvido”.

            Esta meditación que es cada poema se adentra en el pensamiento del más allá intentando descubrir “hasta un destino exacto que te espera”. Poco a poco, engarzados a la concisión de las composiciones, van surgiendo conceptos como los de camino, silencio, equipaje, finitud y permanencia. Pocas veces los versos sobrepasan el conjunto de los veinte o veinticinco, pero en su limitada dimensión abordan y desarrollan siempre una idea esencial, sea la irrealidad de los sueños, la del designio inesperado, del significado del tiempo y la brevedad terrena; “Vuela la vida, abres los ojos, mueres”, y una y otra vez la apelación al alma y su destino: “Ve tranquila, mi hermana más pequeña / …/ que no hay luz más clara, / ni hay asombro mayor que el de su ocaso, / ni justicia más firme y más exacta”. A ese destino, a ese otro mundo vamos, compartiéndolo con otros tras la evidencia de que “Caronte nunca duerme, casi nunca descansa”.

            A la vez que algunos versos alargan su cómputo (hallamos ya octosílabos e incluso alejandrinos) y que la asonancia aparece aunque sea sin esquema fijo, este tema tan universal y   asimismo tan propio del individuo como es el recuento de la vida se afianza al unísono con el convencimineto -igualmente manriqueño- de que nada es imprescindible sino pasajero y mundano: y así al verso en que Manrique señala que “y los deleites de acá / son, en que nos deleitamos, / temporales”, sucede ahora, bajo el título “Juicio final”, otro que García Calderón reescribe con una apreciación semejante: “No son más que despojos. Nos arrastran”; y la denuncia de que las riquezas marchitas “¿qué fueron sino verduras / de las eras?” parece reconvertirse en “Todo queda marchito cuando Caronte viene a recogernos”.

            Obligatorio es que el tema de la muerte se oponga al de la vida, que el olvido atraiga al recuerdo (“Recuerdo los consejos que me daba mi madre”) y que, para mantener el equilibrio, todo tenga su antítesis, un recurso que por cierto se repite algunas veces en este libro: “Lo profundo está encima de los cielos”; “Esa voz está viva. Esa voz está muerta”.

            Es la importancia de lo espiritual, lo trascendente, lo supraterreno (“...aquello que se esconde / más allá de nosotros”) lo que se potencia poniendo en juego la imaginación y la fuerza poderosa de un mundo opuesto a la realidad circundante, pues llega a decirse: “recuerdo aquel instante y su delicia / que no sé si soñé si viví si me ocurriera”. Así pues la vida, según se afirma en el poema “Tránsito”, es lugar de paso, es espera incierta y desconcertante, “una forma de ser inexplicable”, porque para el alma ha de primar no este camino o viaje mundano sino la esperanza de otro ámbito en donde ha de comenzar la dicha y la satisfacción a las que la muerte nos allega, y sin duda “La muerte es el lugar donde prosigue / este eterno viaje”. 

            El momento mismo de la muerte es una encrucijada que obliga a recapitular, y con diversa perspectiva se refieren a ese instante “La amistad”, “Mi voz desde la orilla” -presentado como el recuerdo de alguien ya difunto-, el igualmente titulado “La muerte” -anclado en el realismo y la plasticidad de la mirada-, y “Consuelo de los ángeles” -que alude a esa presencia argumentando “como muestran el rumbo que ha de seguir el alma”-. Además, el rito del recuerdo pone en evidencia la eficacia del pasado -de aquí el uso de tiempos como “era” o “ya se han ido”- que nos impulsa a apreciar, de nuevo y en una revivencia nostálgica, a aquellos que ya nos abandonaron y cuya existencia, “que parece volver junto a nosotros”, se trueca en emoción, en sentimiento vital que nos pone en la pista de una aprehensión necesaria: “No sabemos mirar el tiempo que se ha ido”.

            Dejando de lado “Derrota del cariño” y “Derrota de la ambición”, que no entroncan directamente con la temática directriz del poemario, con los tres títulos que concluyen el libro se cierra también este ciclo de poemas en que Caronte, como símbolo de la muerte que nos es compañera y que representa una recurrente preocupación en nuestra vida, vuelve una y otra vez a hacerse presente -en parte de aquí procede la mención de sus “visitas”-. Por eso en “Selva sin nombre” se dice que es inútil defender la vida cuando la sentimos “escapar y escapar desde nosotros”, y en “El alma detenida”  se añade que “La vida nunca puede detenerse / y dejar de fluir...”.

            Jesús García Calderón se posiciona de nuevo con este último poemario en la actualidad lírica. Desde que en 1991 se diera a conocer con el titulado La provincia ha añadido, con este, otros seis a su currículo de hondo y reflexivo poeta. Aunque lo más reciente que habíamos leído de él fuera un ensayo, El mal de la muralla (Rute, Ánfora Nova, 2013), también en sus páginas se percibe un lirismo y una penetración con indudables ribetes emotivos. Al atreverse ahora a una indagación sobre la muerte, y exponerla con la subjetividad que late en este libro, presentándolo incluso -según su último poema- como “Una breve postal desde la vida”, lo que hace es volcar en sus versos su pensamiento más íntimo sin olvidar cuánto de tradición y de mito lo inunda desde nuestra aprehensión ancestral, teniendo pues presente que todo cuanto nos constituye, reviste, diversifica y alegra, puede medirse con la convicción de que finaliza o comienza de verdad “cuando llega Caronte hasta tu orilla”.- ANTONIO MORENO AYORA.

 

Jesús García Calderón, Las visitas de Caronte. Sevilla, La Isla de Siltolá, 2014.