Ha sido también violenta, ajena, rapaz, tensa como la cuerda de un arco.

¿Por qué aquella urgencia tan desesperante?

En ocasiones era como si estuviesen todos allí para impedirla existir, todos con sus manos emotivas desde que era una niña, todos con sus caricias ingenuas que se empeñaban en tocarla como a veces se empeñaba ella en tocar su propio dolor.

Se puede decir que su cuerpo no admitía un contacto que no naciera de ella misma, que lo rechazaba como se rechaza lo blando e informe, lo incompleto. ¿Qué violencia era aquella que venía y se instalaba de pronto entre ella y los otros? Quizá cada vida requiera un poderoso pero ambiguo (e incluso vacío) símbolo alrededor del cual girar. Quizá el de Diana no fuera más que la misma violencia que ella no percibía sino como un alumbramiento en el que la vida y el mundo de pronto se hacían urgentes y difíciles.

Una vez, hace muchos años, siendo adolescente, cogió una gruesa astilla de madera y se la hundió violentamente en el muslo. Nada podía haber hecho prever, ni siquiera a ella misma, ese movimiento extraño y solitario. No había nacido tampoco del odio, ni de la aversión. Tal vez de improviso su muslo le pareció demasiado irreal y por eso clavó una astilla en él; para comprobar que existía. A solas, mientras los corros de los otros adolescentes y las otras adolescentes se deseaban, Diana contemplaba hipnotizada esa sangre, casi atemorizada de encontrarse consigo misma., como si de pronto esa fuera la única valentía real que se le exigiera; la de enfrentarse con lo extraño, lo asombroso, lo inexplicable.

La percepción emocionante, difusa y difícil de resistir de que la calle se prolongaba en su pierna, se unía al resto, era grande e inviolable como la calle y los muchachos. Trataba de amar sin imaginar esa apariencia desnuda de la sangre en su pierna, de la astilla clavada. En el corazón de la muchacha adolescente había como un último refinamiento de la aristocracia; se negaba a utilizar aquella belleza, a hacerla útil, ni siquiera para sí misma.

Otras veces, en mitad de algún trabajo físico, se veía de pronto bien vestida. El olor salino y húmedo de sus axilas la reconfortaba y tenía ganas de morder su propia carne como un anzuelo. Aprendió de una manera misteriosa que la simpatía por los objetos (por su propio cuerpo objetivado) se parecía de alguna forma al miedo, y en el espejo se obligaba a esperar frente a su propio rostro como se espera frente a los símbolos, sin tratar de escudriñar su significado, pero aguardando a que en algún momento, del centro que lo componía, brotara mágicamente una luz que lo dotara de sentido.

Al buscar en la distancia de esos recuerdos Diana se sentía regresar. Quería buscar, y sin embargo regresaba. ¿A qué? A todo. Al obstáculo de los huesos razonablemente puestos, a los recuerdos de la casa de su madre, al músculo de sus brazos, a la seguridad de que ella prefería dos cucharillas de azúcar, al amigo de su madre cuya aparición siempre era precedida por una extraña y ardua limpieza de todos los muebles, como una decencia escondida en el corazón mismo de la decencia, al gesto que él hacía siempre cuando la veía; aquella caricia reconcentrada en la mejilla. Se proponía extender la mano hacia todos aquellos recuerdos y apreciarlos en su valor pero a su esfuerzo sólo respondía un reflejo asustado de cosas que en el fondo resultaban –quién sabe por qué- incurablemente tristes.

De la muerte de su madre recuerda tan solo la aspereza de sus manos y su propia falta de sueño. Y que fue la tía la que llamó por teléfono, la que dijo: “Niña, tu madre acaba de morir, ven inmediatamente”. Y que “Acabar de morir” le pareció de pronto un estado imposible, una tierra inexistente entre esos otros estados que conocía del vivir y del estar muerto, unos estados en los que nunca podría estar su madre ahora, como si hubiese pasado de la vida al “acabar de morir” y fuera a permanecer para siempre en el acabar de morir hasta el fin de los tiempos.

El acabar de morir de su madre se reanudaba siempre igual, un periodo musical de una tristeza carente de color que la hacía caminar de un lado a otro de su antigua habitación torpemente, que inundaba la prolijidad limpia con la que las tías resolvieron que ella se quedaría con todo.  Por aquel entonces Diana vivía en Madrid en casa de los señores y el infarto de su madre había sido tan fulminante e imprevisible que cuando llegó tuvo la impresión de que la muerte ya se había apoderado majestuosamente de la casa en su ausencia, en aquellas pocas horas.

Y tal vez se preguntaba quién sería ahora su amo.

Le sorprendió tanto verla peinada, tan lista para la conciliación, abandonada entre las cuatro paredes de aquel cuarto, que aunque era pleno Agosto pensó: “Tendrá frío” y le abrochó el último botón de la camisa, y cuando lo hizo sintió la obligación de no presionarle demasiado la garganta, para que no se ahogara. “Pero si está muerta” pensó. No importaba; para que no se ahogara. En el fondo de su amor por su madre había existido siempre un deseo de traicionarla que provenía del amor mismo, y que se despertaba y se inquietaba tanto más cuanto más fuerte era ese amor. En qué consistía exactamente aquella traición era algo que dormía hasta en el gesto más trivial, como si de una manera sistemática y espontánea su naturaleza hubiese ido adoptando una a una todas las opciones opuestas, desde la decisión de no estudiar, hasta la de haberse ido a Madrid y haber terminado sirviendo en una casa cuando podía haber resuelto su situación de una manera mucho más desahogada sin trasladarse.

Pero también en los gestos, y hasta en el cuerpo.

Frente al suyo con vida el de su madre en el ataúd era de una sencillez, de una jovialidad casi sórdidas. Los hombros delicados, el cuello firme y largo. Ni siquiera cuando vivía y paseaban juntas por la calle se habría podido decir de ellas que estaban emparentadas, sino más bien que Diana era una sirvienta más joven que, a fuerza de haber vivido durante años con aquella mujer, había acabado adoptando algunos ademanes suyos de una manera casi imperceptible.

El entierro fue digno y Diana no lloró en él.

Sentía (pero tal vez incluso esta palabra sea imperfecta referida a Diana: sentía) todos los cambios de la ciudad y del campo en el cuerpo sin vida de su madre, veía las ocupaciones antiguas, las pausas de los domingos y las tardes libres junto a ella como un principio sin alegría del que se había alejado hacía mucho tiempo en realidad.

(“Ella, allá en lo alto, en aquel día” ¿Por qué conmovía ese pensamiento?)

La hoja de su vida se había adherido con tanta fuerza a su cuerpo, se habían hecho la una a la otra de tal manera materia de salvación, que cuando llegó la muerte Diana no fue capaz de percibir su realidad, encallaba como un enorme velero en los detalles más pequeños mientras que pasaba sobre lo enorme con una naturalidad pasmosa, no sentía ninguna vinculación hacia la casa, que vendió inmediatamente, ni ante el dolor de sus tías, pero trasladó consigo a Madrid cinco cajas llenas de pequeños objetos con la desconfianza de un animal. Cajas que estuvo ordenando y clasificando durante semanas como si estuvieran llenas de sustancias vivas, de uñas, de dientes, de carne.

Nada se detiene. Nada se detendrá jamás.

A veces la miro y siento que puedo introducir mi mano hasta su mismo corazón en aquellos días, sostenerlo entre mis dedos, tan fácil parece llegar a ella. Otras veces se expande hacia fuera, siempre hacia fuera, o se concentra como la empuñadura de una espada que se introduce en el corazón de un toro. Y no sé si su cabeza es una ciénaga llena de veneno o si lo es la mía. Y no sé si lo que me atrae de esta muchacha (pero no es una muchacha) es mi propia desolación, mi propia sed, o si es que su sed y su desolación suenan como un trasunto muy lejano y más integro, menos desvirtuado, de las mías.

(¿Acaso eres tú, Diana, quien habla por mi boca?)

Ahora sólo veo su cuerpo.

Su cuerpo en aquellos años ordenando las cajas traídas de la casa de su madre.

La escucho y la veo frente a esos objetos, pero no la comprendo, ni comprendo que pueda existir nada tan admirable como ella. Las líneas no importan, es lo rígido lo que asusta. La piel tan seca, tan áspera. Esa arruga tan marcada en el pliegue de la boca. Hace un segundo no estaba allí, y ahora está, como si también ella hubiese tenido un infarto durante la noche. En medio de los hombres y de las mujeres, en mitad de la multitud, siento que me elige para que la describa.

Su cara es densa y marcada, no exenta de belleza, y sin embargo inapreciable. ¿He dicho ya que el cabello es negro? Su cabello es negro, tal vez demasiado negro, como unos ojos cargados de demasiadas pestañas a los que la densidad les impidiera mirar. Viene de un lado al otro de la casa como un mar que se retira y acerca con un movimiento decidido, casi masculino, y en cierta medida ruidoso en sus pisadas. Los hombros son grandes y cargados, y aunque se inclina levemente al caminar, parecen leves porque los mueve con extrema soltura. Producen la ilusión de que a pesar de su tamaño están huecos en el interior, de que son en el fondo la parte más liviana de su cuerpo. Las caderas son estrechas y pesadas, y le otorgan un aire de niña grave, de criatura entre dos edades, de mujer que retrocede. Cuando está vestida apenas se perciben sus pechos, pero desnuda parece otra mujer porque es precisamente de ese punto de donde arrancan en espiral el resto de sus miembros.

Desnuda se desvanecen de alguna manera sus hombros, salta hacia atrás, las piernas se alargan desde los grandes pies hasta las rodillas, y desde ahí se hacen robustas como las ancas de una yegua hasta el nacimiento en las ingles de un pubis negro y velludo que jamás ha depilado. Parece una perra enorme que de pronto, movida por el ansia de obtener alguna cosa, se hubiese levantado sobre sus patas traseras.

Comenzó a masturbarse a la edad de quince años.

Recordaba de esa primera noche una extraordinaria sensación de saberse escindida cuando se puso los dedos sobre el sexo y comenzó a trazar breves círculos sencillos, un placer indeterminado y elástico que la vinculaba por fin a aquella extensión extraña de su cuerpo cambiante. En la primera adolescencia, y mucho antes de convertirse en una compensación, la masturbación era para Diana una manera de atrincherarse en sí misma. Tenía la impresión de que el placer establecía una pauta en la que ya no podía referirse a nada que no fuera su propio placer y le parecía que se instauraba una especie de ficción en la que ella misma, ajena todo, se hallaba como rodeada de lanzas cuyas puntas señalaban hacia todo lo exterior. Rara vez llegaba a culminar sus masturbaciones. Bastaba con dejar ingresar a esa criatura ambigua y densa del placer en ella, una criatura en todo ajena, y cuya presencia era, por tanto, gratuidad pura, o regalo puro.

Si en aquella costumbre de Diana había algo totalmente excepcional era que en ningún momento estuvo relacionada con el deseo de lo masculino. Todavía sobrevivía de su madre aquella especie de catecismo que le había impuesto de husmear al macho, temerle y odiarle a partes iguales, y a fuerza de someterse a él lo había superado por completo y había acabado viviendo en un mundo que obviaba a los hombres como criaturas sexuadas.

Pero también su propia feminidad le resultaba extraña, como si sólo la costumbre de los otros de incluirla en el colectivo de lo femenino la hubiese hecho adoptar por comodidad esa ficción casi risible. Se trataba de un error inofensivo, una imposición a la que no se enfrentaba porque en el fondo facilitaba su vida asignándole papeles y circunstancias que, de otra manera, tal vez no habría sabido resolver. En realidad tan misteriosas e inexplicables resultaban las mujeres como los hombres, casi más aún, sobre todo por aquella especie de malla elástica e invisible  en virtud de la cual, a través de reportajes, artículos y programas de la televisión, las unas y las otras se ayudaban y se entendían con una suerte de conocimiento mágico y ancestral. Cuando hablaban de aquella forma Diana entraba en una especie de trance admirativo y confuso en el que de alguna manera no podía evitar la arrogancia de que aquellas mismas personas la consideraran a ella parte de ese colectivo al que tan ardorosamente defendían.

Las veía en el mercado, en la cola de la sección de cosméticos de los grandes almacenes donde aguardaban a que las maquillaran con los productos de promoción, veía aquellos rostros y aquellos gestos como si en la espera no fueran rostros sólidos, sino blandas estructuras de carne que estuvieran a punto de descomponerse. Pero cuando salían el milagro de la reconstrucción se había obrado y la recién maquillada recorría la fila de las que esperaban a la inversa, caminando lentamente, toda ojos, toda labios, toda pómulos, tan indestructible como si la hubieran esculpido en vez de maquillarla.

Si el mundo y las mujeres la desconcertaban no se debía a que fueran absurdas, sino a que eran extrañas, indescifrables.

Y sin embargo se sentía muy cercana a las celebridades.

Las actrices, las políticas, las grandes mujeres de negocios.

Se sentía cercana a ellas como un animal que reconoce en otro una naturaleza similar y se acerca a él amigablemente sin saber explicarse a sí mismo qué es lo que produce la simpatía. Era un afecto puro, nacido directamente del hecho solidario del reconocimiento. Diana sospechaba de ellas que estaban solas, y eso las convertía en solas. Aquella soledad las hacía grandes tras los ojos. Continuamente querían poseer el cielo entero y lo conseguían de una manera casi nostálgica y fraudulenta, de una manera engañada y dolorosa, eran traidoras y a la vez emblemas, participaban del dolor, pero no lo tocaban, eran preponderantes, pero sin tomar parte en el verdadero problema.

Pero Diana no es muy inteligente.

“No soy muy inteligente” dice, como una liberación.

Y esas palabras, que repite invariablemente en ese orden, como una letanía, son a la vez una desvinculación y un descanso de cuanto la rodea. Se conoce y se desconoce en ellas, es incapaz de verse a sí misma desde fuera, por eso pronunciarlas se acerca, más que a cualquier otra cosa, a un gesto de auténtico orden. Una vez dichas el mundo deja de ser algo que debe ser comprendido, y ella deja de tener que implicarse en él. Entonces se siente tranquila.

Entonces ve con mucha claridad, y con cierta inutilidad, la llanura desierta de los afectos, de los deseos, de las posesiones.

 

(Fragmento de novela en preparación)

 

Para ir a casa de los señores hay que tomar dos autobuses.

Para ir a casa de los señores hay que levantarse temprano, a las siete y media de la mañana y tomar dos autobuses, el primero en la puerta misma de la casa, el segundo tras un pequeño paseo.

Algunas personas dan miedo a Diana, algunos hombres, y cuando pasa junto a ellos aprieta instintivamente el bolso. Pero no es el bolso lo que teme que le roben. De pronto es como si algunas personas tuvieran el poder de arrebatarle algo íntimo, un hijo pequeño oculto y enmarañado en el entresijo plástico de las vísceras. Y esta ciudad que ha hecho suya por apropiación, esta ciudad que se ha obligado a conocer y amar, Madrid, se vuelve lóbrega como una noche-aurora, sofocada en los perfumes matinales de las chicas adolescentes del autobús, la requiere por primera vez y la confunde, pues quién sabe lo que espera de ella esta multitud bien peinada y bien oliente.

Aprieta las tijeras que lleva en el bolsillo de la chaqueta. Ahora es peligrosa. Peligrosa como una hembra de tigre amenazada por un sonido ambiguo y desconocido.

No se apresura, pero amenaza, no hace distinciones, no parece sufrir por fracasos comprensibles, no excluye a ninguno, pero encierra el miedo, un miedo como una hermana interminable.

Con nuestros rostros la miramos, con nuestras manos agarradas a las barandillas del autobús para no caernos por los acelerones y los frenazos, abrazándonos casi unos a otros, como si bailáramos, mientras ella sigue inmóvil, el gesto ido, la mano en el bolsillo de la chaqueta, con nuestros pies que puntualmente se acercan a ella por el vaivén del autobús, y parecemos una superficie de algas bajo el mar que se bambolea frente al arrecife que es Diana. Por puro cariño alguien ha dejado que se sentara y ella ha aceptado el asiento con desconfianza, sin sonreír, agradeciéndolo tan solo con un movimiento leve de la cabeza. Sigue apretando las tijeras en el bolsillo de la chaqueta. Se queda así todo el viaje, mientras el autobús cruza la ciudad, hasta que la mano misma se agarrota y al levantarse se clava accidentalmente las tijeras en la yema de los dedos. El pinchazo le hace arrugar el rostro y al sacar la mano del bolsillo descubre que aunque la herida es pequeña resulta difícil hacer que deje de sangrar.

La mira con extrañeza.

Es como si hubiera comprendido que dentro de todo hay sangre.

Que dentro de ella misma hay una envoltura de un niño dentro del cual todo será sangre.

Diana siempre llega demasiado pronto a la casa de los señores y espera sentada en el sofá de cuero negro que adorna la entrada del portal. Desenvuelta de su envoltura de mujer se sienta en el sofá y se hace vegetal pasmado los veinte minutos que restan hasta las ocho y media. Hoy, sin embargo, está intranquila y pasea de un lado a otro. Los veinte minutos se hacen extensos como seres ofendidos y Diana no sabe qué hacer en ellos.

Ahora, cuando terminen, subirá a la casa, abrirá con su llave y preparará el desayuno. Luego las tostadas, el café, la señora recién duchada oliendo a colonia, el señor recién duchado, Marinita recién duchada oliendo a colonia, Juanito, recogerá la mesa y arreglará los baños, echará un vistazo a la habitación en la que ha dormido ella durante trece años y que, en su ausencia, se ha asignado a la plancha, y cuando termine con todo, se sentará a ver media hora la televisión antes de empezar con la comida.

“Qué haríamos nosotros sin ti” dirá la señora mientras desayuna y, aunque escuchada en mil ocasiones, hasta ayer esa frase tenía algo de brutal satisfacción compensatoria que resumía en un acontecer sin peso todo los años que había pasado en la casa, las cosas que había visto en ella. Pero cuando se lo diga esta mañana (no será un agradecimiento, será un simple comentario, lo ha hecho tantas veces) Diana se sentirá culpable y deseará contárselo todo.

Pero contárselo cómo.

Si no había sido una traición entonces por qué lo sentirá como una traición.

Si se había sentido alegre ayer por la tarde en su casa al descubrir que estaba embarazada entonces por qué habrá de sentirse esta mañana como si estuviese amaneciendo un día de vergüenza y de miedo.

Ya es ahora.

¿Quién es ese hombre, esa mujer, esa muchacha que desayunan? ¿Les conoce? No, ni siquiera a sus cuerpos les conoce. Ya no les envuelve ningún prestigio. La cocina es el lugar de un teatro. Ellos en sus cuerpos, en el interior de sus cuerpos, se han dejado de manifestar. No son cuerpos transportados, no van a levantarse ahora, el señor no va a irse a trabajar y va a pasar a su lado sin verla, como otras mañanas, la señora no va a enseñarle ningún vestido viejo que ya no quiere con su displicencia rubia, no se lo va a regalar mientras Diana curiosea sus pendientes, Marinita, esa versión adulterada de la señora, no va a preguntarle dónde ha dejado sus pantalones vaqueros, no va a acercarse hasta ella con sus venitas azules marcadas en la sien, misteriosa y transparente como un reptil acuático.

Ahora son cuerpos atravesados por el espesor.

Cuerpos incomprensibles y semiblandos.

Les detesta como una enferma detesta a quien tiene salud.

Les detesta porque les ha traicionado.

Y toda la mañana transcurre sin que suceda nada en apariencia. Sobre los mismos muebles hay que limpiar el mismo polvo. Toda la mañana sucede como si hubiera que dividir y nombrar la totalidad de la casa de nuevo. Las habitaciones yacen abiertas, desamparadas, sin pertenecer a nadie. Y aquello que podría detener el corazón de las cosas sigue latiendo como una línea irresistible, ignorada y a la vez querida. Un día como éste los hombres se acercaron hasta el acantilado de sí mismos e inventaron el miedo. Y tras el miedo nombraron al dios, no para que les salvara del miedo, sino porque era necesario otro miedo aún mayor que envolviera el corazón de ese miedo en el que se acababan de descubrir.

Y cuando se la ve así a Diana, blanca y silenciosa recorriendo las habitaciones, puede ocurrir que parezca que se difuminan sus límites, que ascienda un poco sobre el suelo, como sumida en una ensoñación.

Aún no ha limpiado todas las habitaciones.

Aún no se ha acercado hasta la habitación.

La ha evitado casi sin querer, sin oponerse en principio al pensamiento de que Juanito duerme aún, sin impedirse pasar incluso junto a la puerta. Ha limpiado el pasillo y al hacerlo se ha atrevido incluso a golpearla con la aspiradora, como invocando el miedo de verle salir por fin.

Conoce tanto esa imagen de Juanito recién despertado que podría crearla en todos sus detalles sin reparar en ella. Cada soplo de esa imagen tendría ahora una carga nueva como si, al igual que sus padres y su hermana Marina, algo en él se hubiera desgastado y agotado. Juanito ya no es Juanito. Juanito es Juan. No sabe explicárselo de otra forma.

Y qué viejo, pesado y muerto resulta ese nombre desprovisto del diminutivo.

La puerta se abre y los dos se miran.

“Ya me he despertado” dice Juan.

Y yo creo que en este adolescente de trece años y esta mujer sirvienta que se miran, en estas dos criaturas inmóviles que en la desmesura de su impotencia saben que se han traicionado, que no tenían otro remedio que traicionarse, se concentran todos los hombres y las mujeres que han existido.

Están lejos, y sin embargo están cerca de mí.

Me miran confundidos y desamparados.

Les llevan fuerzas que no pueden controlar. Puede que sea el amor, cosido sobre la piel

como una magulladura, como un miedo espantoso.