Octavio Paz conoció a Ortega y Gasset siendo un poeta todavía muy joven, cuando Ortega era un hombre ya mayor y de no muy buena salud, hacia 1953. Al evocar ese encuentro mucho tiempo después, Paz se preguntó abruptamente, entre paréntesis y sin contestarse: ¿por qué nunca empleó por escrito el registro familiar? La pregunta nacía de una sorpresa. No imaginaba detrás del estilo solemnizante del Ortega maduro su evidente cordialidad, jovial y divertida, la conversación chispeante y hasta procaz de Ortega (pese a lo cual Ortega desaconsejó a Paz, en la misma entrevista, el cultivo de la poesía y taxativamente recomendó que aprendiese alemán si quería hacer alguna cosa seria en la vida).

 

El registro familiar, el sermo humilis o la poética de lo humilde es parte de la herencia más viva de la tradición realista de la novela del siglo XIX. No ha tenido siempre buena prensa ni ha disfrutado en todos los tramos de la historia reciente de una respetabilidad alta. Sin embargo, sigue siendo uno de los motores centrales de la creación novelesca y la lectura literaria. Es también la poética que coloca más abiertamente a la novela en la zona de frontera con la crónica, con el periodismo o con la historia (posible) del presente. Se atreve incluso, a veces, a adelantarse a la pereza, la cobardía (o la probidad) de la historiografía. Dicho de otro modo: algunos novelistas de la democracia han sido capaces de contar y conjeturar mejor que los buenos libros de historia lo que fue la vida cotidiana durante la república y la guerra o a lo largo del franquismo. Han sido fuentes insustituibles para comprender la naturaleza estratificada, interconectada y al mismo tiempo difusa del pasado; son las que han dado cuenta de los espacios ambiguos, de las falsas determinaciones, de las aparentes firmezas, de las presuntas traiciones.

 

No son esos ámbitos en absoluto ajenos a la narrativa de Ignacio Martínez de Pisón. Incluso sus novelas más intimistas o más psicológicas han anclado sus tramas a fechas y lugares concretos, a espacios sociales y momentos históricos determinados. Sus tres últimos libros, sin embargo, han acentuado de forma muy marcada la sensibilidad histórica habitual en sus relatos, y el origen de esa inflexión está en una espléndida novela factual o ensayo de historia narrativa, Enterrar a los muertos (2005). Pero a pesar de su acertadísima combinación de intriga novelesca sin ficción, crónica veraz y narración histórica, sus dos obras siguientes regresaron a la novela de ficción: Dientes de leche (2008) y El día de mañana (2011).

 

Sin embargo, ya no eran lo mismo. El narrador volvía a la función mediadora y transparente de voz neutra porque prestaba su lenguaje a los personajes protagonistas, bien de forma directa o indirecta. Renunciaba a actuar desde la autobiografía o el yo más o menos visible del historiador o del ensayista y aspiraba a construir una ficción, una novela de ficción. Pero lo hacía con una atadura ética nueva, que antes había sido sólo un auxilio de la imaginación del novelista y ahora se convertía en pieza muy central de la novela: ahora la historia vivida y real era parte biológica de la novela y sin esa historia verídica el relato perdía buena parte de su significado. Dientes de leche necesitaba contar qué y quiénes habían sido las tropas fascistas italianas en la guerra civil y cómo vivieron en casa la victoria franquista y el franquismo. El día de mañana fue ya abiertamente, además de una espléndida novela, una lección de historia precoz, adelantada, aun por escribir por parte de los mismos historiadores: la segunda mitad del franquismo y el tránsito a la democracia es todavía etapa ampliamente anegada de tópicos redentores de quienes fabricaron ese tiempo.

 

Las razones son múltiples. El tiempo heroico de la victoria o la derrota total han sido el ámbito común de la investigación histórica y también de la novela, mientras que la lenta salida del subdesarrollo, todavía bajo el franquismo, ha sido material de exploración más difícil y menos nítida. Se desdibujan los perfiles porque el tiempo pasa, el régimen sigue pero las cosas cambian desde muchos ángulos. Nuevas generaciones se pusieron en marcha a mediados de los años sesenta, mientras vivían todavía los actores de la guerra, los responsables de la victoria y también de la resistencia, todos por cierto asumiento nuevos papeles o nuevas variantes de sus antiguos papeles.

 

Félix de Azúa intentó esa exploración sin acabar de salirse con la suya. Momentos decisivos es una novela inteligente de 2000 que dejaba insatisfacciones propiamente novelescas. Sin embargo, contenía una idea motor que comparece en casi todos los intentos de contar ese pasado muy opaco y simplificado. En el epílogo evoca Azúa el fracaso del general que soñó “haberlo dejado todo atado y bien atado, como si el tiempo pudiera encadenarse a un peñasco y ofrecer su hígado a las rapaces. No sabía que la transformación entraría por una puerta inesperada, no mediante luchas políticas o militares, que tanto temía, sino a través de la sutil vida doméstica, de la rutina de todos los días que erosiona continentes enteros sin avisar, a traición. No habría levantamientos, ni revoluciones, ni matanzas épicas, no habría Historia, sino algo más profundo y tan eficaz como para cambiar la faz del mundo.”

 

 

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 A principios de 2008, cuando acababa de publicar Dientes de leche, Martínez de Pisón quiso recordar en más de una entrevista que llevaba viviendo 26 años en Barcelona. Hoy serán ya treinta, y confío que sigan siendo más pese a todos los pesares secesionistas que Pisón observa (yo también) con algo más que aprensión, quizá incluso con algo de sentido difuso de injusticia o de abuso. La pregunta inmediata que le hacía en La Vanguardia el periodista era más directa y previsible: ¿Por qué no escribe sobre Barcelona? Pisón contestaba con una primicia que transcribo íntegra: “Preparo ahora una novela sobre un confidente de la Brigada Político-Social de la policía en la Barcelona franquista, cuento las cosas feas que hizo. Pero no juego a hacer de Barcelona un personaje: no creo que una ciudad lo sea, por mucho que Barcelona haya devenido género literario”.

 

Ese es y no es el argumento de El día de mañana, quizá porque por entonces la novela apenas debía ser el embrión del libro aparecido finalmente en 2011. Más allá de la ironía final, Barcelona no será quizá un personaje, pero sin duda sí lo es la atmósfera tibia y turbia de una sociedad reticular, dotada de una amplia gama de vulgares grisuras localizadas en Barcelona y sus distintas clases y espacios. Los destellos que emite la luz de Bocaccio o los cameos de Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma son deslumbrantes para el lector pero en la novela comparecen como parte de un mundo real sin héroes: no son mucho más que Mateo Moreno, inspector de policía. La clase media y menestral que comparece dispersamente en la obra, al hilo de las biografías de sus protagonistas, no está ahí tampoco como material de relleno ni es mero paisaje de fondo sino el fondo mismo. Constituye el retrato fractal y veraz de una España más sumisa que agitada, con ciudadanos ocupados en remediar sus vidas con sanadores milagrosos y curanderos, con rutas en algún caso vistosas y elitistas, con activismo político arriesgado a veces y a veces apenas testimonial, con pequeños negocios sin grandes expectativas y una voluntad común de salir adelante sin heroísmos contagiosos.

 

Así que es Barcelona pero no es Barcelona. O no lo es mucho más que cualquier capital con sus brillos locales y sus afanes, donde actúa la policía secreta aunque presumiblemente con menos trabajo que en grandes capitales como Madrid o Barcelona. Ese cambio de rasante en la sociedad, esa agitación exigua pero efectiva de las capas sociales, educadas o no, fue parte de aquel paisaje que arranca de principios de los años sesenta y desemboca en la Constitución de 1978. Es el marco histórico que cubre con plena conciencia la novela: los primeros pasos del desarrollo capitalista desde el subdesarrollo puro y duro.

 

Y, por fin, el confidente, de quien Pisón creía en 2008 que contaría “las cosas feas que hizo”. Si fuese verdad, esta no sería la espléndida novela que es. Es sólo una media verdad y en ella reside la inteligencia y la honradez del escritor: el tejido secreto de las motivaciones del confidente no están nunca definitivamente claras, ni nadie podrá ir más allá de la conjetura. Ni siquiera el novelista o el narrador comparece por ninguna parte como voz sancionadora del bien o el mal, la bendición o la reprobación de una biografía espiada a través de testimonios ajenos, contradictorios, voluntariamente desinformados y voluntariamente firmes en puntos de vista que sólo el lector –por medio de la ironía estructural de la novela- descubre falibles o insuficientes.

 

Para el joven militante comunista embarcado en calentar la protesta contra el juicio de Burgos en 1970, Justo Gil era “un tipo eficiente, disciplinado, despierto, carente por completo de sentido del humor, rabiosamente antifranquista”. Lógicamente, si “hubiera tenido que elegir a una persona que me mereciera total confianza, casi seguro que le habría elegido a él” (180). En parte, quizá por las mismas razones que hicieron de Justo el hombre ideal para Carmen, cuando los dos eran muy jóvenes. Sin saber bien cómo se ganaba a las personas, “tenía algo que hacía que te sintieras a gusto a su lado: su manera de mirarte, de hablarte... Te hacía sentir que le importabas, aunque en realidad lo acabaras de conocer” (50). Algo así le sucederá al propio inspector o a un inexpertísimo Noel León, el muchacho que le ayudará a construir la casa, convencido de que era “un hombre complejo, profundo, con algo de iluminado y de santón” y ya imbuido, por entonces, de una suerte de redentorismo místico contra el interés y el cálculo, el materialismo de la vida moderna y la ausencia de “valores del espíritu... Impresionaba que un hombre cojo y flaco y lleno de cicatrices mencionara esos valores del espíritu” (312), sobre todo si a esas alturas el lector lleva la cuenta de las pendencias de Justo como confidente de la Brigada Político-Social. 

 

El momento quizá más delicadamente emocionante de El día de mañana está en una escena con potencial carroñero pero finalmente lírica y casi simbólica. El Rata en ese episodio ya no es ese ratón al que van a cazar los dos italianos de la ultraderecha dispuestos acabar con él como se acaba con una rata. Ahora es el niño que fue, contado por él mismo a otro niño, Noel León, y ante la irritación del inspector Moreno. Los chavales del pueblo, cuenta Justo, habían seguido al hombre y a la mula moribunda hasta el cementerio de animales, habían visto cómo le partía las piernas con un hierro para que “nunca volviera a levantarse” y luego se marcharon mientras se acercaban ya los buitres sobrevolando la zona. Pero la mula estaba viva todavía, y Justo volvió: “Mientras yo estuviera delante, los buitres no se acercarían. No quería que se la comieran viva, ¿entiendes, Noel? Miraba los ojos abiertos, casi humanos, de la mula, que parecía que me daban las gracias por estar allí, y tenía claro que no era decente abandonarla así...” Cuando la mula dio el respingo final, “su mirada dejó de ser humana para ser la mirada de un animal muerto. Y entonces sí. Entonces sí que me marché y dejé que los buitres bajaran a comérsela...” (296)

 

¿Es legítimo apurar el paralelismo implícito entre la mula y el propio Rata? ¿No hay algo de desvalimiento en Justo cuando Franco se muere y él acaba cayendo bajo los disparos de la ultraderecha dirigida por los aparatos policiales del Estado, la misma Brigada Político-Social para la que había trabajado, la misma Brigada que había sabido chantajearlo también?

 

Casi parece un palíndromo estructural, por llamarlo así. Lo que antes funcionaba en una dirección funciona leído también en la dirección contraria. Los padres de Noel León son, como su propio nombre indica, palindromistas y en esta novela demasiadas cosas tienden a dejarse leer en dos direcciones con sentidos dispares como para que esa vocación extraña no revele algo de la intención de la novela. Justo muere asesinado por sicarios de la ultraderecha que fomenta la misma policía porque los ha denunciado y ha actuado abiertamente contra ellos: muere como el “rey de los traidores” después de haber sido el confidente traidor de la subversión antifranquista.

 

No hay cuadrícula ética simple para evaluar la biografía de Justo. Se hace confidente como forma de huir de una estafa múltiple pero construye una casa con sus manos y con el corazón puesto en proteger a la mujer estafada, Carmen. Justo no es enteramente comprensible, incluso a ratos es inverosímil, yo creo que deliberadamente inverosímil, porque es humilde y vulgarmente real. Por eso es un gran personaje de ficción: porque es real. Vive en su interior la cábala ilusa de sus fantasías de redención leyendo a los místicos y a Vintilia Horia. Cuidó de su madre con la abnegación integral de su primera juventud y con la misma convicción con la que envía el “fuego purificador” contra la ultraderecha con Franco ya muerto o la fe con la que preserva año tras año la imagen de Carmen “tal como era nueve o diez años antes, cuando la estafó: una jovencita alegre e ingenua, una huérfana desvalida y necesitada de protección”, como una Dulcinea cualquiera en el caletre de un caballero cualquiera: “¿Cómo imaginar que un tipo así –se pregunta Mateo Moreno- podía llegar a enamorarse como se enamoró de Carmen Román?”, que no es un palíndromo, pero casi. O cómo imaginar que aquel otro “clásico chulo” al que “todo el mundo le tenía miedo” en los Hogares Mundet –cuenta el inspector- esperaría por las noches a que todos los demás durmiesen para llorar “como los perrillos que esperan atados a un árbol mientras la dueña entra en una tienda a comprar”, sólo porque “se había enamorado de una chica algo mayor que salía con un taxista”?

 

¿Dónde está el orden previsible de las cosas? ¿Dónde está el orden justo de los juicios sobre las personas cuando se dispone de todos los datos? ¿Y cuándo, teniendo todos los datos, el juicio puede ser justo si es un juicio absoluto? ¿O cómo de absoluto? ¿Hasta dónde? El inspector fabrica varios de esos juicios sobre Justo a medida que lo conoce, y no es exactamente una ayuda técnica, porque es en realidad quien acaba desbarantando las lecturas simples del caso. No hay modo de que se aclare del todo el lector, quizá porque no hay nada que aclarar y es el lector quien ha de asumir la dificultad de enfrentarse a la realidad por encima o por debajo del tópico y la simpleza.

 

Cuando aun nos falta mucho por saber de Justo, el inspector aparece como portavoz fiable, bien informado. Lo que sabe y piensa tiende a obligarnos a ir matizando el juicio sobre él, o a complicarlo, y empezamos a creer que esta novela es algo más que la denuncia confortable de un confidente letal que muere antes de los 40 años. Quizá se parece a un palíndromo y su inquietante duplicidad de sentido. Para Mateo Moreno,  Justo es en la p. 147 “un cándido. Se las daba de listo pero en el fondo era un cándido”. Pero cien páginas después “es un cabrón” vengativo porque no perdona que haya gente con más suerte que él. Y sólo veinte páginas después es también un “canelo. Un canelo y un cabrón.” El inspector intuye que Justo actúa movido por un sentido privado de la justicia, por el deseo de proteger y compensar a Carmen, aunque “los mierdas como tú no estáis en deuda con nadie, ja, ja.” Pero tampoco está seguro del todo: “eres un canelo y un cabrón, pero más un canelo que un cabrón” (239). ¿O era al revés?