para Durs Grünbein,

poeta y cartesiano



 

 

 

Todo pensamiento empieza por un poema

 Alain, «Commentaire sur “La jeune Parque”», 1953

 

Hay siempre en la filosofía una prosa literaria oculta, una ambigüedad en los términos

Sartre, Situaciones IX, 1965

 

En filosofía no se piensa más que con metáforas

Louis Althusser, Elementos de autocrítica, 1972

 

 

Lucrecio y Séneca son “modelos de investigación filosófico-literaria en los cuales el lenguaje literario y unas complejas estructuras dialógicas cautivan el alma entera del interlocutor (y del lector) de un modo que un tratado abstracto e impersonal no podría hacer… La forma es un elemento crucial en el contenido filosófico de la obra. En ocasiones, incluso (como sucede en Medea), el contenido de la forma resulta ser tan poderoso que pone en cuestión la enseñanza supuestamente simple que encierra”

                                               Martha Nussbaum, La terapia del deseo, 1994

 

Al contrario que los poetas, los filósofos aparecen increíblemente bien ataviados. Sin embargo están desnudos, lastimosamente desnudos, si se considera con qué pobre imaginería tienen que manejarse la mayor parte del tiempo

                                                                      Durs Grünbein, Das erste Jahr, 2001

 

Prefacio

 

¿Cuáles son las concepciones filosóficas del sordomudo? ¿Cuáles son sus representaciones metafísicas?

            Todos los actos filosóficos, todo intento de pensar, con la posible excepción de la lógica formal (matemática) y simbólica, son irremediablemente lingüísticos. Son hechos realidad y tomados como rehenes por un movimiento u otro de discurso, de codificación en palabras y en gramática. Ya sea oral o escrita, la proposición filosófica, la articulación y comunicación del argumento están sometidas a la dinámica y a las limitaciones ejecutivas del habla humana.

            Puede que en toda filosofía, casi con seguridad en toda teología, se oculte un deseo opaco pero insistente —el conatus de Spinoza— de escapar a esa servidumbre que otorga poder, bien modulando el lenguaje natural para transformarlo en las inexactitudes tautológicas, transparencias y verificabilidades de las matemáticas; bien, de manera más enigmática, regresando a unas intuiciones anteriores al propio lenguaje. No sabemos que haya, que pueda haber, pensamiento antes de la expresión verbal. Aprehendemos múltiples puntos fuertes de significado, figuraciones de sentido en las artes, en la música. El inagotable significado de la música, su desafío a la traducción o a la paráfrasis, se abre paso en los escenarios filosóficos en Sócrates, en Nietzsche. Pero cuando aducimos el «sentido» de las representaciones estéticas y de las formas musicales, estamos metaforizando, estamos operando por analogía más o menos encubierta. Así las estamos encerrando en los dominantes contornos del discurso. De ahí el recurrente tropo, tan insistente en Plotino y en el Tractatus, de que el meollo, el mensaje filosófico, está en lo que no se dice, en lo que permanece tácito entre líneas. Aquello que puede ser enunciado, aquello que supone que el lenguaje está más o menos en consonancia con auténticas percepciones y demostraciones, quizá revele de hecho la decadencia de los reconocimientos primordiales, epifánicos. Tal vez aluda a la creencia de que en un estado anterior, «pre-socrática», el lenguaje estaba más cercano a las fuentes de la inmediatez, de la no empañada «luz del Ser» (como dice Heidegger). Pero no hay prueba alguna de semejante privilegio adánico. Ineludiblemente, el «animal que habla», como definieron los griegos al hombre, habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos gramaticales. El Logos equipara la palabra a la razón en sus mismos fundamentos. Incluso es posible que el pensamiento esté exiliado. Pero si es así, no sabemos o, dicho con más precisión, no podemos decir de qué.

            Se infiere que la filosofía y la literatura ocupan el mismo espacio generativo, si bien, en última instancia, se trata de un espacio circunscrito. Sus medios performativos son idénticos: una alineación de palabras, los modos de la sintaxis, la puntuación (un recurso sutil). Esto es así tanto en una canción infantil como en una Crítica de Kant, en una novela de tres al cuarto como en el Fedón. Son hechos de lenguaje. La idea, como en Nietzsche o en Valéry, de que se puede hacer danzar al pensamiento abstracto es una figura alegórica. La expresión, la enunciación inteligible lo es todo. Juntas solicitan la traducción, la paráfrasis, la metáfrasis y todas las técnicas de transmisión o revelación, o se resisten a ellas.

            Los profesionales siempre lo han sabido. En toda filosofía, admitió Sartre, hay una «prosa literaria oculta». El pensamiento filosófico puede ser hecho realidad «sólo con metáforas», enseñaba Althusser. En repetidas ocasiones (pero ¿hasta qué punto en serio?), Wittgenstein afirmó que debería haber redactado sus Investigaciones en verso. Jean-Luc Nancy cita las dificultades vitales que la filosofía y la poesía se ocasionan recíprocamente: «Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido», giro que apunta al quid esencial, a la creación de significado y la poética de la razón.

            Algo que se ha aclarado menos es la incesante y determinante presión de las formas de habla, del estilo, sobre los sistemas filosóficos y metafísicos. ¿En qué aspectos una propuesta filosófica, aun en la desnudez de la lógica de Frege, es retórica? ¿Puede algún sistema cognitivo y epistemológico ser disociado de sus convenciones estilísticas, de los géneros de expresión prevalecientes o puestos en entredicho en su época y entorno? ¿Hasta qué punto están condicionadas las metafísicas de Descartes, de Spinoza o de Leibniz por los complejos ideales sociales e instrumentales del latín tardío, por los elementos constitutivos y por la autoridad subyacente de una latinidad parcialmente artificial en el seno de la Europa moderna? En otros momentos, el filósofo se propone construir un nuevo lenguaje, un idiolecto singular para su propósito. Sin embargo, este empeño, manifiesto en Nietzsche o en Heidegger, está asimismo saturado por el contexto oratorial, coloquial o estético (es claro ejemplo de ello el «expresionismo» de Zaratustra). No podría haber un Derrida fuera del juego de palabras iniciado por el surrealismo y el dadaísmo, inmune a la acrobacia de la escritura automática. ¿Hay algo más cercano a la deconstrucción que Finnegans Wake o el lapidario hallazgo de Gertrude Stein de que «There is no there», «Allí no hay ningún allí»?

            Son algunos aspectos de esta «estilización» en ciertos textos filosóficos, del engendramiento de esos textos a través de herramientas y modas literarias, lo que quiero considerar (de una manera inevitablemente parcial y provisional). Quiero observar las interacciones, las rivalidades entre poeta, novelista o dramaturgo, por una parte, y el pensador declarado por otra. «Ser a la vez Spinoza y Stendhal» (Sartre). Intimidades y desconfianza mutua hechas icónicas por Platón y renacidas en el diálogo de Heidegger con Hölderlin.

            En este ensayo es fundamental hacer una conjetura que encuentro difícil de expresar en palabras. La estrecha asociación de la música con la poesía ya es un lugar común. Comparten fecundas categorías de ritmo, fraseo, cadencia, sonoridad, entonación y medida. La «música de la poesía» es exactamente eso. Poner letra a una melodía o poner música a un texto constituyen un ejercicio de materia prima común.

            ¿Hay en algún sentido afín «una poesía, una música del pensamiento» más profunda que la que va ligada a los usos externos del lenguaje, al estilo?

            Solemos utilizar el término y el concepto de «pensamiento» con irreflexiva amplitud y largueza. Asignamos el proceso de «pensar» a una ingente multiplicidad que se extiende desde el torrente subconsciente y caótico de restos interiorizados, incluso en el sueño, hasta el más riguroso de los procedimientos analíticos, una multiplicidad que abarca el ininterrumpido parloteo de lo cotidiano y la concentrada meditación de Aristóteles sobre el alma o de Hegel sobre el yo. En el habla común, el «pensar» es democratizado. Se hace universal y sin patente. Pero esto es confundir radicalmente cosas que son fenómenos distintos, incluso antagónicos. Definido de forma responsable —carecemos de un término señal—, el pensamiento serio no es frecuente. La disciplina que requiere, el abstenerse de la facilidad y del desorden son cosas que están muy raramente o nunca al alcance de la gran mayoría. La mayoría de nosotros apenas tenemos conocimiento de lo que es «pensar», transmutar los tópicos, los manidos desechos de nuestras corrientes mentales, en «pensamientos». Percibidos de forma adecuada —¿cuándo nos detenemos a reflexionar? —, la instauración del pensamiento de primer calibre es tan rara como la composición de un soneto de Shakespeare o de una fuga de Bach. Tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada.

            Las cosas excelentes, advierte Spinoza, «son raras y difíciles». ¿Por qué un distinguido texto filosófico va a ser más accesible que la alta matemática o uno de los últimos cuartetos de Beethoven? Es inherente a un texto así un proceso de creación, una «poesía» que a un tiempo revela y se resiste. El gran pensamiento filosófico-metafísico engendra y a la vez trata de ocultar las «supremas ficciones» dentro de sí mismo. Las paparruchas de nuestras cavilaciones indiscriminadas son en efecto la prosa del mundo. No menos que la «poesía», en el sentido categórico en que la filosofía tiene su música, su pulso de tragedia, sus embelesos, incluso, aunque de modo infrecuente, su risa (como en Montaigne o Hume). «Todo pensamiento empieza con un poema», enseñaba Alain en su intercambio con Valéry. Este inicio compartido, esta iniciación de mundos es difícil de suscitar. Sin embargo, deja huellas, ruidos de fondo compatibles con aquellos que susurran los orígenes de nuestra galaxia. Sospecho que estas huellas se pueden discernir en el mysterium tremendum de la metáfora. Tal vez hasta la melodía, «supremo enigma de las ciencias del hombre» (Lévi-Strauss), es, en cierto sentido, metafórica. Si somos un «animal que habla», somos, concretando más, un primate dotado de la capacidad de usar metáforas, para relacionar con el rayo, el símil de Heráclito, los fragmentos dispersos del ser y de la percepción pasiva.    

            Donde se funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la otra en forma o en materia, pueden oírse estos ecos del origen. Este genio poético del pensamiento abstracto se ilumina, se hace audible. El argumento, aun analítico, tiene su redoble de tambor. Se hace oda. ¿Hay algo que exprese el movimiento final de la Fenomenología de Hegel mejor que el non de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría estimado en mucho?

            Este ensayo es un intento de escuchar más atentamente.

 

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Hablamos de la música. El análisis verbal de una partitura musical puede, hasta cierto punto, dilucidar su estructura formal, sus elementos técnicos y su instrumentación. Pero allí donde no es musicología en sentido estricto, allí donde no recurre a un «meta-lenguaje» parásito de la música —«clave», «tono», «síncopa»—, hablar de la música, oral o escrita, es un compromiso dudoso. Una narración, una crítica de una ejecución musical se ocupa menos del mundo sonoro real que del ejecutante o de la recepción por el público. Es un reportaje hecho por analogía. Apenas puede decir nada que pertenezca a la sustancia de la composición. Unos cuantos valientes, Boecio, Rousseau, Nietzsche, Proust y Adorno entre ellos, han tratado de traducir en palabras el tema de la música y sus significados. Ocasionalmente han encontrado «contrapuntos» metafóricos, modos de sugerir, simulacros de considerable efecto evocador (Proust en relación con la sonata de Vinteuil). Sin embargo, aun en los casos en que esos virtuosismos semióticos poseen más seducción, «escapan a la cuestión» en el sentido estricto de la expresión. Son derivaciones.

            Hablar de la música es alimentar una ilusión, un «error categorial» como dirían los lógicos. Es tratar la música como si fuese lenguaje natural o se hallase muy cercana a éste. Es trasladar unas realidades semánticas de un código lingüístico a un código musical. Los elementos musicales se experimentan o clasifican como sintaxis; la construcción en desarrollo de una sonata, su «tema» inicial y secundario, se designa como gramática. Las exposiciones musicales (a su vez una designación prestada) tienen su retórica, su elocuencia o economía. Nos inclinamos a pasar por alto que cada una de estas rúbricas se ha tomado prestada de sus legitimidades lingüísticas. Las analogías son ineludiblemente contingentes. Una «frase» musical no es un segmento verbal.

            Esta contaminación se ve agravada por las relaciones múltiples entre letra y música. Un sistema lingüísticamente ordenado es insertado dentro de un «no lenguaje», es colocado junto a él y contra él. Esta coexistencia híbrida tiene una ilimitada diversidad y una posible complicación (con frecuencia un Lied de Hugo Wolf niega su texto verbal). Nuestra recepción de esta amalgama es en gran medida somera. ¿Quién sino el más concentrado —partitura y libreto en mano— es capaz de captar simultáneamente las notas musicales, las sílabas que las acompañan y la polimórfica, verdaderamente dialéctica interacción entre ellas? El córtex humano tiene dificultad para distinguir entre estímulos autónomos, completamente distintos, y recombinarlos. Sin duda hay piezas musicales que aspiran a imitar, a acompañar temas verbales y figurativos. Hay «música programática» para la tempestad y la calma, para celebraciones y la lamentaciones. Mussorgsky puso música a los «cuadros de una exposición». Hay música de cine, muchas veces esencial para el texto dramático-visual. Pero todas ellas son justamente consideradas especies secundarias, mestizas. Donde existe per se, donde según Schopenhauer es más perdurable que el hombre, la música no es ni más ni menos que ella misma. El eco ontológico está al alcance de la mano: «Soy lo que soy».

            Su única «traducción» o paráfrasis significativa es la del movimiento corporal. La música se traduce a danza. Pero ese extasiado reflejo sólo es aproximado. Deténgase el sonido y no habrá forma segura alguna de decir qué música se está danzando (un aspecto irritante al que se alude en las Leyes de Platón). Pero, a diferencia de los lenguajes naturales, la música es universal. Innumerables comunidades étnicas poseen sólo rudimentos orales de literatura. Ningún grupo humano carece de música, a menudo elaborada y complejamente organizada. Los datos sensoriales y emocionales de la música son mucho más inmediatos que los del habla (pueden remontarse al vientre materno). Excepto en ciertos extremos cerebrales, principalmente asociados con las modernidades y las tecnologías en Occidente, la música no necesita ningún desciframiento. La recepción es más o menos instantánea en los niveles psíquico, nervioso y visceral, cuyas interconexiones sinápticas y rendimiento acumulativo apenas comprendemos.

            Pero ¿qué es lo que está recibiendo, interiorizando, a qué se está respondiendo? ¿Qué es lo que nos pone a todos en movimiento? Aquí llegamos a una dualidad de «sentido» y de «significado» que la epistemología, la hermenéutica filosófica y las investigaciones psicológicas han sido casi incapaces de dilucidar. Y ello invita a suponer que lo que es inagotablemente significativo puede también carecer de sentido. El significado de la música está en su ejecución y audición (hay quienes «oyen» una composición cuando leen en silencio su partitura, pero son muy pocos). Explicar lo que significa una composición, dictaminó Schumann, es tocarla de nuevo. Desde los comienzos de la humanidad, para hombres y mujeres, la música tiene tanto significado que apenas pueden imaginar la vida sin ella. «Musique avant toute chose» (Verlaine). La música llega a poseer nuestro cuerpo y nuestra conciencia. Tranquiliza y enloquece, consuela o causa desolación. Para incontables mortales, la música, aunque sea vagamente, se acerca más que ninguna otra presencia sentida a inferir, a prever la posible realidad de la trascendencia, de un encuentro con lo numinoso y con lo sobrenatural, que se encuentran fuera del alcance empírico; para otras tantas personas religiosas, la emoción es música metaforizada, pero ¿qué sentido tiene, qué significado hace verificable?, ¿puede mentir la música o es enteramente inmune a lo que los filósofos llaman «funciones de verdad»? Idéntica música inspira y aparentemente articula propuestas irreconciliables. «Traduce» a antinomias. La misma melodía de Beethoven inspiró la solidaridad nazi, la promesa comunista y las insulsas panaceas del himno de Naciones Unidas. El mismísimo coro del Rienzi de Wagner exalta el sionismo de Herzl y la visión hitleriana del Reich. Una fantástica abundancia de significados divergentes, incluso contradictorios, y una ausencia total de sentido. Ni la semiología ni la psicología ni la metafísica pueden dominar esta paradoja (que alarma a pensadores absolutistas desde Platón hasta Calvino y Lenin). Ninguna epistemología ha sido capaz de responder de manera convincente a la sencilla pregunta «¿Para qué sirve la música?». ¿Qué sentido tiene hacer música? Esta crucial incapacidad de respuesta hace algo más que insinuar unas limitaciones orgánicas del lenguaje, unas limitaciones capitales para el empeño filosófico. Cabe la posibilidad de que el discurso hablado y no digamos el escrito sean un fenómeno secundario. Tal vez encarnen un deterioro de ciertas totalidades primordiales de la conciencia psicosomática que todavía actúan en la música. Con excesiva frecuencia, hablar es «malentender». Poco antes de morir, Sócrates canta.

            Cuando Dios canta para Sí mismo, canta álgebra, opinaba Leibniz. Las afinidades, los nervios que relacionan la música con las matemáticas se han percibido desde Pitágoras. Rasgos cardinales de la composición musical como el tono, el volumen y el ritmo pueden ser trazados mediante el álgebra. Igual sucede con convenciones históricas como fugas, cánones y contrapuntos. Las matemáticas son el otro lenguaje universal. Común a todos los hombres, instantáneamente legible para quienes están preparados para leerlo. Como en la música, en las matemáticas la idea de «traducción» es aplicable sólo en un sentido trivial. Ciertas operaciones matemáticas pueden ser relatadas o descritas verbalmente. Es posible parafrasear o metafrasear recursos matemáticos. Pero son notas al margen secundarias, casi decorativas. En sí mismas y por sí mismas, las matemáticas sólo pueden traducirse a otras matemáticas (como en la geometría algebraica). En los textos matemáticos hay a menudo una sola palabra generativa: un «hágase» inicial que autoriza y pone en marcha la cadena de símbolos y diagramas. Es comparable al imperativo «hágase» que da comienzo a los axiomas de la creación en el Génesis.

            Sin embargo, el (los) lenguaje(s) de las matemáticas son enormemente ricos. Su despliegue es uno de los pocos viajes positivos y limpios a los anales de la mente humana. Aunque inaccesibles al lego, las matemáticas manifiestan criterios de belleza en un sentido exacto, demostrable. Sólo aquí impera la equivalencia entre verdad y belleza. A diferencia de las enunciadas por el lenguaje natural, las proposiciones matemáticas pueden ser verificadas o refutadas. Cuando surge la indecidibilidad, ese concepto tiene también su significado preciso, escrupuloso. Las lenguas orales y escritas mienten, engañan, ofuscan a cada paso. La mayoría de las veces su motor es la ficción y lo efímero. Las matemáticas pueden producir errores que habrá que corregir después. No pueden mentir. Hay ingenio en las construcciones y pruebas matemáticas como hay ingenio en Haydn y Satie. Puede haber toques de estilo personal. Varios matemáticos me han dicho que pueden identificar al proponente de un teorema y de su demostración por razones estilísticas. Lo que importa es que, una vez probada, una operación matemática entra en la verdad colectiva y la disponibilidad del anónimo. Y, además, es permanente. Cuando Esquilo esté olvidado y el grueso de su obra se haya perdido, los teoremas de Euclides seguirán existiendo (G. M. Hardy).

            Desde Galileo, la marcha de las matemáticas es imperial. Una ciencia natural evalúa su legitimidad por el grado en que es posible matematizarla. Las matemáticas desempeñan un papel cada vez más determinante en la economía, en destacadas ramas de los estudios sociales, hasta en las disciplinas estadísticas de la historia («cliometría»). El cálculo y la lógica formal son la fuente y anatomía de la computación, de la teoría de la información, del almacenamiento y la transmisión electromagnéticos que organizan y transforman ahora nuestra vida. Los jóvenes manipulan el cristalino despliegue de los fractales como antaño manejaban las rimas. Las matemáticas aplicadas, a menudo de una categoría avanzada, invaden nuestra existencia individual y social.

            Desde el principio, la filosofía y la metafísica han dado vueltas alrededor de las matemáticas como un halcón frustrado. La exigencia de Platón era clara: «Nadie entre en la Academia que no sepa geometría». En Bergson, en Wittgenstein, la libido matemática es representativa de la epistemología en su conjunto. Hay episodios ilustrativos en la larga historia de las matemáticas y destacan notablemente las investigaciones tempranas de Husserl. Pero los avances han sido irregulares. Si las matemáticas aplicadas en sus comienzos en la hidráulica, la agricultura, la astronomía y la navegación pueden situarse dentro de las necesidades económicas y sociales, la matemática pura y su meteórico progreso plantean una cuestión aparentemente difícil de responder. Los teoremas, la interacción de alta matemática, de la teoría de los números en especial, ¿se derivan de realidades «de ahí fuera» aunque no descubiertas todavía y remiten a ellas?, ¿se ocupan de fenómenos existenciales, por formalizado que sea el nivel al que lo hacen, o son un juego autónomo, una serie y secuencia de operaciones tan arbitrarias, tan autistas como el ajedrez? El ilimitado, podemos decir «fantástico», avance hacia delante de las matemáticas desde el triángulo de Pitágoras hasta las funciones elípticas ¿es generado, activado desde dentro de sí mismo, independiente de la realidad o de la aplicación (aunque, de manera contingente, pueda aparecer la segunda)? La cuestión ha sido debatida incluso por matemáticos y por filósofos durante milenios. Continúa sin resolverse. Añádase a esto el luminoso rompecabezas de las capacidades y la productividad matemáticas en el muy joven, en el preadolescente. Un caso enigmático análogo a los virtuosismos del prodigio musical y del maestro infantil de ajedrez. ¿Existen vínculos? ¿Hay alguna trascendental adicción a lo inútil implantada en unos cuantos seres humanos (un Mozart, un Gauss, un Capablanca)?

            Al estar condenadas al lenguaje, la filosofía y la psicología filosófica se han encontrado más o menos desvalidas. Muchos pensadores se han hecho eco de un antiguo pesar: «¿Yo habría sido filósofo de haber podido ser matemático?».

 

Con respecto a los requerimientos de la filosofía, el lenguaje natural padece graves debilidades. No puede igualar la universalidad de la música o de las matemáticas. Incluso la lengua más extendida —hoy es la angloamericana— sólo es provinciana y pasajera. Ningún lenguaje puede competir con las capacidades de la música para las simultaneidades polifónicas, para los significados múltiples bajo la presión de unas formas intraducibles. La capacidad de suscitar emociones, a la vez específicas y generales, privadas y colectivas, excede en mucho a la que posee el lenguaje. En algunos aspectos, la ceguera es reparable (se pueden leer libros en Braille). La sordera, el ostracismo que expulsa de la música, es un exilio irremediable. Tampoco puede el lenguaje natural competir con la precisión, con la inequívoca finalidad, con la responsabilidad y la transparencia de las matemáticas. No puede satisfacer criterios de prueba o refutación —son lo mismo— inherentes a las matemáticas. ¿Debemos, podemos querer decir lo que decimos o decir lo que queremos decir? La implícita generación de nuevas preguntas, de nuevas percepciones, de hallazgos innovadores desde el interior de la matriz matemática no tiene equivalente en el discurso oral ni escrito. Las vías que siguen las matemáticas parecen autónomos e ilimitados. El lenguaje rebosa espectros manidos y circularidades artificiales.

            Y sin embargo. La definición misma de hombres y mujeres como «animales de lenguaje» propuesta por los antiguos griegos, la designación del lenguaje y la comunicación lingüística como el atributo definitorio de lo humano, no son tropos arbitrarios. Las frases, orales y escritas (se puede enseñar a leer y a escribir a los mudos), son el órgano capacitador de nuestro ser, de ese diálogo con el yo y con los demás que arma y estabiliza nuestra identidad. Las palabras, aun siendo imprecisas y de duración limitada, construyen el recuerdo y articulan el futuro. La esperanza es el futuro verbal. Incluso cuando son ingenuamente figurativos y no sometidos a examen, los sustantivos que asociamos a conceptos como vida y muerte, al ego y al otro, son engendrados por palabras. Hamlet a Polonio. La fuerza del silencio es la de un negador eco del lenguaje. Es posible amar calladamente, pero quizá sólo hasta cierto punto. La auténtica incapacidad de hablar viene con la muerte. Morir es dejar de charlar. He intentado demostrar que el incidente de Babel fue una bendición. Todas las lenguas y cada una de ellas cartografían un mundo posible, un calendario y un paisaje posibles. Aprender una lengua es ensanchar inconmensurablemente el provincianismo del yo. Es abrir de par en par una nueva ventana a la existencia. Las palabras, sí, andan a tientas y engañan. Ciertas epistemologías les niegan el acceso a la realidad. Hasta la poesía más excelente está circunscrita por su lenguaje. No obstante, es el lenguaje natural el que proporciona a la humanidad su centro de gravedad (obsérvense las connotaciones morales, psicológicas de este término). La risa seria es también lingüística. Quizá sólo el sonreír desafíe la paráfrasis.

            El lenguaje natural es el medio ineluctable de la filosofía. El filósofo recurrirá a términos técnicos y neologismos; tratará, como Hegel, de llenar giros idiomáticos familiares de nuevos significados. Pero en esencia y, como hemos visto, excluyendo el simbolismo de la lógica formal, el lenguaje tiene que bastar. Como dice R. G. Collingwood en su Ensayo sobre el método filosófico (1933): «Si el lenguaje no puede explicarse a sí mismo, ninguna otra cosa puede explicarlo». Así, el lenguaje de la filosofía es, «como ya sabe todo lector atento de los grandes filósofos, un lenguaje literario y no un lenguaje técnico». Prevalecen las reglas de la literatura. En este convincente aspecto, la filosofía se asemeja a la poesía. Es «un poema del intelecto» y representa «el punto en el que la prosa está más cerca de ser poesía». La proximidad es recíproca, pues a menudo es el poeta el que acude a los filósofos. Baudelaire se vuelve a De Maistre, Mallarmé a Hegel, Celan a Heidegger, T. S. Eliot a Bradley.

            Dentro de los incapacitantes límites de mi competencia lingüística y haciendo imperfecto uso de la traducción, quiero considerar una selección de textos filosóficos en su desarrollo bajo la presión de unos ideales literarios y de la poética de la retórica. Quiero estudiar los contactos sinápticos entre argumento filosófico y expresión literaria. Estas interpenetraciones y fusiones nunca son totales, pero nos llevan al corazón del lenguaje y de la creatividad de la razón. «No podemos pensar lo que no se puede pensar, por tanto tampoco podemos decir lo que no podemos pensar» (Tractatus, 5.61).

 

 

 

 

(Fragmento del libro La poesía del pensamiento, de George Steiner, publicado por Ediciones Siruela. Traducción de María Condor)